InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: 2014

16.08.14

La súplica de la mujer cananea

“Mi casa es casa de oración y así la llamarán todos los pueblos”, dice el Señor por medio del profeta Isaías (cf Is 56,1.6-7). El pueblo elegido aparece como centro de reunión de todas las naciones, llamadas también a la salvación. Sin menoscabo de la elección de Israel, la voluntad salvífica de Dios es universal, ya que Él “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).

Jesucristo es la Luz, la Salvación y la Gracia. Su presencia es la presencia misma de Dios en medio de su pueblo para sanar, resucitar y dar vida a los hombres. La petición de la mujer pagana, que se dirige a Jesús para implorar misericordia: “Ten compasión de mí, Señor Hijo de David”, “Señor, socórreme”, es escuchada finalmente por Jesús, que reconoce la gran fe de la mujer y le promete el cumplimiento de su deseo (cf Mt 15,21-28).

Con su actitud insistente la mujer cananea expresa que Dios no es avaro en su salvación, sino que la regala en abundancia. Nada se le quita a los hijos de Israel, a quienes en primer lugar se dirige Jesús, si los bienes de la salvación se reparten también a otros. La misión del Señor no puede entenderse de manera exclusiva, sino universalmente. Él ha venido para que todos tengan vida y la tengan en abundancia (cf Jn 10,10).

La presencia salvadora de Cristo continúa en la historia por medio de la Iglesia, fundada por Él y animada por el Espíritu Santo. La Iglesia, constituida por pueblos de toda raza y cultura, es, en Cristo, el sacramento universal de la salvación, el signo y el instrumento de la unión de los hombres con Dios y de la unidad del género humano (cf Lumen gentium, 1).

De aquí proviene, como recuerda Benedicto XVI, “la gran responsabilidad de la comunidad eclesial, llamada a ser casa hospitalaria para todos” (17-8-2008). Como enseña el Concilio Vaticano II: “Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación” (Lumen gentium, 13).

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14.08.14

La Asunción, el tránsito de María

La solemnidad de la Asunción de la Virgen nos recuerda su tránsito, su paso, de este mundo al Padre. Aquella que, desde el primer instante de su concepción inmaculada, es sólo de Dios entra para siempre, transcurrido el curso de su vida terrena, en Dios, en la gloria de Dios: “En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Te trasladaste a la vida porque eres Madre de la Vida, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas”.

De algún modo, el primer “tránsito” para todos nosotros es la creación. Dios, libremente, por el poder de su palabra, nos ha llamado de la nada al ser. No provenimos del azar, ni de un destino ciego, ni de una necesidad anónima, sino que nuestro origen, y nuestro destino, está en Dios, que ha querido que participásemos de su verdad, bondad y belleza.

Un segundo “tránsito” tiene lugar con nuestra llamada a la justificación, a la santificación. A pesar de estar muertos por el peso del pecado, Dios nos da la vida; nos hace, por pura gracia, santos. San Agustín dice que la justificación del impío es una obra más grande que la creación del cielo y de la tierra, porque manifiesta una misericordia mayor (cf Catecismo 1994). En la Virgen, la santidad coincide con la creación. En Ella no hay pecado; desde su concepción ha sido redimida, santificada, bendecida. Ella es, verdaderamente, una criatura nueva, plasmada por la gracia de Dios.

El tercer “tránsito” es el paso de esta vida a la vida eterna. Dios nos llama a superar la vida mortal para hacernos partícipes de su inmortalidad. Cristo, con su Pascua, ha inaugurado este paso. Él es el “primogénito de entre los muertos” (Col 1,18), el principio de nuestra propia resurrección por la justificación de nuestra alma y, más tarde, por la vivificación de nuestro cuerpo. María, la Virgen, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo “para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” (Lumen gentium 59).

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11.08.14

¿Qué podemos hacer por los cristianos de Iraq?

Ahora les toca a ellos. Mañana puede tocarnos a nosotros: la persecución y el destierro, la condena a muerte o a la miseria.

Creo que la primera llamada que nos llega de los cristianos de Iraq – de los que están unidos a la Iglesia Católica o de miembros de antiguas iglesias orientales sin plena comunión con Roma – es una llamada a la coherencia. Los cristianos solo somos fuertes – solo tendremos fortaleza – si nos apoyamos en Dios. Si vivimos de su gracia. Si procuramos que haya máxima coherencia entre profesión de la fe, vida moral, oración y culto. Sin eso, no somos nada. Estaríamos a merced de cualquier viento contrario. Y lo que azota Iraq no es una suave brisa, sino más bien un huracán.

Además, podemos intentar estar informados sobre qué les sucede a ellos. Yo creo que la mejor fuente de información es la palabra de los pastores de esas iglesias. Ha destacado, últimamente, la palabra del Patriarca Caldeo de Bagdad y Presidente de la Conferencia Episcopal Iraquí, Mar Louis Raphael I Sako. En Iraq existe una iglesia organizada, que está en comunión con la iglesia de Roma y con las demás iglesias católicas del mundo. Esto es una ventaja enorme de la que disfrutamos, por provisión divina, los católicos.

