No es el paisaje costumbrista de la novela de Richard Llewellyn en la zona minera del sur de Gales. En este valle nuestro hay una cruz enhiesta entre las colinas verdes de sus montañas. Domina con dulzura y su perenne mensaje toda aquella naturaleza desde la colina en la que se levanta. Preside una historia dolorosa como siempre sucede cuando los hermanos se declaran la guerra haciéndose tanto daño en una confrontación civil y fratricida. Pero esa inmensa cruz, la más alta que hay en el universo mundo con sus 152’5 metros, no es enseña de bandería, no responde a ninguna sigla política, ni es tutora de ideología alguna. Este fue el significado que San Juan XXIII dio a aquel lugar al inaugurar la Basílica menor e instalar allí una comunidad benedictina. Como aquella primera cruz cristiana con Jesús clavado en ella, esta tiene también su mensaje bondadoso de lo que supone dar la vida por los que abrazas en sus heridas, sus preguntas, sus contradicciones y pecados. Así hizo Cristo con cada uno de nosotros. Así se entienden las palabras del Papa en aquel momento: «se eleva el signo de la Redención humana excavado en la inmensa cripta, de modo que en sus entrañas se abre un amplísimo templo, donde se ofrecen sacrificios expiatorios y continuos sufragios por los Caídos en la guerra civil de España, y allí, acabados los padecimientos, terminados los trabajos y aplacadas las luchas, duermen juntos el sueño de la paz, a la vez que se ruega sin cesar por toda la nación española».
Puede ser que haya quienes se sientan molestos por esa referencia al amor y la verdad, cuando se vive y maquina en la insidia y la mentira. El alarde de un calculado ataque a esa cruz tan visible y significativa se hace en aras de una falsa equidistancia para no irritar a los que no son cristianos, enarbolando la neutralidad religiosa desde un impositivo laicismo que erradica nuestra historia, tergiversa nuestros símbolos y censura nuestra presencia eclesial aspirando a enmudecer nuestra palabra cristiana. La Cruz y la Abadía benedictina en el Valle de los Caídos, nacieron como un espacio de encuentro y reconciliación tras el conflicto bélico entre hermanos que tantas vidas se llevó por delante. De hecho, allí reposan en paz (hasta que algunos han querido perturbar ese sagrado descanso para jalear esa memoria en beneficio propio), personas que cayeron detrás de los dos bandos, bajo las dos banderas, en medio de ambas trincheras. Pasar página y levantar acta de ese ejercicio de paz fraterna, hija del perdón sincero y generoso como expresión de una sociedad reconciliada fue un regalo no suficientemente agradecido ni reconocido.
Pero querer utilizar a los muertos para ganar batallas perdidas reabriendo las heridas que tanto nos costaron cerrar como hermanos, es algo que responde a una maldad irresponsable, que insidia la convivencia en nuestra sociedad española y que tan fácilmente excita la confrontación indeseada. Puede ser una cortina de humo más cuando son otros los quebraderos de cabeza y judiciales que en torno la corrupción de gente muy cercana con sus vínculos familiares, prevaricaciones calculadas, malversación de fondos públicos, dilapidación del necesario equilibrio en la división de poderes en un Estado de Derecho (legislativo, ejecutivo y judicial). Sin excluir estas armas de «distracción» masiva, se ve que hay una fijación ideológica beligerante contra la memoria cristiana en torno a esa Cruz en esa Abadía, que aboga por la reconciliación entre los pueblos, para favorecer otra memoria sesgada y mal llamada «democrática», imponiendo el resentimiento en el trasiego fraterno y sereno construyendo una historia de paz entre españoles.
La comunidad benedictina en ese lugar eleva su plegaria para pedir ese don que Dios sólo concede, como dice el salmista: «la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan» (Sal 85). La Cruz nos lo recuerda, los monjes lo cantan.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo