Os suplicamos en nombre de Cristo...
…Dejáos reconciliar con Dios
Si miramos a nuestro alrededor con un poco de realismo, que es ejercicio de humildad y valentía, veremos que a muchos de nosotros nos cuesta trabajo confiar del todo en Dios y organizar nuestra vida de cara a la vida eterna. La mayoría de nosotros vivimos una vida ambigua y confusa, en la que intentamos combinar la fe y la comodidad, el espíritu cristiano y las concesiones al materialismo y al egoísmo. Aunque tenemos que luchar constantemente contra esta mediocridad espiritual, no nos tiene que asustar. Somos pecadores. Llevamos el pecado muy dentro de nosotros. La Biblia y las enseñanzas de la Iglesia nos hablan de una condición pecaminosa original que nos hace difícil la plena confianza en Dios y la obediencia sincera y generosa a sus mandamientos.
Pero esto no nos tiene que desanimar. Dios conoce nuestra verdadera situación, y a pesar de ello nos sigue queriendo, porque nos perdona y continúa pacientemente su obra de redención y de gracia hasta la consumación. Es más, El nos amó siendo pecadores y con su amor inmerecido nos hace posible la justificación interior y la riqueza de las buenas obras. Afortunadamente, el principio y el fundamento de nuestra salvación no están en nuestras propias obras, sino en el amor fiel y perseverante de Dios. Dios nos ama irrevocablemente. Por este amor nos tiene destinados para la vida eterna en su Hijo Jesucristo, y por este mismo amor perseverante nos perdona, nos justifica y se llega hasta nosotros para ayudarnos a alcanzar la plenitud de nuestra vida en la felicidad gloriosa de la vida eterna.
Nuestra justicia no puede ser la falsa justicia satisfecha del fariseo, sino la justicia humilde y verdadera del pecador arrepentido. Nuestra oración y nuestra fuerza está en la oración confiada del publicano humilde y penitente (Cf Lc 18, 9-14). El arrepentimiento y la confianza en el perdón son el principio y la raíz de la verdadera religión.
Sin verdadera penitencia interior y exterior no puede haber verdadera religión ni auténtica vida cristiana. Sin arrepentimiento personal de nuestros pecados, la piedad y la fe degenerarían fácilmente en orgullo y satisfacción de nosotros mismos. El anuncio del perdón y de la misericordia de Dios, unido a la exhortación a la conversión y al arrepentimiento de los pecados, es el inicio y el hilo permanente en la predicación de Jesús y parte central en el Evangelio de la gracia.
Como es verdad que el mayor bien que Dios nos ha dado es la promesa y la permanente posibilidad de la salvación eterna, también es cierto que nuestro mayor peligro es la posibilidad de la condenación como consecuencia de la obstinación en nuestro orgullo impenitente. La acción positiva de Dios siempre es una acción de misericordia y de salvación. Sólo el orgullo y el rechazo contumaz de la soberanía y del amor de Dios pueden privarnos del gran don de Dios que es el ingreso en su vida gloriosa y eterna. Esto es lo que siguiendo una enseñanza constante de Jesús y de la Iglesia, llamamos el infierno, un estado trágico de existencia perdurable sin el gozo del encuentro amoroso con la Verdad y la Belleza de Dios. La salvación es un encuentro en el amor ofrecido y aceptado. Y el amor es siempre una cuestión de libertad. Nadie puede entrar en el Cielo por la fuerza. En nuestras relaciones con Dios todo tiene que desarrollarse en el ámbito de la libertad y del amor.
El Evangelio combina admirablemente el anuncio de la misericordia de Dios y la seriedad de nuestra respuesta a su amor. Los que no se convierten ante las palabras y los signos de Cristo corren el riesgo de condenarse (Lc 11, 12). Los que no se convierten perecen sin excepción posible (Cf Lc 13, 4-5). Nadie puede esperar medidas extraordinarias (Cf Lc 16, 27-31). Cada uno debe examinarse y arrepentirse ante su propia conciencia, sin atreverse a juzgar o condenar acusar a los demás. Sólo con la ayuda de la gracia de Dios, pedida y aceptada humildemente, podremos conocer nuestros pecados y librarnos de ellos.
