¿He llegado al paraíso?
Llego abriéndome paso entre nubes humeantes. Apenas puedo ver dos metros más allá de mi nariz, pero la monodia de un coro de voces blancas me orienta. Esa es la dirección que debo tomar. Hace un frío húmedo, de montaña, y cada bocanada de aire en mi paso apresurado me lo recuerda. Esto es aire puro y no el de la ciudad.
Pero no importa el frío cuando uno camina buscando a un señor barbudo, que con una gran llave que te dé la bienvenida al paraíso. Al menos esa idea fue la que me hipnotizó por una fracción de segundo. No se preocupen, son delirios oníricos y los estoy tratando. Esto es el Valle de los Caídos, y llevo varios kilómetros andando porque miles de coches han desbordado toda previsión, y han venido a volcarse en apoyo a la comunidad Benedictina, frente al cierre injusto y sectario de la magnífica basílica que custodian.
Adelanto a unas señoras mayores que marchan estoicas cuesta arriba, con paciencia, “china-chana” cogidas del brazo. Qué valor. A unos metros de distancia escucho la voz de una de ellas ¡Sois nuestra esperanza! ¿Se referirá a mí? Sí, me doy la vuelta y no cabe duda, soy yo la esperanza de la señora, somos los jóvenes que vamos goteando por los últimos metros de la pista antes de llegar a la explanada. Habría preparado con tiempo una frase épica con la que contestarle. Qué menos cuando alguien afirma que eres su esperanza. Pero entre la sorpresa y el orgullo solamente sé decir: ¡Gracias!. Y continuar a mi ritmo atlético, no me puedo perder lo que está pasando.
Y en el césped de la explanada, entre el misticismo de la niebla, el silencio en torno a la celebración de la Misa, el coro de los muchachos de la escolanía, y bajo la intuición de una gran cruz que no se ve, pero que está. Tengo la completa certeza de que está allí. Me siento más espíritu que cuerpo. ¿Seré un iluminado?, ¿Estaré loco?. Debo estarlo, porque creo escuchar a cada uno de los que estamos aquí. Nos mueve lo mismo. Nuestra fe. Esa que ahora, por alguna extraña razón, es más resuelta y convencida que antes de llegar.
Es de día y el cielo no puede estar más encapotado, pero no puedo dejar de pensar en las palabras de un hombre que descansa aquí. Nuestro puesto está fuera, bajo la noche clara.
Javier Tebas