La utilidad y el gozo divino de la soledad

San Bruno, Jean-Antoine Houdon (1741-1828)

En estas primeras Vísperas de San Bruno (+1101), Solemnidad para nosotros, miembros de Schola Veritatis, reproducimos aquí una de las 2 cartas que se conservan de este gran santo fundador de la Cartuja, la carta a su amigo Raúl le Verd, el cual habiendo hecho con él voto de vida monástica, no lo complía retenido por sus cargos eclesiásticos.  


Al venerable señor Raúl, preboste de Reims, envía Bruno sus saludos, con un espíritu de caridad muy puro.

   Brilla en ti la fidelidad a una antigua e inquebrantable amistad, tanto más admirable y digna de elogios cuanto más rara es encontrarla entre los hombres. A pesar de la distancia y el tiempo que han separado nuestros cuerpos, jamás tu afecto se ha separado de su amigo. Lo atestigua la extrema amabilidad de tus cartas en las que me repites lo entrañable de tu amistad, los numerosos favores que me has prestado a mí y al hermano Bernardo por mi causa, y otras muchas atenciones. Mi agradecimiento no está, por cierto a la altura de lo que tú mereces, pero brota de la fuente límpida del amor, en pago a tanta bondad.

  Un viajero, bastante de fiar en otras ocasiones, salió hace tiempo de aquí llevando una carta que a ti yo te dirigía. Como no ha regresado, me parece justo enviar a uno de los nuestros para que ponga al corriente a tu caridad de mi existencia. Por escrito no me sería posible explicarlo extensamente; de viva voz, él lo hará con todo detalle.

   Sepa tu dignidad -y sin duda no te será indiferente- que la salud de mi cuerpo es buena (ojalá lo fuera también la del alma), y que lo concerniente a los asuntos exteriores va todo bien. Pero, en verdad, estoy esperando con insistente oración, un gesto de la divina misericordia que sane mis miserias interiores y colme mi anhelo.

   Estoy en Calabria con otros hermanos, hombres religiosos, algunos muy cultos, que montan fielmente una guardia santa, esperando el regreso de su Señor para abrirle apenas llame. Vivo en un desierto, alejado de poblado por todas partes. ¿Cómo hablar de modo adecuado de su encanto, de su aire sano y templado, de la vasta y graciosa llanura que se extiende ente los montes, con sus verdes prados y sus pastos en flor? ¿Quién se atrevería a describir la perspectiva de las colinas que se elevan suavemente por doquier, el retiro de los valles umbríos donde abundan ríos, arroyos y manantiales? Sin contar las huertas de regadío y los vergeles de variados árboles.

   Mas, ¿por qué detenerme en estas cosas? Otros son los placeres del sabio, infinitamente más agradables y útiles, porque divinos. Sin embargo, cuando el rigor de la disciplina regular y los ejercicios espirituales fatigan al frágil espíritu, éste suele encontrar solaz y descanso en tales deleites. En efecto, el arco siempre tenso, pierde su fuerza y ya no sirve más.

   Cuánta utilidad y gozo divinos aportan la soledad y silencio del desierto a sus enamorados, sólo lo saben quienes lo han saboreado.

   Aquí los hombres ardientes pueden, siempre que lo desean, entrar y permanecer en su interior; hacer germinar vigorosamente las virtudes y alimentarse con fruición de los frutos del paraíso.

   Aquí se busca activamente aquel ojo cuya límpida mirada hiere al Esposo de amor, el amor puro y transparente que ve a Dios.

   Aquí nos acucia un descanso muy ocupado y nos inmovilizamos en una tranquila actividad.

   Aquí, por el esfuerzo del combate, concede Dios a sus atletas la esperada recompensa: la paz que el mundo ignora y el gozo en el Espíritu Santo.

   Esta es la bella Raquel, tan graciosa, preferida de Jacob aunque le diera menos hijos que Lía, más fecunda pero de ojos apagados. En efecto, los hijos de la contemplación son menos numerosos que los de la acción; pero José y Benjamín son preferidos por su padre a todos sus hermanos.

