La suma importancia de los Novísimos
Queridos lectores, habiendo escrito sobre el infinito amor que Dios nos tiene, conviene ahora dedicar un artículo a otro asunto también de suma importancia, esto es, a las verdades de nuestra fe reveladas por Dios en relación a lo que puede suceder con las almas de las personas tras la muerte. Nótese que me refiero a las almas de las personas; de todas, sean católicas o no y, por tanto, crean o no en la enseñanza de la Iglesia Católica sobre los Novísimos. También procede recordar que un católico, sea el que fuere, debe profesar la fe católica íntegra e inviolada y, por tanto, debe creer lo que la Iglesia siempre ha enseñado sobre esta materia, sin mutilaciones, ni deformaciones. Se deben creer las verdades de fe que resultan agradables y, también, las que no lo son tanto, en bien de nuestras almas.
¿Y por qué procede escribir sobre esta cuestión? Pues porque, hasta donde yo sé, en nuestra época y desde hace años, en general, se trata muy poco esta cuestión en la vida de la Iglesia Católica (en InfoCatólica, no obstante, son varios los blogueros que sí han tratado este tema con la seriedad y profundidad que merece, lo cual es muy de agradecer). Las verdades de fe sobre el juicio particular al que habremos de someternos tras nuestra muerte, el Cielo, el Infierno y el Purgatorio no han sido abrogadas – no pueden serlo – por la Iglesia. Sin embargo, resulta estremecedor que no se predique, ni se escriba sobre estas cuestiones, dada su extrema gravedad. En mi opinión, guardar silencio sobre los Novísimos no supone una actitud misericordiosa, sino todo lo contrario. Si cualquiera de nosotros corriéramos un gravísimo peligro, en el cual nos jugásemos, por ejemplo, la vida, querríamos ser avisados, a fin de intentar ponernos a salvo. Pues bien, en lo que a los Novísimos se refiere, no es que las personas nos juguemos tan solo esta vida caduca; es que nos jugamos nuestro destino eterno, esto es, sin fin y para siempre.
Pues bien, siendo esto así, en primer lugar, procede recordar que, como todo el mundo sabe, los seres humanos vamos a morir. No es que vayamos a morir solo los católicos, es que vamos a morirnos todos. E inmediatamente después de morir, todos, católicos o no, compareceremos ante el Tribunal de Dios para ser juzgados desde la perspectiva de las enseñanzas y los mandatos de Nuestro Señor Jesucristo, con especial mención de los Diez Mandamientos de la Ley de Dios, interpretados a la luz del Magisterio de la Iglesia Católica. Entiéndase bien: Seremos juzgados a la luz de las enseñanzas de Cristo y no de ninguna otra persona. Ninguna otra, por mucho que haya habido quienes, en el pasado, hayan fundado otras religiones, antes o después de Cristo. Ninguna de esas personas nos va a juzgar y ellas, a su vez, en el momento de su muerte, habrán rendido cuentas de su vida ante el Dios Uno y Trino predicado por Jesucristo, como todos. Pues el Hijo de Dios solo es Uno, el mismo ayer, hoy y siempre, de forma que “ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos” (Hechos 4, 12) y no hay ningún otro que, como Jesucristo, pueda decir: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18).
¿Y cómo se ha de llegar a dicho juicio particular tras la muerte? Muy sencillo: En Gracia de Dios. Gracia que obtenemos por medio del Sacramento del Bautismo y que podemos perder después, si cometemos un pecado mortal; en cuyo triste y dramático caso, habremos de procurar recuperar la Gracia santificante cuanto antes, por medio del Sacramento de la Penitencia. Así pues, una vez que hayamos comparecido ante el Tribunal de Dios, el Señor, de forma inmediata, nos juzgará, sin apelación posible. Su juicio será perfecto, enteramente justo y entonces Él “dará a cada uno según sus obras” (Mt 16, 27-28). Lo que puede suceder entonces conviene recordarlo. Existen dos únicos destinos eternos posibles tras la muerte: El Cielo y el Infierno. Y existe, también, un destino temporal, el Purgatorio, que ayuda a alcanzar el Paraíso a las almas que, muriendo en Gracia de Dios, sin embargo, no se hallan en un estado de perfección suficiente como para poder entrar inmediatamente a gozar de la visión de Dios, cara a cara, en el Cielo.
Acerca del Cielo, una de las mejores definiciones que yo he conocido y, desde luego, la que más me ha impresionado, es la que proporciona San Pablo, en su Primera Carta a los Corintios: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente de hombre alguno lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor 2, 9). La mejor definición del Cielo es… que es indefinible, paradójicamente. No obstante, sabemos que, en el Cielo, la unión con Dios de cada alma será perfecta. Cada Santo, en el Cielo, contemplará a Dios cara a cara y su alma llegará al culmen de toda la felicidad y amor a Dios que pueda abarcar. Asimismo, en el Cielo, la Voluntad de Dios se cumple de manera perfecta y esta es, precisamente, la fuente de mayor dicha de los Santos en el Paraíso; pues allí, los Santos, al amar a Dios plenamente, desean que Dios goce y reciba la máxima gloria y, al tiempo, ven dicho deseo plenamente cumplido, lo que les hace inmensamente felices. Así lo enseña San Alfonso María de Ligorio, en una maravilla de libro llamado “Práctica del amor a Jesucristo”, cuya lectura recomiendo a todo el mundo. Sería maravilloso que se hablara del Cielo a la gente con frecuencia. A los católicos y a los que no lo son. Sin embargo, como decía antes, hasta donde yo sé, apenas se hace. Tristemente.
