LXXVI. Integridad del cuerpo glorioso de Cristo
La integridad
En su obra Compendio de teología, afirma Santo Tomás que todos los cuerpos resucitados poseerán íntegras todas sus partes y, además, que quedarán restaurados todos los fallos de la naturaleza corporal humana. No tendrán, por tanto, ni enfermedad, ni sus secuelas, ni ningún deterioro, porque «por el mérito de Cristo se quitará en la resurrección lo defectuoso de la naturaleza que es común a todos»[1].
En su vida terrena el hombre usa de los alimentos y de los actos generadores, pero: «cesará el uso de todas estas cosas, los hombres tendrán, sin embargo, los órganos destinados para todas estas cosas, porque sin ellos el cuerpo del hombre resucitado no permanecería íntegro, y es conveniente que la naturaleza sea reparada íntegramente en la restauración del hombre resucitado, restauración que procederá inmediatamente de Dios, cuyas obras son perfectas. Así, los hombres, después de la resurrección, poseerán dichos órganos por causa de la conservación de la naturaleza íntegra y no para ejercer los actos a que estaban destinados»[2].
El cuerpo humano resucitará íntegro en todas sus partes. Además, quedarán restaurados todos las deficiencias y males que haya tenido.. Argumenta que, «los cuerpos resucitados estarán exentos de todos los defectos naturales. Todos estos defectos naturales son contrarios a la integridad de la naturaleza, y, si es conveniente que en la resurrección de la naturaleza humana sea íntegramente restaurada por Dios, resulta, como consecuencia, que deben desaparecer todos los defectos»[3].
La razón es porque: «estos defectos provienen del defecto del poder natural, que había sido el principio de la generación humana; pero en la resurrección no habrá otro poder activo que el poder divino, el cual no está sujeto a defecto alguno; como consecuencia, los defectos que existen en los hombres nacidos por la generación, no se encontrarán en aquellos que hayan sido restaurados por la resurrección»[4].
Dios restaurará lo defectuoso y suplirá lo que falta al cuerpo resucitado. De manera que: «aun cuando en esta vida haya habido algunos que han estado privados de ciertos miembros o no alcanzaron la cantidad perfecta, conseguirán en la resurrección la perfección conveniente de los miembros y de la cantidad, cualquiera que sea la cantidad que tenían cuando fallecieron»[5].
En la Exposición del Símbolo de los Apóstoles, Santo Tomas indica otra condición: la incorruptibilidad, derivada de la integridad. Declara que «los cuerpos serán incorruptibles e inmortales, no habrá empleo de alimentos ni del sexo. Decía Jesús que: «en la resurrección, ni se casarán, ni serán dados en casamiento, sino que serán así como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22, 30). Esto, contra la opinión de judíos y sarracenos. Se lee también en la Escritura: «ni volverá ya a su casa, ni le conocerá más el lugar donde estaba» (Jb 7, 10)».
Debe así sostenerse que: «los cuerpos resucitados serán de distinta calidad que ahora: tanto los de los Bienaventurados como los de los réprobos serán incorruptibles, puesto que los buenos permanecerán para siempre en la gloria y los malos para siempre el tormento. San Pablo decía: «Es necesario que lo corruptible se revista de incorruptibilidad y la mortal se revista de inmortalidad.» (1 Cor 5, 53)»[6].
Igualmente la impasibilidad se deriva de la integridad. San Pablo la incluye en su enumeración de cuatro dotes o cualidades de los cuerpos resucitados: impasibilidad, claridad, agilidad, y sutileza[7].
La impasibilidad
Al comentar el pasaje paulino de las dotes, explica Santo Tomás que: «primeramente menciona el don de impasibilidad cuando dice «se siembra corrupción» resucita incorrupción» (1Cor, 15, 42)» y aquí «se habla de incorrupción no solo para excluir la separación del alma respecto al cuerpo, porque esta incorrupción también la tendrán los cuerpos de los condenados, sino para excluir tanto la muerte como cualquier dañosa perturbación, ya del exterior, ya del interior. Y en cuanto a esto se entiende la impasibilidad del cuerpo glorioso»[8].
