LXIV. El Infierno de los condenados y Cristo

Naturaleza del infierno[1]

Como se indica en el nuevo Catecismo: «La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno» (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del pueblo de Dios, 12)». El infierno y las penas son eternos.

Se precisa seguidamente que: «La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira»[2]. Esta pena, que se denomina pena de daño, priva de la visión de Dios, por estar separado de Él, y de todos los bienes que proceden de esta condena.

Advierte Garrigou-Lagrange que: «El sufrimiento producido por la privación eterna de Dios no puede concebirse sino muy difícilmente en esta tierra. ¿Por qué? Porque el alma no ha adquirido aún conciencia de su propia desmesurada profundidad, que sólo Dios puede colmar y atraer a sí irresistiblemente. Los bienes sensibles nos enredan hasta hacernos sus esclavos; las satisfacciones de la concupiscencia y del orgullo nos impiden comprender prácticamente que sólo Dios es nuestro fin, que sólo Él es el Bien soberano. La inclinación que nos arrastra hacia Él, como hacia la Verdad, la Bondad, la Belleza suprema, es, a menudo, contrarrestada e impulsada en sentido opuesto por la atracción de las cosas inferiores»[3].

Se explica asimismo en el Catecismo que: «Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos (…) Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra «infierno»[4].

Además de esta pena, que es la principal, en el infierno se sufre la llamada pena de sentido. Se le da este nombre, porque los sufrimientos que origina provienen de cosas sensibles. Por ello, también se dice en el Catecismo que: «Jesús habla con frecuencia de la »gehenna« y del »fuego que nunca se apaga« (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse , y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que »enviará a sus ángeles […] que recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo« (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:» ¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno! (Mt 25, 41)»[5].

El mal de culpa merece un doble castigo eterno o doble mal de pena, la pena de daño y la pena de sentido, porque como explica Santo Tomás: «quienes pecan contra Dios han de ser castigados no sólo con la privación perpetua de la bienaventuranza, sino también con la de experimentar algo nocivo. Porque la pena debe corresponder proporcionalmente a la culpa. En la culpa no sólo se desvía la mente del último fin, sino que se convierte también indebidamente a otras cosas tomándolas como fines. Por tanto, quien peca no ha de ser castigado solamente con la privación del fin, sino también con la de sentir daño, procedente de otras cosas»[6].

Tal como indica Royo Marín: «El infierno, fundamentalmente, lo constituyen tres notas esenciales: pena de daño, pena de sentido y eternidad de ambas penas. Y las tres están recogidas en aquel texto evangélico: «Apartaos de mí, malditos (pena de daño), al fuego (pena de sentido) eterno (eternidad de ambas)» (Mt 25, 41)»[7].

Sobre este texto de las palabras de Cristo referidas por San Mateo sobre el juicio final, comenta José M. Bover que: «Es de notar la declaración que hace el Juez (Cristo) sobre la eternidad de la sanción, no sólo de la vida eterna, sino también del suplicio eterno o de las penas del infierno. En efecto, habla el Juez del «fuego eterno» (Mt 25, 41) y del suplicio o «tormento eterno» (Mt 25, 46): eternidad, que hay que entender en sentido propio y estricto, no sólo porque tal es el sentido obvio de las palabras, sino por otras dos razones más apremiantes: `por el carácter judicial de la declaración, en que no caben vaguedades o impropiedades del lenguaje, y por el paralelismo o contraposición entre el «tormento eterno» y la «vida eterna» (Jn 6, 47), cuya eternidad evidentemente debe entenderse en sentido riguroso»[8].

Cristo en el infierno de los condenados

Una vez tratado el tema de la conveniencia de la bajada de Cristo a todos los infiernos, en el artículo siguiente, dada la naturaleza del infierno de los condenados, se pregunta Santo Tomás si debe entenderse que Cristo también bajo a él. Parece que no era conveniente que descendiera a lo que hoy en día se denomina infierno en sentido restringido. El término «infiernos», que aparece en el Símbolo de los Apóstoles, no significaría, por tanto, al infierno de los condenados.

Se apoya esta suposición en cinco razones. La primera es que: «por boca de la divina Sabiduría, se dice «Penetraré en todas las partes inferiores de la tierra» (Eclo 24, 45).Pero entre las partes inferiores de la tierra se cuenta también el infierno de los condenados, según aquellas palabras del Salmo: «Entrarán en las partes inferiores de la tierra»(Sal 62, 10)». Debe así concluirse que: «Cristo, que es la «Sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 24), bajó hasta el infierno de los condenados»[9].

Santo Tomás deshace esta argumentación , «Cristo, que es la Sabiduría de Dios, «penetró en todas las partes inferiores de la tierra», pero no localmente, rodeándolas con el alma», porque no tenía entonces su cuerpo y su alma sólo podía estar en un lugar de esta manera, propia de los espíritus; «sino extendiendo de alguna manera, a todas el efecto de su potencia; pero de tal modo que solamente iluminó a los justos, conforme a aquellas palabras que siguen: «E iluminaré a todos los que esperan en el Señor»(Eclo 24, 45)»[10]. Sólo a estos iluminó con su propia presencia real del alma, y que ya estaba con su divinidad por la gracia que les había otorgado para hacerlos justos. A los demás como efecto de su poder, de modo parecido a como su pasión ocurrida en un lugar tuvo el efecto liberador en todo lugar y teimo.

