LXXI. El día de la resurrección de Cristo

La prueba del tercer día[1]

En el siguiente artículo, el segundo de la cuestión de la Suma teológica sobre la resurrección de Cristo, Santo Tomás se ocupa de examinar la conveniencia respecto al día en que ocurrió. Según: «lo que el Señor dice en el Evangelio de San Mateo: «Le entregarán a los gentiles para escarnecerle, azotarle y crucificarle, y al tercer día resucitará» (Mt 20, 19)»[2].

En Jesús de Nazaret, Joseph Ratzinger advierte que: «El tercer día no es una «fecha teológica», sino el día de un acontecimiento que para los discípulos ha supuesto un cambio decisivo tras la catástrofe de la cruz». Este día no sólo se refiere al hecho de la resurrección, sino también: «al primer encuentro con el Señor resucitado. El primer día de la semana –el tercero después del viernes– está atestiguado desde los primeros tiempos en el Nuevo Testamento como el día de la asamblea y el culto de la comunidad cristiana (Cf 1 Co 16, 2; Hch 20, 7; Ap 1, 10)».

Desde entonces el domingo: «es atestiguado como una característica nueva, propia de los cristianos, en contraposición con la cultura sabática judía (…) Sí se considera la importancia que tiene el sábado en la tradición veterotestamentaria, basada en el relato de la creación y en el Decálogo, resulta evidente que solo un acontecimiento con una fuerza sobrecogedora podía provocar la renuncia al sábado y su sustitución por el primer día de la semana»[3].

De manera que: «Solo un acontecimiento que se hubiera grabado en las almas con una fuerza extraordinaria podría haber suscitado un cambio tan crucial en la cultura religiosa de la semana. Para esto no habrían bastado las meras especulaciones teológicas»

Puede así confesar Ratzinger que: «Para mí la celebración del día del señor, que distingue a la comunidad cristiana desde el principio, es una de las pruebas más fuertes de que ha sucedido una cosa extraordinaria en este día: el descubrimiento del sepulcro vacío y el encuentro con Jesús resucitado»[4].

El «Credo» de San Pablo

Queda confirmada esta prueba por: «el Credo de Jerusalén, que se remonta a los orígenes y es transmitido por San Pablo»[5]. En el capítulo quince de la Primera Epístola a los Corintios, escribe que el «Evangelio que os evangelicé (v. 1)» ,y que: «os transmití en primer lugar lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras (v. 3); que fue sepultado y que ha resucitado el tercer día según las Escrituras (v. 4); que fue visto por Cefas y luego por los doce (v. 5). Después fue visto por más de quinientos hermanos de una vez, de los cuales los más quedan aún ahora, y algunos ya murieron (v. 6). Después fue visto por Santiago, luego por todos los apóstoles (v.7); últimamente después de todos, siendo como soy el abortivo, fue visto también por mí (v. 8)»[6].

Comenta también Ratzinger que: «en el «Evangelio» (v. 1) del que aquí habla San Pablo es aquel «en el que estáis fundados y por el cual os salvaréis si es lo que lo conserváis tal como os lo he proclamado» (v. 1-2). De este mensaje central no solo interesa el contenido, sino también la formulación literal, a la que no se puede añadir ninguna modificación».

Por consiguiente: «De esta vinculación con la tradición, que proviene de los comienzos, se derivan tanto su obligatoriedad universal como la uniformidad de la fe: «Tanto ellos como yo, esto es los que predicamos; esto es lo que habéis creído» (v. 11). En su núcleo, la fe es una sola incluso en su misma formulación literal; ella une a todos los cristianos»[7].

Explica seguidamente que: «a este respecto la investigación ha seguido preguntándose cuándo y de quién exactamente ha recibido Pablo dicha confesión (…) En cualquier caso, todo esto forma parte de la primera catequesis que, una vez convertido, recibió tal vez ya en Damasco; pero una catequesis que en su núcleo provenía sin duda de Jerusalén, y que se remontaba por tanto a los años treinta. Es, pues un verdadero testimonio de los orígenes»[8].

