El evangelio de S. Juan nos transmite, como un ardiente deseo de Jesús, la unidad de sus discípulos: «Padre Santo, guarda en tu nombre a estos que me has encomendado, para que sean uno como nosotros» (Jn 17,11). Según este deseo, el misterio de Dios uno y trino ha de ser principio y enunciado de la Iglesia en su estado original.
La Iglesia es, ante todo, un misterio. Un gran misterio, pero con una estructura sacramental. Un instrumento de salvación instituido por Cristo para continuar su misión en la tierra. En cuanto prolongación de la forma histórica de Cristo, la Iglesia es el lugar donde el Espíritu une a sus fieles en un solo cuerpo. La falta de unidad falsea el signo y obstaculiza la evangelización. En el decreto Unitatis Redintegratio, el concilio Vaticano II subraya el deseo de superar la larga separación que «es un escándalo para el mundo, y daña a la causa santísima de la predicación del evangelio a todos los hombres».
A pesar de estas exigencias, nos encontramos con la experiencia histórica de las divisiones que, desde muy pronto, comienzan a mencionarse en el seno de la Iglesia. Las polémicas en temas cristológicos, trinitarios o en cuestiones eclesiales y disciplinares, crearon el caldo de cultivo para que, en el siglo xi, se estableciera la primera escisión entre la Iglesia latina y la ortodoxa. Las Iglesias, oriental y occidental, mutuamente se condenaron y excomulgaron con la pretensión, recíproca, de ser la única y verdadera. Los concilios que abordaron este tema fracasaron en el intento de conseguir la deseada unidad de los cristianos.
En los albores de la Época moderna, las aspiraciones reformistas condujeron a la cristiandad a una nueva división en la Iglesia de Occidente. A diferencia del cisma de Oriente, la escisión protestante generó unos problemas basados más en temas teológicos sobre la fe y la salvación que en cuestiones disciplinares. Para la reforma protestante, la tradición había ido corrompiendo a la verdadera Iglesia de Jesucristo y, por lo tanto, los reformistas representaban la línea de la legitimidad y por ella luchaban.
La cuestión de la verdadera Iglesia siempre ha estado ligada al problema de la salvación. La preocupación salvífica de la antigüedad cristalizó en la famosa frase del obispo de Cartago: Extra ecclesiam nulla salus, «Fuera de la Iglesia no hay salvación» (S. Cipriano, siglo iii). La expresión –poco ambiciosa en su origen– fue adquiriendo importancia fundamental: Gregorio VII la empleó en el Dictatus papae (siglo xi), Bonifacio VIII en la bula Unam sanctam (prinipios del siglo xiv), y el concilio de Florencia en el Decreto para los jacobitas (siglo xv).
Por eso, a pesar de que la rotundidad enunciativa era difícil de conciliar con la voluntad salvífica universal (Cf. 1Tim 2,4), se mantuvo en vigor durante siglos; incluso, cuando resultó especialmente embarazosa frente a la condena de la proposición de Quesnel «fuera de la Iglesia no se concede gracia alguna» (Dz 1379). Tampoco convenció el recurso a la ignorancia invencible, al deseo inconsciente o al voto implícito, ni la interpretación en positivo de que la Iglesia es una comunidad de salvación, porque parecía que se quería eludir el fondo del problema.
Los teólogos católicos comprendieron que «las deficiencias presentadas hasta entonces por el magisterio ya no se demostraban útiles. La reunificación de la cristiandad separada se había entendido como un retorno a la Iglesia romano-católica, y por ende como una capitulación incondicional de los demás. Pero a eso no estaban dispuestas las otras Iglesias» (H. Fries).
Un nuevo «status» aparece con las declaraciones del concilio Vaticano II. Atendiendo a esta situación, la constitución Lumen gentium señala que la Iglesia, «constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él; si bien fuera de su estructura se encuentran muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica» (LG 8).
