Los nuevos y oscuros avances de la moderna cultura totalitaria
«Quema de libros». Ilustración anónima de Las Crónicas de Núremberg (1493). |
«Los tiranos saben que una obra de arte posee una fuerza liberadora».
Albert Camus
«No tengo miedo a luchar. Mi Dios es un Dios de batalla».G. K. Chesterton
Decíamos ayer que el género de las utopías se estaba volviendo bastante presente en el universo literario de hoy. Pero, al hablar de esa presencia, no solo me refiero a una realidad ficcional, a la proliferación de un determinado tipo de literatura –que también–, sino a la presencia real, en el mundo de todos los días, de una policía del pensamiento, como la profetizada en muchas de estas obras. Orwell, de vivir hoy, nos estaría mirando, y con gesto de cansado escepticismo nos espetaría: «Os lo advertí… y no me hicisteis caso». El voraz apetito de este ejército censor no parece tener fin y, cada vez con mayor alcance y poder, no deja de crecer, mientras alardea de su puritanismo atroz.
Ahora le ha tocado el turno a Roald Dahl y al Dr. Seuss, aunque el posible objetivo de los despiertos puede ser cualquier obra, sin importar, ya que la lógica y la razón se hallen ausentes por completo en el origen y raíz de esta actividad censora. No es que la censura sea una novedad, sin embargo, antaño guardaba coherencia, respondía unos fines que podían o no ser compartidos, pero que, al menos, tenían detrás una razón de ser. Hoy es diferente; lo único que tienen en común estos movimientos es nihilismo. Los mismos que se rasgan las vestiduras por inocentes palabras a las que atribuyen gratuitamente una carga de paranoia que no les es propia, promueven, a un tiempo, bajo rígido e inexorable mandato, que nuestros hijos deben poner fin a su inocencia leyendo libros sobre masturbaciones, travestismo, homosexualidad, cambio de sexo y cosas similares. Porque, la desfachatez y el absurdo son los orgullosos estandartes ondeados al viento por esta moderna tendencia totalizadora que solo busca destruir.
¿Recuerdan a los lectores de sensibilidad? Pues continúan sus avances devastadores. La editorial que comercializa las obras de Roald Dahl (el autor de Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate o El fantástico Sr. Fox) ha contratado a individuos sensibles para que reescriban fragmentos de sus obras, a fin de asegurarse de que sus libros «puedan seguir siendo disfrutados por todos hoy».
¿Saben ustedes cuál ha sido el pecado secular de Dahl? Su imperdonable falta ha consistido en escribir en una época en la que las palabras tenían el significado convenido tras el tamiz de innumerables generaciones; un significado prudentemente codificado y guardado en ese tipo de libros llamados diccionarios, a fin de que todos pudiéramos entendernos.
Pero hoy es diferente. Por un lado, los escritores sienten la presión de tener que rendir pleitesía a la mezquina obsesión que anida en los cerebros enfermos de unos pocos, y por otro, las palabras ya no significa sino aquello que esos pocos determinan.
Asómbrense: algunas de las palabras preocupantes que según estos señores podrían ofender a los niños hipersensibles de hoy, y que en las nuevas ediciones de estos libros de Dahl se están borrando, son «gordo», «feo» y «negro». Esta última, por cierto, no se usa con una connotación racial, pero esto no importa, ya que, según la disparatada Teoría Crítica de la Raza, todo es racismo según el sentir particular de aquellas razas a las que se les permite sentir, que no de todas, claro. Por supuesto, se han añadido nuevas líneas para reconstruir las historias, adecuando convenientemente las tramas a las novedosas ideologías, y así, a las mujeres se les dan trabajos más emocionantes. Como no, tampoco podían faltar los guiños a la ideología del, mal denominado, género: se prefieren las palabras de género neutral (palabra aquí, si bien empleada) a las supuestamente ofensivas cómo «hombre», «madre», «padre», «niñas» y «niños». E incluso, algunos llegan al paroxismo, alcanzando el éxtasis en esta carrera por ser el más absurdo: por ejemplo, los zares de la corrección política de la universidad de Stanford consideran palabras dañinas «estadounidenses» y «chicos».
Frente a los libros con los que uno no comulga, hay, y siempre ha habido, otras opciones que preservan la integridad de la obra: No leer el libro; no leer los pasajes que uno encuentre ofensivos; leerlo, pero discutir los temas y darles contexto… Y es que, la opción de la mutilación y el cambio tiene carácter ideológico y, sin duda, busca adoctrinar. Estos son los primeros cambios. Pero, habrá otros más significativos, no lo duden.