El testimonio de San Pablo de estas apariciones de Cristo resucitado, como indica Bover, por una parte: «en su redacción, dista del hecho solo unos 25 años; más indirectamente, como este testimonio es una simple reproducción del que más de 20 años atrás recibió el mismo Pablo al convertirse a la fe, resulta que acerca de la resurrección del Salvador poseemos una prueba testifical contemporánea al hecho mismo».

Por otra parte: «prueba, además, que subsistía al escribirse esta Epístola, por cuanto vivían aún muchos de los que habían visto al Señor resucitado. Contra este testimonio se ha estrellado siempre y siempre se estrellará la crítica racionalista»[9].

Nota también el biblista que: «La lista, con todo es incompleta. En ella se callan las apariciones a María Magdalena y a las piadosas mujeres, a los dos discípulos que iban a Emaús y a los siete junto al mar de Tiberíades; no se distinguen además las dos a los doce apóstoles (o a los once) separados por el intervalo de ocho días (Jn 20, 19-20), y los otros dos comunes a todos los apóstoles: la del monte de Galilea (Mt 28, 16-17) y la del día de la Ascensión (Hch 1, 4-9). Añadiendo estas apariciones la primera de todos a la Madre Santísima»[10] .

Santo Tomás también decía, en su comentario a este pasaje paulino que: «debe notarse que no se ponen aquí todas las apariciones de Cristo, ni las que se les hicieron a las mujeres. Aunque se ponen aquí algunas que no se leen en los Evangelios. Y la razón de ello fue que el apóstol quiere acallar con motivo a los infieles, por lo que no quiso poner sino testimonios inatacables, y por lo mismo se calló las apariciones hechas a las mujeres, y puso algunas que no se imaginan, para mostrar que también a otros muchos se apareció; pero hace especial mención de Pedro y de Santiago porque estos eran como columnas como dice en la Epístola a los Gálatas ( 2, 9)»[11].

Fillion, otro biblista anterior a Bover, notaba sobre la resurrección de Cristo que: «semejante prodigio pedía, naturalmente, pruebas para excitar y afianzar la fe; y estas pruebas quiso Dios que nos fuesen dadas, sólidas abundantes, expuestas con mano maestra, por los cuatro evangelistas y por el apóstol de los gentiles». Sin embargo: «con todo esto, ninguno de los escritores sagrados describe el hecho mismo de la resurrección de Cristo, que, según toda probabilidad fue invisible a las miradas humanas»[12].

No obstante de sus indicaciones se deduce que: «en el instante de la resurrección, el alma de Cristo, volviendo del limbo, se unió de nuevo al cuerpo, del que le había separado la muerte, y este cuerpo permaneciendo sustancialmente el mismo, como lo demuestran las señales de las heridas principales, y permaneciendo siempre cuerpo, ya que se le podía tocar y podía tomar alimento, estaba dotado de cualidades nuevas que le permitían hacerse invisible, atravesar en un punto las distancias y pasar a través de los cuerpos más compactos. La misma era también la personalidad de Cristo, aunque exteriormente tuviese algo de más celestial y de más digno, pero continuaba siendo igualmente amabilísima, familiar y tiernamente afectuosa»[13].

La conveniencia de la resurrección al tercer día

En el cuerpo del artículo, Santo Tomás sostiene que el hecho de la resurrección de Cristo ocurriese a los tres días de su muerte fue conveniente: «para instrucción de nuestra fe». Pero como: «es objeto de nuestra fe la divinidad y la humanidad de Cristo, no basta creer una cosa sin la otra». Ello explica que, por un lado: «para confirmar la fe en la divinidad, convino que resucitase pronto y que la resurrección no se difiriese hasta el fin del mundo».

Por el otro que: «para confirmar nuestra fe en su humanidad y en su muerte fue preciso que hubiese un intermedio entre la muerte y la resurrección, pues, si luego de muerto hubiera resucitado, pudiera parecer que la muerte no había sido verdadera, y, por consiguiente, tampoco la resurrección». De manera que: «para hacer manifiesta la muerte de Cristo bastaba que su resurrección se difiriese hasta el tercer día, pues no ocurre que en un muerto aparente dejen de aparecer en este tiempo algunas señales de vida».

Agrega seguidamente esta razón filosófica : «la resurrección al tercer día se viene a avalorar la perfección del número ternario que es «el número de toda realidad» puesto que tiene «principio medio y fin» según se dice Aristóteles (El cielo, c. 1, n. 2)».

