El Santo Nombre de Dios
Queridos lectores, en este artículo deseo referirme al Santo Nombre de Dios, por cuanto tiene todo que ver con el amor, la adoración y el respeto que debemos tributar a Dios. Hace unos días, escribía yo, en dos artículos, acerca del inmenso amor que Dios nos tiene. Pues bien, es nuestro deber corresponder, con todo nuestro ser y todas nuestras fuerzas, al amor de Dios y es un gran gozo hacerlo, además. Y podemos hacerlo, por medio del Espíritu Santo que habita en toda alma que se encuentra en Gracia de Dios. Así pues, una de las formas más importantes de amar a Dios consiste en emplear Su Santo Nombre, siempre, con sentimientos de adoración, de amor y de profundo respeto. Porque el Nombre de Dios no es, ni mucho menos cualquier cosa, ni se debe emplear como si lo fuera.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “el don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad” (nº 2143). Añadiendo, además, lo siguiente:
El nombre expresa la esencia, la identidad de la persona y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una fuerza anónima. Comunicar su nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, comunicarse a sí mismo haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de ser invocado personalmente (nº 203)
Pueden ustedes figurarse, pues, lo serio que es referirse al orden de la confidencia y la intimidad del Creador del Universo. La Sagrada Escritura está llena de alabanzas al Nombre de Dios, como no puede ser menos. Y Dios mismo, además, escogió un momento muy concreto para revelar Su Nombre de forma muy especial. El Señor, respondiendo a una pregunta de Moisés (sin duda, inspirado por Dios al hacerla), que se hallaba ante la zarza ardiente, reveló su Santo Nombre: “YO SOY EL QUE SOY”. Dios es el Ser mismo, lo cual significa que existe desde toda la eternidad y nunca le ha hecho falta que nadie le llame a la existencia, al contrario que nosotros, que somos criaturas. Como dijo San Pablo, “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28); lo cual significa que, si Dios dejara de desear, aunque fuera solo por un momento, que existiéramos, si dejara de amarnos por un segundo, dejaríamos de existir. Vamos, como para no referirnos a Él con el máximo de los respetos…
Así pues, Dios mismo nos enseña y nos manda, con pleno derecho en cuanto Creador y Redentor nuestro que es, que nos refiramos a Él con la veneración y el respeto debidos. No solo nos lo manda porque sea de absoluta justicia, sino, también, porque es lo mejor para nosotros, para nuestra santificación. Entre los Diez Mandamientos de la Ley de Dios, los tres primeros se refieren a Dios y a lo que atañe, de forma directa a Él; y, así, el Segundo de ellos nos ordena no tomar el Nombre de Dios en vano. No se trata, únicamente, de no denigrar el Santo Nombre de Dios, de no insultar a Dios. Se trata, además, de no referirse a Dios de forma neciamente despreocupada, como si el Nombre de Dios fuera algo sin importancia. Haremos muy bien en evitar todo esto cuanto podamos. Conviene recordar, asimismo, que el Santo Temor de Dios es uno de los dones del Espíritu Santo y ese Santo Temor debe manifestarse, absolutamente, en este terreno. Esta cuestión es tan importante que la primera petición del Padrenuestro consiste, precisamente, en desear y rogar que el Nombre de Dios sea santificado. Al rezar el Padrenuestro, se pide esto antes que cualquier otra cosa. No me parece ninguna casualidad.
Pese a todo lo anterior, sucede, no obstante, que en la España actual resulta imposible no percibir la grave degradación experimentada por una parte importante del pueblo español en relación a este asunto. No sé cómo estarán las cosas en Hispanoamérica (espero que mejor, Dios lo quiera), pero en España, desde hace unos años, resulta cada vez más frecuente oír a personas aludiendo a Dios y a las cosas de Dios de forma irreverente, o bien francamente irrespetuosa, cuando no repugnantemente blasfema. Así, se emplean expresiones del tipo “ni Dios”, “como Dios”, “todo Cristo”, “todo Dios”… Las escribo porque dudo que alguien, a estar alturas, no haya oído expresiones de este tipo y lo hago con exclusivo ánimo de poner de manifiesto su malicia. Porque estas expresiones no son, en absoluto, inocuas. Y diré más: A veces, algunas de ellas las he oído usar a personas que dicen ser católicas. No me entiendan mal, hay muchos católicos que, gracias a Dios, no se expresan en esos términos vergonzosos. Pero los hay que sí lo hacen. Pues bien, si esas personas piensan que no pasa nada por hablar así, se equivocan: Sí pasa. Tomar el Nombre de Dios y el de Su Hijo Jesucristo en vano es un pecado. Y lo mismo sucede, respecto a la Santísima Virgen, a los Santos y a la Iglesia. Por si alguien tiene dudas, cito, de nuevo, el Catecismo de la Iglesia Católica: “Las palabras mal sonantes que emplean el nombre de Dios sin intención de blasfemar son una falta de respeto hacia el Señor” (nº 2149). No me invento nada.
