En su excelente blog el P. John Hunwicke hace dos preguntas importantes. He aquí la segunda:
«Se habla mucho acerca del discernimiento, del acompañamiento, del gradualismo y de la conciencia tal como estos se aplican a las relaciones adúlteras objetivas.
Pregunta importante: ¿Son todas estas únicamente aplicables a los adúlteros, o también se pueden emplear para todo tipo de pecadores, tales como los estafadores, los pederastas, los asesinos, los que golpean a sus conyugues, los que trafican con seres humanos, los torturadores, los violadores, los explotadores de los pobres, los chantajistas, los racistas, los proxenetas, los autores de genocidio, los traficantes de drogas, etcétera?
Si la respuesta es no ¿Por qué no?»
Una vez más nuestro buen padre ha abierto una vía de exploración interesante. De hecho todos sabemos la respuesta a esta pregunta. En ciertos sectores el adulterio es considerado aceptable –junto con la fornicación y otros pecados sexuales– y es posible desagraviar esta falta a través de las buenas intenciones; mientras tanto otros pecados quedan fuera de ciertos límites: de hecho algunos de estos otros pecados, como el racismo, el genocidio y la pedofilia, hoy día se consideran deleznables al grado de ser irredimibles. Tenemos, entonces, un movimiento en dos vías: los pecados sexuales se absuelven, mientras que ciertas formas de pecado se repudian más que nunca. Esto indica que nuestra época es puritana con respecto a cosas tales como el racismo, pero licenciosa en materia sexual, lo cual es, ciertamente, contradictorio, ¿mas cuando han sido los seres humanos coherentes?
Dada la repugnancia universal que causa el abuso de menores estríamos tentados a creer que esto es un indicio de que existen normas absoluta con respecto a la moral, mas el mundo detesta admitir tal noción. Me parece, sin embargo, que el hecho de que el abuso de menores, la esclavitud, el racismo y otros pecados son inaceptables en cualquier circunstancia y no pueden ser reparados por motivo alguno, es una muy buena señal que San Juan Pablo II sabía de lo que hablaba cuando escribió Veritatis Splendor, insistiendo en el carácter objetivo de la moral y en la existencia de normas morales sin excepción.
¿A qué se debe entonces la inconsistencia? ¿Por qué es el adulterio aceptable y el racismo no lo es? La respuesta, me parece, es que la revolución de la década de los años sesenta fue, como todas las revoluciones, una lucha de un sólo frente. Fue esencialmente una revolución sexual a pesar de que en aquel momento podría haber parecido a un tiempo como una revolución política. Es cierto que en 1968 Francia parecía estar al borde de un reajuste político dramático y la agitación era tal que, a todas luces, así sería. Mas, una vez que se despejó la tormenta y las aguas volvieron a su cauce, Francia permanecó políticamente incólume y su clase dirigente quedó intacta; lo que había cambiado había sido la actitud de las personas ante el sexo. Esto quedo ilustrado en, Soñadores, la película de Bertolucci acerca de 1968. De acuerdo, en aquel momento 1968 parecía ser algo más substancial, ¿pero cuál ha sido su legado?
Cabe señalar que para los verdaderos revolucionarios, gente como Maximilien Robespierre, el libertinaje no fue parte de su vida privada. Muchos de los revolucionarios rusos censuraban firmemente la inmoralidad sexual considerándola un síntoma de la decadencia burguesa. La Unión Soviética jamás fue un lugar acogedor para lo que ahora se denomina «minorías sexuales».
Quizá aquellos deslucidos y adustos Soviets no estaban equivocados acerca de todo. El negocio de las revoluciones es cambiar el mundo, la lascivia sexual es esencialmente acerca del individuo y de dar rienda suelta a los más caros deseos de nuestro egotismo. Hay algo profundamente individualista en esa insistencia actual de que la vida sexual es totalmente autónoma, que nadie tiene derecho a juzgarla.
El cineasta Derek Jarman lo plantea de la siguiente forma:
«Entiéndase que si decidimos tener sexo ya sea seguro, muy seguro o inseguro, esa es una decisión nuestra y nadie más tiene derecho alguno en nuestras relaciones sexuales».
Hoy día mucha gente probablemente comparte esta afirmación. Esta forma de autonomía radical (ejemplificada también en el «derecho al aborto» y el «derecho a la privacidad» que apuntala a Roe vs. Wade) solamente tiene influencia en ciertos ámbitos. En otros asuntos, en la ayuda internacional, por ejemplo, la pulsión de la vida moderna es siempre insertarse, incluso a interferir. Mas, cuando se trata de racismo, todos somos el guardián de nuestro hermano.
En contraste con este confuso cuadro, la Iglesia es una sociedad en la que todos somos responsables ante Dios y, en menor medida, el uno al otro. En la iglesia todos somos seres radicalmente dependientes, somos parte de una comunidad. La iglesia es también mater et magistra: enseña, juzga y corrige cuando sea necesario. Esto constituye la base fundamental de la comunidad eclesial. Todos necesitamos, de vez en cuando, la corrección del confesionario y el derecho canónico, tanto en el foro interno como en el externo. Nadie puede ser juez de su propio caso. Esto es particularmente cierto en materia sexual, precisamente ahí donde es más probable que deseemos engañarnos a nosotros mismos.
Si toda esta insistencia moderna en el discernimiento y el acompañamiento es un ardid para sacarle la vuelta al magisterio, a la práctica sacramental establecida y al derecho canónico, y para reemplazar la autoridad de Dios –arbitrada por la Iglesia– y la verdad acerca de Dios y la humanidad con una auto comprensión por demás confusa (que casi siempre coincide con lo que nos apetece) entonces temo por el futuro.
P. Alexander Lucie-Smith, sacerdote
Traducido por Enrique E. Treviño, del equipo de traductores de InfoCatólica
Publicado originalmente en Catholic Herald