Reflexiones en torno a una nueva Constitución en Chile
Por Monseñor Francisco Javier Stegmeier, obispo de Villarrica
Autonomía legítima de lo temporal o democracia totalitaria
En el debate acerca de una posible nueva Constitución, es necesario tener en cuenta, por una parte, “la legítima autonomía de las realidades terrenas” en cuanto que “las cosas creadas y las sociedades gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente”. En efecto,“la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios”.
Por otra parte, hay que tener también en cuenta que, “si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras” (Gaudium et spes 36).
Todo instrumento jurídico, más aún una Constitución que está destinada a regir todos los ámbitos de una Nación, para que sea conforme con la dignidad de la persona, a la que debe servir, debe reconocer, expresar, promover y defender la verdad moral objetiva, fundada en último término en Dios Creador de todo. Antes y por sobre el Estado está primero Dios y luego la persona. Una sana Constitución debe partir de esta premisa.
En caso contrario, estaremos ante una Constitución estatista que pone a la persona al servicio del Estado. El Estado se atribuye ser la fuente originaria de todos los derechos y deberes, los que puede conceder o eliminar según su arbitrio. Un antecedente es la legalización del aborto. El Estado, a través de sus órganos ejecutivo y legislativo, se arroga el poder de conceder el derecho a vivir a algunas personas y se lo quita a otras. Según esto, el derecho a la vida no es inherente a la persona humana, anterior y superior al Estado.
Una Constitución estatista es germen de una democracia totalitaria. Al respecto decía San Juan Pablo II: “La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la Nación o el Estado”. Una Constitución basada en estos presupuestos es inadmisible.
Principios no negociables
Supuesta la competencia profesional de los constitucionalistas que deberán discernir respecto a las distintas alternativas, es necesario tener en cuenta aquellos “principios que no son negociables” recordados por el Papa Benedicto en un discurso del 29 de marzo de 2006.
El reconocimiento de la dignidad de la persona humana y las raíces cristianas de nuestra sociedad chilena impelen a la Iglesia a recordar siempre aquellos principios no negociables en la vida pública, en la legislación y, en nuestro caso, en la Constitución política del Estado, destinada esta última a regular la entera vida de la Nación.
El Papa Benedicto XVI señala que entre estos principios no negociables “hoy emergen claramente los siguientes:
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Protección de la vida en todas sus fases, desde el primer momento de su concepción hasta su muerte natural;
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Reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como una unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa ante los intentos de hacer que sea jurídicamente equivalente a formas radicalmente diferentes de unión que en realidad la dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel social insustituible;
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La protección del derecho de los padres a educar a sus hijos”.
Hay otros principios irrenunciables que deben ser siempre salvaguardados. Entre ellos, la libertad religiosa, como enseña Dignitatis humanæ 2, en el Concilio Vaticano II: “Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que se convierta en derecho civil”.
El derecho a la vida
El primer “principio no negociable” mencionado por el Papa Benedicto XVI es “la protección de la vida en todas sus fases, desde el primer momento de su concepción hasta su muerte natural” (discurso del 29 de marzo de 2006).
Respetar siempre la vida, en toda circunstancia y de todas las personas, es condición para lograr la adhesión de todas las voluntades en la consecución de una unidad patria de la que todos nos sintamos parte. Sin este respeto de todos y la correspondiente legalidad que lo asegure, no es posible la cohesión social, dentro de las legítimas diferencias de pareceres en materias opinables. Lo ha demostrado la división del país causada por la legalización del aborto, en contra del espíritu y la letra de la actual Constitución.
Aunque el reconocimiento, la promoción y defensa del derecho a la vida emergen de la misma naturaleza de la persona, de hecho ha sido la revelación cristiana la que ha sacado todas las consecuencias del derecho a la vida. De las entrañas de una sociedad cristiana surge la defensa del más débil e indefenso frente a la tentación del más poderoso de imponer su voluntad al margen de la verdad, el bien y la justicia.
Toda Constitución política debe obligar a todos y principalmente al Estado y sus Poderes a respetar la dignidad de la persona humana.
La dignidad de la persona humana
La Constitución debe reconocer la obligación de respetar la dignidad de la persona humana y su derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural. Este reconocimiento lleva al rechazo de la legalización o despenalización del aborto provocado y de la eutanasia. Pero la dignidad de la persona abarca otros aspectos que le son esenciales.
La Constitución debe establecer criterios mínimos para que la sociedad procure el bien común, de modo que se de “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección”. El bien común no es pretender la máxima utilidad para el mayor número posible de ciudadanos, menos aún se puede reducir al bien del Estado. El bien común presupone el respeto a la persona como tal, el bien social y exige la paz , es decir, la estabilidad y seguridad de un orden justo.
En este sentido, la Constitución tiene que asegurar la existencia de un auténtico Estado de Derecho, que vele por la justicia debida a la persona y a su naturaleza esencialmente social que se expresa en su pertenencia a la familia y a otras instituciones intermedias entre la persona y el Estado. La ley no debe ser arbitraria, sino debe ser conforme a la justicia.
