24.04.20

La imaginación moral y los buenos y grandes libros

                    La tierra del encantamiento. Obra de Norman Rockwell (1894-1978).

  

   

«Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera».

Flannery O’Connor

 

«A veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir».

C. S. Lewis

   

  

Tras leer los artículos de mi blog y saber de la intención que abriga el mismo, algunos de ustedes podrían, legítimamente, plantearse la siguiente pregunta: ¿de qué manera la lectura de los buenos y grandes libros podrá ayudar a nuestros hijos ––y a nosotros con ellos–– a encaminarse hacia la virtud? Una respuesta acude presta a nuestra mente: por medio de la instrucción. Y ciertamente esa es una de las maneras, pero no la más eficaz, sobre todo con los niños y los jóvenes. La mejor manera de empezar a cultivar el carácter moral de los más jóvenes es sumergirles en las grandes historias donde las virtudes se hacen vida, no de una manera empalagosa y dulce o a base de rígidos sermones, sino de una forma que capte y alimente su imaginación. En palabras del benedictino P. Francis Bethel, uno de los discípulos destacados de John Senior, se trata de «forjar un camino intermedio entre el adoctrinamiento y el completo caos del relativismo». Y este medio tiene un nombre y su nombre es «imaginación moral». El padre dominico Aidan Nichols (Lost in Wonder. Essays on Liturgy and the Arts, 2011) nos dice al respecto: «Las artes son o deberían ser una educación en el uso de la imaginación moral. (…) Por su esplendor, las artes pueden hacernos este servicio más eficazmente que el didactismo moral».

Bien, ¿pero, qué es eso de la imaginación moral? Al parecer, el término fue acuñado por Edmund Burke en sus famosas Reflexiones sobre la Revolución francesa (1790). Russell Kirk es quizá quien más y mejor ha desarrollado este concepto ––meramente esbozado por Burke–– presentándonos la imaginación moral como ese poder de percepción ética que va más allá de las barreras de la experiencia privada y de los acontecimientos del momento, y especialmente, como la forma superior de este poder, ejercido a través de la poesía y el arte.

 Ilustraciones de Charles E. Chambers (1883-1941) y de Joseph F. Kernan (1878-1958).

De esta manera, la imaginación moral nos permitiría ir más allá de nuestra limitada experiencia personal; nos ayudaría a percibir lo que se tiene en común con los demás y ver las cosas desde otras perspectivas, enriqueciendo nuestro conocimiento. Esto es, exactamente, lo que quiere decirnos Flannery O’Connor con su frase «nuestra respuesta a la vida es diferente si nos han enseñado solo una definición de vida o si hemos temblado con Abraham mientras sostenía un cuchillo sobre Isaac».

Pero la imaginación moral, desenvuelta a través de la lectura de los buenos y grandes libros, forma parte de algo más amplio, de una de las formas de conocimiento más importantes y más olvidadas. Una forma natural y espontánea de conocer la realidad y de experimentarla directa o indirectamente a través de la memoria y la imaginación, dramatizada por Homero y considerada esencial por Sócrates, Platón y Aristóteles. El propio Santo Tomás la denominó scientia poetica («conocimiento poético»), englobándola entre los modos de conocimiento esenciales, junto a la metafísica, la dialéctica y la retórica; quizá el menos confiable de todos ellos en términos de conocimiento empírico y mensurable, pero el más importante para poder recibir las impresiones sensoriales y emocionales de la cosa misma. Como nos dice uno de los discípulos de Senior, el Dr. James Taylor, en su obra titulada precisamente, El conocimiento poético (1998), este no es «sino una experiencia poética de la realidad». Se trata, según el autor, de un encuentro con la realidad despojado de todo análisis y especulación científica, percibiéndose aquella como bella, sobrecogedora, espontánea y misteriosa… Taylor, al definir el conocimiento poético, nos dice también que «es lo opuesto al conocimiento científico». 

Stratfor Caldecott en su libro Beauty for Truth’s Sake (2017), hablando de este tipo de conocimiento, lo describe como: «Emocional, sensorial, empático», y que involucra a toda la persona en el acto de conocer. «La intuición poética es el conocimiento por “connaturalidad” o participación, que encuentra dentro de uno algo que corresponde al objeto, y que permite saltar la barrera entre este y uno mismo. Así que una persona que mira las estrellas, aunque no pueda medirlas de la manera que exige el conocimiento científico, puede ser conducida a una parte de sí misma en la que se siente que esas grandes distancias y esos fuegos sagrados existen y poseen un significado».

Esta visión y percepción poética del mundo (enseñada por Senior y sus colegas) es profundamente cristiana, pues nace de la admiración, del asombro y del amor, a diferencia de la ciencia materialista, que ve el conocimiento como poder sobre la naturaleza y sobre el hombre mismo. 

                                       Ilustración de Margaret Tarrant (1888-1959).

El monje griego Porfirio de Kavsokalivia (proclamado santo por la Iglesia Ortodoxa) nos recuerda la importancia de esta forma poética de experimentar el mundo al decirnos que «para que una persona se convierta en cristiana debe tener un alma poética. Debe convertirse en poeta. Cristo no desea almas insensibles en su compañía. Un cristiano, aunque solo cuando realmente ama, es poeta y vive en medio de la poesía. Los corazones poéticos abrazan el amor y lo sienten profundamente». (Herido por el amor).

«Los conceptos crean ídolos, solo la admiración nos revela algo», escribió, con ese corazón de poeta, san Gregorio Nacianceno. Y en su ensayo sobre la Poética de Aristóteles (1829), el santo cardenal Newman ratifica esta idea: 

«Con los cristianos, una visión poética de las cosas es un deber; se nos pide que coloreemos todas las cosas con los tonos de la fe, para ver un significado divino en cada evento (…). Se puede agregar que las virtudes peculiarmente cristianas son especialmente poéticas: humildad, gentileza, compasión, contento, modestia, sin mencionar las virtudes devocionales, mientras que los sentimientos más groseros y ordinarios son los instrumentos de la retórica más justamente que de la poesía: ira, indignación, emulación, espíritu marcial y tono de suficiencia».

Dentro de este conocimiento poético del mundo, donde destaca como modo principal la percepción de la naturaleza creada, se encuentra también el conocimiento de la acción artística del hombre, de la subcreación a la que hacía referencia Tolkien, en la que la imaginación moral se desenvuelve. George MacDonald se refiere a ello cuando en su ensayo La imaginación: sus funciones y su cultura (1893), dice:

«Sin embargo, cuando esta asociación con la naturaleza es posible solo ocasionalmente, debe recurrirse a la literatura. En los libros, no solo tenemos almacenadas todas las obras de la imaginación, sino que, como si de su taller se tratara, podemos contemplarla encarnándose ante nuestros propios ojos en la música del habla, en la maravilla de las palabras, hasta que su trabajo, como un plato de oro engastado con brillantes joyas y adornado por las manos de astutos trabajadores, se alza ante nosotros».

            Obras de Edward B. Quigley (1895-1986) y Jessie Wilcox Smith (1863-1935).

Dennis Quinn, el colega de John Senior, en uno de sus ensayos, nos dice cómo llegar a este tipo de saber, por medio de lo que él llama (como título de su trabajo) una Educación a través de las Musas: 

«Es una educación total que incluye el corazón —la memoria, las pasiones y la imaginación— lo mismo que el cuerpo y la inteligencia. En primer lugar, las canciones de cuna y los cuentos de hadas enfrentan por vez primera al niño con el fenómeno de la naturaleza. “Brilla, brilla, estrellita” es una introducción Musical (con “M” mayúscula) a la astronomía que incluye algunas de las observaciones primarias de los fenómenos astrales y moviliza la emoción humana apropiada al caso: el asombro (…) Pero no nos engañemos: el asombro no es un sentimentalismo azucarado sino, por el contrario, una poderosa pasión, una especie de temor, una confrontación feroz con el misterio de las cosas. A través de las musas, el abismo temeroso de la realidad convoca por primera vez a ese otro abismo que es el corazón humano; y el asombro de su respuesta es, como han dicho los filósofos, el comienzo de la filosofía —no solo el primer paso—; sino el “arche”, el principio, del mismo modo en que el uno es el comienzo de la aritmética y el temor de Dios es el comienzo de la Sabiduría. Por lo tanto, el asombro da inicio a la educación y la sostiene en el tiempo».

