LXXVIII. Manifestaciones de la Resurrección de Cristo

Las obscuridades[1]

Santo Tomás, en la cuestión siguiente, examina las manifestaciones de la resurrección de Cristo. La primera cuestión la dedica al problema de su limitación, puesto que tal como se indica: «en los Hechos de los apóstoles : «A quien Dios resucitó al tercer día, manifestándolo, no a todo el pueblo, sino a los testigos de antemano elegidos por Dios « (Hch 10, 40-4)»[2].

Dios había designado solo a unos hombres, a los que había predestinado, y no a todos los hombres para que Cristo resucitado se manifestase. Se puede comprender que su manifestación no fuese publica desde la siguiente explicación que da Santo Tomás: «De las cosas conocidas, unas lo son por una ley común de la naturaleza», que hace que el hombre con su entendimiento puede conocer una serie de verdades accesibles a las características de su razón. Pueden denominarse, por tanto, verdades naturales.

En cambio, se conocen: «otras, por un don especial de la gracia, como las reveladas por Dios». Estas verdades sobrenaturales son también racionales, pero sobrepasan la capacidad de la razón del hombre y no las puede alcanzar por sí mismo, ni inmediata ni mediatamente, sino sólo por revelación divina. Al desconocer su evidencia intrínseca o su claridad manifestativa, la certeza o asentimiento perfecto de estas verdades sólo la puede proporcionar la gracia gratuita de la fe, aunque continúan permaneciendo en el misterio y la oscuridad.

Aunque con la fe la razón humana vea obscuro, en las verdades sobrenaturales, su objeto, tal falta de claridad no procede de la incoherencia o de la contradicción del mismo. Su obscuridad para la razón humana es distinta, porque surge de su excesiva claridad, ya que es demasiado para el umbral del entendimiento humano, que queda cegado ante ellas.

Como explica el tomista Garrigou-Lagrange hay dos grandes tipos de obscuridad.

En primer lugar, la «obscuridad inferior», que es de tres clases según sus orígenes. «Puede provenir de la materia ciega, que en cierto sentido repugna a la inteligibilidad, que conseguimos mediante la abstracción de la materia». Lo sensible es muy claro para los sentidos, pero sorprendentemente en su base esta la obscuridad: la materia, que es incognoscible, porque no es nada determinado. En sí misma indeterminada, nuestros conocimientos están ciegos frente a ella, porque solo captan lo determinado.

La segunda clase de obscuridad inferior; «puede nacer del error voluntario o involuntario, y, a veces de errores opuestos entre sí, que presentan apariencias de verdad». La tercera obscuridad inferior tiene «su raíz en el desorden moral o en el pecado»,[3] que envuelven de tinieblas nuestro entendimiento.

Respecto a la clase de obscuridad del error, podría parecer que no es total, porque el error sería como un claroscuro, un contraste de luces y sombras. Es innegable que: «en las doctrinas más erróneas siempre hay algo de verdad». Algo de claridad, pero engañosa, «porque la verdad que en ellas se encierra, haciendo al error en cierto modo atrayente, no es en esas doctrinas el principio animador, sino que está puesta al servicio de un falso principio que la aleja de su fin. La verdad es en tales casos esclava del error, que es tanto más peligroso cuanto que se presenta bajo la máscara de una verdad elevada, como la maldad más refinada se presenta a veces con máscara de virtud»[4].

En segundo lugar, está la obscuridad superior, que es opuesta a la anterior, pero de distinto género. Se explica por «la trascendencia de la vida íntima de Dios, y de la vida de la gracia, que es una participación de la primera»[5]. Estos dos grandes misterios son obscuros para el hombre, a pesar de su intrínseca claridad. Ante ellos se encuentra la fe.

Queda así establecida la diferencia; «entre la obscuridad superior, que nace de una luz demasiado brillante para nuestros ojos legañosos y la oscuridad inferior que procede de la confusión y de la incoherencia, y que a las veces es el velo que oculta una contradicción»[6].

También hay una doble claridad. «Una superficial, casi sensible, y otra elevada, que es la que tiene su asiento en los más altos principios. Voltaire hablaba de la primera cuando decía: «Soy claro como un riachuelo, porque soy poco profundo». Otra distinta que es la claridad superior, que: «procede de lo más hondo de ciertas verdades elementales, por ejemplo, del principio de causalidad, que lleva por la mano a la causa suprema. Más el desconocimiento de tan altas verdades conduce a cierta complejidad que pudiera parecer sabia, pero que de ciencia no tiene sino el nombre»[7].

