Despertar del sueño
El profeta Isaías expresa el deseo ardiente de la venida del Señor (cf Is 63,16-19; 64,2-7). El pueblo atraviesa una situación dolorosa, ya que está desterrado en Babilonia, y dirige su mirada a Dios: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!”. La memoria de la fe fundamenta este deseo: “Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él”.
Ante este recuerdo brotan dos actitudes: por una parte, la aflicción por la propia infidelidad, la conciencia de que “nuestras culpas nos arrebatan como el viento”; pero, por otra, la oración confiada: “Vuélvete por amor a tus siervos”. Dios ama a su pueblo, nos ama a cada uno. Él es nuestro Padre, su nombre es “Nuestro Redentor” y todos somos obra de su mano.
Como Israel, cada uno de nosotros ha de profundizar en este deseo de que Dios venga a nuestras vidas. La memoria de la llegada de Cristo en la Navidad, el recuerdo de su Pascua, la experiencia de sabernos amados y perdonados por Él suscitan también en nuestros corazones el arrepentimiento y la confianza: “Oh Dios nuestro, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79).
Vinculada al deseo está la esperanza de la manifestación definitiva de nuestro Señor Jesucristo (cf 1 Cor 1,3-9). Se trata de una espera activa, de un compromiso que ha de traducirse en nuestras vidas, ya que debemos ser irreprensibles en el tribunal de Jesucristo. Pero esta exigencia no debe asustarnos, porque el Señor nos da su gracia: “Él os mantendrá firmes hasta el final”, dice San Pablo. Dios es fiel y no dejará que nos falte nada para corresponder a su llamada, a la vocación cristiana.
Jesús nos pide vigilancia: “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento” (Mc 13,33). Jesucristo es el dueño de la casa que puede venir en cualquier instante: “El hombre que saliendo a un viaje largo dejó su casa es Cristo, quien, subiendo triunfante a su Padre después de la resurrección, dejó corporalmente la Iglesia, sin privarla por eso de la protección de la presencia divina”, comenta San Beda.