Así que debemos tratar de que los chicos sientan y perciban el mundo poéticamente, y la lectura y la imaginación moral en que esta se desenvuelve, ayudarán a ello. Porque el arte no oculta, sino que revela, como bien dice George MacDonald en su novela Phantastes (1858):

«¿No será que el arte rescata a la naturaleza de nuestros sentidos fatigados y hartos? Abandonando la injusticia de nuestra vida diaria, apela a la imaginación, que revela a la naturaleza en su verdadera dimensión. Allí la naturaleza se presenta a sí misma como ante los ojos de un niño que, sin temores ni ambiciones, encuentra el mundo de la vida diaria a su alrededor colmado de maravillas y las disfruta sin cuestionamiento alguno». 

J. R. R. Tolkien, en su ensayo, Sobre los cuentos de hadas (1947), recoge esta idea:

«Necesitamos limpiar los cristales de nuestras ventanas para que las cosas que alcanzamos a ver queden libres de la monotonía del empañado cotidiano o familiar, y de nuestro afán de posesión. (…) Esta cotidianeidad es el castigo por la «apropiación»: los objetos cotidianos o familiares (en el peor de los sentidos) son aquellos de los que nos hemos apropiado, legal o mentalmente. Decimos que los conocemos. Son como aquellas cosas que una vez llamaron nuestra atención por su brillo, su color o sus formas y que, ya en nuestras manos, encerramos con llave en el arca, las hacemos nuestras y, una vez poseídas, dejamos de prestarles atención».

Tolkien continúa diciendo que la de forma «limpiar los cristales de nuestras ventanas», o al menos, una de ellas, es «volver a ganar la visión prístina», algo que puede alcanzarse por medio de la lectura y el ejercicio de la imaginación que a esta acompaña. 

Un caballo en el cielo, de A. Zadorine (1960-) y El barco de ensueño, de Nina Brisley (1898-1978).

Pero debemos ser conscientes de que la imaginación moral no fructifica en cualquier campo. Ha de ser plantada en tierra fértil, y, además, ha de ser regada y cultivada. Esa tierra fértil es nuestra alma, pero como bien sabemos, la tierra ha de ser previamente preparada para recibir la semilla. Así, y solo así, podrá crecer en ella un corazón poético que dé fruto. John Senior nos llama la atención sobre ello en su Muerte de la cultura cristiana (1978):

«Las ideas seminales de Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás germinan únicamente en un suelo saturado con imaginativas fábulas, cuentos de hadas, historias, rimas y aventuras: los cientos de libros de Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens, Scott, Dumas y el resto. (…)  Una razón más importante para leer los buenos libros que figuran aquí, y para leerlos preferentemente cuando se es joven, es preparar la imaginación y el intelecto para las ideas más elevadas de los grandes libros. No es un comentario frívolo decir que una persona que haya tomado contacto en su infancia con las rimas y los ritmos de las rimas y pareados infantiles también ha cultivado los sentidos y la mente para la lectura de Shakespeare».

Como contraejemplo de la sciencia poetica, Charles Dickens nos da una muestra de la educación “científica”, puramente material y utilitaria, por medio del personaje del maestro Thomas Gradgrind, un personaje de Tiempos difíciles (1854), epítome del científico materialista, quién ya al principio de la novela esboza su filosofía de forma clara:

«––En esta vida, no queremos nada salvo los hechos, señor; nada salvo los hechos».    

Este tipo de enseñanza conduce, según nos muestra Dickens, a un paisaje humano devastado y estéril: 

«Ninguno de los pequeños Gradgrinds había visto jamás dibujada una cara en la luna; aun antes de saber hablar con claridad, ya estaban al tanto de lo que era la luna. Ninguno de los pequeños Gradgrinds tuvo jamás ocasión de aprender aquellos idiotas versillos: “Brilla, brilla, estrellita, me pregunto quién serás”. Ninguno de los Gradgrinds sintió jamás dudas acerca del firmamento, porque cualquiera de ellos había hecho antes de los cinco años la disección de la Osa, igual que un profesor Owen, y se había montado en el Carro lo mismo que un maquinista de tren en su máquina. Ninguno de los pequeños Gradgrinds tuvo jamás la ocurrencia de comparar una vaca pastando en el campo con aquella otra vaca famosa del cuerno retorcido que dio un topetazo al perro que había molestado al gato que había matado al ratón que había limpiado el plato; ni con aquella otra aún más famosa que se tragó a Pulgarcito. Ninguno de los pequeños Gradgrinds había oído hablar jamás de todos estos personajes célebres, y únicamente se les había hecho la presentación de la vaca como un rumiante, cuadrúpedo, herbívoro, dotado de varios estómagos».

En el otro extremo, como muestra de la educación poética de que les hablo, en la novela David Copperfield (1850), el protagonista, David, nos habla de su verdadera formación, que le permite mantener viva su fantasía y su esperanza «de algo más allá de ese lugar y tiempo» y le ayuda a llegar finalmente a buen puerto:

«Mi padre había dejado una selecta colección de libros en una pequeña habitación de la planta alta a la que yo tenía acceso (porque estaba junto a la mía) y de la que nadie más en nuestra casa se preocupaba. De esa bendita habitación salieron Roderick RandomPeregrine Pickle, Humphrey Clinker [los tres, protagonistas de novelas de Tobias Smollett], Tom Jones [Henry Fielding, 1749], El vicario de Wakefield [Oliver Goldsmith, 1766], Don Quijote, Gil Blas [Alain-René Lesage, 1715] y Robinson Crusoe [Daniel Defoe, 1719], gloriosos anfitriones para hacerme compañía. Mantuvieron viva mi fantasía y mi esperanza en algo más allá de ese lugar y tiempo».

Porque aunque nos cueste creerlo y aunque podamos tardar tiempo en comprobarlo, el poder educativo de la buena literatura puede llegar a ser inmenso, ya que «moviliza la emoción humana apropiada al caso: el asombro». Y esto se pone de manifiesto con el cultivo de lo que se conoce por imaginación moral. Los animo a ponerse a ello. 

19.04.20

El encanto de los peluches

                         Peinando a Teddy. Obra de Sarah McGregor (1869-1919).

    

  

 

«Pensé en el joven con el oso de peluche paseando por debajo de los castaños en flor.»

Evelyn Waugh. Retorno a Brideshead

    

  

 

Cuenta Ulrich L. Lehner, el teólogo autor, entre otros, del libro Dios no mola (2017, Homo Legens), que el filósofo Odo Marquard encontraba ridículo cómo la gente moderna trata de huir de las grandes cuestiones de la vida creando espacios seguros en su mente. A estos espacios (que hoy se están transfigurando ya en espacios físicos), los llamaba el filósofo alemán “osos de peluche mentales”, como haciendo referencia a la idea de una vida terrenal perfecta sin dolor ni sufrimiento. Pero no voy a referirme a esos “ositos de peluche”, si no a los otros, a los auténticos, los peluches de siempre, aquellos que transitan por la niñez y que se suelen quedar en ella (hay excepciones, claro, como el joven de la cita de Waugh, Sebastian Flyte).