De manera que, entre las dos clases de obscuridades, está «la luz del entendimiento, tan bella a veces, puesta de relieve por un Platón o un Aristóteles, y, en un orden superior, por el Evangelio, por San Pablo, San Agustín o Santo Tomás de Aquino. Cualquiera tiene experiencia de haber quedado cautivado en ciertos momentos por la oposición entre esta luz y las sombras profundas que sobre ella y debajo de ella se encuentran»[8].

Así se explica que: «la aparente claridad de ciertas objeciones contra los más altos misterios de la fe cristiana proviene de nuestra imperfecta manera de conocer. Acontece aquí que entendemos antes la fuerza de la objeción que la de la respuesta»[9]. La razón, es porque: «la objeción proviene precisamente de nuestra imperfecta manera de conocer, siempre un tanto material; mientras que la respuesta, dada por un San Agustín o Santo Tomás, descansa en lo que hay de más alto en el inefable misterio con el que todavía no estamos bastante familiarizados»[10].

La certeza y la probabilidad

La mera razón natural del hombre, sin la gracia de la fe, niega las verdades sobrenaturales, aunque si las analiza detenidamente, puede considerarlas probables y, por tanto, con un asentimiento imperfecto. La certeza o asentimiento perfecto de la mente humana ante las verdades divinas, aunque sean misteriosas, la proporciona la gratuita gracia de la fe.No obstante, la mera razón natural del hombre, con relación a estas verdades, puede asentir imperfectamente al considerarlas probables.

Explica Santo Tomás que hay: «actos del entendimiento que tienen pensamiento, pero sin terminar y, por tanto, sin proporcionar asentimiento firme» o certeza. En su lugar, puede estar en estado de duda, o que «no se incline a ninguna de las partes», que es así un pensamiento o actividad intelectual imperfecta, que lleva a que no se tenga ninguna certeza, ya que no hay preferencia por ninguna de las posibilidades.

También se puede estar en el estado de sospecha, porque «se inclina a un parte más que a otra, inducido por ligeros indicios»; podrá así considerarse que se posee una cierta certeza imperfecta. Igualmente se puede tenerse certeza imperfecta en el estado de opinión, que implica: «inclinarse a una parte, pero con el temor de que la contraria sea verdadera»[11], pero la elegida se le da el asentimiento, aunque imperfecto, porque hay un se considera probable.

Garrigou-Lagrange precisa que entre lo evidente o claramente verdadero y lo evidente o claramente falso: «existen dos formas de probable, muy diferentes la una de la otra (…) son lo probablemente verdadero y lo probablemente falso». Además, entre ambas clases de probabilidad estaría lo «claramente dudoso», ante la carencia de razones o igualdad de estas en proposiciones opuestas o contradictorias. Por ello, también se encuentra exactamente en el centro de los otros dos estados extremos de claramente verdadero y de claramente falso.

Precisa Garrigou-Lagrange que, por una parte, el grado de probabilidad de los misterios divinos, por ejemplo, por las argumentaciones tomistas, y otras semejantes, es el máximo. De manera que la verdad de los misterios divinos es para el entendimiento humano probabilísima, de manera que su contraria apenas tiene probabilidad alguna.

Se sigue de ello que la duda ante las verdades cristianas es por la igualación entre lo probablemente verdadero y lo probablemente falso. Parece ignorarse que: «cuando una cosa es ciertamente más probable, la contraria deja de ser probable»[12]. Lo opuesto entonces a lo más probable, por no tener apenas probabilidad alguna, no es lo menos probable, sino ya lo probablemente falso.

De manera que, como establece Garrigou: «cuando una proposición es más probablemente verdadera, la proposición contraria o la contradictoria es probablemente falsa y sería irracional darle asentimiento», aunque sea muy débil o imperfecto. No sería razonable ni lícito, porque: «en esta adhesión, el temor de errar vencería a la inclinación razonable de prestar adhesión». Aunque en lo probable siempre permanece en mayor o menor grado el miedo a equivocarse, en la elección debe preferirse la verdad al error. «En toda opinión razonable, la inclinación a prestarle adhesión debe prevalecer sobre el miedo de errar».

Por último, advierte Garrigou que la claridad de lo probable y de lo verdadero es el límite solo del entendimiento humano, porque: «por sobre lo probablemente y evidentemente verdadero está la oscuridad superior; por debajo de ellos está la oscuridad contraria»[13]. La primera es obscuridad de la fe, a pesar de su certeza y de la luz que proporciona. Además de esta oscuridad superior está la segunda, oscuridad inferior de la ignorancia de la luz de la fe, que sumerge en tinieblas.