   Esta es la mejor parte escogida por María y que no le será quitada. Esta es la hermosa Sunamita, única doncella elegida en todo Israel, para estrechar en su seno y dar calor al anciano David.

   Y tú, hermano mío queridísimo, ¡ojalá la ames sobre todas las cosas, para que prendido en sus abrazos ardas de amor divino! Si naciera en tu alma el cariño por ella, pronto te hastiaría esa seductora y mentirosa halagadora que es la gloria del mundo, rechazarías sin esfuerzo las riquezas cargadas de abrumadoras preocupaciones para el espíritu, y te repugnarían los placeres, tan nocivos al cuerpo como al alma.

   Tu prudencia no te permite ignorar quién es el que dijo: “Quien ama al mundo y todo lo que hay en el mundo -es decir, el placer de la carne, los ojos insaciables y la ambición- no lleva dentro el amor del Padre". Y también: “Quien es amigo del mundo, se convierte en enemigo de Dios". Entonces, ¿existe peor desorden, comparable manifestación de un espíritu desviado y degenerado, actitud más funesta y lamentable que erigirse contra aquél cuyo poder es irresistible o cuya justicia se cumple inexorablemente, pretendiendo declararle guerra? ¿Somos acaso más fuertes que Él? Hoy su bondad nos invita, sin desalentarse, a la penitencia, pero ¿quiere eso decir que no acabará por castigar la injuria que cometemos al despreciarle? ¿Hay algo más contrario y más opuesto a la razón, a la justicia y a la misma naturaleza, que amar más a la criatura que al Creador, que buscar los bienes pasajeros más que los eternos, las cosas de la tierra más que las del cielo?

   ¿Qué hacer entonces, carísimo? ¿Qué hacer sino creer los consejos divinos, creer a la Verdad que no puede engañar? Ella da esta advertencia a todos: “Venid a mí todos los que andáis cargados y agobiados y yo os aliviaré". ¿Y no es una carga terrible e inútil estar atormentado por sus deseos, verse sin cesar maltrecho por las preocupaciones y angustias, por el temor y dolor que engendran tales deseos? ¿Hay carga más abrumadora que aquella cuyo peso, con la mayor injusticia, precipita al alma de la cima de su sublime dignidad hasta lo hondo de la sima? Huye, hermano mío, huye pues de estas turbaciones e inquietudes y pasa de la tempestad de este mundo al reposo y a la seguridad del puerto.

   Conocido es de tu prudencia lo que la misma Sabiduría nos dice: “Quien no renuncia a cuanto posee, no puede ser discípulo mío“. Cuán hermoso, útil y agradable es frecuentar su escuela, bajo la dirección del Espíritu Santo, para aprender la divina filosofía, única a hacernos verdaderamente felices, ¿quién no lo ve?

   Para ti, pues, es de la mayor importancia examinar tu situación con la máxima discreción y prudencia. Y si el amor de Dios no te atrae, si el atractivo de tales recompensas no te conmueve, déjate al menos obligar por el temor de un castigo ineludible.

   Bien sabes qué compromiso te ata, y a quién. Poderoso y temible es aquél a quien has hecho voto de entregarte como ofrenda agradable a sus ojos: no tienes derecho a faltarle a la palabra dada, y ni siquiera a ti te interesa hacerlo, pues no soporta que, impunemente , se burlen de Él.

   Acuérdate, amigo mío querido: nos hallábamos un día los dos, junto con Fulcuyo el Tuerto, en el jardincillo contiguo a la casa de Adam, en la que por entonces me hospedaba. Los placeres engañosos, las riquezas perecederas de este mundo y las alegrías de la gloria sin término, me parece que ocuparon un rato la conversación. Entonces, inflamados de amor divino, prometimos e hicimos voto de abandonar sin tardanza el siglo fugitivo, para ir en búsqueda de las realidades eternas y recibir el hábito monástico. Todo lo hubiéramos cumplido rápidamente si Fulcuyo no hubiera marchado entonces a Roma; dejamos ejecutarlo a su regreso. Se retrasó, intervinieron otros motivos; se enfriaron los ánimos; el fervor se disipó.