El papa actual Benedicto XVI, se pregunta por el significado de esa ansiada unidad: «¿Qué significa restablecer la unidad de todos los cristianos? Todos sabemos que existen numerosos modelos de unidad y vosotros sabéis también que la Iglesia católica pretende lograr la plena unidad visible de todos los discípulos de Jesucristo […] Esta unidad no significa lo que se podría llamar ecumenismo de regreso, es decir, renegar y rechazar la propia historia de la fe. ¡De ninguna manera! No significa uniformidad en todas las expresiones de la teología y la espiritualidad, en las formas litúrgicas y en la disciplina. Unidad en la multiplicidad y multiplicidad en la unidad».
Esta «unidad en la multiplicidad» y viceversa, tiene su consecuencia práctica en el lema del Domund 2007, al que el papa Benedicto XVI puso por título Todas las Iglesias para todo el mundo. El tacto teológico del papa no dejó pasar por alto algo tan fundamental como que la misión de anunciar el evangelio atañe a todos los bautizados, incluidos los hermanos separados deseosos de acabar con la dispersión pastoral y, desde esta voluntad de entendimiento trabajan por el compromiso de la unidad.
Esta misma preocupación se refleja en el lema del presente año: Vosotros sois testigos de todo esto. Con lo que, el papa insiste de nuevo en «la exigencia de un testimonio común de Cristo». Porque la acción de Dios sigue actuando en el mundo de hoy, donde «el movimiento ecuménico moderno se ha desarrollado de forma tan significativa que se ha convertido, en el último siglo, en un elemento importante en la vida de la Iglesia, recordando el problema de la unidad entre todos los cristianos y sosteniendo también el crecimiento de la comunión entre ellos» (Audiencia general de 20-1-10). La búsqueda de esta unidad compromete la responsabilidad de todos los que proclamamos que Jesús es el Señor. Y responsabilidad quiere decir poner los medios que expresen visible y eficazmente la comunión de vida en Cristo.
El arte cristiano es un instrumento mediador en la relación con los que se inspiran en los mismos principios evangélicos. La unidad es fuente, de armonía y de belleza. Por eso el arte, expresión de la belleza por antonomasia, trata de buscar la unidad en las formas. La forma da vida a la materia, y esa vida, en una obra de arte, se convierte en contenido de trascendencia. Esa es la clave del arte sacro al servicio de la unidad de la Iglesia y de la fe. Y en este servicio, la Iglesia se ha de presentar, sin complejos, como «signo de la llegada de la salvación entre los hombres en la medida en que refleja en nuestro mundo la unidad de amor de la vida trinitaria» (Latourelle). De ahí la necesidad de buscar puntos de correlación con los hermanos separados para no falsear el significado divino del signo de unidad.
En las imágenes cristianas, «que con frecuencia son obras de arte llenas de una intensa religiosidad, aparece el reflejo de la belleza que viene de Dios y a Dios conduce» (Dir. 243). Para el cristiano el camino seguro de vuelta a Dios es Cristo, expresión de la suma belleza de Dios, y único mediador entre Dios y los hombres. Y en la respuesta, teológicamente expresada en el culto iconográfico, se verifica la plusvalía religiosa de la imagen sagrada por encima de cualquier otra valoración humana. Ni siquiera la dimensión artística se puede sobreponer a la estimación religiosa, so pena de invertir la función del culto iconográfico. Y cuando, a la luz de la fe, la función religiosa introduce a la imagen en el ámbito de la sacralidad, entonces la imagen adquiere su más alto rango religioso llegando a formar parte del culto litúrgico.
La Época moderna, más conocida desde el punto de vista artístico con el nombre de Renacimiento, viene marcada por una piedad implicada en connotaciones personalistas debido a la corriente de la «devotio moderna». El protestantismo promueve esta piedad interior atacando, no solo puntos esenciales de la doctrina católica, sino también aspectos de la piedad popular, de la liturgia de la Iglesia y del culto a las imágenes. Ante esta actitud reaccionaria, la Iglesia católica reafirma, en el Concilio de Trento, la doctrina tradicional contra las nuevas formas de iconoclasia.