Los ángeles

Sobre estas verdades sobrenaturales, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que: «la ley establecida por Dios, como dice Dionisio, en el libro La jerarquía de los ángeles (C. 4, 3) que: «a los superiores les sean reveladas inmediatamente por Dios, y mediante estos se comuniquen a los inferiores, como se ve en la ordenación de los espíritus celestiales»[14].

Sobre estos espíritus, que se conocen con el nombre genérico o común de ángeles, la tradición corriente entre los tratadistas, que inició Pseudo-Dionisio, autor bizantino del siglo V-VI –de quien se creyó, hasta el siglo XIX, que era discípulo inmediato de San Pablo– transmitió una jerarquía angélica, que no es de fe, pero se fundamenta en la Sagrada Escritura y en el lenguaje de la Iglesia.

Se establecen tres jerarquías –superior, media e inferior–, según sus conocimientos. En cada una de ellas se indican tres órdenes o coros según sus funciones. La primera jerarquía, la superior la componen tres coros: el de los Serafines, los Querubines y los Tronos. En la jerarquía media haytres coros: Dominaciones, Virtudes y Potestades. Y, en la jerarquía inferior, la tercera: los coros de los Principados, los Arcángeles y Ángeles. En definitiva, la distinción entre tres jerarquías y nueve coros, tal como los conocemos, se fundamenta en las diferentes naturalezas creadas por Dios y también según la gracias que reciben.

Indica también Santo Tomás que según esta jerarquía u orden angélico: «Las substancias intelectuales superiores reciben inmediatamente de Dios un conocimiento perfecto del orden divino, conocimiento que han de comunicar a los inferiores, tal como el conocimiento universal del discípulo es perfeccionado por el del maestro, que conoce al detalle»[15].

En segundo lugar, hay que tener en cuenta que: «lo que toca a la gloria futura, excede el común conocimiento de los hombres, según estas palabras de Isaías: «El ojo no vió ¡oh Dios!, fuera de ti, lo que tienes preparado para los que te aman» (Is 64, 4). Por esto, tales cosas no son conocidas por el hombre, si no le fueran reveladas por Dios como dice el Apóstol: «A nosotros nos lo reveló Dios por medio de su Espíritu» (1 Cor 2, 10)».

Por consiguiente, según estas dos advertencias: «habiendo resucitado Cristo con una resurrección gloriosa, ésta no fue manifestada, a todo el pueblo, sino a algunos, por cuyo testimonio llegaría a conocimiento de los demás»[16].

La aparición a las mujeres

A esta tesis de Santo Tomás se puede oponer el argumento de la siguiente objeción: «Como al pecado público se daba pena pública, según dice San Pablo a Timoteo: «Corrige delante de todos al pecador» (1Tim 5, 20), así al mérito público le es debido un premio público. Pero, como dice San Agustín: «la gloria de la resurrección es el premio de la humildad de la pasión» (Trat. Evang. San Juan, trat, 104, Jn 17, 1) Luego habiendo sido manifiesta a todos la pasión de Cristo, que padeció en público, parece que debía ser también conocida de toda la gloria de su resurrección»[17].

A esta objeción, responde Santo Tomás: «La pasión de Cristo se realizó en un cuerpo, que tenía todavía una naturaleza pasible, la cual es de todos conocida por ley natural. Por esto, la pasión de Cristo pudo manifestarse a todo el pueblo. Pero la resurrección de Cristo se realizó «por la gloria del Padre» (Rm 6, 4), como dice el Apóstol, Y, así, no fue manifestada a todos, sino a algunos».

Además, precisa: «Que a los públicos pecadores se les imponga penas públicas, se entiende de las penas de la vida presente. Y lo mismo de los méritos públicos, que se deben premiar públicamente, para estímulo de lo otros. Pero las penas y los premios de la vida futura no son manifestados públicamente a todos, sino a aquellos especialmente a aquellos escogidos por Dios»[18].

Todavía se puede objetar, en segundo lugar, que: «como la pasión de Cristo se ordena a nuestra salvación, así la resurrección, según lo que dice el Apóstol: «Cristo resucitó por nuestra justificación» (Rm 4, 25). Pero lo que es de utilidad de todos debe ser a todos manifestado. Luego la resurrección de Cristo debió ser manifestada a todos, y no sólo apersonas determinada»[19].

