Iglesia libre en una sociedad libre
Quienes vivimos los tiempos de la transición pensábamos que la nueva Constitución garantizaba la posibilidad de una convivencia pacífica y tranquila entre católicos y no católicos en la nueva sociedad española. El artículo 16 de nuestra Constitución estableció las líneas generales de esta cuestión y al amparo de este artículo hemos tratado de vivir y de actuar pacíficamente durante estos años de vida democrática.
En estos últimos años parece que algunas fuerzas políticas consideran que la Constitución de 1978 es excesivamente condescendiente con la religión, en especial con la Iglesia católica. No quieren un Estado aconfesional, que respeta y favorece la libertad religiosa como parte del bien común, sin hacer suya ninguna confesión ni intervenir en la vida religiosa de los ciudadanos. Prefieren un Estado laicista, que no valora la religión como parte del bien común de los ciudadanos y por tanto trata de excluirla de la vida pública recluyéndola al ámbito de lo estrictamente privado, sin influencia en los asuntos públicos ni en el comportamiento social de los ciudadanos y de las instituciones. Entiendo que la clarificación de las relaciones de la Iglesia católica con las instituciones políticas, en España, es de primera importancia para el bienestar y la estabilidad de nuestra sociedad, bueno para los católicos y bueno para la sociedad en general.
Sin ánimo de polemizar con nadie, buscando simplemente la claridad y el mutuo entendimiento, bajo mi estricta responsabilidad personal, me parece oportuno formular de nuevo cómo entendemos los católicos la presencia y la posible influencia de la Iglesia, y de cualquier otra organización religiosa, en la vida social y pública, en un ordenamiento democrático.


1º Jesús es el hombre del Espíritu Santo. Este es el primer dato de la revelación del Nuevo Testamento. El Hijo de Dios, al hacerse hombre y vivir humanamente su personalidad de Hijo, saca al mundo el Espíritu de Dios, incorpora la humanidad, primero la suya y con ella la humanidad entera, a esa convivencia filial con el Padre en el amor y en el abrazo del Espíritu Santo. Todo, en el ser humano de Jesús está promovido y acompañado, ungido, por el Espíritu Santo de Dios.
Jesús es el revelador del Espíritu Santo. Hasta que El comienza a hablar de Dios, los hombres no sabíamos nada, o casi nada, de cómo era Dios. Jesús es el que puede hablar de Dios, porque viene de Dios. “El que es de la tierra, habla de cosas de la tierra; pero el que viene del Cielo, habla de lo que ha visto y oído” (Cf Jn 3, 31). Jesús, que viene de Dios, nos habla de que Dios es Padre, nos dice que El es el Hijo de Dios, uno con el Padre, y nos promete la venida del Espíritu Santo, en igualdad con el Padre y con El. Durante su vida, Jesús se siente llevado por el Espíritu y se nos anuncia como el difusor del Espíritu de Dios en el mundo (Cf Jn 7, 37).