La extrema bondad de Dios (I)

Queridos lectores, en mi artículo anterior sobre la Filiación Divina de Jesús, afirmaba yo que Cristo tiene derecho a ser amado, adorado y servido por todos los hombres y todas las naciones por ser Quien es y por todo lo que ha hecho por nosotros. Ahora bien, ¿Sabemos de verdad todo lo que Cristo ha hecho por nosotros?

Pues verán, yo soy de la opinión de que sabemos, al menos, parte de lo que el Señor ha hecho por nosotros. No obstante, también creo que no lo sabemos todo; y que lo que conocemos no lo conocemos en toda su profundidad. Siempre podemos aprender aspectos nuevos sobre esta cuestión, ya que el amor de Cristo, como Dios que es, es infinito. Sin duda, será en el Cielo donde – si llegamos allí y tengo esperanza en que así sea – podremos contemplar y gozar el amor de Dios a un nivel que en la Tierra nos resulta imposible. No obstante, ya en esta vida, Cristo quiere que sepamos que nos ama muchísimo, infinitamente; lo cual es lógico, pues a todos nos pasa que, cuando queremos mucho a alguien, queremos que esa persona lo sepa y deseamos correspondencia. Al Señor le sucede lo mismo (no en vano hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios). Por eso, es muy bueno contemplar la vida de Cristo, para profundizar, entre otros, en este aspecto; y, por ende, en el amor infinito de Dios, Uno y Trino.

Suelen hacerse, sin embargo, dos objeciones, injustas a más no poder, a la verdad del gran amor que Dios nos tiene: por un lado, la existencia del mal; por otro, la realidad del Infierno, del cual apenas se habla en nuestra época. No obstante, en esta ocasión, prefiero centrarme en exponer lo que el Señor ha hecho por nosotros, hasta donde yo alcanzo a ver.

Así pues, en primer lugar, Dios Uno y Trino creó el mundo, un mundo que era bueno (Gn 1, 31). No hay más que pensar en tantas maravillas que contiene nuestro mundo, incluso aun estando afectado por las consecuencias del pecado original, para entender que detrás de la Creación no sólo se encuentra una Inteligencia abrumadora, sino también, una bondad sin límites.

Dios creó, asimismo, a nuestros primero padres, Adán y Eva: Repitámoslo: Dios creó al ser humano. Sin Dios, no existiríamos. Pero, además de esto, Dios quiso que Adán y Eva convivieran con Él en el Paraíso y les otorgó unas almas en estado de santidad original y unos cuerpos que gozaban de inmortalidad y que, por tanto, no estaban sujetos al sufrimiento. Es importante resaltar este dato, porque hay quien tiende a pensar que Dios creó al hombre sujeto al dolor y a la muerte. Y de eso, nada de nada.

Por si lo anterior fuera poco, Dios otorgó, además, a nuestros primeros padres el dominio sobre la Creación. Sin embargo, el Señor quiso reservarse para Sí un dominio muy particular: El dominio sobre el orden moral y, por tanto, la capacidad y autoridad de determinar qué está bien y qué está mal. Fue este dominio el que Adán y Eva no respetaron, queriendo “ser como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gn 3, 5). Nótese que nuestros primeros padres, en ese momento, se encontraban en un estado de santidad, sin inclinación al mal y no sujetos a las debilidades de la carne, al contrario de lo que nos sucede a nosotros ahora. Es por esto que al pecado de soberbia y desobediencia que cometieron, al comer del fruto prohibido, se le llama “pecado original”; un pecado de funestísimas consecuencias, tal como Dios – que siempre “juega limpio” con el hombre – había advertido, de antemano, a Adán y Eva.