En la correspondiente respuesta, Santo Tomás determina su tesis sobre la explicación de la manifestación de Cristo resucitado, al replicar: «La resurrección de Cristo, como es para la salvación común de todos, debe llegar a noticia de todos; pero no necesario que inmediatamente sea a todos manifestada, sino a algunos, por cuyo testimonio llegue luego a los demás»[20].

Por último, presenta otra objeción de gran interés: «Aquellos a quienes se hizo manifiesta la resurrección fueron testigos de ésta, por lo cual dice San Pedro: «A quien Dios resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos» (Hch 3, 15). Y daban este testimonio predicando en público. Y esto no es propio de las mujeres, pue el Apóstol dice: «Las mujeres. cállense en la Iglesia» (1 Cor 14, 34); y «No permito que las mujeres enseñen» (1 Tim 2, 12). Luego no parece acertado el que la resurrección fuese manifestada a las mujeres antes que a todos los hombres en general»[21].

Reconoce Santo Tomás en su repuesta que: «No se permite a las mujeres enseñar públicamente en la Iglesia, pero sí se les permite instruir a otros en privado, en casa. Y por eso, como dice San Ambrosio: «la mujer es enviada a aquellos que son de su casa» (Exp. Evang. S. Luc., l. 10, Lc 24, 9), pero no se la envía para llevar al pueblo el testimonio de la resurrección».

Al comentar estos dos textos de San Pablo sobre la restricción del papel de las mujeres, según las costumbres de su época y que ya había sido indicada por Aristóteles[22],

nota Santo Tomás que, sin embargo: «se lee que muchas mujeres profetizaron, como la Samaritana (Jn 4, 29, 42), Ana la viuda de Fanuel (Lc 2, 36-38), Débora (Jc 4, 4), Hulda mujer de Sellum (2 Re 22, 14-20), y las hijas del predicador Felipe (Hch 21, 9)».

No obstante, esta aparente contradicción se explica porque: «en la profecía hay dos cosas, a saber: revelación y manifestación de la revelación, y que de la revelación no están excluidas las mujeres, pues muchas cosas se les revelan, al igual que a los varones. Pero su manifestación es doble. La una, pública, y de ésta son excluidas; la otra, privada, y ésta se les permite, por no ser predicación sino anuncio»[23].

A pesar de esta limitación, Santo Tomás explica la razón de la aparición de Cristo a las mujeres antes que a los mismos apóstoles por su mayor amor. Escribe: «en lo tocante al estado de la gloria, no sufre detrimento el sexo femenino, antes gozarán de mayor gloria en la visión divina, si ardieron en mayor caridad. Por esto las mujeres que más amaron al Señor, y que «no abandonaron el sepulcro cuando los discípulos se aparta ron», vieron primero al Señor resucitado en gloria»[24].

Así se justificaría también la tradición cristiana de la primera aparición de Cristo resucitado a su Santísima Madre. Ella no le abandonó nunca y le profesaba el mayor amor, por tanto, según el argumento de Santo Tomás, tenía que ser la primera en contemplar a su Hijo resucitado.

 

Eudaldo Forment

 



[1] Juan de Flandes, Cristo resucitado se aparece a su madre (aprox. 1496)

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 55, a. 1, sed c.

[3] R. GARRIGOU-LAGRANGE, El sentido del misterio y el claroscuro intelectual natural y sobrenatural, Buenos Aires, Ediciones Desclée de Brouwer, 1945, p. 116.

[4] Ibíd., p. 119.

[5] Ibíd., p. 116.

[6] Ibíd., p. 119.

[7] Ibíd., p. 120.

[8] Ibíd, p. 117-118.

[9] Ibíd., pp. 119-120.

[10] Ibíd., p. 120.

[11] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, II-II, q. 2, a. 1, in c.

[12] R. GARRIGOU-LAGRANGE, El sentido del misterio y el claroscuro intelectual natural y sobrenatural, pp. 120-121.

[13] Ibíd., p. 121.

[14] Ibíd., q. 55, a. 1, in c.

[15] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los gentiles, III. c. 80.

[16] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 55, a. 1, in c.

[17] Ibíd., III, q. 55, a. 1, ob. 1.

[18] Ibíd., III, q. 55, a. 1, ad. 1.

[19] Ibíd., III, q. 55, a. 1 ob. 2.

[20] Ibíd., III, q. 55, a. 1, ad 2.

[21] Ibíd., III, q. 55, a. 1, ob. 3.

[22] Véase: Aristóteles, Política, lib. 4, cap. 2.

[23] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, c. 14, lec 7.

[24] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 55, a. 1, ad 3.

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