LXVII. La acción de Cristo en el infierno de los condenados

El infierno[1]

Santo Tomás, después del articulo dedicado a la acción de Cristo en el infierno de los santos padres, en el siguiente, lo destina a averiguar cuál fue su actuación en el infierno de los condenados. Su conclusión es que a los condenados: «el descenso de Cristo a los infiernos no les trajo la liberación del reato de la pena infernal»[2]. No libró a ninguno de ellos de la pena de daño ni de la de sentido, que habían recibido.

Los ángeles rebeldes o demonios habían sido arrojados al infierno y allí son también sumergidas las almas reprobadas. Al igual que a las otras estancias ultraterrenales, que en distintos lugares o estados viven los espíritus, y que, como explica Royo Marín: «no hay sobre este punto ninguna declaración dogmática de la Iglesia. No pertenece, por lo mismo, al depósito dogmático de la Iglesia. Fundamentalmente, los datos de la fe pueden salvarse diciendo que lo que afecta a las almas separadas es un nuevo estado (de salvación, condenación, purificación…), pero no un lugar determinado. Sin embargo, la opinión que asigna un determinado lugar a las almas separadas, aun antes de volverse a reunir con sus cuerpos resucitados, es la más probable, y, desde luego, la más común entre los teólogos»[3].

Sostiene Santo Tomás que: «las substancias incorpóreas no están en un lugar según el modo que a nosotros nos es conocido y habitual; tal como decimos que los cuerpos están propiamente en el lugar. «Están, no obstante, según el modo correspondiente a las substancias espirituales, el cual no puede ser conocido por nosotros plenamente»[4].

Sobre los modos que se puede estar en un lugar precisa que: «Estar en un lugar conviene de distinta manera al cuerpo, al ángel y a Dios. El cuerpo está en un lugar en calidad de circunscrito, porque sus dimensiones se adaptan a las del lugar». Los cuerpos ocupan el lugar y con ello lo llenan cuantitativamente. Podría decirse que están encerrados en él.

En cambio: «el ángel no está circunscriptivamente, puesto que sus dimensiones no se adaptan a las del lugar sino delimitativamente, porque de tal modo está en un lugar que no está en otro». Por tanto, l ángel no ocupa un lugar, sino que puede estar en él y de manera distinta a los cuerpos, porque: «el ángel está en un lugar por la aplicación de su poder en aquel lugar». Esta presente en el lugar en el que realiza una acción.

Por consiguiente, los espíritus están en un lugar, pero de manera distinta a los seres materiales. «el cuerpo está en un lugar, debido a que está unido al lugar por contacto de su cantidad dimensiva con él. Esta no existe en el ángel, pero, en cambio, tiene la cantidad virtual» o de su actuación por su poder. Por consiguiente: «por la aplicación del poder angélico a un lugar, de cualquier modo, que sea, es por lo que se dice que el ángel está en un lugar corpóreo»

De ahí se sigue que: «no hay para qué hablar de que el ángel sea medido por el lugar ni de que ocupe un sitio en lo extenso, ya que éstas son cosas peculiares del cuerpo localizado, precisamente por cuanto tiene cantidad dimensiva».

Tampoco debe decirse que el ángel esté contenido por el lugar, porque la substancia incorpórea que se pone en contacto con una cosa corpórea por su poder, la contiene y no está contenida por ella; y así el alma está en el cuerpo como continente y no como contenida. Se dice así que el ángel está en un lugar corpóreo no como contenido, sino como el que de algún modo lo contiene»[5].

Por último, la presencia de Dios por su inmensidad es distinta. «Dios no está ni circunscrito ni delimitado, porque está en todas partes»[6]. Dios está presente en todos los lugares, como ya se explicó, «por potencia» o por poder, porque todo está subordinado a Él; «por presencia», porque todo está visible ante Dios; y «por esencia» porque actúa en todo dando el ser de cada cosa[7].

La verdad del fuego del infierno

Los ángeles buenos están en un lugar activamente actúan con su poder y los ángeles malos o demonios están también en un lugar pasivamente, porque se encuentran sujetos al mismo. Están en el infierno, cuya existencia y eternidad son dogmas de fe, porque así se afirma explícitamente en la Sagrada Escritura, están definidas como tales por la Iglesia, y, por ello, lo sostiene Santo Tomás, que sigue así a los Padres de la Iglesia y a su magisterio.