Como el pecado es algo extraordinariamente serio, efectivamente, tuvo sus consecuencias. Dios es infinitamente justo; si no lo fuera, no sería Dios. Por eso, Adán y Eva perdieron su estado de santidad, quedaron sujetos al dolor y a la muerte y fueron expulsados del Paraíso. Sin embargo, como Dios es, también, infinitamente misericordioso y conoce, además, la debilidad humana y la capacidad de los hombres de cegarse a sí mismos, no les envió inmediatamente al Infierno; ni a ellos, ni a su descendencia. Sino que les prometió un Salvador, resaltando, además, el papel que la Madre del mismo tendría en la lucha contra el mal.

¿Y Quién sería ese Salvador? Pues no un ángel, ni cualquier otra criatura; sino la mismísima Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la cual, para ello… ¡Se haría hombre…! Estamos, creo yo, tan habituados a estas verdades excelsas que muchos no nos damos bien cuenta de lo inmenso que es todo esto. Pero, además, el Salvador habría de ser hombre como nosotros en todo, excepto en el pecado; de forma que la Redención habría de tener lugar, precisamente, por medio de las consecuencias del pecado original. Así, el Salvador habría de padecer y “padecer mucho” (Mc 8, 27); y, además, morir y no de cualquier manera. Y todo esto, ¿Por qué tuvo que ser así? Pues porque, como dice el Catecismo antiguo, el Hijo de Dios quiso, de tal modo, “manifestarnos su amor y mostrarnos la malicia del pecado”; y también lo hizo así para mostrar su amor infinito a Dios Padre: “Conviene que el mundo conozca que Yo amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago” (Jn 14, 31).

Jesucristo, por tanto, vino al mundo a cumplir la Voluntad de Dios Padre, Quien ama tanto al mundo “que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Desde luego, no puede decirse que Dios, Uno y Trino, se reservara absolutamente nada, a la hora de salvar al género humano, de forma que los hombres llevemos una vida santa y, finalmente, regresemos al Paraíso junto a Dios.

Así, pues, Dios quiso que la venida al mundo de su amado Hijo tuviera lugar en el seno de un pueblo, el pueblo de Israel, al que Dios fue preparando para ello, a lo largo de muchos años, por medio de santos patriarcas, jueces, profetas y reyes (aunque no pocos reyes, lamentablemente, desobedecieron a Dios con frecuencia) y revelándole los Diez Mandamientos de su Ley. Y, cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envío al Mesías prometido a Israel, esto es, al Redentor anunciado a Adán y Eva: Nuestro Señor Jesucristo.

La vida de Nuestro Señor, desde luego, no fue una vida nada fácil. Siendo Dios, pudo haber llevado una vida plena de riquezas y comodidades, si hubiera querido. Pero Cristo es amor infinito y sabe que “nadie tiene amor más grande que aquél que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Por cada uno de nosotros. Desde luego, está claro que amar en el dolor tiene bastante más mérito que amar en el gozo. Y como Jesucristo nos ama “hasta el extremo” (Jn 13, 1), ha querido demostrárnoslo de todas las formas que ha podido, manifestando, además de un amor inmenso, una humildad y una capacidad de entrega de Sí mismo verdaderamente asombrosas. Veámoslo, hasta donde yo soy capaz de mostrarlo:

En primer lugar, Jesús no quiso nacer en una casa o en uno de nuestros hospitales modernos, etc., sino en unas condiciones de extrema pobreza: Nació en una cueva (literalmente; la cueva puede visitarse en la basílica de la Natividad de Belén; yo he tenido el gozo y el privilegio de hacerlo y les aseguro que me impresionó la humildad del lugar) y fue recostado en un pesebre, esto es, en una “especie de cajón donde comen las bestias”, tal como lo define la Real Academia de la Lengua. Siendo Dios, oigan. Ahí es nada. A los pocos días de nacer, Cristo fue circuncidado, como se había de hacer con todos los varones de Israel y, después, tras la visita de los Magos de Oriente, la Sagrada Familia tuvo que huir a un país extranjero, Egipto, para evitar que el Niño fuera asesinado por un rey perverso y cruel (digno antecesor, por cierto, de los abortistas de nuestro tiempo, aunque el número de inocentes, actualmente, es mucho mayor que el número de niños asesinados por Herodes). Jesucristo, pues, quiso llevar una vida oculta y discreta, tanto en Egipto, como después, cuando la Sagrada Familia regresó a Israel y se instaló en Nazaret. Allí, compartió, sin duda, las alegrías y dificultades de la labor de su padre adoptivo, San José, quien era carpintero. Jesús, pues, dedicó buena parte de su vida en la Tierra a una labor digna y, al tiempo, humilde que, sin duda, realizó con sumo amor y perfección. El Evangelio señala, además, que el Señor, durante su infancia, estaba “sujeto” a obediencia a la Virgen María y San José.