El amor de Dios siempre es perdón, no podría amarnos de otra manera. Jesús, que quería por encima de todo darnos a conocer el verdadero rostro de Dios, en los momentos más solemnes nos lo presentó como un Padre de misericordia, que espera impaciente la vuelta a casa de su hijo pecador y desagradecido (Cf Lc 15, 11-32). Se podrían multiplicar las citas en las que Jesús anuncia la misericordia de Dios como ofrecimiento permanente de perdón y reconciliación para todos los pecadores arrepentidos. Como anuncia también la condenación y el sufrimiento eterno para aquellos que se cierran en su pecado y en su rebeldía (Cf Lc cap.11; 13, 22-30; Mt 24, 47-51; 25, 45).
Jesús hace de la misericordia uno de los temas principales de su predicación. La anuncia y la vive como uno de los contenidos más importantes de su misión: “El Hijo del hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido". “No son los sanos sino los enfermos los que necesitan la curación". “No he venido a buscar a los justos sino a los pecadores". “Hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierte que por cien justos que perseveren". En el momento culminante de la Cruz, sus palabras son palabras de perdón y de esperanza (Cf Lc 5, 31-32; Lc 15; Lc 23, 33-49). El Señor Jesús, en todo santo, buscó a los pecadores, anunció y otorgó el perdón de los pecados a cuantos se acercaron a El con humildad y verdadero arrepentimiento (Cf. Lc 7, 47-50; 15, 7. 10. 11-31; 18, 9-14; 19, 9) En este ministerio de gracia y de perdón Jesús era revelador del Padre, revelador e instrumento primordial de la gracia de Dios sanante, perdonante y santificadora (Cf Lc 15).
En el momento culminante de la memoria de Jesús, cuando la Iglesia recuerda y renueva sacramentalmente el sacrificio de Cristo, señala expresamente el fruto primero de la muerte de Jesús: “Esta es mi sangre derramada por vosotros, para el perdón de los pecados". La muerte y la resurrección de Jesús constituyen la manifestación decisiva del amor de Dios hacia nosotros, por la muerte y la resurrección nos llegan el perdón de los pecados y la posibilidad de la vida eterna.
Y Jesús encomendó a los Apóstoles y a la Iglesia entera el anuncio y la celebración del perdón de los pecados como un elemento esencial del ministerio y de la mediación de la Iglesia (Cf Mt 26, 27; 28, 17-20; Lc 24, 44-49). Anunciar y celebrar el perdón de los pecados forma parte esencial de la gracia de Dios que la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, tiene que anunciar y celebrar (Cf II Cor 5, 16-21). Ella tiene como misión esencial anunciar constantemente y a todos los hombres la gracia de Dios, que en un mundo de pecadores se presenta siempre como una gracia que ofrece el perdón a la vez que llama a la conversión.
A veces, llevados por el deseo de atraer y de no asustar a los fieles, presentamos el amor de Dios como si fuera un amor indulgente al que no le importan nuestros pecados, que pasa por encima de ellos casi sin tenerlos en cuenta. La verdad es que el amor de Dios no es indulgente con el pecado porque el pecado es incompatible con la eficacia de sus dones en nosotros. Dios ama al pecador irrevocablemente, pero reclama siempre el abandono de los pecados. Jesús, a la vez que ofrece el perdón de los pecados, reclama la conversión y el cambio real de vida.
Podemos pensar en muchos pecados concretos, pero es importante que nos demos cuenta de que por debajo de todos ellos está el desconocimiento y la falta de amor hacia Dios. Nos cuesta trabajo situarnos ante un Dios personal, el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo del que nos habla Jesús, reconocer su centralidad, aceptar su gracia y su comunicación con nosotros, vivir en su presencia, dejarnos guiar por el Espíritu Santo en obediencia y devoción filial, poner nuestra vida en sus manos con amor y confianza, a pesar del escándalo del sufrimiento y de la muerte, como el propio Jesús (Cf Mt 26, 39; Lc 25, 46). En una palabra, nos cuesta trabajo amar de verdad a Dios por encima de todas las cosas, más que a nosotros mismos, como lo más importante y lo más bueno que podemos imaginar.