Del mundo literario de los muñecos de felpa infantiles ya he hablado cuando traté al peluche literario por antonomasia, el origen de todos los demás, el osito Winnie de Pooh, con sus maravillosas historias sobre un niño cuyos animales de peluche cobran vida y sus diversas personalidades y temperamentos, todo ello bajo un fino y sencillo humor.  

Pero hoy voy a tratar de algunos otros, herederos de Winnie, y como él, muy recomendables para frecuentar acompañados de los niños. 

Según los expertos en psicología y pedagogía infantil, cuando hablamos del clásico peluche de la infancia en realidad estamos ante un intermediario emocional entre el niño y la realidad. Al parecer, cuando el bebé se da cuenta de que él y su madre no son uno y toma conciencia de su individualidad, en los momentos cada vez más frecuentes de ausencia de la madre, se ve necesitado de un apoyo, de un sustituto para empezar a caminar por entre el mundo. Y este relevo es, en la mayoría de los casos, su peluche, lo que en lenguaje psicológico se denomina «objeto transicional». Sobre él, el niño proyectaría la experiencia íntima de sus primeros pasos llenándola de sentido, lo que constituiría, en gradilocuentes palabras de un conocido psiquiatra, «la expresión más temprana del impulso creativo del hombre». Por cierto, una historia, dulce y conmovedora, sobre otro típico objeto transicional ––una mantita––, es el álbum La manta de Jane, del dramaturgo Arthur Miller.

Puede que sea así; no lo sé. Pero de lo que no cabe duda es de que estos juguetes, sea lo que sea aquello que significan, son algo importante en la vida de muchos niños y adquieren para ellos un significado muy especial. No es por tanto nada extraño que hayan sido objeto de atención por parte de los literatos.  

En los peluches como protagonistas de obras de literatura infantil se aúnan las condiciones de los animales y los juguetes como objetos típicos de fabulación, dando lugar a un tipo nuevo que reúne características de unos y otros. Ejemplos de este subgénero son El Conejo de Terciopelo (1922) de Margery Williams, Corduroy (1968), de Don Freeman, y Peluche (1977) de Shirley Hughes. 

  

El conejo de terciopelo (1922), de Margery Williams

 

                                  Edición original del libro, y dos ediciones en español. 

La autora nos cuenta la historia, tierna y atemporal, de un conejo de peluche y sus ansias por convertirse en un ser real… y quizá también algo más. Este álbum clásico, además de relatar de una forma dulce y certera la relación afectiva entre un niño y su peluche, puede ser también objeto de una lectura trascendente. Y es que la posibilidad de que alguien pueda llegar a alcanzar una existencia real, y que el camino para lograrlo ––un camino duro y sufriente–– sea amar y ser amado tiene un eco cristiano difícil de silenciar.  

––“Lo real no es como estás hecho”, dijo el Caballo de cuero. ––“Es algo que te pasa a ti. Cuando un niño te ama por mucho, mucho tiempo, no sólo para jugar, sino que realmente te ama, entonces te vuelves real”. 

––“¿Duele?” preguntó el Conejo. 

––“A veces”, dijo el Caballo de cuero, porque siempre era sincero. ––Pero cuando eres real ya no te importa que te hagan daño. 

–– “¿Te sucede de pronto, como cuando te dan cuerda, o poco a poco?”, preguntó. 

 –– “Eso no te ocurre repentinamente”, ––dijo el Caballo de cuero. “Te vas haciendo poco a poco y tarda mucho tiempo. Por eso no le suele ocurrir a los que se quiebran con facilidad, o a los que tienen bordes afilados, o a los que se guardan cuidadosamente. Generalmente, cuando te haces real, casi todo tu pelo se ha desgastado, tus ojos se han salido, tus articulaciones están sueltas y te sientes muy maltrecho. Pero estas cosas no importan ya, porque una vez que eres real ya no puedes ser feo, excepto para la gente que no entiende”».

El filósofo católico alemán Robert Spaemann nos lo dice con otras palabras:

«Cuando algo –o alguien– se nos hace real en cuanto ello mismo, ¿cómo llamamos a eso? Ahí hablamos de amor. El amor es el hacerse real del otro para mí. Educación para la realidad es, por tanto, otra forma de decir educación para el amor».  

Como nos dice san Pablo «… despojaos del hombre viejo y (…) revestíos del hombre nuevo», (…) «y por encima de todo, revestíos del amor que es el vínculo de la perfección».

Encantará a sus hijos tal y como les sucedió a los míos. De 5 a 8 años.

 

Corduroy (1968), de Don Freeman

 

                La portada del álbum y algunas de sus ilustraciones a cargo del autor.

El álbum nos cuenta, iluminado con unos deliciosos dibujos del autor, la historia de Corduroy, un pequeño oso de peluche, que, desgastado y viejo por estar expuesto largo tiempo en los estantes de unos grandes almacenes, ha perdido la esperanza de que algún niño se le lleve a casa. Sin embargo, un día una pequeña llamada Lisa se fija en él, y desde ese momento sabe que es el oso que siempre ha querido. Aunque su madre no es de la misma opinión; se trata, según ella, de un peluche viejo y desgastado al que incluso le falta un botón. Esa noche Corduroy intenta encontrar el botón que le falta recorriendo los grandes almacenes: ¡desea tanto ser el osito de Lisa! Finalmente, tras una serie de aventuras, Corduroy y Lisa conseguirán estar juntos. 

«Corduroy se basa en una recurrente fantasía infantil», dice Anita Silvey, experta en libros infantiles y autora de ‘Los 100 mejores libros para niños’. «Los niños saben que cuando salen de la habitación sus juguetes tienen todo tipo de aventuras; es el tipo de fantasía que subyace en ‘Toy Story’ y en ‘Corduroy’». Y continúa: «El encanto de la historia se extiende a los dibujos de Don Freeman. Es un libro conmovedor y es recordado por los niños por su sutil mensaje de que el interior, más que el exterior, es lo que realmente importa».

Efectivamente, la historia enseña a los niños que ni la belleza exterior ni las cualidades aparentes y más valoradas por el mundo tienen nada que ver con el verdadero amor, y que todo esfuerzo sincero por ser amado conduce irremediablemente a él. Chesterton nos lo señaló en su Ortodoxia (1908): «Dicho sin rodeos, la caridad ciertamente significa una de dos cosas: perdonar actos imperdonables o amar a personas no amables».

Para niños entre 5 y 8 años.

 

Peluche (1977), de Shirley Hughes

 

                               Portada del libro y algunas de sus ilustraciones.

Este pequeño cuento, escrito y magníficamente ilustrado por Shirley Hughes, relata otra historia intemporal: a los niños siempre les encantarán los juguetes de peluche y los niños también los perderán siempre. El libro cuenta cómo David se siente triste y desolado por haber extraviado su perrito de peluche del que es inseparable, pero también relata como una serie de felices circunstancias llevan a su hermana mayor Blanca ––quien lleva a cabo el gesto más valioso de toda la historia­­––, a arreglar las cosas.

Shirley Hughes recoge brillantemente en este álbum el drama que puede desencadenarse cuando un niño pierde su peluche preferido, así como la generosidad y el sacrificio que el amor fraternal puede llegar a despertar aún en las más tiernas edades, ilustrando la idea cristiana del amor al prójimo y de que lo mejor que se puede hacer con las buenas cosas de la vida es regalarlas a quien las necesite.

«Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros por su pobreza os enriquezcáis». 

(2 Co, 8, 9).

Acompañan a la historia, iluminándola, las brillantes ilustraciones de la autora, sumamente expresivas, con páginas de un grafismo secuencial que guarda gran similitud con el comic o la historieta, pero sin perder el tono del álbum ilustrado clásico. 