Aunque, todavía hay débiles resistencias por parte de quienes tiene el mayor poder y la fuerza. Por ejemplo, Penguin Random House, la editora de las obras de Dahl, acordó conservar copias clásicas (es decir, originales), además de las recién aseadas. Pero, quién sabe cuánto tiempo seguirá haciendo eso. Porque una puerta ha sido abierta, y ya sabemos aquello de la pendiente resbaladiza y de poner puertas al campo. ¿Tendremos que mantener bajo el radar a muchos de los libros que en su día amamos? ¿Nos veremos obligados pronto a hacer lecturas, subrepticiamente y en secreto, de los libros de siempre? Quizá pronto tengamos que huir a los campos, y llevarnos con nosotros el libro del Apocalipsis, tal y como, por cierto, hace al final de la historia, Guy Montag, el protagonista de una de las distopías más famosas: Farenheith 451 (1953), de Ray Bradbury.
Pero esto no es todo. Claro que no. Como estamos viendo en tantas otras cosas, en nuestros días, las iniciativas privadas de control y reeducación del pensamiento (sostenidas por un capital concentrado e internacional) actúan de con los gobiernos, quienes ha tomado también resoluciones de este tipo. Esta colusión mundial de tintes totalitarios, y que busca, sin ambages, el dominio y gobierno del mundo por unos pocos, se pone de manifiesto, aquí y allá, y lo hace ya sin vergüenza ni reparo alguno. Está a la vista de todos, pues a todos pretende someter.
Una de sus últimas manifestaciones, referida a este pequeño ámbito que es lo literario, ha tenido lugar en los lares de la brumosa Albión. El Daily Mail hacía pública hace pocas fechas la noticia de que el Gobierno británico (recordemos, capitaneado por los conservadores torys), en el marco de un programa estatal de lucha contra el terrorismo denominado Prevent, había elaborado una lista en la que se incluían algunas de las mejores obras de la literatura como posibles signos de extremismo derechista. La lista demonizadora contenía referencias al poema épico anónimo, Beowulf, a El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien, a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, a El agente secreto, de Joseph Conrad, a 1984, de George Orwell, y a varios poemas de G. K. Chesterton, además de a muchas otras grandes obras de autores canónicos como Shakespeare y Milton. El listado también incluía varias películas, entre ellas, El puente sobre el río Kwai (1957), de David Lean, La gran evasión (1963), de John Sturges, y Zulú (1964), de Cy Endfield. Consultado por el citado periódico, el historiador Andrew Roberts manifestó lo siguiente: «Esto es realmente extraordinario. Esta es la lista de lectura de cualquiera que quiera una educación civilizada, liberal y culta». El escándalo generado por la exposición al público de ese informe y su listado, y la reacción enérgica de personalidades de la política y la cultura, ha detenido por el momento la iniciativa, pero, ¿hasta cuándo?
Una de las cosas que más asombro y frustración causa, en esto y en tantas otras cosas, es la facilidad con la que unos pocos están imponiendo un régimen de vida precario y castrante a todos los demás. ¿Haremos algo?, ¿reaccionaremos en algún momento?, ¿o será ya demasiado tarde? Decía el sociólogo norteamericano Neil Postman, que si los padres deseamos preservar la infancia de nuestros hijos, deberemos concebir la crianza como un acto de rebelión contra la cultura. Es posible, pero para los cristianos esa rebelión es más bien una resistencia. Debemos, por tanto, resistir, y hacerlo varonilmente, como nos dice el apóstol. Por supuesto, siempre necesitaremos la ayuda imprescindible de la gracia, pues solos no podemos. Pero, aun así, a nosotros, como dice el poeta, nos queda el intentarlo. Y el propio saber poético de esa grande y buena literatura que se trata de cercenar, ocultar o perseguir con estas incitativas, y que debemos luchar por detener, nos podrá ayudar en esa labor —–más Suya que nuestra—, de restaurar en nuestras almas y en las de nuestros hijos un hoy perdido sentido del misterio y la maravilla.
Pongámonos, pues, en marcha. Como dice el apóstol (Romanos, 13, 12), «desechemos, por tanto, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de luz», preparándonos para esta batalla, que no es sino el preludio de otras mucho mayores.
Y no desfallezcan. Saben que ya hemos ganado. Alguien ha ganado la guerra por nosotros. Como escribió hermosamente, Chesterton:
«La única cosa perfectamente divina, el único vislumbre del paraíso de Dios dado en la tierra, es librar una batalla perdida, y no perderla».
P. D. Por cierto, las atrocidades cometidas por los oscuros comisarios del pensamiento, pueden ser una razón adicional para comprar libros impresos. Al menos estos, guardados en su biblioteca, no podrán –aunque solo sea por el momento, según Bradbury–, ser quemados, borrados o manipulados a sus espaldas. Supongo que saben que Amazon puede entrar en su biblioteca electrónica y editar lo que contiene. Así que, no pasará mucho tiempo antes de que todos y cada uno de los libros, siquiera en ese formato, sean sujetos a esta reescritura estalinista, suave y cadenciosa.
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