   ¿Qué hacer entonces, carísimo, sino librarte cuanto antes de tal deuda, si no quieres incurrir en la cólera del Todopoderoso y por lo mismo en atroces suplicios, en castigo a esa tan grave y prolongada falta de palabra?¿Qué poderoso de este mundo dejaría impunemente a uno de sus súbditos defraudarle un don que le hubiera prometido, sobre todo si lo considera de valor excepcional ? Por tanto, presta atención no a mis palabras sino a las del profeta, o mejor dicho a las del Espíritu Santo: “Haced votos al Señor vuestro Dios y cumplirlos, todos los que a su alrededor traéis ofrendas: Él infunde terror, Él deja sin aliento a los príncipes, Él infunde terror a los reyes del orbe". Oyes al Señor, oyes a tu Dios, oyes a aquél que infunde terror, oyes al que infunde terror a los reyes del orbe. ¿A qué viene tal insistencia del Espíritu Santo, si no a urgirte que cumplas el voto que has prometido? ¿Por qué cumplir con pesar, lo que no acarreará ni pérdida ni disminución de tus bienes? Tú serás quién hallarás las máxima ventajas y no aquél a quien entregues lo que le es debido.

   No te retengan, pues, las riquezas engañosas incapaces de remediar la miseria, ni el brillo del cargo de preboste que no puede ejercerse sin poner el alma en grave peligro.

   Te encuentras ahora constituido administrador de los bienes ajenos y no su propietario. Si los empleas para tu uso personal -no te irriten mis palabras- haces algo tan odioso como injusto. Si el lujo y el fasto te atraen y mantienes un gran tren de vida, ¿no te verás obligado a suplir la escasez de bienes adquiridos honradamente, encontrando el modo de quitar a unos lo que ofrezcas a otros? Y esto no es hacer el bien ni ser generoso, pues no hay nada generoso si no es también justo.

   Quisiera que tu dilección se convenciera todavía de otra cosa. Monseñor el Arzobispo pone gran confianza en tus consejos y se apoya gustoso en ellos. Es fácil dar consejos, aunque no todos sean justos o útiles, y la idea de los servicios que le prestas no debe impedirte dar a Dios el amor que le debes. Ese amor, cuanto más justo es, tanto es más útil.

   Sí: ¿hay algo más justo y más útil, o mejor dicho, hay algo tan hondamente arraigado y tan plenamente adaptado a la naturaleza humana como amar el bien? ¿Y hay otro ser, fuera de Dios, cuya bondad pueda compararse a la suya? ¿Qué digo: hay otro bien fuera de Dios sólo?

   Por eso, ante ese bien cuyo incomparable fulgor, esplendor y hermosura se presienten, el alma santa se abrasa en el fuego del amor: “Con todo mi ser -exclama- tengo sed del Dios fuerte, del Dios vivo; ¿cuándo iré, pues, a ver el rostro de Dios?”

   ¡Ojalá, hermano, no desdeñes esta amigable reconvención!¡Ojalá no hagas oídos sordos a las palabras del Espíritu Santo!¡Ojalá, amadísimo, satisfagas mi deseo y mi larga espera! Cese en mi alma el tormento de las inquietudes, preocupaciones y temores que siente por ti. Pues si te ocurriera -Dios te libre- dejar esta vida antes de cumplir tu voto, me dejarías sumido en una continua tristeza, sin el consuelo de esperanza alguna, desgarrado.

   Por tanto, quisiera doblegarte con mis insistencias: con motivo, por ejemplo, de una peregrinación a San Nicolás, ten la condescendencia de venir a verme. Verás a aquél que te ama con un amor sin igual. Podremos conversar de viva voz de nuestros comunes intereses. Confío en el Señor que no te pesará afrontar las molestias de tal viaje.

   He traspasado los límites corrientes de una carta: no pudiendo tenerte a mi lado, he permanecido al menos mucho tiempo contigo al hablarte.

   Guárdate de todo mal, hermano mío, vela por tu salud y no olvides mi consejo. Tal es mi más ardiente deseo.

   Te suplico que me envíes la vida de San Remigio, ya que es imposible encontrarla por estos contornos.

   Adiós.   

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