Como puede verse, el libro tiene de todo; maravillosa ilustración, conflicto y resolución, un final conmovedor que encantará a los niños desde los 4 o 5 años.

14.04.20

El juego y los buenos libros (¡hay que ser más serios con el juego!)

                              El corro de las rosas, obra de Frederick Morgan (1847-1927).

 

   

«El verdadero objetivo de toda vida humana es jugar».

 

G. K. Chesterton

 

«No dejamos de jugar porque envejecemos; envejecemos porque dejamos de jugar». 

 

George Bernard Shaw

   

  

De un tiempo a esta parte, el utilitarismo viene subvirtiendo el ideal clásico, expresado por Aristóteles, de que para el hombre, el juego y la maravilla son el principio de la sabiduría. El verso de Stevenson, «tan lleno el mundo está de cosas miles, que debemos cual reyes ser felices», puesto en labios de un niño que canta alegremente, recoge este espíritu. Es verdad, el mundo esta lleno de cosas bellas, cosas que se conmueven («hay lágrimas de las cosas» nos dice Virgilio), y cosas que nos conmueven («allí vive la más querida frescura, en lo más profundo de las cosas», como canta Manley Hopkins). Pero es preciso reparar en ellas, ser conscientes de que existen. Y el juego fue siempre un modo de adentrase, entre seguro y temeroso, en los tesoros de lo creado. 

Que el juego, el verdadero juego, es algo propiamente humano, nunca ha sido puesto en duda. ¿No era Schiller quien decía que «solo juega el hombre cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y solo es plenamente hombre cuando juega»? Y hace no mucho, el historiador John Huizinga, en su ya clásica obra Homo ludens, vuelve a recordárnoslo cuando nos cuenta que el juego nace con el hombre, que existió antes de toda cultura y que toda cultura surge en forma de juego. Es más, es algo natural en los niños. Como nos recuerda san Agustín de su infancia en sus Confesiones«Me gustaba jugar». 

Pero esta idea clásica de juego ha sido prostituida por la modernidad. Ya no es un lance pedagógico, un ritual iniciático que sirve de salvoconducto para internarse en la realidad del mundo creado. Ha sido reconducido ––y en el proceso, deformado–– hacia las entrañas de un artefacto. Y en este trance de progreso, el hombre es aislado de su interior y guarnecido de su exterior. Se le priva de meditación y de contemplación y, a cambio, se le proporciona una ración de tensión mecánica e irreflexiva sumida en la inmovilidad. Este es el escenario lúdico del mal llamado juego virtual. 

 

                               Mañana de Navidad. Óleo de Carl Larsson (1853-1919).

Pero el juego no es esto. Los niños lo saben… o lo sabían hasta hace poco. 

Hay una parábola de Nuestro Señor (Mt. 11, 16-19), cuya enseñanza, si bien no apunta a lo que voy a decir a continuación, puede servir para ilustrarlo. Nos cuenta el Señor: hay unos niños en la plaza; tratan de jugar a un juego en el que unos imitan una fiesta de bodas y un entierro, y otros, en principio, observan con el propósito de participar como público. Pero, pronto, los actores se aperciben de que algo no va bien con sus espectadores. Parece que los niños que hacen de “público” no quieren jugar, porque no responden a ninguna incitación, ni a la música alegre de la flauta ni a los cantos fúnebres, pues ni ríen, ni danzan, ni lloran. No se mueven. No reaccionan, no responden debidamente. En una palabra: no juegan. ¿Es pasividad? ¿es indiferencia? ¿es evasión de la realidad? Hay desidia, tristeza, desinterés… hay mediocridad, y esto es así porque no hay juego. 

 

                             La gallina ciega. Óleo de Edmond Castan (1817-1892). 

Y hoy tampoco lo hay. Esto no ha pasado desapercibido a las instancias científicas. En un reciente informe sobre el juego infantil (2007), la Academia Americana de Pediatría (AAP) esbozó una serie de beneficios asociados al juego libre que, según allí se cuenta, se están perdiendo a causa de su dramático abandono. Y aunque no son ninguna novedad, pues tales provechos han sido desde siempre conocidos, no estará de más recordarlos:

  • El juego permite a los niños usar su creatividad y desarrollar su imaginación, destreza e inventiva.
  • Les anima a interactuar con el mundo que les rodea.
  • Les ayuda a conquistar sus miedos y construir su confianza.
  • Les enseña a trabajar en grupos, a que aprendan a compartir y resolver conflictos.

Sin embargo, estas conductas lúdicas se van haciendo más y más raras y de manera progresiva se van concentrando en grupos de cada vez menor edad. La infancia se reduce. Del juego libre en el parque se pasa a la discoteca light y poco después al botellón, y todo ello a una velocidad de vértigo. Según explican los expertos, a los pequeños se les da acceso a conductas libres de control sin el correlato de la responsabilidad que habría de acompañarlas, y la diferencia entre madurez biológica y social se dilata a cada paso.  

 

 

                                 El pequeño Nimrod. Óleo de James Tissot (1836-1902).

Bien, pero… ¿qué relación tiene el juego con los grandes y buenos libros? Porque, a priori, cuando se lee no se juega. Semejan ser dos actos incompatibles. Sin embargo, la vinculación existe, aunque no es evidente. La imposibilidad de practicar a un tiempo dos actividades no es razón para entender que no dependan una de la otra o de que ambas no estén interrelacionadas. Así ocurre con el juego de verdad y la lectura, que desde siempre mantienen una mutua y muy sana correspondencia. 

Acabo de calificar al juego como «verdadero», pero ¿a qué me refiero con este epíteto? Pues a la ocupación humana que consiste en construir o idear algo sin finalidad práctica alguna. Ese algo, que se modela a través de la imaginación, es un nuevo mundo, simbólico, autosuficiente y personal; un pequeño universo ideal en cuyo interior se desarrolla una actividad (una vida) que se da a sí misma sus leyes, sus premios y sus sanciones. Ese mundo tiene que ver, desde luego, con el de la vida real, con la existencia cotidiana, a la que imita y refleja, pero a la que también altera y modifica a modo de ensayo. 

Si esto es así, ¿hay realmente diferencias entre crear libremente un juego y jugar a él, y jugar a un juego dado? Las hay. Tanto como que uno es verdadero juego y el otro, en muchas ocasiones, no lo es. Hoy en día nuestros hijos juegan cada vez más sobre la base de sofisticadas estructuras lúdicas creadas a sus espaldas. Son meros ejecutores e incluso en muchos casos, no pasan de ser más que observadores de los efectos y reacciones de las que no son autores y de las que nada saben. Antes no era así. El juego bien jugado exigía mucho más de los chicos. De entrada, se veían en la tesitura de inventar ellos mismos juegos, con sus reglas, variaciones o estrategias. Con muy pocos elementos levantaban grandes juegos (a los que todavía llegamos a jugar nosotros, los que hoy somos padres, contribuyendo en ocasiones con nuestro granito de arena creativa). Estos juegos de siempre nacieron de una libertad de acción y pensamiento que tenía su motor en la necesidad. Ello permitía a los niños crear algo por sí mismos, algo que ansiaban en su propio corazón. Cuantos más juegos creaban, más variedad de personajes y objetos de utilería tenían que imaginar, y más complejo se volvía el juego. Algunos incluso requerían el desarrollo de personajes que interactuaban unos con otros utilizando objetos imaginarios y siguiendo un determinado guion. Todo esto exigía un gran esfuerzo de creatividad y, sobre todo, de imaginación. Y es aquí, en la imaginación, donde está el lugar de encuentro entre el juego y los libros.

 

 

                                Jugando a la pídola. Óleo de Raffaello Sorbi (1844-1931).