Son dos verdades dogmáticas, definidas por la Iglesia como divinamente reveladas, y, por tanto, infalibles e irrevocables. Requieren, por tanto, un asentimiento de fe teologal y deben ser creídas con fe divina y católica, porque están fundadas en la fe de la Palabra de Dios. Si se ponen en duda o se niegan se cae en la herejía.

En el infierno los demonios o condenados una de las penas, que sufren, es la del fuego del infierno. También es una verdad definida dogmáticamente. Lo que no está definido como verdad de fe divina y católica es el tipo de realidad y naturaleza de lo que la Iglesia designa con el término «fuego».

Tampoco la Iglesia ha expresado su realidad objetiva y externa como una verdad definitiva, como una verdad necesaria para custodiar y exponer las dos verdades dogmáticas anteriores. La verdades definitivas o eclesiásticas son verdades irrevocables y que requieren un total asentimiento, porque está fundadas en la fe en la asistencia del Espíritu Santo al magisterio de la Iglesia y en su infalibilidad del Magisterio. De manera que si se niegan se hace contra una verdad de la doctrina católica, y por ello,no se está en plena comunión con la Iglesia. Debe considerarse la afirmación de que en el infierno eterno se sufre un tormento, que se designa con el término fuego, es de esta clase. Sin embargo, sin definirse si este fuego es real o metafórico

Hay otras verdades que son presentadas como verdaderas o por lo menos seguras, pero sin ser proclamadas como definitivas, como las dos anteriores. Son enseñanzas del magisterio ordinario del Romano Pontífice o del colegio episcopal, que es el conjunto de obispos cuya cabeza es el Papa. De las afirmaciones contrarias puede decirse que están en el error, y si las verdades seguras son de orden prudencial, que son de temerarias o peligrosas. A este tercer tipo de verdades pertenece la enseñanza de la Iglesia sobre la realidad del fuego del infierno.

Realidad del fuego infernal

La inmensa mayoría de los Padres de la Iglesia, a quienes han seguido muchos teólogos, han afirmado la existencia del fuego en el infierno, entre ellos Santo Tomás, y se encuentra también dicho. en el magisterio ordinario de la Iglesia. Precisaba el tomista Garrigou-Lagrange que: ««Los Padres, con la sola excepción de Orígenes y de sus discípulos, hablan casi siempre de un fuego real, que comparan al fuego terrestre, y, a veces, también de un fuego corporal. Particularmente afirman esto: San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Agustín, y San Gregorio Magno»[8].

De manera que: « La doctrina común de los Padres y de los teólogos es que este fuego es un fuego real. Se funda en el principio de que en la interpretación de la Sagrada Escritura no se debe recurrir al sentido figurado más que cuando el contexto u otros indicios más claros excluyen el significado literal; o bien cuando éste se manifiesta como imposible».

Ninguno de estas alternativas se dan en este caso. Además: «el sentido literal aparece claro en este texto evangélico: «Apartaos de mi, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 24, 41). Todo el contexto exige una interpretación realista: id al fuego real, como los buenos irán a la vida eterna, al fuego preparado para Satanás y sus ángeles»[9].

Asimismo advierte Garrigou-Lagrange que: «Jesús (Mt 10, 28) atribuye al fuego no sólo al suplicio de las almas réprobas, sino también de los cuerpos (Cf. Mc 9, 42, 48); Mt 5, 22; 19, 9). También los apóstoles hablan del fuego eterno con el mismo realismo (2 Tes 1, 8: St 3, 6; Jd 7, 23). San Pedro propone como tipo de los castigos futuros el fuego del Cielo llovido sobre Sodoma y Gomorra (2 Pd, 2, 6) Jd 7). La interpretación metafórica, suponiendo que el fuego, como el dolor o el remordimiento, no sea más que un estado penoso del alma, va contra el sentido obvio de los textos escriturarios y de la tradición»[10].

El castigo eterno no consiste solamente en el terrible tormento del fuego real. Es un castigo de doble naturaleza, porque: «la pena es proporcional al pecado y en el pecado debemos distinguir dos aspectos: primero, la aversión del bien imperecedero, que es infinito y hace que el pecado también lo sea; segundo, la conversión desordenada al bien perecedero; y, por esta parte, el pecado es finito, al igual que el acto en sí mismo considerado, que es también finito, pues los actos de la criatura no pueden ser infinitos».

