1. Acoger al que viene en nombre del Señor
El pasado Domingo de Ramos dábamos comienzo a la Semana Santa con la procesión de las palmas, evocando la entrada de Jesús en Jerusalén para consumar la misión que recibió del Padre y dar cumplimiento a la redención de la humanidad con su pasión, muerte y resurrección. Las iglesias del orbe se transfiguraban en la Jerusalén celestial que contempló el vidente del Apocalipsis y los cristianos esperamos como consumación de la historia: «Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. Hosanna en el cielo». En las iglesias resonaba la primera lectura de la narración evangélica de la pasión y muerte de Cristo, magna gran proclamación del misterio redentor del sufrimiento que condujo al Hijo de Dios a su exaltación gloriosa, por lo que dice el autor de la carta a los Hebreos que «vemos a Jesús coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios gustó la muerte para bien de todos» (Hb 2,9). La liturgia eleva el anuncio de la salvación a memorial de los hechos que mensaje anuncia y que en la celebración sagrada, leyendo o cantando, los diáconos proclaman: que Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte de cruz y Dios lo exaltó con el Nombre-sobre-todo-nombre (Flp 2,8-9).
La proclamación de la pasión del Señor ofrece la sanación de los males de la humanidad generados por el poder del pecado, por la fuerza expansiva del misterio de iniquidad que oscurece el sentido de la existencia del ser humano, su origen y su destino. La palabra de Dios llama a la conversión del corazón y al retorno a la vida, que alcanza un significado pleno en el bautismo como sacramento de la fe. San Pedro se lo recordaba a los nuevos cristianos recién bautizados, haciéndoles caer en la cuenta de que Dios, que no tiene acepción de perdonas, juzga a cada cual según su conducta y han de saber conducirse, sabiendo que han sido rescatados de la muerte generada por una conducta inútil «no con algo corruptible, con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo» (1Pe 1,18-19).
Toda la Cuaresma ha conducido a la regeneración de la vida cristiana y la introducción de los catecúmenos en ella, que alcanza en la vigilia del Sábado Santo un esplendor ritual lleno de belleza, al ser llevados a la purificación del agua derramada sobre sus cabezas, o bañados en ella y en ella por instantes sumergidos para emerger de esta sepultura simbólica resucitados a una vida nueva en Cristo, configurados con su muerte y resurrección. Estamos habituados a recibir las noticias que deprimen a tantos cristianos al escuchar las cifras de católicos y otros cristianos que se dan de baja en sus respectivas Iglesias en Alemania, o a escuchar que en España menos de la mitad de los niños que nacen anualmente son presentados al bautismo por sus padres. Las cifras estadísticas no siempre vienen matizadas, para saber cuál es el porcentaje de descenso de los bautismos en España con relación al porcentaje de descenso de la natalidad en una sociedad aún mayoritariamente católica, pero con importantes segmentos poblacionales de otras confesiones religiosas con relación a la población católica. El caso de Francia tiene una actualidad particular, por el auge que experimenta el retorno a los sacramentos de la iniciación cristiana, lo que es significativo a la hora de comparar la evolución del catolicismo en otros países de tradición católica como España, Italia, Irlanda o Polonia.
Sin caer en un optimismo ingenuo, llena de esperanza leer estos días, en los medios de comunicación que prestan atención a la sociología de la Iglesia Católica y de las otras confesiones cristianas, que por contraste con la estadística de abandonos de la Iglesia en países como Alemania, en Francia han aumentado los bautismos y la iniciación cristiana de adolescentes (hasta los 17 años), y adultos (desde 18 años) en proporciones significativas como tendencia social. En esta sociedad secularizada y agnóstica en la que Europa parece haber optado por el suicidio de su propia cultura cristiana, la misma que dio a luz a las naciones del viejo continente, en algunos países ha aumentado progresivamente desde la victoria sobre la pandemia el número de bautismos y la iniciación sacramental cristiana en su conjunto. Francia vive un auge inédito de miles de bautismos de adultos, la mayoría adolescentes y jóvenes de 18 a 25 años que no fueron bautizados después de nacer. Según datos de la Conferencia de Obispos de Francia, más de 10.384 adultos, un 45% más que en 2024; y 7.400 adolescentes entre 11 y 17 años recibirán el bautismo en la Pascua, un aumento del 33% con relación a 2014. De los adultos que han solicitado el bautismo en den las celebraciones de Pascua, 5.025 son jóvenes de 18 a 25 años, para el que se han preparado con ilusionada instrucción en la fe mediante la catequesis y la iniciación a la vida cristiana durante el catecumenado. Son cifras que arrojan 5.000 bautismos más que los que tuvieron lugar el pasado año 2024[1]. En España, según los datos de la Conferencia Episcopal no menos 7000 jóvenes recibirán los sacramentos de la iniciación cristiana en las celebraciones de Pascua. El catecumenado en Francia ha adquirido una vertebración notable, como la que se va implantando en España, donde también se hacen esfuerzos por institucionalizarlo progresivamente.