Muchas veces nos acusamos de pecados concretos, de faltas concretas contra uno u otro de los mandamientos de Dios o de la Iglesia. Está bien y así tiene que ser. Pero un examen más sincero de nuestra vida nos tiene que llevar al descubrimiento de que nuestro pecado de fondo es la falta de amor a Dios y al prójimo, la falta de reconocimiento efectivo de la bondad de Dios y de su importancia en nuestra vida, la idolatría oculta de las cosas de este mundo a las que dedicamos más tiempo y amamos más efectivamente que al Dios vivo y salvador porque nos dejamos llevar de la ilusión de que nos hacen más felices y son más importantes que Dios mismo.
Necesitamos recuperar vivamente el conocimiento religioso del pecado como olvido y menosprecio, incluso como rebeldía contra los designios y la providencia de Dios, como afincamiento en nosotros mismos, falta de amor y de humildad ante la grandeza y la bondad de Dios, falta de confianza para obedecer de verdad sus mandamientos en vez de cerrarnos y endurecernos en nosotros mismos.
Con el mandamiento del amor al prójimo nos ocurre algo semejante. Lo aceptamos para aplicarlo en el círculo reducido de nuestros familiares y amigos. Quizás somos capaces de no hacer mal a los demás, pero difícilmente llegamos a querer para los demás lo que queremos para nosotros mismos, a medirlos con la misma medida de amor y comprensión con que nosotros queremos ser medidos, a ofrecer el perdón y la reconciliación a quienes nos han ofendido (Cf Lc 6, 34-36).
La verdadera penitencia nace en nuestro corazón cuando nos comparamos con la santidad de Jesús, cuando nos medimos con lo que El ha descrito como conducta propia de sus discípulos, cuando nos miramos en El con amor. “Amad a vuestros enemigos. Haced el bien a quienes os odian. Bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os maltratan” “Sed misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre del Cielo”. (Lc 6, 27-28)? De este pecado profundo que es la falta del amor sobrenatural a Dios y al prójimo, nacen fácilmente otros muchos pecados concretos. Cuando nuestros corazones no están interiormente renovados y justificados por la acción del Espíritu Santo y la presencia del amor sobrenatural de Dios y del prójimo, esta falta de amor y de piedad efectiva se concreta y se manifiesta en otros muchos pecados de acción y de omisión que los mandamientos de Dios y de la Iglesia se encargan de revelar y poner de manifiesto.
Podemos preguntarnos en qué consisten nuestros pecados más frecuentes. Cada uno podrá responder según su propia conciencia. Pero en estos momentos hay algunas tendencias comunes que nos amenazan a todos:
. dejarnos conformar por las tendencias y los gustos de este mundo;
. ambicionar y necesitar demasiados bienes, demasiadas diversiones;
. rechazar a las personas que no nos caen bien;
. juzgar severamente a los demás, a la vez que siempre tenemos explicaciones para justificar nuestros propios defectos;
. propagar rumores en los que queda mal la fama de otras personas;
. vivir centrados en nosotros mismos, en nuestro propio bienestar;
. desentendernos de los sufrimientos y de las necesidades de los demás, de los pobres, de los enfermos, de los más débiles, de los que no podemos esperar nada;
. no compadecernos de los que no creen en Dios, de los que buscan y no encuentran la verdad o la esperanza;
. dejar con facilidad nuestras obligaciones religiosas, la oración personal, la Misa dominical, el testimonio de fe en la vida familiar y social;
. descuidar las exigencias de la caridad en la vida familiar, faltando a las obligaciones de fidelidad, indisolubilidad, fecundidad generosa.
. faltar a la justicia en la vida profesional y laboral, con engaños, abusos, actuaciones o exigencias injustificadas.
. juzgar a las personas sin misericordia, fomentar las divisiones y los enfrentamientos, mantener odios o discriminaciones;
. desentendernos de nuestras responsabilidades para evitarnos disgustos, críticas, preocupaciones.
