InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Noviembre 2013

15.11.13

¿Cómo afrontar las persecuciones?

El Señor instruye a sus discípulos sobre la destrucción del Templo, sobre las persecuciones que acompañarían el nacimiento de la Iglesia y sobre el final de los tiempos. Sus palabras constituyen una llamada a la serenidad, al testimonio y a la perseverancia en medio de las pruebas.

No sólo en los comienzos de la Iglesia, sino a lo largo de su historia, también en el presente, nunca han faltado las persecuciones: Las persecuciones crueles y sangrientas, el acoso del mundo que busca la condescendencia de los cristianos con el pecado y con el mal, o el engaño de los falsos mesías que prometen una salvación que no pueden dar. Todo, de algún modo, está previsto y todo cumple un papel en los caminos admirables de la Providencia de Dios.

1) ¿Cómo comportarse en los momentos de prueba? La primera actitud que nos pide el Señor es la serenidad, que ha de excluir el pánico y que debe ir acompañada de la claridad de la mente para poder discernir lo verdadero de lo falso y lo bueno de lo malo. Sin dejarnos turbar por lo inmediato, debemos concentrar nuestra mirada en Jesucristo: El Señor es el templo definitivo, indestructible, edificado por Dios para morar entre nosotros y para hacernos posible el encuentro con Él. Mirando a Cristo descubriremos el criterio que nos permita separar lo que es conforme con el proyecto de Dios para nuestras vidas de lo que es disconforme y, en consecuencia, contrario a nuestro verdadero fin.

2) Con ánimo sereno debemos disponernos al martirio, al testimonio – ésta es la segunda actitud - , basados no en la elocuencia de nuestras palabras, sino en la asistencia del Señor: “yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro” (Lc 21,15). Comenta San Gregorio que es como si el Señor dijera a sus discípulos: “No os atemoricéis: Vosotros vais a la pelea, pero yo soy quien peleo. Vosotros sois los que pronunciáis palabras, pero yo soy el que hablo". Sin la certeza de esta compañía no tendríamos fuerzas para afrontar el juicio de los hombres, la traición de los amigos, el odio de los adversarios o, incluso, la amenaza de la muerte. Él no nos deja solos, permanece con nosotros todos los días y nos da el vigor que procede de su palabra y de sus sacramentos. El testimonio, el martirio, es el sostenido esfuerzo de vivir lo que creemos sin callar la razón de nuestra esperanza.

3) La tercera actitud es la perseverancia: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas” (Lc 21,19). La perseverancia nos pide ser constantes en el seguimiento del Señor. San Gregorio relaciona esta actitud perseverante con la paciencia: “la posesión del alma consiste en la virtud de la paciencia, porque ésta es la raíz y la defensa de todas las virtudes. La paciencia consiste en tolerar los males ajenos con ánimo tranquilo, y en no tener ningún resentimiento con el que nos lo causa”. A imagen de Cristo, que jamás pierde el dominio de sí mismo, debemos mantener la dignidad que nos confiere el ser hijos de Dios por la gracia.

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12.11.13

Sed sumisos unos a otros

En la Carta a los Efesios San Pablo parte de los planes eternos de Dios para ayudar a los creyentes a profundizar en el misterio de Cristo y, en conformidad con la lógica de la Encarnación, no se olvida de dar consejos concretos sobre el comportamiento de los cristianos. Nuestra vida viene de Dios, pero Dios no está lejos; es un Dios cercano, que nos sale al encuentro en la cotidianidad de nuestras vidas.

La fe ilumina la existencia, proyecta su luz sobre las realidades humanas para esclarecerlas, purificarlas y elevarlas. Con una formulación que desagradaría profundamente a Nietzsche, que no veía en ello más que una “moral de esclavos”, negadora de la vida, San Pablo dice: “Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo” (Ef 5,21). Pero la sumisión paulina no es la esclavitud atisbada por Nietzsche.