La palabra, oral o escrita, ha tenido desde siempre una relación estrecha con el juego. Esta relación se pone de manifiesto en el uso recreativo y placentero del lenguaje: el doble sentido de las palabras, las charadas, los retruécanos, las adivinanzas, los trabalenguas, o simplemente el placer de recitar de memoria retahílas, refranes o dichos, sea por presunción, sea por el placer de sentir el dominio sobre la lengua, sea por el goce de escuchar su musicalidad o su armonía. 

Pero hay una segunda razón de ser para ese juego literario, para esa actividad lúdica que constituye la lectura de los grandes y buenos libros. Su trato frecuente alimentará el ingenio, la creatividad y la facultad de percepción. Y esto dará lugar a un sano desarrollo de la imaginación. Con la transformación de esa riqueza de fantasía y asombro en nuevas ilusiones y ficciones, estas serán objeto de juegos, que a su vez, facilitarán la inmersión de los niños en la maravilla del mundo. Un mundo imaginado que será una segunda fuente de alimento espiritual y poético. Porque, como sabemos, de los dos caminos que conducen a la contemplación, uno está pavimentado con palabras y otro se extiende ante nosotros como un misterioso sendero bajo un cielo estrellado.

 

 

                     La vuelta al mundo, óleo de André Henri Dargelas (1828 - 1906).

Y así, como dice el profesor Anthony Esolen, ante la sorpresa al contemplar la inmensidad y belleza del mundo, fuente natural del temor y majestad de lo creado, los niños soñarán y «la inmensidad del cielo llevará naturalmente su mente a contemplar los infinitos, en una visión apta para asociar ese cielo sin fin con la expansión del espíritu, con alegría, libertad y santidad». No en vano, el lema del conocido Programa de Humanidades Integradas (PHI) de la Universidad de Kansas, del profesor John Senior y sus colegas Nelick y Quinn ––donde se combinaban sabiamente estos dos caminos––, rezaba, expresivamente, «Nascantur in admiratione» («que nazcan en el asombro»), como una clara declaración de los principios a los que me acabo de referir. 

De esta manera, los chicos pasarán a percibir doblemente, a través del asombro de las letras y a través de la maravilla de lo creado, dando lugar a un circulo virtuoso de juego y lectura, de lectura y juego, en el que el hilo conductor será la imaginación. 

Por eso, deleitarse con los buenos libros y contemplar con asombro la naturaleza les enriquecerá y hará que atesoren en sus corazones las provisiones necesarias para alimentar esa imaginación tan necesaria como escasa en nuestro mundo de hoy.

Y termino con la cita completa de Chesterton con la que he dado comienzo a este escrito: 

«No solo se puede decir mucho en alabanza del juego, sino que es posible decir las cosas más altas en elogio del mismo. Podría mantenerse razonablemente que el verdadero objetivo de toda la vida humana es jugar. La Tierra es un jardín de tareas; El Cielo un patio de recreo».

 

8.04.20

El mejor de los libros para leer y escuchar

                      Leyendo la Biblia. Óleo de Hermann Kaulbach (1846-1909).

  

    

«Escudriñad las Escrituras, ya que en ellas creéis tener la vida eterna: son ellas las que dan testimonio de Mí»

(Juan 5,39)

      

 

El Dr. Samuel Johnson era un creyente cristiano, pero negó la posibilidad de una literatura espiritual: «El bien y el mal eternos son demasiado pesados para las alas del ingenio. La mente se hunde bajo ellos, contenta con una creencia de tranquila y humilde adoración». Sin duda, Johnson se refería al ingenio puramente humano, dejado a su suerte y ventura, sin auxilios, ni guías, ni inspiraciones.

Pero, ¿y sí no estamos hablando de hombres?, ¿y si el literato es, en último término, la Divinidad? ¿Y si hablamos de la Biblia?

La Biblia es, nosotros los cristianos lo sabemos, la palabra de Dios, aquello que Dios ha querido mostrarnos de sí mismo, y también aquello que Dios ha querido mostramos de nosotros mismos. Como dejó dicho Soren Kierkegaard, «cuando lees la Palabra de Dios, debes estar constantemente diciéndote a ti mismo: ´me está hablando a mí, y sobre mí´». Pero no es solo esto (aunque lo es preferentemente), sino que también es, como no podía ser de otra manera viniendo de Dios, belleza, belleza en forma de palabra. Dios no solo ama lo bello y se expresa a su través, sino que Él mismo es la Belleza. Por eso, dado que Él inspiró a los escritores que compusieron el Libro («los hombres hablaron de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo», 2 Pedro 1, 21), la forma literaria de la Biblia es expresión de esa Belleza, y por ello su lectura, contemplación y disfrute (independientemente, y, además, de aquello que nos transmite), es otra vía para acercarnos a Él que no puede olvidarse.

Podemos decir, pues, que en las Sagradas Escrituras está la belleza en toda su amplitud: es el mismo amor de Dios hecho palabras. Es la belleza del exceso del amor, de la caridad que impulsa al Dios inmortal a hacerse hombre y morir por nosotros los hombres a fin de darnos la condición de hijos suyos. El bonicellus de los medievales, donde lo bello es lo bueno y a un tiempo humilde.

Es extraordinario el efecto que esta belleza, profunda, solemne, sencilla y tremenda ha producido en las almas de muchos de los hombres, incluso no creyentes, que se han aproximado a la Biblia. Un inmenso y sobrenatural poder de seducción, fascinación y encanto es irradiado desde sus páginas.

 

 

                          Evangelio de San Juan. Evangelios de Grimbald (1010-1023).

Un solo párrafo del polígrafo Holbrook Jackson podría bastar para ilustrar el poderoso influjo de las Escrituras. Dice, en su curiosa y fascinante Anatomía de la bibliomanía (1930):

«El Dr. Johnson visitaba al poeta William Collins en su pobre alojamiento en Islington y este lo recibió con un Nuevo Testamento en su mano: “Tengo solamente un libro”, dijo él, “pero es el mejor”. Cuando a Santo Tomás de Aquino se le preguntó de qué manera un hombre podría aprender, respondió: “leyendo un libro, esto es, la Biblia”; Cuando Sir Walter Scott estaba cerca de su final, le pidió a su amigo Lockhart que lo llevara a la biblioteca de Abbotsford y lo colocara cerca de la ventana para que pudiera mirar una vez más el campo; despues, pidió a su amigo que le leyera y cuando este le preguntó qué libro, dijo: “¿Necesitas preguntar? Sólo hay uno”, refiriéndose a las Sagradas Escrituras. Al mismo libro se refería el cardenal Newman cuando dijo: “Es nuestro deber vivir entre los libros, sobre todo para vivir de un libro, y muy antiguo”. Hyperius sostiene que por medio de esta obra la mente es erigida de todas las cuitas y preocupaciones mundanas, y con mucha quietud y tranquilidad, porque, como dice san Agustín, es “scientia scientiarum, omni melle dulcior, omni pane suavitud, omni vino hilarior” (es la ciencia de las ciencias, más dulce que cualquier miel, más tierna que cualquier pan, más reconfortante que cualquier vino). Porque, como bien dijo san Juan Crisóstomo, “las ramas y las hojas de los árboles se inclinan para que los ganados queden cubiertos y a salvo del caluroso día de verano, y los refrescan con su aceptable sombra; cuanto más la lectura de las Escrituras ampara y consuela a un alma angustiada de dolor y aflicción”. Ninguna canción, para Milton, “es comparable a las canciones de Sion; ninguna oración igual a la de los Profetas”. Y para Coleridge, “Homero y Virgilio son repugnantemente mansos y Milton apenas tolerable después de Isaías o la epístola de San Pablo a los hebreos”». (The anatomy of Bibliomania. Holbrook Jackson, 1930).

