Vigilancia y esperanza
XIX Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C
“Vigila aquel que tiene los ojos de su inteligencia abiertos al aspecto de la luz verdadera, el que obra conforme a lo que cree y el que rechaza de sí las tinieblas de la pereza y de la negligencia”, escribía San Gregorio. Se presenta con estas palabras uno de los rasgos de la vida cristiana: la vigilancia.
Vigilancia, ante todo, en los modos de pensar, para evitar que nos invadan las mentalidades de este mundo (cf Catecismo 2727). Estar abiertos a la luz verdadera significa estar dispuestos a acoger a Jesucristo como Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Lo verdadero no se reduce a lo que la razón y la ciencia pueden verificar por sí mismas; ni a lo útil o a lo productivo, ni al activismo, ni tampoco al sensualismo o al confort. Los ojos de la fe descubren una hondura de lo real que abarca la dimensión de misterio, una esfera que desborda nuestra conciencia, que hace espacio a lo aparentemente “inútil”, que no retrocede ante la inaferrable gloria de Dios.
La vigilancia se esfuerza por mantener la coherencia entre la fe y la vida; rechazando todo lo que, en la teoría o en la práctica, se opone al testimonio cristiano. Este esfuerzo exige luchar contra las tentaciones, evitando tomar el camino que conduce al pecado y a la muerte. Vigilar es guardar el corazón, para que se mantenga en la opción perseverante en favor de Dios.
La pereza y la negligencia nos sumergen en los excesos de la noche, en las distracciones que nos pueden apartar de la espera del Señor. La espera vigilante pide la sobriedad, en contraste con la ebriedad, con la turbación de la memoria, de la inteligencia o de la voluntad. La embriaguez es una fuga, un escape, un abandono de nuestras responsabilidades. El hombre vigilante está preparado para dar cuenta, para responder, cuando llegue el Hijo del Hombre.