En una palabra: no vivir como corresponde de verdad a un hijo del Dios de la salvación, a un discípulo del Jesús manso y humilde de corazón, a un ciudadano del Cielo santificado ya por las primicias del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, no tener el amor de Dios y del prójimo como norma efectiva y permanente de nuestras acciones y de nuestra vida entera, desde los pensamientos hasta las obras externas.
Termino con la hermosa cita de San Pablo con la que he comenzado: “El amor de Cristo nos impulsa a pensar que si uno ha muerto por todos, todos hemos muerto de alguna manera. El ha muerto por todos para que los que estamos vivos no vivamos ya para nosotros, sino para Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros. De modo que nosotros ya no conocemos a nadie según la carne, y si hemos conocido a alguien según la carne, ahora no lo conocemos ya así. Pues si uno está en Cristo, es una creatura nueva. Las cosas viejas han pasado. Ahora todo es nuevo. Y todo esto viene de Dios que nos ha reconciliado con El por medio de Cristo y nos ha confiado a nosotros el ministerio de la reconciliación. Ha sido el mismo Dios quien ha reconciliado el mundo entero consigo en Cristo, no cargando más a los hombres con sus culpas y entregándonos a nosotros la palabra de la reconciliación. Nosotros hacemos de embajadores de Cristo como si Dios mismo os exhortase por medio de nosotros. Os suplicamos en nombre de Cristo: dejáos reconciliar con Dios. A Aquel que no conoció el pecado, Dios lo trató como si fuera pecado a favor nuestro, para que por medio de El nosotros pudiéramos llegar a ser justicia de Dios” (II Cor 5, 14-21).
10 comentarios
Hace falta que seamos conscientes de los pecados, estoy muy de acuerdo, porque si no lo somos, ¿cómo vamos a tratar a Dios? No será el Dios de las Escrituras, no será el Dios de la Alianza, ni Dios misericordioso, acabará desfigurado, sin rostro, en una especie de neblina que impida acercarse a Él como es.
Saludos fraternos D. Fernando.
Interesante la reflexión de Silveri sobre la frase de Jesús "no he venido a sanar a los justos sino a los pecadores" en Lucas 5, 29-30
Es cierto que hay justos, y es cierto que Jesús ha venido a salvarnos a todos, porque todos lo necesitamos, porque todos somos pecadores. Y aquí está la clave. Jesús, para salvarnos, necesita que nos reconozcamos pecadores, que acudamos a El con humildad y confianza, que aceptemos su ayuda, que nos hagamos como niños débiles y necesitados. Los que se creen justos, siendo pecadores como son, esos se quedan solos con sus pecados, con su orgullo, con su falsa autosuficiencia. El ha venido a salvar a quienes reconocen con humildad su condición de pecadores y le aceptan como Salvador. Donde no hay esa fe ni esa humildad, Jesús no puede actuar como Salvador. Jesús mantuvo una dura dialéctica con los oficialmente justos, que no querían y no quisieron aceptarle como salvador, y no aceptaron nunca la doctrina de Jesús según la cual la salvación y el perdón de los pecados nos vienen gratuitamente por la gracia de Dios, por amor poderoso de Dios, cuando recibimos el perdón con humildad y verdad. Esto es lo que quiere decir con su hermosa parábola del fariseo y el publicano. (Lucas, 18, 9).
La teología es teocéntrica, nunca antropocéntrica. El centro nunca es el hombre, siempre es Dios.
Que no se confundan los medios con el fin. Dios siendo espíritu invisible, se comunica por medio de antropomorfismos, es decir, características humanas, lenguaje figurado, pero no fábula.
Una correcta teología allana el camino a una antropología eficaz. El hombre es Aphar, el que sale de la tierra. El hombre recibe no la sangre de Dios, sino su aliento. Es terrenal y trascendente. No animal, tampoco divino , es humano.