La palabra de los obispos católicos de Iraq nos resulta accesible a través de agencias informativas como AsiaNews.it, que me parece creíble. A parte de estar informados, podemos orar. Y orar no es una bagatela. Es una medida de primera importancia, porque orar es acudir a Cristo, que es la Cabeza de la Iglesia y el Señor del mundo. Ninguna oración sincera es en vano. Y, si todos los católicos nos unimos en una oración común, que se une a la intercesión de Cristo ante el Padre, en el Espíritu Santo, se desencadena una enorme fuerza capaz de cambiar los corazones y el aparente “destino” de la historia.

Tenemos también otro medio: La ayuda material y económica. Con destinatarios muy claros: los obispos de Iraq. Y podemos hacerles llegar, esa ayuda, a través de la Conferencia Episcopal Española, o directamente a través de la Santa Sede. O mediante instituciones de confianza, reconocidas por las autoridades de la Iglesia. El Patriarca Caldeo de Bagdad nos dice: “crece exponencialmente la necesidad de los bienes de primera necesidad: vivienda, alimentos, agua, medicinas y fondos; falta coordinación internacional que se está desacelerando y limitando la aplicación de la asistencia efectiva a las miles de personas que esperan un apoyo inmediato. Las iglesias, en la medida de sus posibilidades, están proporcionando todo lo que tienen”.

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9.08.14

Predestinación y esperanza

Dice el “Diccionario de la Real Academia Española” que la “predestinación” es la “ordenación de la voluntad divina con que ‘ab aeterno’ tiene elegidos a quienes por medio de su gracia han de lograr la gloria”.

Que Dios, antes de la creación del mundo, nos predestinó a la adopción filial en Cristo (Ef 1,5) es una verdad de fe que enseña la Sagrada Escritura. Dios es “eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso” (Catecismo 257). Y Dios no retiene para sí lo que Él es. Dios es amor y quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada.

Prueba de este desbordamiento del amor divino es la creación, la historia de la salvación, las misiones del Hijo y del Espíritu Santo, así como la misión de la Iglesia.

En Dios no hay ni pasado ni futuro. Para Él “todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad” (Catecismo, 600). Su designio incluye la respuesta libre de cada hombre a su gracia y permite, aunque no los quiera, los actos que nacen de la ceguera de los hombres.

Frente a la eternidad de Dios, nosotros vivimos en el tiempo. Pero este vivir en el tiempo no nos impide pedir con insistencia que se realice plenamente en la tierra, como ya ocurre en el cielo, el designio de Dios, un designio de benevolencia.

La relación entre Dios y los hombres no puede ser pensada en clave de competencia. Dios no compite con nosotros. Dios nos permite ser. Él es la “causa prima” que no solo no elimina las “causae secundae” creadas, sino que las capacita para su actividad propia y específica.

Dejar que Dios sea Dios no es una amenaza para la libertad del hombre, sino una garantía para la misma. Somos más libres, somos auténticamente libres, cuando dejamos que Dios sea la meta y el horizonte hacia el que tiende nuestra vida.

La predestinación no elimina la libertad, sino que permite convertir la voluntad salvífica universal de Dios en el motor de nuestro propio camino, de nuestra propia tendencia a la culminación de lo que somos y de lo que, más allá de lo que somos, estamos llamados a ser.

La relación con Dios es siempre personal. Es una relación que no nos anula, sino que nos da alas para que podamos tender hacia la gracia, hacia Dios mismo, como hacia nuestra propia meta.

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La barca de Pedro

La barca de Pedro

La barca de Pedro simboliza a la Iglesia, azotada por el temporal y aparentemente abandonada por el Señor (cf Mt 14,22-23). Una situación que vivieron los primeros discípulos y, de un modo o de otro, los discípulos de todos los tiempos. En el Via Crucis del Viernes Santo de 2005, el entonces cardenal Ratzinger, comentando la IX estación, decía: “Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes”.

Sí. La Iglesia parece a punto de hundirse por los pecados de quienes somos sus miembros pero, a un nivel más radical, por la falta de fe, por una especie de “cansancio de creer”. Cada día se hace más acuciante la pregunta de Jesús: “Cuando el Hijo del Hombre vuelva, ¿encontrará fe sobre la tierra?”(Lc 18,8). Solo la fe permite descubrir la presencia del Señor. Mientras la barca se aleja de la orilla Él ora. La intercesión de Jesús por los suyos no se ha agotado, es una intercesión constante.

En medio de la tormenta, el Señor se acerca andando sobre el agua e infunde ánimo a sus discípulos: “Soy yo, no tengáis miedo” (Mt 14,27). Son las mismas palabras que Jesús dirige a los suyos en la Transfiguración y en sus apariciones como Resucitado (cf Mt 17,7; 28,5). “Soy yo”: Jesús es el Emmanuel, el Dios con nosotros, el que promete estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf Mt 28,21).

Jesús es el Salvador que impide que Pedro se hunda en las aguas y que salva también a los demás discípulos que iban en la barca. En la actitud de Pedro, como muchas veces en la nuestra, se dan a la vez la confianza y la duda, la fe y el temor: “Ardía en su alma la fe, pero la fragilidad humana le arrastraba al abismo”, comenta San Jerónimo. En realidad, Pedro no tendría que dudar: por grande que fuese la tormenta mayor debería ser la certeza de la presencia del Señor. Pero Pedro, como nosotros, se muestra todavía como un hombre débil, como un creyente débil.

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