Pero este maravilloso efecto no solo está reservado a los grandes hombres. Como cristianos, sabemos de la preferencia de Nuestro Señor por los más pequeños. Este párrafo, perteneciente al magnífico libro del Dr. Anthony Esolen, 10 maneras de destruir la imaginación de tu hijo (2010, Homo Legens), donde el autor habla de su infancia, puede también ilustrarnos:

«Uno de mis primeros recuerdos es el de un libro. No tenía aún cuatro años cuando empecé a leerlo; nadie sabe decirme cómo sucedió. Teníamos solo un puñado de libros en casa. (…) Pero había un libro que nunca podré olvidar

(…)

El libro tenía una fragancia especial, no como papel de fábrica, sino algo así como pergamino perfumado. Eso también lo hacía sagrado. (…) En la parte interior de la portada había una ilustración de un hombre con barba, con rayos como cuernos que salían o penetraban en su frente. El hombre descendía de una montaña. Llevaba grandes tablas de piedra que tenían escrito: “Yo soy el Señor tu Dios, no tendrás dioses extranjeros en lugar de mí”. Yo tenía, incluso entonces, una intuición de lo que aquello significaba: una potente, aunque difusa, certeza infantil del Ser más allá de los seres, del Dios que lo hizo todo y lo gobierna todo. (…) En el interior de la contraportada había una ilustración similar de Jesús (no recuerdo tiempo alguno en el que no reconociera una imagen de Jesús) de pie en una ladera, predicando a la gente que estaba abajo. Esta vez, el pie de la imagen comenzaba: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Todavía le doy vueltas a eso.

(…)

Así que empecé por la primera página y leí estas palabras: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra, y la tierra estaba vacía y las tinieblas estaban sobre la superficie del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre las aguas”. (…) Pero las palabras que produjeron estupor en mi mente fueron las tres primeras: “En el principio”.

Ahí había un tiempo anterior a todo lo que yo pudiera recordar; algo más viejo que mi perro o mi casa, o incluso mi madre y mi padre. (…) Esto agitó mi mente en sus oscuras e insondables profundidades. Podía preguntarle a mi padre, “¿cómo era cuando eras un niño?” y “¿cuéntame cómo solías subirte a los vagones del tren?” y “¿cómo podías ver algo cuando estabas en las minas?”, pero nunca podría preguntarle: “¿cómo era todo en el principio?” Una pregunta así estaba infinitamente lejos de mi pequeño mundo, pero he aquí que ahora me enseñaban que lo que fue en el principio ayuda a explicar cómo es el aquí y ahora. Eso también era un misterio. Sabía que había nacido, y ahora sentía un golpecito en el hombro, como de un extraño que me susurrara al oído: “Y no solo has nacido”. 

Luego vinieron las palabras que inundaron mi mente, palabras extrañas que ningún narrador de historias que yo hubiera conocido concebiría: “Entonces Dios dijo: ‘Que se haga la luz’, y la luz se hizo”.

(…)

Después de eso dejé de leer en orden, y fui dando saltos alrededor del libro, especialmente en el Antiguo Testamento (…). Pero no piensen que mi imaginación fue despertada principalmente por la emoción de estas historias. (…) No eran simples naderías para niños. Eran historias arraigadas en el corazón de nuestro ser humano. (…) En otras palabras, no podías leer una sola línea sin ser consciente de esas primeras palabras, “En el principio”, porque todas aquellas historias trataban finalmente sobre las obras de ese Padre misterioso que lo hizo todo».

 

             Lectura de la biblia familiar. Herman Frederik Carel ten Kate (1822-1891). 

Todos estos ejemplos ponen de manifiesto la importancia de acercarse a la lectura de las Sagradas Escrituras, seamos niños o seamos hombres. Y la belleza y armonía de sus formas es, además de un bien en sí mismo, una manera de atraernos a ella y dejar que nos inspire por ella. 

La mayoría de la belleza que transita las obras de la denominada cultura occidental bebe, consciente o inconscientemente, de este manantial original. La multiplicidad de géneros literarios que podemos encontramos si nos adentramos en la lectura de la Biblia es asombrosa; por cierto, todos ellos originados o sublimados en sus páginas: salmos y crónicas, canciones y parábolas, epigramas y consejos, epístolas y apocalipsis. Pero no es solo esto. La sencillez del estilo es pareja a su profundidad. Sobre esta cuestión de la profundidad, Peter Kreeft comenta que es «como si hubiese sido escrito en el Cielo», y continúa:

«Sus palabras son como grandes columnas hundidas, una por una, en la tierra. Sus palabras son palabras verticales; juntan el Cielo con la tierra».

Esta profunda sencillez es resaltada por el famoso crítico literario Northrop Frye, quien dice al respecto: «La simplicidad de la Biblia es la simplicidad de la majestad… su simplicidad expresa la voz de la autoridad».

No es un secreto que para llegar al corazón de los hombres es muy conveniente hacer gala de un impulso dramático. Los seres humanos amamos los dramas, las historias, aquello que se nos muestra a través del relato de la vida de otros. Y Quien nos creó hace uso de ello como nadie podría hacerlo. El poeta inglés Samuel Taylor Coleridge lo expresó así: «¿Conociste algún libro que te llegara al corazón tan a menudo y tan profundamente?». «El estilo bíblico», escribe el literato Henry Seidel Canby, «es elocuente e inigualable en expresividad emocional». Cierto, combina la gravitas clásica con la urgencia moderna, y la fascinación con la trascendencia. No podía ser de otra manera tratándose de la Verdad. El ensayista inglés William Hazlitt pone de manifiesto esta maravilla: «En todas las partes de la Escritura hay originalidad, vastedad de concepción, profundidad y ternura de sentimientos y una simplicidad conmovedora».

Pero, si esto es así, ¿que ocurre hoy? ¿Alguien lee la Biblia? Y, sobre todo, ¿algún niño, algún joven, lee hoy la Biblia? Viendo estos testimonios tan elogiosos y admirativos, provenientes de creyentes y no creyentes, tendríamos que pensar que sí, que por supuesto que sí. Pero me temo que estaríamos equivocados. Ni eruditos ni sabios, ni prudentes ni necios, así como tampoco niños o jóvenes; casi nadie la lee ya.  

En lo que respecta a los católicos, reconozcámoslo, hay una especie de recelo a leer las Sagradas Escrituras, un miedo a protestantizarse (que curiosamente no existe en muchos otros ámbitos como en la liturgia, donde ese peligro es ya una realidad). Pero este temor es infundado. Hoy y siempre, la postura correcta ante el gran Libro es la misma, y nos la da Nuestro Señor Jesucristo en la cita que abre esta entrada: «Escudriñad las Escrituras».

No por nada dirá san Jerónimo: «Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo». San Pablo en su segunda carta a Timoteo nos dice también: «Toda la Escritura es divinamente inspirada y eficaz para enseñar, para convencer (de culpa), para corregir y para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, bien provisto para toda obra buena».  

Hasta nuestro Cervantes, por boca de su Quijote, nos lo recalca, pues según él las Sagradas Escrituras «tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo; que a un fin tan sin fin como este ninguno otro se le puede igualar».

 

       Monja leyendo las Sagradas Escrituras. Obra de Hermann Kaulbach (1846-1909). 

Además, los católicos tenemos una pequeña gran ventaja cuando nos aproximamos al Libro de los libros. Tenemos una guía: la Iglesia. La Iglesia es nuestra maestra y nos acompañará siempre en ese viaje lector. «La Sagrada Escritura está escrita principalmente en el corazón de la Iglesia, más que en documentos y registros», nos enseña el Catecismo, «porque la Iglesia lleva en su Tradición el memorial viviente de la Palabra de Dios» (CIC 113). Y eso es una garantía frente al naufragio y el extravío que sufren otros.