Por su parte, el Purgatorio, como indicaba más arriba, ayuda a las almas que mueren en Gracia, pero sin poder ir inmediatamente al Cielo, a alcanzarlo. Para que las almas se purifiquen, resulta necesario que sufran; pues el sufrimiento nos purifica de nuestros pecados, al aumentar el mérito del alma. Y el sufrimiento que se padece en el Purgatorio, queridos lectores, no es ninguna broma. Dependiendo de la gravedad de las imperfecciones que los pecados – mortales y perdonados por Dios en vida de la persona o bien veniales – hayan dejado en el alma, mayor o menor será el padecimiento de la persona en el Purgatorio y su duración. Por eso, me parece dramático que, en nuestra época, en no pocos funerales se dé por sentado que el difunto se ha salvado y está en el Cielo. Llegar al Cielo no es fácil, como explica Nuestro Señor, en el Evangelio, hablando, por ejemplo, de la senda estrecha, la puerta angosta y señalando que el Reino de los Cielos se obtiene a viva fuerza y que son los esforzados quienes lo arrebatan. Comprendo que, en los funerales, se desee consolar a la familia y aliviar su preocupación por el destino eterno del pariente difunto. No obstante, con franqueza: No se hace ningún favor a los muertos al dar por sentado que han entrado inmediatamente en el Cielo, tras su fallecimiento. Lo que se ha de hacer es rezar por ellos, poniendo sus almas en manos de Dios y de su Madre Santísima e implorando la Misericordia infinita del Señor para con la persona fallecida. Al menos, eso es lo que yo deseo que se haga por mí cuando mi muerte tenga lugar, en el momento que Dios tiene determinado (es muy recomendable, sobre todo, que se ofrezca la Santa Misa por el difunto y, además, varias veces). Y soy muy consciente de que el Purgatorio es una muestra más de la bondad y amor de Dios, pues es gracias al Purgatorio que muchas almas podrán entrar, algún día, en el Cielo.
Finalmente, el otro destino eterno ya mencionado es el Infierno. Jesucristo predicó con frecuencia acerca de él, con imágenes impactantes: Fuego que no se apaga, llanto y rechinar de dientes, el gusano que no muere, las tinieblas exteriores… Unas terribles imágenes que varios Santos han corroborado, a través de las visiones que del Infierno tuvieron, en vida (testimoniando, así, no solo que el Infierno existe, sino que, además, no está vacío): Santa Teresa de Jesús, San Juan Bosco y los Santos Pastorcitos de Fátima, por citar tres ejemplos. Permítanme que sea muy franca de nuevo: No predicar sobre el Infierno, no avisar a la gente acerca de tan espantosa posibilidad me atrevo a decir que supone un error pastoral de primerísimo orden por parte de aquellos Ministros de la Iglesia que así proceden y que, en nuestro tiempo, lamentablemente son muchos; y, peor aún, conlleva mutilar gravemente el Evangelio. Pues, tal como rezamos en el Credo, Jesucristo bajó del Cielo, se hizo hombre y sufrió su terrible Pasión y Muerte precisamente para salvarnos, esto es, para librarnos a todos del Infierno y llevarnos al Cielo. No es de extrañar, pues, que el Señor, movido por su inmenso amor hacia nosotros, predicara sobre el Infierno con frecuencia. Mas el Señor no nos va a obligar a salvarnos, queridos lectores; ya lo expresó, magistralmente, San Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Debemos, pues colaborar con la Gracia de Dios, para alcanzar nuestra salvación.
Me atrevo, finalmente, a dirigir una súplica filial a los Ministros de la Iglesia: Queridos Pastores de la Iglesia, ¡Tengan, se lo ruego, piedad de las almas y prediquen con frecuencia sobre los Novísimos…! Se trata de una de las mayores muestras de misericordia hacia la gente con que Ustedes pueden proceder. La salvación de las almas es el gran deseo que consume el Corazón Sacratísimo de Nuestro Señor Jesucristo y dicha salvación se procura a las almas por medio de los Sacramentos, sí, pero también diciendo la verdad a las personas, sea fácil o difícil de oír. Tal es la gran misión de la Santa Iglesia Católica: La salvación y santificación de las almas, de forma que lleguen a unirse con Dios en el Cielo.
Que Dios nos ayude a todos a dar testimonio de la Verdad ante el mundo. De toda la Verdad que se nos ha revelado en Jesucristo. Dios lo quiera.
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