Ante el envejecimiento de la cristiandad del primer mundo, de las naciones históricamente cristianas del Occidente, estos repuntes de recuperación de las raíces cristianas, por modestos que puedan parecer son significativos. Hay miles de adolescentes que no han sido bautizados de recién nacidos que optan por una fe eclesialmente vivida y practicada, y adultos que cada año acreditan su fe cristiana en el bautismo y reciben los tres sacramentos de la iniciación cristiana, en un porcentaje todavía minoritario pero significativo entre los jóvenes que optan por la institución del matrimonio y su expresión y vivencia sacramental. Cualquiera en la Iglesia puede ver la importancia que para la evangelización de la sociedad adquieren los sacramentos y la alimentación de la vida cristiana en ellos. En Francia, el redescubrimiento de la Cuaresma por los jóvenes les ha llegado antes que el conocimiento de Jesucristo, manifiesta uno de los sacerdotes que trabaja pastoralmente con jóvenes y sugiere la influencia que en ello puede haber tenido la práctica del Ramadán por sus compañeros musulmanes. Así parece ser, pero añade que la introducción en los grupos cristianos de oración y formación, testimonio y fraternidad obedece a la atracción que para ellos ha adquirido la experiencia de la comunidad eclesial y a través de ella el conocimiento de Jesucristo. Muchos han ido redescubriendo las raíces cristianas de sus familias y otros un conocimiento del misterio de Dios revelado en Cristo que sólo la Iglesia podía ofrecerles, viniendo como vienen muchos de estos jóvenes de segmentos de la población sin religión o de otras religiones que no han podido ofrecerles un conocimiento del cristianismo desde la infancia. Jesucristo se les presenta deslumbrante porque ilumina sin parangón posible el origen y destino de sus vidas, sometidos como han vivido a la confusión y la multiplicidad de las opiniones que se disputan el poder que atenaza una sociedad en la que impera el individualismo y el relativismo. Una situación social y cultural que ha cegado la trascendencia del misterio que Dios descubre a cuantos vienen a la fe en Jesucristo.
Viene a mi mente la lectura de las entrevistas hechas al cardenal judío Jean Marie Lustiger, arzobispo de París, con las que sus autores compusieron La elección de Dios (1989)[2], el bestseller biográfico donde el cardenal confiesa que, después de haber padecido la cruel experiencia del holocausto en el que pereció su madre en Auschwitz, su conversión al catolicismo en 1940 le llevó al bautismo a los 14 años. No fue causada por el holocausto, que lo sumió en el sufrimiento y la perplejidad motivando en él la inquietud y la búsqueda de la verdad frente al sinsentido ante la gran pregunta que le asaltó en su primera juventud: ¿dónde encontrar la verdad y hallar a Dios? Su decisión siguió a la experiencia de la verdad de Dios en el testimonio de vida de la familia católica que lo acogió, un testimonio que le llevó a la razón de ser de aquel testimonio convertido en experiencia religiosa en él los oficios del Jueves Santo en la Catedral de Orleans, descubriendo la relación entre la celebración del amor de Dios revelado en Cristo y testimonio de vida de una familia cristiana.