Según esta condición de los cuerpos resucitados: «todos, buenos y malos, resucitarán con toda la integridad, que corresponde a la perfección del hombre: no habrá ciego, ni cojo ni defecto alguno. «Los muertos resucitarán, incorruptibles.» (1 Cor 15, 52), es decir, exentos de las corrupciones de la vida presente»[9].
Todo ello queda probado, porque: «al concepto de naturaleza pertenece que el alma humana sea forma del cuerpo, a quien vivifique y conserve en el ser»[10]. El cuerpo puede conservar su ser por el alma, que es donado por ella, porque el ser del cuerpo humano es el del alma. Lo aporta al cuerpo, la misma alma, ya que , en el hombre, tiene un ser propio. Su alma es una substancia espiritual, intelectiva y volitiva, un alma espiritual o espíritu, aunque necesite compartir su ser con el cuerpo, al que informa como alma , y así le proporciona la vida animal, vegetal y la corporeidad.
Como consecuencia, el alma espiritual humana unida al cuerpo substancialmente o por su ser, que le hará inmortal, podrá por sus actos personales ser elevada a la gloria de la visión de Dios, o bien por sus culpas ser excluida de ella. Con la resurrección, la forma humana, que es el alma espiritual dará al cuerpo el ser incorruptible, aunque, por estar compuesto de elementos distintos y contrarios tienda a la muerte, es decir, a su disgregación y corromperse ellos mismos aisladamente. No obstante, la composición de elementos contrarios, que, por ello, tienden a disgregarse y corromperse aislados, estos constitutivos serán incorruptibles, porque estarán sujetos completamente :al alma humana, por el poder que le dará Dios[11].
En la gloria, el alma espiritual dominará totalmente al cuerpo.De manera que: «el cuerpo humano, y cuanto hay en él estará perfectamente sujeto a la alma racional, como ésta estará también perfectamente sometida a Dios. Luego, en el cuerpo glorioso no podrá darse cambio alguno contrario a aquella disposición con que el alma le perfecciona. Y así tales cuerpos serán impasibles.»[12], inmunes a todo mal, actual y posible.
En la vida terrena, los agentes exteriores, que afectan al cuerpo, e internos, como las pasiones, pueden oponerse al alma, porque ésta no domina totalmente al cuerpo. En cambio: «en los santos, después de la resurrección, el alma tendrá pleno y absoluto dominio sobre el cuerpo, y tal dominio jamás desaparecerá, ya que el alma estará inmutablemente sujeta a Dios, lo que no ocurría en el estado de la primitiva inocencia»[13].
También en este estado, llamado también de justicia original, el hombre tenía el don preternatural de la impasibilidad, o inmunidad de todo lo nocivo o perturbador para el alma y el cuerpo. Sin embargo, esta impasibilidad no era absolutamente perfecta, porque tenía la posibilidad de perderla por el pecado, como de hecho ocurrió.
En el Catecismo del Concilio de Trento, se recoge la descripción de esta cualidad de los cuerpos gloriosos en la siguiente definición: «La impasibilidad es una gracia y dote que hará que no puedan padecer ninguna molestia ni sentir dolor o incomodidad alguna; pues nada les podrá causar daño, ni el rigor del frío, ni la fuerza del calor, ni el furor de las aguas. El cuerpo dice San Pablo «se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción» (1 Cor 15, 42)».
A continuación, se indica que: «El motivo de haberla llamado los escolásticos impasibilidad más bien que incorrupción, fue para significar lo que es propio del cuerpo glorioso; porque la impasibilidad no les es común con los condenados, cuyos cuerpos, aunque sean incorruptibles, pueden, no obstante, ser abrasados, sentir frío, y ser atormentados de varios modos»[14].
La significación del dote de impasibilidad se explica porque la palabra «pasión» se toma en una determinada acepción. «La pasión se toma en dos sentidos: uno común y así toda recepción se llama pasión, bien porque la cosa recibida se adapte al que la recibe, o bien porque le sea contraria y la destruya.» En este sentido, pasión es el estado del sujeto que ha recibido algo, que le ha causado gozo por ser conveniente para él, o porque ha sufrido algo que le es perjudicial. Tomada en este sentido, de mera recepción, los cuerpos gloriosos no son impasibles.
En otro sentido: «llámese propiamente pasión, lo que San Juan Damasceno la define así: «Pasión es un movimiento que sobrepasa lo natural» (La fe ortod. II, c. 22). Se explica, porque: «todo lo que padece es arrastrado hasta los límites del agente, pues el agente se asimila al paciente; y así, el paciente, en cuanto tal, es sacado de sus propios límites en que estaba». Pasión significa, en este sentido, los movimientos de la apetición sensible,
Por consiguiente: «tomando la pasión en este sentido propio, no se dará en los cuerpos de los santos resucitados capacidad para la misma y serán, en consecuencia, impasibles»[15]. El cuerpo glorioso, por la impasibilidad, o negación de la pasión en sentido propio, no sufrirá dolor ni quebranto, ni molestia alguna. Los cuerpos gloriosos serán insensibles a todo dolor. No les afectará ningún mal que provenga de su cuerpo, como la enfermedad, o de algo exterior que les causa dolor. No tendrán pena alguna.
La impasibilidad y el ejercicio de los sentidos
Aunque con el dote o cualidad de la impasibilidad: «en los cuerpos gloriosos permanecerá la misma potencia a otra forma distinta de la que ahora tienen en cuanto a la substancia de la potencia; per estará ligada por la victoria del alma sobre el cuerpo, de tal manera que no podrá jamás pasar a un acto de pasión»[16]. La imposibilidad que tendrán, por tanto. será absolutamente perfecta.
Parece que como el cuerpo glorioso es totalmente impasible,con una completa y perfecta imposibilidad no podrá utilizar sus sentidos, puesto que se actualizan por la acción de algo exterior. Sin embargo, como nota Santo Tomás: «se dice en el Apocalipsis: «Le verá todo ojo» (Ap 1, 7). Luego allá habrá sensación en acto»[17].
La compaginación de la impasibilidad y el ejercicio de los sentidos en los cuerpos gloriosos es porque, aunque «el sentido de los cuerpos gloriosos se ejercerá por la recepción procedente de las cosas exteriores», debe tenerse en cuenta que «los órganos de los sentidos se inmutan por las cosas exteriores de dos modos».
Uno, porque excitan al sentido por: «inmutación natural, o sea, cuando el órgano es afectado por la misma cualidad natural que posee la cosa exterior, que obra sobre él» El sentido recibe, por tanto, una inmutación material orgánica.
Otro, por: «inmutación espiritual (inmaterial), que es cuando la cualidad sensible se recibe en el órgano, pero según su ser espiritual, es decir la especie o intención (imagen) de la cualidad y no la misma cualidad; como la pupila recibe la especie de lo blanco, y, sin embargo, no se hace blanca».
La acción de las cosas exteriores actúa sobre el sentido, que es apta para recibirla, y el efecto, o la pasión, en el sentido es la especie o imagen. La acción actúa por la forma de la cosa, no por su materia, sobre un órgano animado o informado capacitado por recibir la forma que porta la acción y en este sentido lo recibido es espiritual, tomado este término en el sentido de inmaterial. La especie o intención, que recibe el sentido, por esta inmaterialidad, ya no transmuta al órgano del sentido.
Se advierte así, que: «la primera recepción, hablando con propiedad, no produce el sentido, porque el sentido es, como dice Aristóteles «receptor de las especies de la materia, pero inmaterializadas» (El alma, II, c.12, n. 1). Y esta recepción, inmuta la naturaleza del recipiente, porque de esta manera se recibe la cualidad según su ser material». La acción de la cosa que excita el sentido, que es una potencia pasiva, actúa según su naturaleza. Por tanto, tal acción no sólo es portadora de una forma que asimilará el sentido, sino es también material, y por ello, le afecta materialmente.
