¿Predica en el desierto el cardenal Rouco?
El cardenal Rouco Varela ofició ayer una misa en el CEU San Pablo de Madrid con ocasión del I Congreso de Juristas Católicos que allá se está celebrando. En su homilía el cardenal les recordó a los políticos católicos que “no se puede legislar en contra de la ley de Dios". Lo cual está muy bien, pero necesariamente surge la pregunta: ¿cuántos políticos verdaderamente católicos hay en las instituciones democráticas?
No me refiero a bautizados, que obviamente son mayoría. No, me refiero a políticos católicos practicantes. ¿Sabe alguien cuántos son? ¿llegan acaso a ese casi 20% de españoles que van a misa habitualmente? Sospecho que no. Y de hecho, ¿hay alguno de ellos en el gobierno, que es el que envía los proyectos de ley al Parlamento y el Senado? Sin duda ninguno. Y de haber alguno se sometería a la disciplina de partido, verdadera alma mater de este sistema llamado democracia. Entonces, ¿a quién habla el cardenal? ¿a quienes nada pueden hacer para que no se legisle en contra de la ley de Dios?
No se me entienda mal. No critico al cardenal por decir eso, que está muy bien dicho. No le acuso de hacer un brindis al sol. Debemos agradecerle esas palabras de exhortación a los pocos políticos católicos que hay en nuestro país. Pero la realidad es la que es y convendría que fuéramos adecuando los discursos a la misma. Seamos claros: las creencias religiosas no juegan papel alguno allá donde se aprueban las leyes que rigen nuestra sociedad. Las pocas excepciones a ese hecho no hacen sino confirmar la regla. Y ahí es donde se debería incidir. El sistema está “vacunado” contra el cristianismo, al que trata poco más o menos como si fuera un virus agresor que amenaza la salud de un modelo legislativo encaminado, cada vez más, a imponer una ideología concreta sobre toda la sociedad. La partitocracia es un antibiótico muy efectivo contra la actividad de los pocos políticos auténticamente católicos que puedan existir. Su efectividad es nula, su presencia mediática casi inexistente y sus ideales son sacrificados ante el falso dios de la maquinaria electoral.