Merece, por tanto, dos penas, porque, en cuanto: «a la aversión, le corresponde al pecado la pena de daño, que es infinita, pues es la pérdida de un bien infinito, a saber, de Dios. En cambio, fijándonos en la conversión, le corresponde la pena de sentido, que es finito»[11].

Además de la pena de daño, de la privación de la visión de Dios, o de estar separado de Él, y de todos los bienes que proceden de ello, en la condena por los pecados mortales sin arrepentimiento, es necesaria también que se imponga la pena de sentido tanto a los diablos como a los hombres condenado. Ambos cuando reciben la pena de daño y de sentido, comprenden entonces lo que han perdido por su culpa, una felicidad a la que tienden por naturaleza y que no alcanzarán nunca al igual que nunca terminarán estas penas.

Notaba igualmente Garrigou-Lagrange: «El sufrimiento producido por la privación eterna de Dios no puede concebirse sino muy difícilmente en esta tierra. ¿Por qué? Porque el alma no ha adquirido aún conciencia de su propia desmesurada profundidad, que sólo Dios puede colmar y atraer a sí irresistiblemente. Los bienes sensibles nos enredan hasta hacernos sus esclavos; las satisfacciones de la concupiscencia y del orgullo nos impiden comprender prácticamente que sólo Dios es nuestro fin, que sólo Él es el Bien soberano. La inclinación que nos arrastra hacia Él, como hacia la Verdad, la Bondad, la Belleza suprema, es, a menudo, contrarrestada e impulsada en sentido opuesto por la atracción de las cosas inferiores»[12].

Todo condenado: «ha negado el Bien supremo y encuentra el supremo dolor; le ha negado libremente y para siempre, y ha encontrado la desdicha y la desesperación sin tregua (…) Sin duda que el castigo tiene diversos grados, según la importancia de los pecados cometidos, pero de todos los condenados hay que decir: «Es terrible caer en las manos de Dios vivo» (Heb X, 31). San Agustín dice a este propósito: «nunca viviendo, nunca muertos, sino muriendo sin fin» (La Ciudad de Dios, XIII, c. 11, 2). El condenado no vive, no está muerto, muere sin tregua, ya que está alejado para siempre de Dios, autor de la vida»[13].

El fuego corporal del infierno

Santo Tomás sostiene que el fuego del infierno es realmente fuego y, por tanto, corpóreo. Sin embargo, a diferencia de otros, no cree que deba entenderse este fuego en un sentido análogo al fuego de la tierra, sino de modo unívoco, de manera que ambos fuegos son de la misma especie. La razón es muy sencilla, porque si «según Aristóteles «toda agua es específicamente igual a toda agua» (Tópicos, I, c. 5, n. 4), por lo mismo todo fuego es específicamente igual a todo fuego»[14].

Hay sólo diferencias accidentales entre ambos fuegos. Explica Santo Tomás que: «El fuego, por ser el elemento de mayor eficacia en el obrar, tiene por materia los demás cuerpos, como dice Aristóteles (Metereológicos, IV. c. 1, n. 9). Luego puede encontrarse de dos modos, o sea, en su materia propia, tal como está en su esfera, o en materia extraña (…) Por consiguiente, que el fuego del infierno, en lo que corresponde a su naturaleza, sea de la misma especie que el nuestro es algo evidente. Ahora, que exista en su propia materia, o en caso de existir en otra, cual sea esa materia extraña, eso, lo ignoramos».

El fuego en la tierra y en el infierno tiene la misma naturaleza o especie, pero en cuanto a su materia puede ser distinta. En este sentido, el fuego del infierno: «considerado materialmente, puede ser de especie distinta al nuestro». Además, el fuego del infierno: «tiene algunas propiedades que le diferencian del nuestro: que no precisa ser reanimado ni se alimenta con leña»[15].

Advierte sobre esto último que: «nuestro fuego se alimenta con leña y es encendido por el hombre, porque es violenta y artificialmente introducido en materia extraña. Más aquel fuego no precisa quien lo mantenga, porque el fuego o existe en su propia materia o se encuentra en materia extraña, pero no por violencia, sino naturalmente por un principio intrínseco. Luego no lo encendió el hombre, sino Dios, que creo su naturaleza. Esto es lo que expresa Isaías: «el soplo del Señor, como torrente de azufre, le prenderá fuego» (Is 30, 33)»[16]. De manera, como concluye Garrigou- Lagrange: «no necesita ser alimentado con substancias extrañas: es oscuro, sin llama ni humo, durará siempre y quemará los cuerpos sin destruirlos»[17].