2. Los sacramentos que introducen a los bautizados en la experiencia de la gracia
La fe no se afianza llega por el convencimiento que provoca el discurso argumentativo, sino por la revelación de la verdad que se desvela en la coherencia de la vida, que hace creíble el anuncio de Jesucristo introduciendo al que comienza a creer en la experiencia de su presencia viva en la sacramentalidad de la liturgia. En la celebración el encuentro con Jesús vivo y glorioso, llevando en su cuerpo los estigmas de los clavos y la lanza que atravesó su costado, revelan al que viene a la fe que Cristo padeció por amor a cada ser humano: que fue crucificado, muerto y sepultado para arrancar de la muerte al que en el bautismo se configura con la muerte y resurrección de Jesús, algo que se experiencia en un proceso de iniciación y mistagogia sin el cual no se llega a ser cristiano. La fuerza de los sacramentos transformados por la acción del Espíritu santo en signos eficaces de la fe y canales de la gracia, alcanza en las celebraciones del Triduo pascual una pregnancia grande en la Misa crismal de la mañana del Jueves Santo, días en que comienza el Triduo con la Misa en la Cena del Señor, celebrada al atardecer de este jueves memorial de la última Cena. La normativa vigente permite adelantar la Misa crismal a uno de los tres días que preceden al Triduo pascual, sobre todo al Miércoles Santo, ya que esta Misa pertenece a la liturgia del Jueves Santo y no debe alejarse de él. La Misa crismal ha ido adquiriendo importancia grande en las celebraciones de la Semana Santa, porque en ella se bendicen los óleos de los enfermos y de los catecúmeno y se consagra el santo Crisma, el aceite perfumado con olorosas esencias, con el cual son ungidos en el bautismo y en la Confirmación los fieles cristianos, son ungidas las manos de los sacerdotes y la cabeza del obispo durante el rito de la sagrada ordenación de los presbíteros y del obispo, y las iglesia y altares en su consagración. Por la unción con el santo Crisma, los fieles son consagrados y hechos partícipes de un pueblo de reyes, profetas y sacerdotal, la Iglesia santo de Cristo, que es su Cuerpo y edificación espiritual donde Dios se hace presente mediante la inhabitación en cada uno de los bautizados del Espíritu Santo. De este modo, por el agua y el Espíritu Santo los bautizados vienen una criatura nueva, son recreados y hechos hijos de Dios. El simbolismo sacramental del bautismo no sólo está dado en el agua, lo está también en la unción con el Crisma hasta el punto de venir la unción a ser ella misma sacramento de la Confirmación que consuma la ritualidad bautismal como signo eficaz de la gracia.
Aunque el bautismo de adultos es el modelo de bautismo, que sigue al catecumenado y en él se suceden en una misma celebración los ritos del lavatorio o ablución del agua, la unción sacramental de la Confirmación y la participación en la Comunión eucarística, la Iglesia siempre ha bautizado a los niños en fechas próximas a su nacimiento. El bautismo de los niños es una práctica que la Iglesia recibió de los Apóstoles. Por eso, a los niños bautizados no se les debe retrasar ni la Confirmación ni la primera Comunión más de lo debido. Es muy coherente con la instrucción en la fe de los niños bautizados que la catequesis se imparta «al modo catecumenal», pero un niño bautizado no es un catecúmeno, sino un cristiano, y la catequesis lo instruye en la fe y lo inicia en la vida cristiana de modo consecuente con el bautismo recibido. De manera análoga, no se puede convertir la Confirmación en el sacramento de los jóvenes y retrasarla hasta asegurarse de que ya son cristianos de primera línea. Algo así responde a una concepción de la pastoral de juventud desviada, sin fundamentación teológica que la justifique. La Iglesia conserva en Oriente dispensar los tres sacramentos de la iniciación cristiana a los niños, y en Occidente no separar la Confirmación y la Comunión más allá de la infancia que precede a la adolescencia. Retrasar la Comunión puede responder a otra de las desviaciones contrarias a una buena praxis catequética de la pastoral de infancia. El puritanismo pastoral no garantiza por sí mismo la eficacia de los sacramentos, porque son don de la gracia de Dios y no mérito adquirido de los hombres. La Misa crismal ayuda a toda la comunidad cristiana a tomar conciencia de que la unción que consagra a quien accede al bautismo, sea niño o adulto, es hecho partícipe del Espíritu que ungió la humanidad de Cristo al emerger de las aguas del Jordán. Al bendecir el agua en la Vigilia pascual del Sábado Santo, el sacerdote recita delante de la fuente bautismal la plegaria de bendición del agua diciendo: «Te pedimos, Señor, que el poder del Espíritu Santo, por tu Hijo, descienda hasta el fondo de esta fuente, para que todos los sepultados con Cristo en su muerte, /por el bautismo, / resuciten a la vida con él. Que vie y reina contigo. / Amén».