Añade Santo Tomás que la resurrección al tercer día: «encierra un sentido místerioso, que Cristo «con su muerte corporal», que fue luz por la justicia, «destruyó nuestras dos muertes» esto es, la del cuerpo y la del alma, que son tenebrosas por el pecado. Por esto permaneció muerto un día entero y dos noches, como dice San Agustín en el libro De la Trinidad (Trin, IV, 5)».

Otro sentido es que: «con esto se significaba también que por la resurrección de Cristo empezaba una tercera época. Fue la primera la que precedió a la ley; la segunda abarca a la época de la ley; y la tercera la de la gracia».

Por último, significa que: «empieza también en la resurrección de Cristo el tercer estado de los Santos. Pues el primero responde a las figuras de la ley; el segundo a la verdad de la fe ; y el tercero a la eternidad de la gloria, que Cristo inauguró con su resurrección»[14].

Dificultades de la conveniencia del tiempo de la resurrección

En el mismo artículo, Santo Tomás da respuesta a tres objeciones a la conveniencia de la resurrección de Cristo tres días después de su muerte, y precisa así su argumentación afirmativa y probativa de la misma. En la primera se dice: «Los miembros deben conformarse con su cabeza; pero nosotros, miembros de Cristo, no resucitamos de la muerte al tercer día, sino que nuestra resurrección se difiere hasta el fin del mundo. Luego parece que Cristo, por ser nuestra cabeza, no debió resucitar al tercer día, sino que su resurrección debió diferirse hasta el fin del mundo»[15].

Santo Tomás, en su respuesta, admite la premisa mayor del razonamiento, pero con la siguiente concreción: «La cabeza y los miembrosse conforman con la naturaleza, pero no en el poder, pues el poder de la cabeza es superior al de los miembros. Por esto,

para mostrar la excelencia delpoder de Cristo, fue conveniente que Él resucitase al tercer día, y que se difiriese la resurrección de los demás hasta el fin del mundo»[16].

La siguiente objeción es opuesta a la anterior, porque no pone su conveniencia hasta el fin de los tiempos con todos los otros hombres, sino en que fuese instantánea, después de morir. Se argumenta: «Dice San Pedro que «era imposible que Cristo fuera retenido por el infierno», (Hch 2, 24)y por la muerte. Pero mientras uno está muerto, se halla retenido por la muerte. Luego parece que la resurrección de Cristo no debió diferirse hasta el tercer día, sino que debió resucitar en seguida, en el mismo día»[17].

En su réplica, Santo Tomás tampoco acepta la conclusión de la deducción, porque no es cierta la premisa menor. En cambio, acepta la mayor, porque: «la detención implica cierta coacción. Pero Cristo no estaba detenido por necesidad alguna de la muerte, sino que «estaba libre entre los muertos» (Sal 87, 6). Y por esto permaneció algún tiempo en la muerte, no como detenido, sino por propia voluntad, y permaneció cuanto juzgó ser necesario para instrucción de nuestra fe» [18].

Por último, en la tercera objeción, se admite que Cristo no debía resucitar con la resurrección universal de todos los hombres, ni tampoco inmediatamente después de morir, pero no se acepta que resucitase el tercer día y, con ello, queda negada la conveniencia de este tiempo. La razón que se da es la siguiente: «El día comienza, al parecer, con la salida del sol, el cual trae el día con su presencia. Pero Cristo resucitó antes de la salida del sol, pues se dice en el Evangelio San Juan que: «el primer día de la semana, María Magdalena, cuando todavía dominaban las tinieblas, vino al sepulcro» (Jn 20, 1) y entonces ya había resucitado Cristo; pues sigue luego: «y vio removida la piedra del sepulcro». Luego Cristo no resucitó al tercer día»[19].

En su extensa defensa de su tesis de la conveniencia de la resurrección al tercer día, que hace Santo Tomás en la correspondiente respuesta, comienza dando el sentido espiritual de lo que se dice en la Escritura al escribir: «Según queda dicho más arriba, Cristo resucitóhacia el amanecer, al clarear el día, para significar que, por suresurrección, nos introducía a la luz de la gloria; así como murió al atardecer, cuandoel día tendía a las tinieblas, para mostrar que, con su muerte, destruía las tinieblasde la culpa y de la pena», del pecado del hombre.

