Jesucristo, Hijo de Dios

Estimados lectores, como les comentaba en mi anterior post, comenzamos la andadura del blog con mi primer artículo, que, naturalmente, no puede estar dedicado a otro tema que no sea Nuestro Señor Jesucristo. No saben la alegría tan grande que me produce escribir en público, por vez primera, un artículo sobre Nuestro Señor; pues escribir sobre alguien a quien se ama mucho siempre es un gran gozo y Jesucristo, permítanme que se lo diga a ustedes, es toda mi vida. Les aseguro que no será la última vez que lo haga, porque las cosas buenas que se pueden decir sobre Cristo no tienen fin, es para empezar y no parar. Lo iremos haciendo.

Cierto es que podría centrarme en la Santísima Trinidad, pues Dios Padre y el Espíritu Santo reciben la misma adoración y gloria que el Hijo y nuestras almas pertenecen a Dios, Uno y Trino. No obstante, ha sido Voluntad del Padre que la Redención haya tenido lugar por medio del Hijo, a través del cual se nos revela el Padre: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por Mí” (Jn 14, 6), “El que me ha visto a Mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9). La culminación de la revelación de Dios al hombre se produce en Jesucristo y una de las misiones del Espíritu Santo es, precisamente, recordarnos todo lo que el Hijo, Verbo de Dios encarnado, nos ha dicho (Jn 14, 26). Permítanme, por tanto, que, en esta ocasión, me centre en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Sucede, además que, recientemente, el cardenal Koch, Prefecto del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, ha puesto de manifiesto que “en la Iglesia ha vuelto el espíritu de Arrio”.

La afirmación de Su Eminencia resulta, a mi juicio, tan grave como certera y me ha movido a modificar, un tanto, el enfoque que, en un inicio, iba a darle a mi artículo. Tenía pensado escribir sobre Cristo, claro, pero me parece pertinente hacerlo, en esta primera ocasión, centrándome en este asunto y no quiero que el post quede demasiado largo. No obstante, no se preocupen, volveremos sobre tan excelso tema.

La tendencia al resurgir del arrianismo que denuncia el Cardenal no se muestra, sin embargo, clara y diáfana, sino que lo hace de forma más o menos solapada; porque, claro, si se manifestara “a lo bruto”, con una negación abrupta y abierta de la divinidad de Jesucristo, como ocurrió en tiempos de Arrio, ahora mismo generaría gran escándalo y una sana reacción en muchos fieles. Satanás no es idiota, aprende las lecciones de la Historia y, si para destruir el Reino de Dios, una estrategia no le funciona como él desea, adopta otras (aunque, como la cabra – nunca mejor dicho – siempre tira al monte, el diablo, tal como lo describió Nuestro Señor, sigue siendo, además de mentiroso, homicida y, por eso, siguen produciéndose persecuciones físicas de cristianos, con gran brutalidad y crueldad; que se lo pregunten a nuestros hermanos perseguidos en Nigeria, Pakistán, la India, Nicaragua y otros lugares…).

Y, ¿Por qué se está produciendo ese regreso al espíritu de Arrio, que denuncia el Cardenal Koch? A mi juicio, se dan dos razones:

  1. Si se rebaja la Persona de Cristo a la categoría de mero hombre, si se le despoja de su naturaleza divina, entonces, inevitablemente, se rebaja su autoridad. Si Jesucristo es Dios, como efectivamente es, entonces todo lo que hizo y dijo es absolutamente perfecto, sin el menor defecto, ni posibilidad del más mínimo error. Ah, pero es que algunas cosas que dijo Jesucristo son incómodas y claro… Si Jesús de Nazaret solo era un hombre – un hombre magnífico, excepcional, excelso, etc., pero solo un hombre –, entonces sí podría caber la posibilidad de que se equivocara, aunque fuera un poquito… o no tan poquito; y entonces… Entonces sus enseñanzas y mandatos sí podrían ponerse en cuestión e, incluso, ser contradichos. Que es lo de lo que se trata.
  2. Existe una tendencia a equiparar la religión católica con las otras religiones; de tal forma que, si la religión católica es como las otras religiones, entonces ninguna es la verdadera, lo cual no puede conducir sino al más acendrado relativismo moral. Algo fervientemente deseado, entre otros, por la Masonería, enemiga mortal de Jesucristo y de la Iglesia Católica. Esa equiparación de la fe católica con otras creencias resulta más sencilla de realizar si se soslaya, aunque sea de forma sutil y solapada, el hecho de que Jesucristo es el Hijo de Dios y, por tanto, Dios mismo. Por supuesto, tal equiparación se lleva por delante el principio de no contradicción (pues no puede ser verdad, al mismo tiempo, por ejemplo, que Jesucristo sea Hijo de Dios y que no lo sea), pero eso, por lo visto, da lo mismo.