Es penoso ver cómo en algunas iglesias la falta baptisterios idóneos, en parte porque, habiendo sido piezas fundamentales de la iglesia parroquial, están hoy convertidos en trasteros o en capillas devocionales que han forzado el uso de una pila portátil, si no de una simple palangana que, adornada para la ocasión y colocada en el presbiterio, sustituye en la Vigilia pascual la realidad visible y sacramental de la pila bautismal. El baptisterio es el lugar sagrado donde el sacramento del bautismo regenera la vida humana al contemplar al Obispo y a los presbíteros y diáconos bautizando en la pila bautismal. En la vigilia del Sábado Santo esta pieza litúrgica, fundamental en la catedral y la iglesia parroquial, adquiere un poderoso significado como fuente de la gracia en la que se regenera al bautizando. Hermoseada con iluminación propia y ornamentación floral se convierte en meta de la procesión de los catecúmenos acompañados por los fieles que los apadrinan desde el presbiterio al baptisterio, cantando las letanías de los santos. Bautizados en esta fuente volverán revestidos de su nueva condición de redimidos portando una simbólica vestidura blanca, o un paño de hombros o pañuelo que hace las veces de vestidura, como señal y testimonio ritual como criaturas regeneradas «por el agua y el Espíritu Santo»; y a su vuelta serán ungidos por el obispo o los sacerdotes con el santo Crisma y se acercarán por primera a recibir la Comunión eucarística participando en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
3. Integrados en la Iglesia que presiden con amor los pastores
El Triduo pascual comienza con la liturgia propia de la Misa «en la Cena del Señor» en el atardecer del Jueves Santo, a la que seguirá la conmemoración de la muerte del Señor el Viernes Santo y tras un día de silencio y meditación, la vigilia pascual del Sábado Santo lleva a su culminación el Triduo pascual. La Misa vespertina del Jueves contiene el memorial de los tres elementos sagrados contenido de la celebración vespertina de la Misa: la institución de la Eucaristía en la última Cena de Jesús, el ministerio sacerdotal y el mandato de la caridad fraterna. El fundamento bautismal de la existencia cristiana lo es de todos y cada uno de los bautizados sean laicos, religiosos o ministros ordenados. Sin embargo, porque así lo quiso Jesús, al elegir a los Apóstoles la con entera libertad para ponerlos al frente a la Iglesia. Refiriéndose a la elección de los Doce, dice el evangelista Marcos que «Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron por él. E instituyó a doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y para que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios» (Mc 3,13-14). Al exponer la misión confiada a los Apóstoles y las acciones que se les confían, los cuatro evangelistas y el amplio testimonio de todo el Nuevo Testamento expresan de manera complementaria las funciones del ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores. Jesús hace a Pedro partícipe de su función de juez supremo confiándole el poder de atar y desatar, que no sólo se lo entrega como prerrogativa exclusiva del sucesor de Pedro, el obispo de Roma, sino de todos los sucesores de los Apóstoles (cf. Mt 16,19; 18,18). El que ejerce el gobierno es siempre discípulo entre los discípulos de Jesús y su ministerio es un servicio para salvación, que no les otorga el privilegio de un poder discrecional, como sucede con los poderes del mundo, sino que está al servicio de quienes son gobernados en el amor como el que sirve y, por amor, está llamado a «ser el último y servidor de todos» (Mc 9,35); porque «tampoco el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45).