Sin embargo, «puede llegarse a dudar de cómo el diablo, que es incorpóreo, y las almas de los condenados antes de la resurrección, puedan sufrir a causa del fuego corporal, por el que padecen en el infierno las almas de los condenados, como dice el Señor: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25, 41)».

La duda desaparece, nota Santo Tomás, si se tiene en cuenta que: «no se ha de pensar que las substancias incorpóreas puedan sufrir a causa del fuego corpóreo, de manera que él corrompa o altere su naturaleza, tal cual sufren ahora nuestros cuerpos corruptibles a causa del fuego, pues las substancias incorpóreas no tienen materia corporal para que puedan ser inmutadas por las cosas corpóreas».

Ni tampoco, por ello, órganos sensibles. Debe así decirse que: «las substancias incorpóreas sufren a causa del fuego a modo de cierta ligadura. Los espíritus pueden ser ligados a los cuerpos ya a modo de forma, así como se une el alma al cuerpo humano para darle la vida, o ya sin ser su forma, tal como los nigrománticos unen el espíritu a imágenes o cosas parecidas, en virtud de los demonios. Luego, mucho más pueden ser ligados al fuego corpóreo, en virtud divina, los espíritus de los que han de ser condenados. Y esto es para ellos causa de aflicción, pues saben que han sido ligados en castigo a estas cosas bajísimas»[18].

De manera que sobre las substancias espirituales, el fuego corpóreo en el que están no actúa en ellos: «a la manera que obra en los cuerpos, calentándolos, desecándolos o disolviéndolos, sino encadenando». Por consiguiente: «a nadie puede parecerle un absurdo el que el alma separada del cuerpo sea atormentada por un fuego material»[19].

Permanencia de las penas del infierno

Al bajar Cristo a los infiernos no quitó esta pena del fuego ni ninguna otra. La razón es la siguiente: «Cuando Cristo descendió a los infiernos, obró mediante el poder de su pasión. Y, por eso, su descenso a los infiernos sólo resultó provechoso para los que estuvieron unidos a la pasión de Cristo por medio de la fe informada por la caridad, que quita los pecados. Pero los que estaban en el infierno de los condenados, o nunca habían tenido fe en la pasión de Cristo, como los infieles; o si tuvieron fe, no se conformaron en modo alguno con la caridad de Cristo paciente. Por lo cual tampoco estaban limpios de sus pecados»[20]. Y, por ello, la bajada de Cristo a los infiernos no les liberó de sus penas infernales.

Debe precisarse que los que: «al descender Cristo a los infiernos, todos los que estaban allí fueron en algúnmodo visitados, unos para suconsuelo y liberación; otros, en cambio,para su confusión y oprobio, comolos condenados»[21]. Los primeros lo fueron entonces, porque:«los santos Padres no podían ser librados de las cárceles del infierno antes de la venida de Cristo»[22].

Podría objetarse que al igual que Cristo liberó a algunos en «cualquier estado de los moradores del mundo,» también podría ser que «fueran liberados de cualquier estado de las moradas infernales». No fue así, porque no libero a los condenados. No, porque no quisiera o no pudiera. sino que «se debió a la distinta condición de unos y otros. Porque los hombres, mientras viven aquí, pueden convertirse a la fe y a la caridad, ya que en esta vida los hombres no están confirmados en el bien o en el mal, como acontece después de salir de esta vida»[23].

Ello no se opone a la misericordia de Dios. Por una parte, está lo que en San Mateo se dice conjuntamente de los elegidos y de los réprobos: «Irán estos al suplicio eterno y aquéllos a la vida eterna» (Mt 25, 40). Pero es incongruente afirmar se termine algún día la vida de los justos. Por la misma razón es incongruente decir que se termine el suplicio de los réprobos».

Por otra: «lo que dice San Juan Damasceno: «La muerte es para los hombres lo que la caída para los ángeles» (La fe ortodox., II, c. 1). Más los ángeles, después de la caída no tuvieron salvación posible. En consecuencia, el suplicio de los réprobos no terminará nunca»[24].