El modelo moral, para un cristiano, es Cristo. Y Cristo no ha negado la vida, sino que la ha afirmado, aunque el camino que conduce a la vida, a la auténtica vida, resulte para unos ojos descreídos un tanto paradójico: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35). Perder y ganar. No se pueden entender estas palabras desde la dialéctica del amo y del esclavo, sino desde el modelo de un Dios que se hizo hombre para reconciliar a los hombres con Dios y para que los hombres, finalmente, por gracia, pudiesen ser semejantes a Dios.

El cristianismo, decía Benedicto XVI, no es un no. Es un sí: “El cristianismo, el catolicismo, no es un cúmulo de prohibiciones, sino una opción positiva. Y es muy importante que esto se vea nuevamente, ya que hoy esta conciencia ha desaparecido casi completamente”, comentaba en 2006 en una conversación con periodistas alemanes. El “no” está siempre a favor de un “sí” mayor. Aquí reside la clave de la aparente paradoja de Cristo, en la que la Resurrección triunfa sobre la muerte asumiendo la muerte.

“Sed sumisos unos a otros”, pero no de cualquier modo, sino “en el temor de Cristo”. No cabe un planteamiento más igualitario que el que brota de reconocer a un Señor común que no nos esclaviza, sino que, pasando por encima de cualquier convencionalismo, nos otorga una nueva dignidad, la de los hijos de Dios: “No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).

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8.11.13

Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna

Los saduceos formaban un importante grupo religioso dentro del judaísmo. No creían ni en la inmortalidad del alma ni en la resurrección de los muertos y, en consecuencia, tampoco en la recompensa o castigo después de la vida presente. Se remitían a los cinco libros del Pentateuco, los únicos que ellos reconocían, en los que, de modo explícito, no se habla de la resurrección. La pregunta que aquellos saduceos dirigen a Jesús no busca aclarar una duda, sino que es una pregunta malintencionada, pretendiendo asechar al Señor.

Por razones distintas a las de los saduceos, también hoy son muchos los que no creen en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. No solo ateos o agnósticos, sino incluso bastantes católicos: “llama la atención que no pocos de los que se declaran católicos, al tiempo que confiesan creer en Dios, afirman que no esperan que la vida tenga continuidad alguna más allá de la muerte”, escribían en 1995 los obispos de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe.

En realidad, la fe en la resurrección de los muertos es una consecuencia de la fe en Dios. Así lo explica Jesús: “que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos” (Lc 20,37-38).

Dios es nuestro creador. Nos ha hecho de la nada, pero en la omnipotencia de su amor no permite que volvamos a la nada. Los mártires Macabeos, cuando se enfrentaron a la prueba, se mantuvieron firmes basándose en la fidelidad de Dios, en la seguridad de que Él no abandonaría después de la muerte a los que, en esta vida, confesaron su fe hasta la muerte: “Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará” (cf 2 M 7,9-14).

Jesús nos dice: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25). Lo que el hombre no puede hacer - dar vida a un muerto - Jesús sí lo puede hacer. Él ha vencido la muerte resucitando glorioso del sepulcro. Por la virtud de la Resurrección de Cristo, Dios, en el último día, también “dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas” (Catecismo 997).

¿Cómo será nuestra resurrección? La doctrina de la Iglesia sostiene la esperanza pero no satisface la curiosidad: “Este ‘cómo ocurrirá la resurrección’ sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe” (Catecismo 1000). Entre el cuerpo terreno y el cuerpo resucitado habrá, a la vez, continuidad – será el mismo cuerpo – y discontinuidad – será un cuerpo glorioso, transformado - , a semejanza de lo que ya aconteció con el cuerpo de Jesucristo.

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6.11.13

Cooperador parroquial: ¿Por qué no?

El papa Francisco ha expresado su deseo de tener una Iglesia pobre y para los pobres. Yo, hasta la fecha, no he conocido otra cosa. En los niveles en los que me muevo, ese desiderátum no es un desiderátum sino una realidad.

