Un mediático sacerdote de la Compañía de Jesús (aquella de la que alguien dijo “¡Ay, Jesús, qué compañía!”), ha publicado una columna titulada: “Terremoto: ni prueba, ni castigo ni intervención de Dios”. En ella explica que el terremoto que hemos sufrido nada tiene que ver con Dios, es sólo “un desastre de la naturaleza que tiene explicaciones físicas”. Y, al parecer, lo que tiene explicaciones físicas no es usado por Dios para probarnos, ni puede tener el sentido y la finalidad del castigo ni está, en definitiva, sometido de modo alguno al gobierno del Creador.
Esto último, sin embargo, molesta al oído de aquél que piensa en Dios como un ser providente y todopoderoso, porque si Dios verdaderamente lo es, entonces nada puede escapar a su gobierno: ni sobreviene un terremoto, ni estalla un volcán, ni se levanta el viento, ni una hoja cae de su árbol sin que Dios lo quiera o lo permita.
La cuestión es, entonces, la siguiente: ¿cómo puede Dios querer o permitir un mal tan grande como el que hemos sufrido los chilenos? Aquí es donde la respuesta apresurada, en cualquier dirección, nos empieza a jugar malas pasadas: o sacamos a Dios de nuestra tragedia, y resulta que se torna un Dios ausente, que ya no es providente, ni todopoderoso, ni que gobierna todas las cosas del universo (es decir, ya no es Dios), o le achacamos a Dios la causa del mal que sufrimos, y así resulta culpable de nuestras desgracias, malo, vengativo y, peor aún, caprichoso de un capricho tal que juega con los hombres como si le fueran indiferentes (es decir, ya no es Dios).
Ni lo uno, ni lo otro. El terremoto que nos ha devastado nos enfrenta a uno de los grandes misterios del la vida del hombre en esta tierra: el misterio del pecado. Todo lo que ha hecho Dios es bueno, pero el hombre, mediante su pecado, ha introducido el mal en la creación y, con él, el sufrimiento, la tristeza, la debilidad, la muerte. El lector se preguntará qué tienen que ver nuestros pecados con las inclemencias de la naturaleza, y esto no tiene respuesta si lo que se busca es una suerte de nexo causal físico entre el terremoto sufrido y los pecados de Pedro, o Juan, o Diego o los de todos los hombres que alguna vez han vivido, en esta tierra o en el mundo entero. No existe tal nexo, pero lo cierto es que, mediante el pecado, el hombre introduce el desorden no sólo en su relación con el Creador, sino también en su relación con la creación. La naturaleza, que había sido dispuesta por Dios para que sirviese dócilmente al hombre, se vuelve contra él, haciéndole sensibles las consecuencias del mal que ha introducido en el mundo.
Dios no es causa de ningún mal, más bien todo lo contrario: mitiga los males que causa el hombre y endereza lo que el hombre ha torcido. No obstante, no los mitiga todos: en su Providencia Sapientísima, permite (no quiere) algunos males. ¿Por qué? Pues porque, como Todopoderoso que es, es capaz de sacar bienes de males. Aunque lo razonable sería pensar que sólo el bien engendra al bien y, consecuentemente, que del mal no puede salir sino el mal, Dios, en su Infinita Bondad, aprovecha incluso nuestro propio mal para obtenernos bienes, y lo hace usando del mal como prueba para los buenos y castigo para los malos: mediante el mal que sufrimos, los buenos son probados para, con la ayuda de Dios, salir fortalecidos en su bondad. Y por ese mismo mal, los malos son castigados para, también con la ayuda de Dios, ser removidos en sus conciencias y huir del pecado que les pierde.
Esto es evidente en el orden personal: todos hemos conocido a aquella persona buenísima que, sin mediar razón aparente, es consumida por una dolorosa enfermedad, en la cual se purifica y santifica. Dios la prueba para hacerla más semejante, en el dolor, a su Hijo. También hemos visto a aquél otro, que vivía como si no hubiese Dios ni ley, hasta que la enfermedad viene, dolorosamente, a hacerle presente su miseria e indignidad, como un aviso último para que vuelva su rostro a Dios, el Único en el que hay Salud verdadera.
Y esto que es evidente en el orden personal, se realiza, también, en el orden social: las naciones y los pueblos, durante su historia, han sido permanentemente probados y castigados para su propio bien: ya para su fortalecimiento, ya para que se volvieran a Dios, a quien habían abandonado.
Dios no obtiene estos bienes del mal, sin embargo, sin nuestra libre participación, y por ello la prueba no nos fortalece, sino que nos hunde, cuando no es aceptada con el espíritu del Señor en su Pasión. Y del castigo no se alcanza provecho alguno si no se lo recibe con espíritu de humildad y contrición. Y esta libre concurrencia a la prueba o el castigo que Dios providentemente nos dispone es necesaria tanto para el caso de la persona singular como para el caso de la sociedad.
Ahora bien, los hombres (y las sociedades), en general, no somos ni del todo buenos ni del todo malos (no obstante que haya algunos mejores y otros peores), de manera que no tiene sentido preguntarnos, respecto del terremoto pasado, quiénes han sido probados y quiénes castigados. Tampoco tiene sentido esa pregunta para Chile o para las ciudades y pueblos que han sufrido la catástrofe. Probablemente todos hemos sido de algún modo probados y de algún modo castigados.
Cada uno habrá de reflexionar, en su fuero interno, en qué ha sido probado y por qué ha sido castigado. Debemos intentar en conjunto, sin embargo, el ejercicio de descubrir en qué ha sido probado Chile, y por qué ha sido castigado. Ésta ha de ser la primera de las tareas de la reconstrucción, si queremos que la misma se asiente sobre roca, y no sobre arena. De nada servirá construir casas y edificios, levantar escuelas y hospitales si, como pueblo y nación, no nos volvemos humilde y libremente a Dios, en quien está nuestra gloria y destino.
Felipe Widow
Publicado en VivaChile