Más tarde, al comienzo de su vida pública, el Señor quiso ser bautizado, aunque no lo necesitaba en absoluto; lo cual constituyó una prueba más de su profundísima humildad. Y quiso hacer penitencia durante cuarenta días, sufriendo, después, las tentaciones del diablo. Después, comenzó a predicar anunciando el Reino de Dios y llamando a los pecadores a la conversión. Con un estilo, a la hora de predicar, que causaba asombro, por su autoridad e inteligencia: “Jamás hombre alguno habló como este hombre” (Jn 7, 46). Y Jesús mismo dejó constancia de la inmensa suerte que tuvieron quienes le oyeron entonces y quienes hemos conocido su Palabra, después: “muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron” (Lc 10, 24). Eso sí, la misión de Cristo durante su Vida Pública, desde luego, fue nada fácil. El Señor fue recorriendo Israel, a pie, hasta donde yo sé. Y el Evangelio, en diversas ocasiones, deja constancia de que le asediaban muchedumbres; dedicaba mucho tiempo a la predicación, a la curación de enfermos y a la expulsión de demonios. Tanto que, a veces, “no tenían tiempo ni para comer” (Mc 6, 31) y, aunque en ocasiones, se retiraba con sus discípulos a un lugar tranquilo, las multitudes le buscaban, allá donde fuese. El Señor las atendía siempre, porque sentía compasión de ellas, que andaban “como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36). Comprenderán ustedes, queridos lectores, que todo esto tenía que ser agotador. Porque, además, el Señor, muchas veces, llegada la noche, se daba a la oración, durante horas. Desde luego, no dudo que Cristo debió gozar de gran fortaleza física, aun siendo joven. Si no, no sé cómo aguantó tanto.

Añádase a lo anterior la enorme paciencia que el Señor tuvo que tener ante actitudes de falta de fe (como, por ejemplo, de sus paisanos de Nazaret quienes, incluso, quisieron arrojarlo por un barranco), ingratitudes (recordemos el episodio de los diez leprosos, por ejemplo), de abandono (como hicieron muchos discípulos suyos, tras el discurso sobre la Eucaristía) y el comportamiento vil y perverso de los escribas y fariseos, quienes llegaron a decir que hacía milagros con el poder del demonio y se esforzaban, repetidamente, por intentar coger al Señor “en un renuncio”; siempre sin conseguirlo, claro está.

En el siguiente artículo, continuaremos contemplando lo que el Señor ha hecho y ha padecido, movido por su inmenso amor por nosotros, por cada uno de nosotros. 

2 comentarios

  
Lina Veracruz
Estimados lectores, dada la delicada situación que el Romano Pontífice lleva atravesando durante estos últimos días, deseo manifestar mi unión, de todo corazón, a la oraciones por Su Santidad, por su salud de alma y cuerpo. Hágase la Santísima Voluntad de Dios, siempre y en todo.
26/02/25 9:18 PM
  
Numeral 83 catecismo = cómo ser Tradicionalista para Cristo
Bien dicho!

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L.V.: Gracias :)
26/02/25 9:34 PM

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