La Iglesia es, de hecho, pobre. Y también es para los pobres. Es pobre porque vive con muy poco. Una parroquia no es un centro financiero. Hay muchos gastos y, normalmente, menos ingresos. Los feligreses son pobres. Cuando se cuenta la colecta de un domingo no se tiene noticia – que yo sepa - ni de un solo billete de 500 euros, ni de un solo billete de 200 euros, ni de un solo billete de 50 euros. Ni apenas de un solo billete.

En España, si cayese la asignación tributaria, la destinación de un pequeño porcentaje de los impuestos que ya se pagan, a la Iglesia Católica, entraríamos en bancarrota. Ese porcentaje del IRPF garantiza, sobre todo, un módico sueldo a los ministros del culto. Sin esa “X” los ministros del culto – los sacerdotes – no podrían vivir. O, si quisiesen vivir, tendrían que restringir su dedicación a la actividad pastoral para buscar otras actividades más lucrativas, suficientemente lucrativas, para costear su subsistencia.

Yo creo que no podemos seguir así. No hace falta ser profeta para prever que algo tan sencillo como un cambio de Gobierno o como una denuncia unilateral de los Acuerdos Iglesia- Estado o como un cambio de la Constitución (no imposible) daría al traste con ese “mínimo” vital.

A “la sociedad” le daría lo mismo. A los católicos no debería darles lo mismo. Un no creyente, un ateo o un agnóstico, quizá no tenga por qué aportar ni un solo euro al sostenimiento de la Iglesia. O sí. Pero si lo hace, si aporta algo, será porque está convencido, aunque no comparta la fe, de que la Iglesia es un bien para la mayoría.

Un católico, creo, debe pensar de otro modo. La Iglesia es un bien, sí. Pero la Iglesia no es un ente abstracto, es la comunidad de los fieles cristianos. La Iglesia soy, también, yo. Y si me importa la Iglesia debo sostener a la Iglesia.

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2.11.13

El deseo de ver a Jesucristo

La constitución dogmática “Dei Verbum” del Concilio Vaticano II enseña que en Jesucristo culmina la revelación divina: Dios “envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios […]. Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre” (cf DV 4).

El amor misericordioso caracteriza el ser de Dios: “a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida”, leemos en el libro de la Sabiduría (cf Sb 11,23-12,2). Dios es clemente y compasivo, “tardo a la cólera y rico en fidelidad”. A pesar de nuestro pecado, Él mantiene su amor.

En la entrega de su Hijo, en la Encarnación y en la Cruz, este amor incondicional se hace visible y palpable: “El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,9). Zaqueo, “jefe de publicanos”, estaba ciertamente “perdido”, al menos a los ojos de los hombres oficialmente piadosos de Israel, vigilantes de una pureza ritual.

Su oficio, recaudador de aduanas y cobrador de impuestos, lo desacreditaba completamente. Desempeñar esa tarea equivalía a vivir de modo permanente en el pecado y en la injusticia. Además, era rico y posiblemente se había aprovechado en ocasiones de los pobres.

Sin embargo, en este hombre, en Zaqueo, había germinado la semilla de la salvación porque deseaba ver al Salvador. Este deseo le lleva a superar las dificultades: su escasa estatura y la aglomeración de las gentes, que se levantaba como un muro infranqueable que le impedía divisar al Señor.

En cada uno de nosotros pueden estar presentes estas dificultades. Algunos Padres de la Iglesia relacionan la pequeña estatura con la escasez de la fe, ya que sin fe, o sin una disposición a creer, no se puede “ver” a Jesús, no se puede reconocerlo como Salvador. Por su parte, la turba simboliza “la confusión de la multitud ignorante”, decía San Cirilo; es decir el cúmulo de prejuicios que se convierten en obstáculos para encontrar al Señor.

Pero Zaqueo no se resigna ante estos inconvenientes y “se subió a una higuera para verlo”. El pequeño Zaqueo, comenta San Beda, se sube, para elevarse, al árbol de la Cruz. Desde esa altura sí es posible “ver” a Jesús. El resto lo hace ya sólo el Señor. Le pide que se baje de la higuera y toma la iniciativa de hospedarse en su casa. La gracia de Dios, la proximidad de su amor misericordioso, llena a Zaqueo de alegría.

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