Lo cierto y verdad es que Jesucristo ES el Hijo de Dios y es, por tanto, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, de la misma naturaleza divina que el Padre y el Espíritu Santo. Jesucristo es Dios, lo ha sido siempre y lo seguirá siendo por los siglos de los siglos. Y la defensa de esta verdad sublime no es cualquier cosa. Sabemos que Jesucristo sufrió su amarga Pasión y Muerte para la redención de nuestras almas. Ahora bien, el detonante próximo de su condena a muerte por el Sanedrín judío, tal como, con verdad, lo atestigua el Evangelio, fue la confirmación explícita por parte de Nuestro Señor de su condición de Hijo de Dios:

“Pero Jesús callaba y el pontífice le dijo: Te conjuro por Dios vivo a que me digas si eres tú el Mesías, el Hijo de Dios. Díjole Jesús: Tú lo has dicho. Y yo os digo que, a partir de ahora, veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo. Entonces, el pontífice rasgó sus vestiduras, diciendo: Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos de más testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? Ellos respondieron: Es reo de muerte.” (Mt 26, 63-66).

La afirmación de Jesús de ser Hijo de Dios, pues, le costó la vida (aunque, insisto, Cristo quiso sufrir Su Pasión y Muerte como manifestación de su amor al Padre y para la remisión de nuestros pecados y salvación de nuestras almas). Y, además, fue la confesión de esa misma verdad, realizada por San Pedro, la que motivó que el Señor le hiciera al Apóstol el anuncio de su futura condición de Sumo Pontífice de la Iglesia católica y, consecuentemente, de la autoridad que tendría sobre Ella. Así pues, la verdad de la Filiación Divina de Cristo, desde luego, no es cualquier cosa. Como tampoco lo es su negación.

Es deber, pues, de todos los cristianos, con lógica y especial mención de la Jerarquía de la Iglesia, confesar y defender la condición de Jesucristo como Hijo de Dios ante el mundo entero y hacer frente a su negación (o a su silenciamiento, dicho sea de paso). Y esto, por varias razones:

  1. La fe en el Hijo de Dios es necesaria para la salvación de las almas: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna; pues Dios no ha enviado a Su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito Hijo de Dios” (Jn 3, 16 – 18). Tal es y debe ser la base y el propósito primordial de toda la acción misionera de la Iglesia: La salvación de las almas. La Palabra de Dios insiste en ello: “No hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres por el cual podamos ser salvos” (Hechos 4, 12) que el de Cristo. Más claro, el agua.
  2. La Humanidad entera – y, por tanto, no solo los católicos – debe conocer la verdad y tiene derecho a ello; pues “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2, 4). Tal es la manera de que todos los hombres lleguen a ser plenamente libres: “Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31). Entiéndase bien: Nos libera la verdad revelada por Jesucristo, no la democracia, ni el liberalismo, ni el socialismo, ni el comunismo, etc.
  3. Cuanto más y mejor se extienda la fe en Jesucristo como Hijo de Dios, más y mejor podrá la gente defenderse frente a la actuación de Satanás y sus huestes, que desean la eterna condenación de todos los hombres. De todos, no sólo de los católicos. Puede decirse, con propiedad, que toda una caterva de asesinos horrendos anda suelta (hasta cierto punto, dentro de la permisión de Dios, con miras a la santificación de las almas) y es menester defenderse de ellos con las armas espirituales que Cristo nos ha proporcionado, por medio de la Iglesia Católica. El alejamiento de Cristo deja a los humanos inermes frente a la acción del diablo.
  4. Jesucristo es Señor de todos los hombres, no sólo de los católicos. Y por ser Quien es y por todo lo que ha hecho por nosotros tiene derecho a ser amado, adorado y servido por todos los hombres y todas las naciones. No sólo por los católicos.  Y, además, Él quiere ser servido, no de cualquier modo, sino del modo que Él mismo reveló cuando estuvo en la Tierra y que, después, el Espíritu Santo ha ido desvelando también y desarrollando a través de la Iglesia Católica, desde los inicios de su andadura. Déjenme que insista: Desde los inicios de su andadura.
  5. Cuanto más se extienda el testimonio de la verdad sobre el Hijo de Dios y el justo dominio sobre los hombres y las naciones que, por Voluntad de Dios Padre, le corresponde, más paz y amor habrá en el mundo, en las naciones, en las familias, en las conciencias. Y habrá, en consecuencia, menos pecado, es decir, menos asesinatos, robos, fraudes, mentiras, familias destrozadas, gente sola y abandonada y un largo y doloroso etc. No es poca cosa, ¿No creen?

Así pues, queridos lectores, defendamos la verdad sobre Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios. Fuera de la Iglesia y también dentro, ya que resulta necesario, tal como ha expuesto el Cardenal Koch. Por amor al Señor, en primer lugar. Y, también, por todo lo que nos va en ello a todos. A todos. No es que nos juguemos mucho en este envite; es que nos jugamos todo, en esta vida y en la Eternidad. Hagámoslo con ayuda de Dios y de su Madre Santísima, que nunca nos dejan solos. Así sea.

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