Argumento que respeta la misericordia divina, porque afirma también Santo Tomás que: «Dios, por su parte, se compadece de todos. Pero como su misericordia está regulada por el orden de su sabiduría, de ahí que no la extienda a algunos que se hicieron indignos de ella, como a los demonios y a los condenados, que están obstinados en su malicia»[25].

Eudaldo Forment

 



[1] Jan van Eyck, Detalle del infierno del juicio final (1420).

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 52, a. 6, in c.

[3] Antonio Royo Marín, Teología de la salvación, Madrid, BAC, 1955, pp. 299-300.

[4] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica.,  Supl., q. 69, ad 1.

[5] Ibíd., I, q. 52, a. 1, in c.

[6] Ibíd., I, q. 52, a. 2, in c.

[7] Cf. Ibíd., I, q. 8, a. 3, in c.

[8] R. Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid, Rialp, 1951, p. 159.

[9] Ibíd. p. 158.

[10] Ibíd., pp. 158-159.

[11] Ídem., Suma teológica, I-II, q. 87, a.4, in c.

[12] R. Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit, p. 148.

[13] Ibíd., p. 155.

[14] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 97, a. 6, sed c. 1.

[15] Ibíd., Supl., q. 97, a. 6, in c.

[16] Ibíd., Supl., q. 97, a. 6, ad 2

[17] R. Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma, op. cit., p. 159-160.

[18] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 90.

[19] ÍDEM, Compendio de Teología, c. 180.

[20] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 52, a. 6, in c.

[21] Ibíd., III, q.52, a. 6, ad 1.

[22] Ibíd., III, q. 52, a. 6, ad 2.

[23] Ibíd., III, q. 52, a. 6, ad 3.

[24] Ibíd., Supl., q. 99, a. 3, sed c

[25] Ibíd., Supl., q. 99, a. 2, ad 1.

3 comentarios

  
XXL
O sea, a ver si lo entiendo: Dios crea a los humanos, los deja sueltos se extravían y caen en pecado mortal. Y luego, cuando mueren, los manda a un infierno horrendo donde atenderán por toda la eternidad. Y ese Dios los ama! Los ama tanto que por un pecado cualquiera, que no confiese arderá eternamente en el más horrendo de los fuegos. Y ese Dios, además, sabe antes de crearlo, que eso le va a pasar, porque Dios lo sabe todo, pasado, presente y futuro. Usted se da cuenta de las barbaridades en las que dice creer? No es posible que se crea eso en estos tiempos. Y, no le conviene creerlo, porque vivirá amargado, aterrorizado y sufrirá pesadillas cada noche. Despierte, hombre, que no es usted un niño. Y censure usted lo que escribo, que lo escribo para usted, porque siento compasión por usted. Cuídese que le hace falta.


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E.F.

Para que pueda opinar con la suficiente información, le aconsejo, si me permite, que lea detenidamente el «Catecismo de la Iglesia Católica», dado recientemente, en el pontificado del papa San Juan Pablo II; y que Dios le ayude.
04/11/24 12:32 PM
  
Luis López
Entiendo la infinitud de la pena de daño, pues si renunciamos al bien infinito que es Dios, nuestra pena no puede ser sino esa carencia de modo infinito.

Me cuesta más trabajo comprender que la pena de sentido nos acompañe eternamente, pues cualquier pecado que hayamos cometido en la tierra tiene un ámbito estrictamente temporal. Y en Justicia la pena debe ser proporcional a la culpa.

En fin, siempre he pensado que el estado de los condenados es el de alguien con una depresión inmensa, muchísimo mayor que la que pueda darse en la tierra, y además sin consuelos, sin medicación, sin reposo, sin posibilidad de suicidio. Y teniendo a tu lado los peores seres que uno pueda imaginarse, que se regodean con su sufrimiento.
05/11/24 9:45 AM
  
Ricardo Luis Luciani
Gracias! Muy buen texto! A mi se me atenúan las dudas e inseguridades del tema, cuando pienso que Dios es Justo. Y que nos avisó con Cristo varias veces que es verdad y es eterno. Y que quiso evitar que sus hijos vayan alli por voluntad viciada. De Argentina.
06/11/24 1:49 PM

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