Se infiere de ello que este primer modo de afectar materialmente al sentido se da en el hombre en su vida sensitiva terrena. Y, además, por medio de ésta puede tener la segunda recepción inmaterial, en la que se origina como consecuencia el acto de conocer sensible.
Por consiguiente «el primer modo no existirá en los cuerpos gloriosos», porque por su impasibilidad no pueden ser afectados materialmente. En cambio, se dará el segundo, el que produce directa y realmente el acto de sentir, porque la sensación, «sin cambiar la naturaleza del recipiente, puede de por sí actualizar el sentido»[18]. De manera que las cualidades sensibles de las cosas afectarán a los sentidos de este modo espiritualizado o inmaterializado, sin ningún cambio material en los órganos de los sentidos.
La sangre de Cristo resucitado
En el artículo tercero de la cuestión dedicada al cuerpo de Cristo resucitado se ocupa de su integridad. La prueba partiendo de estas palabras de San Gregorio, citadas en el artículo anterior (III, q. 54, a. 2, ad 2): «después de la resurrección, se manifiesta el cuerpo de Cristo de la misma naturaleza, pero de distinta gloria»[19].
Indica, después de citarlas, que: «se sigue de ellas que cuanto pertenece a la naturaleza del cuerpo humano, todo existió en el cuerpo de Cristo resucitado». Como es evidente que: «a la naturaleza del cuerpo humano pertenecen las carnes, los huesos, la sangre y las demás cosas de este género, todas estas cosas existieron en el cuerpo de Cristo resucitado».
Además, precisa que es igualmente patente que: «existieron íntegramente, sin ninguna disminución; de otro modo no sería perfecta la resurrección, si no hubiera sido reintegrado todo lo que por la muerte había caído. Por esto el Señor prometió a sus fieles, diciendo: «Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados» (Mt 10, 30). Y: «No perecerá un solo cabello de vuestra cabeza» (Lc 21, 18)».
Es erróneo sostener, por tanto, que: «el cuerpo de Cristo no haya tenido carnes y huesos, y las demás partes propias del cuerpo humano». Además: «si es i inadmisible que Cristo haya recibido, en su concepción, cuerpo de otra naturaleza, por ejemplo, celeste, (…) mucho más lo será que, en la resurrección, haya tomado cuerpo de otra naturaleza, porque en la resurrección tomó el cuerpo para gozar de una vida inmortal, mientras que, en su concepción, lo recibió para una vida mortal»[20].
Igualmente, como es usual, Santo Tomás presenta, en esta cuestión, varias objeciones por las que parece que el cuerpo de Cristo no resucitó íntegro. Las dos pri meras se basan sobre la carne y la sangre de Cristo resucitado, porque «parece que no haya tenido carne y sangre»[21].
Como: «la sangre es uno de los cuatro humores, si Cristo tuvo sangre, por igual razón tuvo los otros humores, de los que se origina la corrupción en los cuerpos de los animales. Así pues, se seguiría que el cuerpo de Cristo sería corruptible, lo que es inadmisible. Luego Cristo no tuvo carne ni sangre»[22].
Santo Tomás responde con la cita de estos textos de San Agustín: «Tu pregunta es: «¿Tiene ahora el cuerpo del Señor huesos y sangre y las demás formas de la carne?» ¿Por qué no añadiste también los vestidos, para extender más la pregunta? ¿Por qué causa sino porque apenas podemos imaginar sin corrupción las cosas que en el uso de esta nuestra vida sabemos corruptibles, aunque ya se nos han ofrecido algunas pruebas de milagros divinos, por los que podemos conjeturar mayores portentos? Si el vestido de los israelitas pudo durar muchos años en el desierto sin romperse, si el cuero mortal de sus sandalias se mantuvo incólume (Cf. Dt 29, 5), Dios puede prolongar por cuanto tiempo quiera la incorrupción a cualesquiera cuerpos. Por eso creo que el cuerpo del Señor está en el cielo como era cuando subió al cielo»[23].