De la dignidad de la persona humana se deduce que la Constitución debe evitar que se pase a llevar la dignidad de la persona y de la familia en nombre del avance de la ciencia. La tentación es pensar que si la ciencia es capaz de algo, entonces es bueno que lo haga. Por ello la Constitución tendrá que defender a la persona y a la familia de las posibles manipulaciones genéticas, selección de embriones, la fecundación al margen del modo natural, el “cultivo” de personas con el fin de “sacrificarlas” para sanar a otras, el “lavado de cerebro” por una ingeniería social programa por el Estado a través de las políticas educacionales, el control total de las personas y las organizaciones, etc.
El Estado debe respetar y hacer respetar la dignidad de la persona que le corresponde por ser creada a imagen y semejanza de Dios. La dignidad de la persona no viene de una concesión del Estado, sino que emerge de la misma naturaleza humana. El Estado no puede arrogarse la pretensión a decidir qué es la persona y sus derechos. Hay que recordar que la persona es anterior y superior al Estado.
Familia y derecho a la educación de los hijos
El Papa Benedicto XVI señala otros dos principios no negociables: la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, y el derecho de los padres a educar a sus hijos.
Estas son las palabras del Papa: son principios no negociables el “reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como una unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa ante los intentos de hacer que sea jurídicamente equivalente a formas radicalmente diferentes de unión que en realidad la dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel social insustituible; y la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos” (Discurso del 29 de marzo de 2006).
Una “sana” Constitución debe reconocer la verdad de la persona humana, del matrimonio, de la familia y del derecho originario de los padres de educar a sus hijos.
Al Estado, a través de la Constitución, le corresponde reconocer la realidad tal como ella es según el ser recibido por el acto creador de Dios. La capacidad creativa e innovadora del ser humano, para que sea verdadera, buena y justa, debe tener en cuenta siempre que todas las cosas dependen de Dios como su origen y fin.
Por lo tanto, no le corresponde al Estado decidir qué es la persona y quiénes lo son, ni le corresponde decidir qué es el matrimonio y qué es la familia. Tampoco puede sustituir a los padres en la educación de sus hijos. La escuela, el Estado y la misma Iglesia están al servicio de los padres en este insustituible deber. Un Estado que pretende ser el “creador” de la realidad, según la ideología del momento siempre dependiente de los poderosos de este mundo, es totalitario.
Hoy está de moda la ideología de género. Respecto a ella, el Papa Francisco dijo: “Quisiera concluir con este aspecto, porque detrás están las ideologías. En Europa, América, América Latina, África, en algunos países de Asia, hay verdaderas colonizaciones ideológicas. Y una de estas –lo digo claramente con nombre y apellido– ¡es la ideología de género!” (27 de julio de 2016).
Dadas las actuales circunstancias, es altamente probable que una posible nueva Constitución incorpore en su redacción los principios de la ideología de género, pasando a llevar la dignidad de la persona humana y la verdad de la familia.
Libertad religiosa
Un último aspecto que quiero hacer presente en el discernimiento respecto a lo que se debe contemplar en una Constitución que rige a una Nación es la necesidad de reconocer el derecho de la Iglesia y de sus fieles a profesar libre y públicamente la fe, sin verse injustamente coaccionada de ningún modo por ningún poder humano. La libertad religiosa, de la que habla el Concilio Vaticano II, es un derecho del que goza la Iglesia y es un deber del Estado procurar no sólo su respeto, sino que también su fomento e incluso, si se dan las circunstancias, el reconocimiento de la Iglesia Católica como la oficial de la Nación (ver texto de DH del CVII).
El derecho de la Iglesia de profesar libre y públicamente su fe fundamenta también su derecho a tener medios propios para evangelizar y catequizar. Entre otros, la Iglesia tiene derecho a poseer medios de comunicación social, seminarios y casas de formación religiosa, centros de educación de nivel pre-básico, básica, media y superior. La Constitución debe reconocer y defender la libertad de la Iglesia de enseñar en fidelidad a la fe. Esto significa que el Estado o cualquier otra instancia no pueden inmiscuirse indebidamente en los contenidos de la enseñanza, por ejemplo, prohibiendo enseñar algún aspecto de la Revelación o imponiendo doctrinas que le son contrarias. Es muy necesario asegurar este derecho, toda vez que hoy están en cuestión aspectos esenciales de la verdad de la persona humana, el matrimonio, la transmisión de la vida y la familia.
Invito a los fieles a que estudien el parecer de personas expertas en lo que se refiere a continuar con la actual Constitución, tal cómo está o reformada, o a redactar una nueva Constitución, ya sea por una Asamblea Constituyente mixta o totalmente elegida para el efecto.
Personalmente soy de la opinión que la actual Constitución es buena, aunque perfectible y reformable. Creo que no se dan las condiciones que aseguren en una nueva Constitución los “principios irrenunciables”, de los que nos hemos referido en estas reflexiones.
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