La caída lo frustró todo. La palabra paraíso significa jardín. Romper los límites es volver al caos, dejar de ser persona, hacerse puramente terrenal. No se le dió acceso al árbol de la ciencia, si al de la vida. El comer del fruto del conocimiento es la experiencia de la autonomía. Parafraseando."El día que te independices, morirás". Así entendemos la parábola del hijo pródigo: " Mi hijo estaba muerto"
Obedecer significa: "oír su voz". Los mandamientos son expresiones de amor. El objetivo del evangelismo-un mandamiento- es hacer familia. La fe es personal, no personalista; individual, no individualista.
Dios crea al hombre, un igual que también es distinto, de ahí su dignidad y libertad.
Para muchos la Caída fue de tipo moral, no afectó la estructura del hombre. Se llama pelagianismo.
El evangelismo del Aquí y Ahora, no conduce a una ecología espiritual, más bien a una dispersión de objetivos estratégicos y vitales.
Es deprimente saber que tengo compatriotas tan cobardes como para justificar la alevosía que conlleva el ASESINATO de menores.
Igual que la ley de la gravedad no se puede cambiar por mayorías parlamentarias, donde hay un ser humano es imposible negar su existencia por igual mayoría parlamentaria. Cuando los parlamentarios que defienden este GENOCIDIO SILENCIOSO estén cerca de la muerte, habrán de saber que sobre sus espaldas pesan miles de VIDAS SESGADAS por la avaricia y codicia socialista. Millones de mujeres que han matado, se han arrepentido amarga y desconsoladamente cuando más tarde han sido conscientes del CRÍMEN al que el MOVIMIENTO NECRÓFILO le ha achuchado a cometer.
El PARTIDO NECRÓFILO en el Gobierno nos quiere vender la moto de que MATAR es un derecho. Un derecho de la mujer. MATAR no es un derecho, sea cual sea la edad de la VÍCTIMA.
Es lamentable que sea considerado una “conquista social” el hecho de despenalizar el ASESINATO por cuestión de la edad de la víctima. ¿La próxima “conquista social” cual será, despenalizar el asesinato de los mayores de 60 porque no son 100% productivos?.
Esto es PROGRESAR, con todas sus letras.
Esto es lo que nos prometían con su IMPLEMENTACIÓN DEL SOCIALISMO.
Este es el preámbulo de la decadencia y de la Camboya socialista:
MATAR, MATAR, MATAR, MATAR, MATAR (y la tentativa de ASESINATO SILENCIOSO MASIVO es tan burda que ni la contínua PERVERSIÓN DEL LENGUAJE de la que la RELIGIÓN NECRÓFILA hace gala puede esconder esta vez sus crueles e intrínsecas intenciones).
Y es que es necesario alzar la voz por aquellos que por circunstancias de la vida, aún no pueden dejarse oir, y que tal vez nunca les dejen ver la luz del sol, pese a que ya han nacido a la vida.
Incluso a la PROFETA DE LA MUERTE, la señora ministra Bibiana Aído, le deseo lo mejor, y me partiría la cara porque a ella nunca la hubiesen podido MATAR mientras estaba estaba ya viva en la barriguita de su madre. Igual que ella, todos los que vienen por detrás también tienen el DERECHO A VIVIR!!!!
Me gustaría ver a zETAp diciéndoles a las 2 hermosísimas criaturas que tiene por hijas, que no le importaría haberlas ELIMINADO mientras, ya vivas, y en una situación de especial indefensión, esperaban a salir del vientre de su mamá, para contemplar la luz del sol.
Una vez más, se pone en evidencia la máxima antihumanista:
¡¡¡SOCIALISMO O MUERTE, VALGA LA REDUNDANCIA!!!
A veces también somos egocéntricos, si a mi me parece bien, si yo siento que debo hacerlo, si yo me siento bien conmigo mismo etc. una pena pero es lo que hay
Me parece más que excelente la relación de pecados que señala y de los que deberíamos examinarnos a fondo. La confesión frecuente también debería ser redescubierta. No soy una " monja " - me sentiría muy honrada si lo fuera - sino una cristiana que ha redescubierto hace años la frecuencia bienhechora de este sacramento y doy mi testimonio.
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