Así que quizá sea conveniente que nuestros hijos, y nosotros con ellos, frecuenten ese maravilloso, único y sobrenatural libro, donde la forma se aúna con el mensaje y donde la Belleza se hermana e identifica con la Verdad; pero siempre, siempre, acompañados del Magisterio y la Tradición de la Iglesia. 

Y finalizo con otra cita, esta vez de otro de los Padres, san Isidoro, que nos da una última instrucción fundamental:

«La doctrina, sin la ayuda de la gracia, aunque resuene en los oídos, nunca penetra en el corazón; hace ruido por fuera, pero en nada aprovecha interiormente. En cambio, cuando la gracia de Dios toca interiormente el alma y le abre la inteligencia, entonces es cuando la Palabra de Dios pasa desde los oídos a los más íntimo del corazón».

 

4.04.20

De nuevo con el buen cine (listas)

  

 

  

«Hay algo más importante que la lógica: es la imaginación»

Alfred Hitchcock


«La libertad más dulce es un corazón honesto»

John Ford

   

   

Como ustedes saben, lo de las listas es un asunto que me seduce desde siempre (como, probablemente, les sucede a muchos). Supone la confluencia de un cierto orden con un cierto gusto y, además, encierra polémica y curiosidad a pares. Por último, sirve de estímulo e introducción a no pocos mundos, y, en ocasiones, es camino de entrada a ciertos pequeños e ignotos «paraísos». 

Como ya señalé en el artículo «Acercando a los chicos al buen cine», el cine no es tema central de mi blog. Pero, también es cierto que, en muchos casos, existe una relación de causa efecto entre los grandes y buenos libros y la cinematografía y, que, en todos ellos, la escritura y una especie de libro (el llamado guion), están siempre presentes.

Así que, como complemento a aquella entrada y como resultado de algunos de sus comentarios, he pensado útil traer hasta aquí algunos listados de buenas películas (en su mayoría calificadas de cristianas o católicas), con la esperanza, también, de que alguno de ustedes contribuya, bien a criticar tales listas, bien a presentar listados alternativos, bien a aportar nuevos títulos que nos enriquezcan a todos. Así que, sin más preámbulo entro en materia:

En internet pululan los listados de todo tipo de películas. No es cuestión hacer una relación porque sería interminable, razón por la cual me limitaré a citar algunos de ellos que me parecen confiables.

Advierto que, no obstante estar calificadas todas las películas de estos listados de cristianas o católicas (en el sentido de que reflejar una visión cristiana/católica del mundo y del lugar del hombre en él), no todas son para menores. Se trata de un discernimiento particular que les reservo a ustedes.

  

Y comienzo con la lista del profesor Anthony Esolen, quien se excusa diciendo que su conocimiento de las películas extranjeras es nulo, lo cual parece claro. No obstante, la lista es en mi opinión, magnífica, y muy de todos los públicos en la mayoría de los títulos.

(Referencia: http://touchstonemag.com/merecomments/2010/06/the-top-fifty-christian-movies)

 

1. La Pasión de Cristo

2. Jesús de Nazaret

3. Ben-Hur (versión de William Wyler)

4. Los Diez Mandamientos

5. La gran prueba 

6. Qué verde era mi valle

7. El hombre que mató a Liberty Valance

8. La diligencia

9. Vive como quieras

10. ¡Qué bello es vivir!

11. Sucedió una noche

12. La ley del silencio

13. Carros de fuego

14. Centauros del desierto

15. La misión

16. Un hombre para la eternidad

17. El albergue de la sexta felicidad

18. La vida con el Padre

19. Yo confieso

20. Enviado especial

21. El hombre que sabía demasiado

22. Las Campanas de Santa María

23. Camino al cielo

24. Gracias y favores

25. Regreso a Bountiful

26. Una historia verdadera

27. Alguien voló sobre el nido del cuco

28. Matar a un ruiseñor

29. El Tercer Hombre

30. Todos eran mis hijos

31. El diario de Ana Frank

32. Profesor (Teacher, 2019)

33. El ángel y el pistolero

34. Vencedores o vencidos (El Juicio de Nuremberg)

35. Los lirios del valle

36. Retorno a Brideshead (la serie de Granada TV de 1981)

37. La historia de una monja

38. El sargento York

39. Casablanca

40. La Reina de África

41. Testigo de cargo

42. El tormento y el éxtasis

43. El Mago de Oz

44. El jorobado de Notre Dame

45. Historia de dos ciudades

46. Doce hombres sin piedad

47. Las uvas de la ira

48. El hombre de Alcatraz

49. El Rey Lear

50. Sin novedad en el frente 

 

En unos comentarios adicionales a ese artículo, el profesor Esolen incluye varias películas más: El tren de las 3:10 a Yuma, Andrei Rublev, Raices profundas (Shane), Marty, Solo ante el peligro, Grandes Esperanzas de David Lean, La historia más grande jamás contada, Barrabás, Quo Vadis, Las sandalias del pescador, Becket, Escarlata y negro, Sonrisas y lagrimas, Heidi y El cuento de Navidad (1938). 

 

A su vez, el Dr. Thomas Hibbs, filósofo tomista y conocido crítico de cine católico, nos da algunas sugerencias (en relación con los niños y jóvenes): 

«Necesitamos presentar relatos positivos sobre qué películas deberían ver los niños y por qué. Y debemos evitar una piedad de sacarina que solo quiera películas con finales ordenados, felices y sin conflicto real. Como primer intento de ver películas que muestran a niños que enfrentan dificultades reales y las superan, o al menos llegan a mostrar las posibilidades de nobleza y coraje frente a las luchas de la vida, ¿qué tal “El milagro de Ana Sullivan” (1962), “Matar un ruiseñor” y “En busca de Bobby Fischer” ? O, más recientemente y en un tono algo más ingenuo, ¿”El rey león”“Agujeros” y “Los increíbles”? Además, ¿qué hay de los clásicos apropiados para la edad que comienzan con “La bella durmiente” y “Sonrisas y lagrimas” y llegan hasta los dramas históricos como “Lawrence de Arabia”? 

Una de las omisiones más extrañas de la lista BFI (organismo respecto de cuyas recomendaciones Hibbs efectúa una dura crítica por la crudeza e inconveniencia de los films promovidos por ella) son las películas de guerra. Entre otros, ¿qué tal “El día más largo” (1962), “Un puente lejano” (1977) o “La batalla de Inglaterra” (1969)? Ciertamente espero que los adolescentes mayores, con conocimientos de cine, más allá de la edad de 14 años, vean “Apocalypse Now” o “Tres reyes”, pero debemos equilibrar esto con películas como “Braveheart” y “Salvar al soldado Ryan”». 

(Referencia: https://www.nationalreview.com/2005/12/juvenile-list-thomas-s-hibbs).

 

Por su parte, el Vaticano ha publicado una lista, cuyo detalle pueden ver en el magnífico blog, “Cine para católicos”, del chileno Alfred Capra; asiduo también en “Religión Digital”, y al que les remito y animo visitar. Por cierto, Steven D. Greydanus, en su sitio ––ya recomendado, “The Decent Films”)––, comenta también esta lista.  Como podrán ver, muchos de estos filmes, si bien de temática católica, no son aptos para menores.

La lista contiene tres categorías, “Religión,” “Valores,” y “Arte,” con 15 películas en cada una de ellas.