Recientemente, también el Concilio Vaticano II ha recordado con sobriedad la necesidad de seguir promocionando el culto iconográfico entre los fieles. Y este impulso puede ser un paso importante en el acercamiento entre ortodoxos, protestantes y católicos. A ello contribuye, sobre todo, la imagen que, con su simbolismo de presencia, nos muestra la belleza de la sacralidad. Todo el arte cristiano debe estar al servicio de esta tradición. A pesar de las distintas valoraciones, la imagen conlleva un sustrato común que, a ciertos niveles, siempre propiciará la unión entre los hermanos.
En efecto, la Semana de Oración por la Unidad de las Iglesia, igual que las Jornadas de los Movimientos Ecumenistas, se mueven a niveles de altura jerárquica y teológica. Pero las cosas sencillas como la fe y las creencias de los pueblos son más accesibles para los que viven en la práctica del culto iconográfico. Los cristianos de cualquier creencia que devotamente se postran ante una imagen, encienden una vela, se santiguan y rezan, no comprenden fácilmente esas diferencias de las altas jerarquías, porque se sienten unidos en las mismas experiencias de fe.
Movidos por los vínculos de la misma fe, se pueden hallar ciertos síntomas de aproximación estética. La Iglesia ortodoxa siente cierto interés, no solo en el plano teológico sino, sobre todo, por los valores artísticos de Occidente. La genialidad de Kandinsky, Poliakov, Nicolás de Staël, Malevitch y otros pintores de tendencia antinaturalista, representan un esfuerzo notable por incorporar al arte los valores teológicos de las imágenes cristianas. En el arduo camino de encuentro, estas aportaciones tan significativas constituyen un movimiento encomiable. Cuando, en este intercambio, nuestros artistas sientan la efusión de este mundo nuevo y fascinante, renovarán el campo de las artes incorporando los valores del gran misterio representado tanto en las imágenes sagradas de Oriente como en las de Occidente.
También nos consta que, entre católicos y protestantes, ya han empezado a repuntar elementos de aproximación a nivel iconográfico. Lutero no era insensible al arte. A diferencia de otros que apenas llegaban a admitir una cruz desnuda sobre la mesa del altar, Lutero admite la presencia del crucifijo, e incluso, con sentido ornamental y didáctico, la decoración inspirada en pasajes bíblicos. Sin embargo, sus sucesores, quizás más consecuentes con sus enseñanzas, suprimieron toda figuración. Las asambleas se reducen a celebrar la Palabra tomada de la Escritura. El concilio Vaticano II reconoce la veneración que nuestros hermanos separados sienten por «el estudio constante y solícito de la Biblia» cuyo fruto «se manifiesta en la oración privada, en la meditación bíblica en la vida de la familia cristiana, en el culto de la comunidad congregada para alabar a Dios» (UR 21-23).
A pesar de este reconocimiento, no podemos olvidar que, a nivel popular, la palabra resulta algo volátil y poco concreto para una naturaleza como la nuestra, cuyo medio principal de conocimiento son los objetos que percibimos por los sentidos. La «palabra» parece más accesible cuando se «encarna» en algo próximo como es la figuración humana. Jesús lo hizo cuando, en el misterio de la encarnación, tomó nuestra naturaleza y asumió un cuerpo humano y visible como el nuestro; y a través de su carne «hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre» (Jn 1,14).
Y finalmente, si el icono en Oriente y la imagen en Occidente constituyen parte de las creencias integradas en la fe de la Iglesia universal, ambas formas de culto pueden servir de puentes para mutuos diálogos y reconocimientos dogmáticos.
Jesús Casás Otero, sacerdote