Cuando hoy parece pretenderse separar el sacramento del Orden del gobierno de la Iglesia para dar cabida a que los laicos accedan a cogobernar con los ministros ordenados se salta sobre la naturaleza de las cosas, es decir, de los estados en la Iglesia, quizá motivados por el modelo socializador de la sociedad actual, tan atenazad por las luchas por el poder y el control que otorga a quien lo tiene. Es lo que ocurre con demandas de tantos derechos construidos sobre el deseo y el interés como aspiración al que hoy se llama empoderamiento. Separar el gobierno de la Iglesia del sacramento del Orden sería retroceder al estado de cosas que corrigió el Vaticano II. No son los laicos los que han de gobernar la Iglesia, aunque sí llamados a colaborar con los que por voluntad de Cristo la gobiernan en razón del ministerio apostólico que han recibido de Cristo, y al que acceden por medio del sacramento del Orden. Los ministros de la comunión eclesial han sido llamados por Dios, que por el Espíritu Santo suscita la vocación sacerdotal; y por la Iglesia, que institucionalmente confirma y sanciona la vocación de los llamados a ser servidores del Evangelio y de la comunidad eclesial que presiden en nombre de Cristo. La invitación del Señor que los ha llamado de entre los bautizados a seguirle, estar con él y ser enviados a evangelizar es algo que sólo se puede realizar en Cristo, dejándose configurar por él y viviendo en él la propia vida y ministerio. En tiempos de no poca confusión conviene tener presentes las palabras de Benedicto XVI sobre el ministerio sacerdotal:
«El gran problema de la vida eclesial y, sobre todo, de la sacerdotal, será siempre entregarse plenamente a la inclusión en Cristo en la prestación real de los servicios eclesiales, no construir y ser junto a él, sino solo en él, y así, en la medida en que él lo abarca todo, dejar que se convierta en realidad su exclusividad, que es necesaria, que no destruye, sino que lo libera todo en su amplitud»[3].
4. Se han abierto los tesoros de todos los bienes
En la intimidad tensa y dramática de la última Cena, que con tanto ardor Jesús deseó celebrar con sus Apóstoles, les encomendó reiterar como memorial suyo la fracción del pan eucarístico y la distribución del cáliz de la salvación con su sangre, porque a ellos había confiado el anuncio del mensaje de redención y el apostolado. A ellos había confiado con la predicación el gobierno de la grey que les entregó como sólo suya, Cuerpo suyo y prolongación sacramental de su presencia en el mundo tras su retorno al Padre y su glorificación junto a él: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Lo hacía en la noche de aquella Cena testamentaria, en la que desgranó paso a paso como Maestro único y Esposo de la Iglesia que nacería de su costado abierto en la Cruz, el gran discurso de los adioses. Aquella noche les adelantaba bajo la figura del pan y del vino la entrega suprema de su cuerpo sacrificado y su sangre derramada, en oblación por la salvación de la humanidad que se perdió en el paraíso de nuestros primeros padres. Era el don sublime de la Eucaristía, meta del anuncio evangélico que les encomendaba y lugar supremo del encuentro con él en este mundo. Hemos recibido la Eucaristía de los Apóstoles, que experimentaron el temor y el temblor de comer y beber en la figura del sacramento eucarístico la carne y beber la sangre del Hijo del hombre. Ellos fueron los primeros comensales y testigos privilegiados de cuánto amó Dios al mundo como para entregarle a su propio Hijo unigénito (cf. Jn 3,16), paradigma del amor fraterno que el Maestro y el Señor les imperaba en el lavatorio de los pies como ejemplo y señal de ser discípulos suyos (Jn 13,34-35).