 

Religión

Andrei Rublev (1969) 

Babette’s Feast (1988) 

Ben-Hur (1959) 

The Flowers of St. Francis (1950) 

Francesco (1989) 

The Gospel According to St. Matthew (1966) 

La Passion de Notre Seigneur Jesus-Christ (1905) 

A Man for All Seasons (1966) 

The Mission (1986) 

Monsieur Vincent (1947) 

Nazarin (1958) 

Ordet (1954)

The Passion of Joan of Arc (1928) 

The Sacrifice (1986) 

Therese (1986) 

 

Arte

Citizen Kane (1941)

8 1/2 (1963)

Fantasia (1940)

Grand Illusion (1937)

La Strada (1956)

The Lavender Hill Mob (1951)

The Leopard (1963)

Little Women (1933)

Metropolis (1926)

Modern Times (1936)

Napoleon (1927)

Nosferatu (1922)

Stagecoach (1939)

2001: A Space Odyssey (1968)

The Wizard of Oz (1939)

 

Valores

Au Revoir les Enfants (1988)

The Bicycle Thief (1949)

The Burmese Harp (1956)

Chariots of Fire (1981)

Decalogue (1988)

Dersu Uzala (1978)

Gandhi (1982)

Intolerance (1916)

It’s a Wonderful Life (1946)

On the Waterfront (1954)

Open City (1945)

Schindler’s List (1993)

The Seventh Seal (1956)

The Tree of Wooden Clogs (1978)

Wild Strawberries (1958)

 

Las guías elaboradas por la Dra. Onalee McGraw, en su sitio (ya comentado en la anterior entrada sobre cine: EGI), centradas en el Hollywood clásico (y no todas de inspiración cristiana), nos dan también algunas referencias. Transcribo un resumen del contenido de algunas de ellas:

 

Libertad y justicia para todos: 

Ver y analizar estas famosas películas de la Edad de Oro de Hollywood inspira nuestra imaginación para trascender la política de identidad del grupo y las opiniones de “nosotros contra ellos” que amenazan el futuro de nuestra sociedad libre. Las siete películas en esta guía de estudio modelan las virtudes cívicas que los ciudadanos comunes deben practicar para sanar la división y la facción en la plaza pública. Desde Caballero sin espada (1939) de Frank Capra, hasta Horizontes de grandeza (1958) de William Wyler, se exploran las virtudes cívicas que sostienen a un pueblo autónomo. Las virtudes cívicas de la amistad, el coraje moral, la generosidad de espíritu, el honor y el patriotismo cobran vida en estas siete famosas películas clásicas.

 

1.    Caballero sin espada (1939)

2.    Cayo Largo (1948)

3.    Un rayo de luz (1950)

4.    La ley del silencio (1954)

5.    Conspiración de silencio (1955)

6.    12 hombres sin piedad (1957)

7.    Horizontes de grandeza (1958)

 

Hombres y mujeres enamorados:

Desde Solo los ángeles tienen alas (1939) de Howard Hawks hasta Vacaciones en Roma (1953) de William Wyler, se exploran los rasgos de carácter y las virtudes necesarias para las relaciones románticas saludables, y dramatizan la amistad, el amor, el cortejo, el matrimonio y la familia respirando juntos en una trama entrelazada.

 

1.    Solo los ángeles tienen alas (1939)

2.    Qué bello es vivir (1946)

3.    Vacaciones en Roma (1953)

4.    Rebeca (1940)

5.    El bazar de las sorpresas (1940)

6.    Perdición (1944)

7.    Breve encuentro (1945)

 

El alma femenina:

Desde la interpretación de Ginger Rogers de Espejismo de amor (1940) hasta la actuación de Grace Kelly como Georgie Elgin en La angustia de vivir (1954), estas películas retratan a mujeres con una fuerte identidad personal y una profunda integridad. Se exploran los rasgos femeninos únicos y las fortalezas de estas mujeres, como la resistencia, la compasión, el amor auténtico y el coraje. Estos rasgos y otros cobran vida en estas siete películas clásicas.

 

1.    Espejismo de amor (1940) 

2.    Recuerda (1945) 

3.    Nido de víboras (1948)

4.    Carta a tres esposas (1949)

5.    Vacaciones en Roma (1953)

6.    La angustia de vivir (1954)

7.    Siempre tú y yo (1954)

 

Películas clásicas de 1940 y el asunto de vivir:

Las siete películas clásicas de esta guía de estudio nos muestran cómo puede ser la vida cuando está menos fragmentada y apurada. Según la evaluación de muchos críticos y fanáticos, esta década fue la mejor en la historia de Hollywood. Desde La sombra de una duda de Alfred Hitchcock (1943) hasta Cayo Largo de John Huston (1948), tenemos el privilegio de vislumbrar la altura del cine de 1940. Esta fue la década de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias. Las películas que salieron de Hollywood en este período a menudo profundizaron en los misterios del alma humana, la naturaleza humana y la importancia de la comunidad.

 

1.    La sombra de una duda (1943)

2.    Luz de gas (1940)

3.    Qué bello es vivir (1946)

4.    Perdición (1944)

5.    Los mejores años de nuestra vida (1946)

6.    Yo creo en ti (1948)

7.    Cayo Largo (1948)

 

Hombres del Oeste; héroes del oeste clásicos:

El héroe de la gran Western rara vez es un caballero brillante sin defectos. De acuerdo con las tradiciones centenarias del realismo clásico en la literatura y el drama, este tipo de héroe es un hombre que tiene grandes fortalezas, así como serias debilidades y limitaciones.

Desde Solo ante el peligro de Fred Zinnemann (1952) hasta El hombre que mató a Liberty Valance (1962) de John Ford, los principales hombres de la Edad de Oro de Hollywood modelan virtudes masculinas eternas como la amistad, la prudencia, el coraje moral, la generosidad de espíritu, el honor y el amor a la justicia. 

 

1.    Solo ante el peligro (1952)

2.    Raíces profundas (1953)

3.    Conspiración de silencio (1955)

4.    El tren de las 3:10 a Yuma (1957)

5.    Horizontes de grandeza (1958)

6.    Los siete magníficos (1960)

7.    El hombre que mató a Liberty Valance (1962)

  

Por último, en ese mismo blog (“Cine para católicos”), Alfred Capra nos traduce un artículo publicado en Crisis Magazine por el conocido crítico católico Williams Park, dónde este nos da noticia de las, para él, 50 mejores películas católicas. Les remito allí (referencia del artículo original: “The Fifty Best Catholic Movies of All Time”, Crisis 15, no. 10 (March 1997): 82-91).

Anímense a opinar y sugerir.

 

P. D.

Ya que hemos hablado de cine también podríamos hacerlo de música. Esta forzada cuarentena podría ser un momento propicio para que nuestros hijos profundizen un poco en ese maravilloso arte. Así que me permito recomendar dos direcciones dónde se alojan dos programas de música clásica amenos y educativos por igual.

En primer lugar, los famosos conciertos para jóvenes que el compositor y director de orquesta Leonard Bernstein dirigió durante una docena de años en el Carnegie Hall de Nueva York, desde finales de los años 50 del pasado siglo. Fueron transmitidos por la televisión norteamericana en horario estelar y lo convirtieron en una de las figuras culturales más populares y queridas de Estados Unidos. Pueden encontrase en la siguiente dirección, subtitulados en castellano (Conciertos para jóvenes de Leonard Bernstein).

En segundo lugar, tenemos el muy popular en su día programa de divulgación de música clásica dirigido a los más jóvenes de Fernando Argenta, El Conciertazo, de Radio Televisión Española. Un enfoque ameno, agradable y didáctico, con juegos y concursos al son de piezas de grandes figuras como Mozart, Offenbach o Vivaldi, premiado en el año 2001 por la ‘’Academia de las Ciencias y Artes de la Televisión de España'’ como mejor programa infantil. Sus programas son de acceso libre y se encuentran alojados en la página web de RTVE (El Conciertazo).