El Padre Adalbert de Vogüé (1924-2011) entró como monje a la abadía de la Pierre-qui-Vire (Francia) en 1944. Fue un gran erudito y estudioso de la Regla de San Benito y de la tradición benedictina. Doctor en teología (París, 1959), fue profesor en el studium de la Pierre-qui-Vire y en el Colegio San Anselmo de Roma. Desde 1974 vivió como ermitaño en las proximidades de su monasterio. Escribió un comentario a la Regla de San Benito en siete volúmenes, y se le atribuyen más de 600 publicaciones. El 14 de octubre de 2011 murió solo en el bosque, donde fue encontrado ocho días más tarde.
En esta solemnidad de nuestro Padre San Benito, queremos compartir algunos extractos de su artículo “La alegría en el Espíritu Santo en San Benito”, aparecido en Vox Patrum 26, el año 2006 y luego publicado en la revista Collectanea Cisterciensia 71 (2009). Nos parece muy propicio este tema, dadas las dificultades en medio de las que vivimos en la Iglesia y en el mundo. Que San Benito nos alcance de Dios la gracia de permanecer gozosos en medio de las tribulaciones.
La traducción de este artículo del original francés es nuestra, así como todos los destacados.
La alegría del Espíritu Santo en San Benito
Es un hecho singular que la alegría (gaudium) aparezca en la Regla de san Benito tan solo en dos pasajes en que se trata de mortificaciones o pruebas. Si dejamos aparte una frase del directorio del abad, donde san Benito le desea a éste que pueda “sentir la alegría de ver crecer su rebaño” (Regla 2, 32), las otras ocurrencias del sustantivo gaudium y del verbo gaudere, traen un sonido diferente e inesperado.
La alegría del monje en la prueba
En el capítulo de la humildad, primeramente, en ese “grado de humildad” particularmente largo y patético que es el cuarto -el monje debe enfrentarse “a cosas duras y contrariantes, incluso a toda suerte de daños que se le infligen”- san Benito cita un verso del salmo en que los desgraciados se quejan de ser tratados “como ovejas del matadero”, y agrega:
Con la seguridad que les da la esperanza de una recompensa divina, prosiguen gozosamente diciendo “Todas estas pruebas las superamos a causa de Aquel que nos ha amado.” (Regla 7, 39)
Esta nota de alegría (gaudentes) en medio de la prueba resuena nuevamente en el capítulo de la cuaresma. Allí se hace oír dos veces seguidas. Primero, san Benito invita a cada monje a “ofrecer” al Señor, además de las penitencias comunitarias, “alguna cosa que proceda de su propia voluntad”, especificando que esta ofrenda espontánea y costosa de cada uno ha de hacerse “en la alegría del Espíritu Santo” (cum gaudio Spiritus Sancti). Enseguida, reitera y precisa esta invitación:
Que cada uno sustraiga a su cuerpo algo de alimento, bebida, sueño, conversaciones, bromas, y que espere la santa Pascua con la alegría del deseo espiritual (Regla 49, 6).
Pruebas y alegría, renuncias y alegría: estas asociaciones paradójicas del cuarto grado de humildad y del capítulo sobre la cuaresma no son puras invenciones de san Benito. En ambos casos aparece claramente un sustrato escriturístico. Cuando se nos muestra, en el tratado de la humildad, al monje sufriente y alegre al mismo tiempo, debemos reparar en una pequeña palabra de tres letras que san Benito desliza en esta frase: si los probados superan alegremente su prueba, es porque tienen la “esperanza” (spe) de ser recompensados por Dios. Ahora bien, la esperanza va de la mano de la alegría, nos dice san Pablo: spe gaudentes. Esta palabra de la Epístola a los Romanos (12, 12) subyace al cuarto grado de humildad.
Más precisamente todavía, la “alegría del Espíritu Santo” mencionada en el capítulo de la cuaresma, nos recuerda otra palabra del Apóstol. Escribiendo a los Tesalonicenses, san Pablo los felicitaba de haber “recibido la Palabra, en medio de una gran tribulación, con la alegría del Espíritu Santo” (1 Tes 1, 6). La cuaresma de los monjes italianos del siglo VI les hace, por lo tanto, revivir la presencia del Espíritu Santo en los primeros cristianos de Tesalónica, perseguidos a causa de su adhesión de fe a Cristo: la prueba sufrida por su causa va acompañada de la alegría del Espíritu. Y cuando san Benito, reiterando su afirmación, nos hace confiar en que la espera de la Pascua irá impregnada de la “alegría del deseo espiritual”, pensamos no solamente en la palabra de la Epístola a los Romano evocada más arriba -spe gaudentes, “alegres a causa de la esperanza”- sino también en el “fruto del Espíritu, que es caridad, alegría, paz” y lo que sigue (Ga 5, 22). Si la alegría es calificada aquí de “espiritual”, es porque ella es, como el amor, uno de los dones del Espíritu Santo presente en el corazón del cristiano.