Esta experiencia límite fue el adelanto para ellos del amor sacrificado de Dios por el mundo, porque el Viernes Santo, en la Parasceve judía, día preparatorio de la Pascua en el que se sacrificaban los corderos, Jesús fue crucificado (cf. Jn 19,14.31). Al igual que al cordero pascual no se le debía quebrar ningún hueso, sucedió así según el evangelista que da testimonio: «Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua» (Jn 19,33-34). Clavado en la cruz y elevado sobre el mundo, puente entre el cielo y la tierra, el Mediador único entre Dios y los hombres había profetizado: «Y yo cuando sea elevado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). El evangelista comenta que Jesús había dicho esto, «para significar de qué muerte iba a morir» (v. 12,33), tal como lo había anunciado el profeta: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37; cf. Za 12,10). Hoy como siempre los cristianos hemos de invitar a los hombres de nuestro tiempo a volver su mirada a Cristo crucificado, a volver el rostro a su corazón abierto por nuestro amor, porque de él dimana la luz que ilumina la vida del hombre sobre la tierra y su destino. Lo recuerda el papa Francisco recogiendo la historia de la espiritualidad cristiana centrada en el Corazón del Crucificado, exaltado por Dios Padre a la gloria que desde el siempre tuvo el Hijo junto a él: «En el Corazón traspasado de Cristo se concentran escritas en carne todas las experiencias de amor de las Escrituras. No es un amor que simplemente se declara, sino que su costado abierto es manantial de vida para los amados, es aquella fuente que sacia la sed de su pueblo»[4].
Muchos siglos antes al acontecimiento redentor del Calvario, el libro del Éxodo recogía entre las tradiciones históricas de las Escrituras las prescripciones del ritual de inmolación del cordero pascual: «no le quebraréis ningún hueso» (Ex 12,46). Comentando el ritual de la pascua judía, la Biblia de Jerusalén anota cómo la Pascua judía prepara la fiesta cristiana como referente de interpretación y comprensión de la Misa, sacramento que contiene el memorial de la pasión, muerte y gloriosa resurrección del Señor: «Cristo, Cordero de Dios, es inmolado (en la Cruz) y comido (en la Cena), en el marco de la Pascua judía (la Semana Santa). Trae así la salvación al mundo y la renovación mística de este acto de redención viene a ser el centro de la liturgia cristiana, que se organiza alrededor de la Misa, sacrificio y banquete»[5]. Todo el culto que podemos tributar a la Eucaristía remite y depende de la Misa, no puede ser un culto autónomo, porque la Eucaristía es contemplada y adorada mientras reservada para ser comida de vida eterna es maná divino que quien lo come alcanza la vida eterna. La solemne celebración de la Misa de Pascua convoca y llama a acoger la invitación a la mesa del banquete que proporciona al mundo necesitado de vida el sacrificio eucarístico. En él proclama la asamblea eucarística la muerte y resurrección del Señor, que no yace entre los muertos, porque ha resucitado y vive para siempre. Su vida nueva en Dios y su presencia por el Espíritu Santo en el sacramento de la Eucaristía anuncian y causan la vida eterna de cuantos miran los estigmas redentores de sus manos y de su costado. En ella se anticipa el banquete celestial evocado por el anónimo autor de la «Homilía del grande y santo Sábado» de la lectura del oficio divino: «El trono de los querubines está a punto, los portadores atentos y preparados, el tálamo construido, los alimentos prestos; se han embellecido los eternos tabernáculos y moradas, han sido abiertos los tesoros de todos los bienes, y el reino de los cielos está preparado desde toda la eternidad».
+ Adolfo González Montes
Obispo emérito de Almería
[1] Cf. P. J. Ginés, «Récord absoluto de bautismos en Francia»: Religión en libertad (actualizado: 11.4.2025): https://www.religionenlibertad.com/mundo/250411/record-absoluto-bautismo-adultos-francia-doblan-confirmaciones_111535.html
[2] J. L. Lustiger, La elección de Dios. Entrevistas realizadas por J. L. Missika y D. Wolton (Planeta, Barcelona 1989).
[3] J. Ratzinger, El sacerdote como mediador y servidor de Cristo a la luz del mensaje del Nuevo Testamento (1982), en Obras completas, vol. XII: Predicadores de la Palabra y servidores de vuestra alegría (Madrid 2014) 77-99, aquí 98.
[4] Francisco, Carta encíclica sobre el amor humano y divino y divino del Corazón de Jesucristo Dilexit nos (24 octubre 2024), n. 101.
[5] Biblia de Jerusalén: Nota a Ex 12.