Y, ¿Qué decir del uso irreverente, tan horrorosamente extendido en nuestros días, de la palabra “Hostia”? La Sagrada Hostia no es cualquier cosa. Esa palabra se refiere a la Eucaristía, esto es, a la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en la Sagrada Forma, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, para mayor Gloria de Dios y por amor – infinito – a nosotros. De ninguna manera debe utilizarse esa palabra del modo tan vanal e irrespetuoso con que se emplea por tanta gente en nuestros días. Resulta, además, muy llamativo cómo cunde el mal ejemplo, en cuanto a las malas formas de hablar. Hace veinte o treinta años, en España no se hacía referencia a Dios y a cuanto atañe al Señor del modo que mucha gente emplea hoy. En esto, desde luego, tienen no poco que ver los medios de comunicación y eso que llaman “el mundo de la cultura”, que, en España, no se cansa de dar muestras de ser un estercolero infecto. Así, en el doblaje de las películas al español se están incluyendo este tipo de irreverencias, absolutamente contrarias a la fe católica y al respeto y veneración debidos a Dios. Y no se hace por casualidad. Estoy convencida de que hay malas voluntades detrás de esta repugnante y patética realidad.
Finalmente, hay una forma de expresión que, tal como en cierta ocasión manifestó el Arzobispado de Madrid (bajo el Pontificado del cardenal Rouco), constituye “la expresión más abrupta de la blasfemia” y que no voy a reproducir aquí. Muy lamentablemente, la vengo oyendo, también, cada vez más. Déjenme que les diga que, blasfemando de ese modo, tengo por cierto que de ningún modo se puede entrar en el Cielo. Me parece imposible que una persona pueda salvarse hablando en tales términos. Como leí, en cierta ocasión, la blasfemia es un pecado más propio de demonios que de hombres. En el Infierno, se blasfema continuamente, pues allí no hay amor en absoluto, sino tan solo odio: A Dios, a los demás y a uno mismo; “al que tiene, se le dará más y abundará, y al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene” (Mt 13, 12).
En medio de todo esto, no deja de resultar curioso que personas que no creen en Dios y que, desde luego, no le aman, se expresen aludiendo a Dios de forma irreverente o directamente blasfema. Si no creen en Dios, ¿Por qué le nombran? ¿No sería más lógico que no se refirieran al Señor de ningún modo?
En mi opinión, esas personas se refieren a Dios de tales modos, precisamente, porque no creen en Él. Y, desde luego, porque no le aman. En esto juega, también, la inclinación del hombre al mal, tras el pecado original y el llamado por San Pablo “misterio de iniquidad” (2 Tesalonicenses 2, 7); en conjunción, por supuesto, con la estupidez humana, extendida, cada vez más, como una plaga hedionda. No en vano afirma la Escritura que “el número de los necios es infinito” (Eclesiastés 1, 15). Y lo peor es que muchos ni se dan cuenta de esta tristísima situación.
Existen otros pecados contra el Segundo Mandamiento, como, por ejemplo, el perjurio. Un pecado también muy grave, al que parece que tampoco se le da, apenas, importancia. Al menos, en España. Craso error. En todo caso, en el Catecismo de la Iglesia Católica se encuentran muy bien explicados los pecados contra dicho Santo Mandamiento. Hoy he querido poner de manifiesto los que percibo como más extendidos, aunque les animo a consultar el Catecismo, sobre este y otros temas.
Queridos lectores, procuremos siempre, siempre, referirnos a Dios, a Jesucristo, a la Sagrada Eucaristía, a la Virgen Santa María, a los Santos y a la Iglesia con todo el amor, respeto y veneración que podamos. No quitemos importancia a lo que sí la tiene. Evitemos toda expresión, no ya solo blasfema, sino mínimamente irreverente o vanal respecto a Dios y sus asuntos. Toda prudencia, en este terreno, es poca. Estamos hablando de cosas muy, muy grandes y santas. Sobre todo, no olvidemos que coger un mal hábito es, con frecuencia, fácil; pero quitárselo ya no lo es tanto… Recordemos que, como dice la Sagrada Biblia, “el temor de Dios es el principio de la sabiduría” (Proverbios 9:10). Y la Sabiduría es otro de los siete dones del Espíritu Santo, que nos permite gozar de las cosas de Dios. Si queremos amar de verdad a Dios y disfrutar de su intimidad, empecemos por ejercitar un Santo Temor hacia Él y, sobre todo, seamos muy humildes. La humildad nos ayudará a referirnos siempre a Dios con el amor, respeto y veneración debidos y, también, a dar a Su Santo Nombre la gloria que merece y que, con toda justicia, le debemos. Así sea.
PD. No crean, queridos lectores, que se me han pasado por alto otras formas de blasfemia repugnantes, que, de vez en cuando y cada vez con más frecuencia, se producen de forma pública y notoria, con notable malicia y para horror de todo buen católico que merezca llamarse así. Las abordaremos en el próximo post.
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