La alegría del monje, en san Benito, es entonces un concomitante de la prueba y un don del Espíritu Santo. Por otro lado, si san Benito no pronuncia esta palabra (gaudium) más que en esos dos pasajes de su Regla, en el cuarto grado de humildad y en el capítulo de la cuaresma, no hay que asombrarse que este tiempo que precede a la Pascua tiene para él un valor ejemplar: “En todo tiempo, la vida del monje debe ser una observancia de cuaresma” (Regla, 49). La “alegría del deseo espiritual”, con la cual miramos hacia la Pascua, simboliza entonces la “concupiscencia espiritual” con la cual “deseamos la vida eterna”, como dice uno de los Instrumentos de las buenas obras (Regla 4).
Por lo demás, los pocos pasajes en que san Benito pronuncia esta palabra “alegría” no debe hacernos olvidar dos paginas de la Regla en que aparece -sin la palabra- un estado de alma análogo. Una de ellas está al final del Prólogo. Después de haber definido el monasterio como una “escuela del servicio divino”, san Benito agrega algunas líneas donde formula primero su deseo de no imponer cosas penosas, luego nos pone en guardia contra el desánimo que podrían inspirar ciertas prescripciones, juzgadas como demasiado rigurosas e insoportables. No es más que un comienzo, nos dice:
El camino de la salvación no puede sino ser estrecho (cf. Mt 7, 14) al comienzo; pero a medida que avanzamos en el camino religioso y en la fe, el corazón se dilata, y se corre por el camino de los mandamientos de Dios (Salmo 118, 32) con una indecible dulzura de amor (Regla, Prólogo).
Sin pronunciar la palabra gaudium, san Benito evoca aquí un estado de alma muy cercano a la alegría. Esta, como en la escala de la humildad y el programa de cuaresma, resulta paradójicamente de la misma prueba: el camino estrecho del Evangelio, con todas sus renuncias, no estrecha el corazón, sino que lo ensancha y despliega. La caridad divina se apodera del hombre, llenándolo de su dulzura.
El otro pasaje en que aparece algo semejante a la alegría, es la conclusión del gran capítulo de la humildad. Con Casiano y el Maestro, san Benito evoca la dilatación en la cual culmina la ascensión de la humildad, que comienza con el temor del Señor y su juicio. A este temor inicial se sustituye finalmente el amor. Los tres autores varían ligeramente en la evocación de este último -al “amor del bien” (Casiano) o “de los buenos hábitos” (el Maestro), san Benito sustituye simplemente “el amor de Cristo”- pero los tres están de acuerdo en hablar de la “delectación de las virtudes” de la cual se acompaña este amor final. Ahora bien, encontrar gusto en el obrar virtuoso, ¿no es experimentar una cierta alegría? La alegría que dilata el alma es más frecuente de lo que parece en san Benito. Pero de forma muy coherente, esta alegría aflora siempre en el mismo contexto oblativo y sacrificial.
Dios nos llama a la alegría eterna, y desde aquí abajo, en la esperanza, podemos y debemos cultivar la alegría. Para fortificar nuestra convicción al respecto, podemos recordar dos pasajes de la Epístola a los Filipenses en que san Pablo reúne nuevamente alegría, oración y acción de gracias, como lo había hecho, algunos años antes, en su carta a los cristianos de Tesalónica. Esta Epístola a los Filipenses habla de la alegría en frecuentes pasajes, lo cual es tanto más notable, cuanto que san Pablo está entonces prisionero y camino del fin. Sin revisar todas estas menciones de la alegría, limitémonos a los dos pasajes que asocian la alegría a la oración y acción de gracias. He aquí el primero, que sigue al saludo inicial:
Doy gracias a Dios por todas las veces que me acuerdo de vosotros, en todas mis oraciones, rezando por vosotros con alegría (Fil 1, 3-4).
Comenzada así, la carta a los Filipenses se termina de la misma manera, y esta vez se trata de una frase que se nos ha hecho familiar a través de la liturgia:
Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito: estad alegres. Que vuestra buena conducta sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. No tengáis ninguna preocupación, sino que, en todo momento, por la oración y la súplica, acompañadas de acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios (Fil 4, 4-6).
Alegría, oración, acción de gracias: esta vez, los tres términos está puestos en el mismo orden que antes, cuando san Pablo se dirigía a los fieles de Tesalónica. Y este orden pone en relieve la alegría, nombrada la primera y expresamente prescrita “siempre”, con una repetición que subraya su necesidad. No se puede ser más formal sobre este deber de estar alegres sin cesar.
Adalbert de Vogue