Es necesario que la Verdad sea el fin del universo, Fiesta de Santo Tomás de Aquino
Con inmensa alegría celebramos hoy la Solemnidad de Nuestro Padre Santo Tomás de Aquino. Al instante de su muerte en la abadía cistercience de Fosanova, San Alberto Magno, conociendo de un modo milagroso este hecho, dijo entre lágrimas: «Ha dejado esta vida mi hijo en Cristo, que ha sido la luz de la Iglesia». La infinita bondad del Sagrado Corazón ha querido que Santo Tomás, luz de la Iglesia, sea para nosotros un verdadero Padre. Agradezcamos a Dios este don inmenso.
Santo Tomás, antes de ser promovido al grado máximo de doctor en la Universidad de París, debió pronunciar una lección solemne. Encontrándose atribulado, por no saber que tema elegir, fue instruido en sueños por el mismo Santo Domingo de Guzmán, para centrar su lección en un pasaje del Salmo 103: “Desde tu morada riegas los montes, y la tierra se sacia de tu acción fecunda”. Este sermón se convirtió en el programa que orientó toda su vida, su camino de santidad. Comentando el señalado salmo, dice Santo Tomás que así como la lluvia desde el cielo riega los montes y forma ríos que descienden hacia los valles, así también la Sabiduría divina riega la mente de los hombres. En otras palabras, la luz del entendimiento humano es participación del entendimiento divino, y es por esto que podemos conocer la verdad. Como dice el salmo 35: “Tu luz, Señor, nos hace ver la luz”.
En Dios la esencia divina es el «Ipsum Esse subsitens», el Ser por si mismo subsistente. Aristóteles definió la vida divina como la “subsistente intelección de la intelección”, lo que equivale a decir que el entendimiento divino entiende su propio entender. En un acto simple y perfecto, Dios conoce la plenitud infinita de su propia perfección y todo lo creado en los distintos grados en que las criaturas participan de tal perfección, que es el ser. Se encuentra aquí contenido el misterio de su propia grandeza y de la grandeza participada del mundo, cuya cumbre es el ente personal. Este conocimiento de Si y de lo creado, ambos conocidos en Si mismo, el Padre lo tiene al engendrar, desde siempre, a la persona del Hijo. Así aparece manifiesto al llamar San Juan «Logos» a la Segunda Persona de la Trinidad. Siendo engendrado por vía de entendimiento, el Logos, es decir, el Hijo es la Verdad de Dios, como dice en el Evangelio de San Juan: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). Esta Verdad es causa primera del universo al mismo tiempo que causa final o último fin. Como dice San Pablo: «todo ha sido creado por Él y para Él». Por eso dice Santo Tomás en la Suma contra Gentiles aquella frase central en la vocación de Schola Veritatis: «Es necesario que la Verdad sea el fin del universo».
Pues bien, este conocimiento perfecto que Dios tiene de si mismo y de toda la realidad, esta razón eterna que es su Logos y que vemos inscrita en todo el universo, es la luz de la que participa todo entendimiento creado. Tanto el conocimiento natural, como el sobrenatural consumado en la visión beatífica, no se entienden sino como participación de esta luz. Por esto el conocimiento humano tiene claridad, seguridad, dignidad y resplandor. Esta luz divina es la lluvia que desciende de lo alto y a la que Santo Tomás hace referencia en su sermón. El Aquinate se encontraba transfigurado por esta luz, que es el Logos. Dado que la persona de Cristo es el Logos divino, las palabras de San Pablo: «Nosotros tenemos la mente de Cristo», se verifican en Santo Tomás de un modo eminente.
La realidad es esencialmente racional, pues ha sido creada por el Logos. El Papa Benedicto repitió varias veces en la Universidad de Ratisbona (1-11-2006): «Ir contra la razón es ir en contra de la naturaleza de Dios». Por esta Verdad podemos saber que el mundo, la historia y la vida de cada hombre en particular tienen un sentido. Este sentido es que ¡el mundo entero tiene a la Verdad como fin! Esta Verdad es Cristo en cuanto hombre, quien, en el tiempo de la recapitulación, ha de entregar todo al Padre para que Dios sea todo en todos.
Esta reflexión debe llevarnos a constatar con mayor profundidad y dolor la gravedad del mal que vivimos. Como humanidad deambulamos en una tenebrosa oscuridad que nosotros mismos hemos conquistado laboriosamente mediante el despliegue de la anti-palabra durante un proceso de siglos (cf. Karol Wojtyla, Signo de contradicción). Vivimos un tiempo en que pareciera que las tinieblas han apagado la luz, lo que de suyo es imposible. La pérdida de luz de la fe y los errores mentales que envuelven por entero el mundo de hoy conducen a nuestro mundo post-cristiano a la apostasía sociológica y cultural en que estamos. Es necesario que a ejemplo de Santo Tomás la inteligencia del hombre del siglo XXI realice un largo camino de humillación, de anonadamiento, hasta abajarse al lugar que le corresponde: el de simple criatura. Ahí será, no aniquilada, sino confirmada en su verdadera grandeza y dignidad. Dignidad de estar abierta al ser en todas sus dimensiones. Dignidad que es la de poder abarcar en si misma, dada su infinitud en cuanto tal, toda la realidad, creada y divina, en su verdadero sentido analógico, tanto por la razón como por la fe. Ya lo decíamos en la Homilía del día de Santa Teresita al interpretar su caminito de abajamiento como el camino de retorno de nuestro entendimiento a la verdad.
Pidamos a María Santísima, Madre de la Verdad, Trono de Sabiduría, que nos conceda a nosotros dar este testimonio de kénosis y conversión del entendimiento a la verdad, ante la Iglesia y el mundo, en los modos y formas que Dios disponga.
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