Vuelve a explicar que: «sin embargo, se dice que resucitó al tercer día, tomando el día por el día natural, o sea, por el espacio de veinticuatro horas. Y como dice San Agustín: «La noche que termina con el amanecer, en que se dio a conocer la resurrección de Cristo, pertenece al tercer día. Porque Dios, que ‘hizo que brillase la luz de las tinieblas’ (Cor 4, 6), a fin de que, por la gracia del Nuevo Testamento y por la participación en la resurrección de Cristo, oyéramos: ‘Fuisteis antes tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor’ (Ef 5, 8), nos indica en cierto modo que el día toma su principio de la noche. Pues, como los primeros días, a causa de la futura caída del hombre, se cuentan desde la luz hasta la noche, así también éstos, por causa de la reparación del hombre, se cuentan desde las tinieblas a la luz» (San Agustín, Trin. IV, c. 3)».

Concluye que: «aunresucitando a medianoche, se podría decirque había resucitado al tercer día, entendiendo éste por el día natural. Pero, habiendoresucitado al amanecer, se puede decirque resucitó al tercer día incluso tomandoel día como día solar, producidopor la presencia del sol, porque el sol comenzaba ya a iluminar la tierra. Por esto dice San Marcos que las mujeres vinieron al sepulcro «salido ya el sol» (Me 16, 2).

Ni esto es contrario a lo que dice San Juan: «dominando aún las tinieblas»(Jn 20, 1), pues, como dice San Agustín: «cuando nace el día, los vestigios de las tinieblas tanto más desaparecen cuanto más fuerza va tomando la luz». Y lo que dice San Marcos: «nacido ya el sol «(Mc16, 2), «no debe entenderse como si el sol se dejase ver ya sobre la tierra, sino como aproximándose a aquellas regiones» (Concord. Evang. l. 3, c. 24) [20].

Sobre este momento, el tomista José Torres v Bages, siguiendo al dominico fray Luis de Granada en su «Sermón de la fiesta de la resurrección del Señor» escribía: «Estaba el Santo cuerpo en el sepulcro con aquella lastimosa figura con que lo había dejado la sacratísima alma, tendido en la losa fría, amortajado y cubierto su rostro con un sudario descoyuntados todos sus miembros. Era ya más de la medianoche y quiso el Sol de justicia anticipar al de la mañana, y tomarle en este camino la delantera (…) De esta manera salió el señor del sepulcro, todo ya perfectamente glorioso, como primogénito de los muertos, dechado de nuestra resurrección»[21].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Fra Angelico, La resurrección de Cristo y las mujeres piadosas en el sepulcro (1442).

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 53, a. 2, sed c.

[3] Josep Ratzinger–Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Barcelona, Ediciones Encuentro, 20121 p. 301.

[4] Ibíd., pp. 301-302.

[5] Ibíd., p. 298.

[6] 1 Cor 15, 3-8.

[7] Josep Ratzinger–Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, op. cit., p. 291.

[8] Ibíd., pp. 291-292.

[9] M. Bover, S.I, Las epístolas de San Pablo Barcelona, Editorial Balmes, 1959, 4ª ed., p. 170.

[9] Ibíd., p. 170.                                                                                                                                                                                                                                                      

[10] Ibíd., p. 171.

[11] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Primera epístola a los Corintios, c. 15, lec. 1.

[12] LOUIS CLAUDE FILLION, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Madrid, Rialp, 2000, ·3vols., III, p. 234.

[13] Ibíd., pp. 234-235.

[14] Ibíd., III, q. 53, a. 2, inc.

[15] Ibíd., III, q. 53, a. 2, ob. 1.

[16] Ibíd., III, q. 53, a. 2, ad 1.

[17] Ibíd., III, q. 53, a. 2, ob. 2.

[18] Ibíd., III, q. 53, a. 2, ad 2.

[19] Ibíd., III., q. 53, a. 2, ob. 3.

[20] Ibíd., III., q. 53, a. 2, ob. 3.

[21] JOSEP TORRAS I BAGES, El Rosario y su mística filosofía,  en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. VII, pp. 141-276, pp. 235-236-.

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