En su respuesta añade Santo Tomás estas palabras de San Agustín del mismo lugar: «Haya fe y no habrá problema, a no ser que se pregunte por la sangre, ya que Cristo cuando dijo: «palpad y ved que el espíritu no tiene huesos y carne» (Lc 24, 39),no añadió «ni sangre». Pero no añadamos preguntas sobre lo que él no añadió palabras y, si te place, demos fin a la cuestión por la vía rápida. Tomando ocasión de la sangre, podría venir otro molesto preguntón, diciendo: «Si tiene sangre, ¿por qué no ha de tener pituita y bilis amarilla y negra, pues hasta la ciencia médica atestigua que esos cuatro humores templan la naturaleza de la carne?» Añada cada cual lo que quiera, con tal que no añada la corrupción, no sea que corrompa la salud e integridad de la fe»[24].
A la sangre de Cristo resucitado se acude en la objeción tercera y última[25]. La respuesta que da es la siguiente: «toda la sangre que fluyó del cuerpo de Cristo, como cosa perteneciente a la realidad de su naturaleza humana, resucitó en el cuerpo de Cristo. La misma razón corre para todas las otras partes que pertenecientes a la realidad e integridad de la naturaleza humana»[26].
Santo Tomás, por tanto, considera que la sangre derramada durante su pasión resucitó con el cuerpo de Cristo. Esta cuestión de la sangre que estaba en las reliquias estaba unida a su dignidad fue discutida durante el siglo XV, entre dominicos y franciscanos. hasta que el papa el papa Paulo II, en la segunda mitad del siglo XV, prohibió que se sostuvieran las dos opiniones opuestas con estas palabras: «Por autoridad apostólica, a tenor de las presentes, estatuimos y ordenamos que a ninguno de los frailes predichos (Menores o Predicadores]), sea lícito en adelante disputar, predicar o pública o privadamente hablar sobre la antedicha duda, a saber, si es herejía o pecado sostener o creer que la misma sangre sacratísima, como antes se dice, durante el triduo de la pasión del mismo Señor nuestro Jesucristo, estuvo o no de cualquier modo separada o dividida de la misma divinidad, mientras por Nos y por la Sede Apostólica no hubiere sido definido qué haya de sentirse sobre la decisión de esta duda»[27]. Y así está hasta nuestros días.
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás de Aquino, Compendio de Teología, c. 158, n. 318.
[2] Ibíd., c. 158, n. 316.
[3] Ibíd., c. 158, p. 318.
[4] Ibíd., c. 158, n. 319.
[5] Ibíd., c. 158, n. 321.
[6] ÍDEM, Exposición del Símbolo de los Apóstoles, art. 11., n. 105.
[7] Cf. 1 Cor 15, 42-44.
[8] ÍDEM, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, c. 15, lec. 6.
[9] ÍDEM, Exposición del Símbolo de los Apóstoles, art. 11.
[10] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 86.
[11] Véase: ibíd.
[12] ÍDEM, Suma teológica, Supl., q. 82, a. 1, in c.
[13] IbÍd., Supl., q.8 2, a.1, in c.
[14] Catecismo del Concilio de Trento, I, c. 12, 13.
[15] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, Supl., q. 82, a. 1, in c.
[16] Ibíd., Supl., q. 82, a. 1, ad 2.
[17] Ibíd, Supl., q. 82, a. 3, sed c. 1.
[18] Ibíd., q. 82, a. 3, in c.
[19] SAN GREGORIO MAGNO Homil. Evang., l. 2, hom. 26).
[20] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 54, a. 3, in c.
[21] Ibíd., III, q. 54, 3, ob. 1.
[22] Ibíd., III, q. 54, 3, ob. 2.
[23] SAN AGUSTÍN, Epístola 205, A Consentio, n. 2.
[24] Ibíd., Epíst. 205, n. 3
[25] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 54, a. 3, ob. 3.
[26] Ibíd., III, q. 54, a. 3, ad 3.
[27] PAULO II, Bula Ineffabilis summi providentia Patris, de 1 de agosto de 1464. DZ-S , 1385.
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