Se puede asimismo para negar del descenso de Cristo al infierno de los condenados, recordando que: «dice San Pedro que: «Dios resucitó a Cristo, vencidos los dolores del infierno, por cuanto no era posible que fuera retenido por aquél» (Hch 2, 24); y dando esta segunda razón: «en el infierno de los Patriarcas no existen tales dolores, ni tampoco en el infierno de los niños, que no sufren pena de sentido por pecado actual, sino sólo pena de daño por el pecado original. Luego Cristo descendió al infierno de los condenados y al purgatorio, donde los hombres son castigados con pena de sentido por los pecados actuales»[11].

Parece, por tanto, que habría bajado únicamente al limbo de los patriarcas, o seno de Abraham, para liberarlos del pecado original, que era por lo único que estaban retenidos; al purgatorio, donde las almas perdonadas de sus pecados actuales cumplian el reato del mal de pena, y darles esperanza; y al limbo de los niños, que estaban con el pecado original y sin la gracia.

Para solucionar esta dificultad, explica Santo Tomás que: «Hay dos clases de dolor. Uno, el que proviene del sufrimiento de la pena, que los hombres padecen a causa del pecado actual, según aquellas palabras del Salmo: «Me han rodeado los dolores del infierno» (Sal 17, 6). Otro, el que se origina por la dilación de la gloria esperada, según aquellas palabras de los Proverbios: «La esperanza que se dilata, aflige al alma» (Prov 13, 12). Y los santos Patriarcas sufrían este dolor en el infierno. Para darlo a entender, dice San Agustín en un sermón sobre la Pasión que: «oraban a Cristo con ruegos lastimeros» (Sermones supuestos, serm. 160)». Los justos estaban ya sin mal de pena, completamente purificados, y el único obstáculo para su liberación era el pecado original de su naturaleza, que les impedía entrar en la gloria, donde sólo está lo puro

De manera que: «Cristo quitó unos y otros dolores cuando descendió a los infiernos, aunque de modo diverso». En el limbo de los patriarcas: «los dolores causados por la dilación de la gloria los hizo desaparecer actualmente, otorgando la gloria» Puede decirse también que quito el mal de pena: «pues hizo cesar los dolores de pena preservando de ellos, a la manera en que se dice que el médico quita la enfermedad al preservar de la misma por medio de las medicina»[12]. Estaban así suficientemente mente purificados

Una tercera razón para apoyar la tesis de la bajada real de Cristo al infiero de los réprobos es la siguiente: «El mismo San Pedro escribió que: «Cristo fue a predicar en espíritu, a los espíritus que estaban encerrados en la prisión, incrédulos en otro tiempo» (1 Pe 3,19-20). Esto, al decir de San Atanasio, en su Epístola a Epícteto, se entiende del descenso de Cristo a los infiernos. Dice, en efecto, que: «el cuerpo de Cristo quedó depositado en el sepulcro, cuando Él fue a predicar a los espíritus que estaban encarcelados, según dice San Pedro». (Epístola a Epicteto, n.5.). Pero consta que los incrédulos estaban en el infierno de los condenados». Hay que admitir, por tanto, que «Cristo descendió al infierno de los condenados»[13].

Sobre el fundamento de este argumento explica Santo Tomás que efectivamente: «lo que San Pedro allí dice lo refieren algunos al descenso de Cristo a los infiernos, y lo exponen de este modo: «A los que estaban encerrados en la cárcel», esto es, en el infierno, «que se habían mostrado incrédulos en otro tiempo, fue Cristo en espíritu», es decir, en el alma. Por esto dice San Juan Damasceno, que: «como evangelizó a los que estaban en la tierra, así también lo hizo con los que estaban en el infierno»; pero no para convertir a los incrédulos a la fe, sino para convencerlos de su incredulidad» (La fe ortodoxa, c. 29), pues esa predicación no puede significar otra cosa que la manifestación de su divinidad, que a los habitantes del infierno por el descenso poderoso de Cristo al mismo».

Sin embargo, respecto a esta interpretación de San Juan Damaceno y de otros, como San Hilario (Trat, Salmos, salm 118, 82), San Cirilo de Alejandría (Frag. 1Ped. 3, 19) y Teofilacto (Exp. epist. 1 S. Pedro, 1 Pe 3, 18), Santo Tomás confiesa que: « lo expone mejor San Agustín, en su Epístola A Evodio, refiriéndolo no a la bajada de Cristo a los infiernos, sino a la operación de su divinidad, ejercida desde el principio del mundo. Sería pues su sentido: «A los que estaban encerrados en la cárcel»,esto es, a los que viven en cuerpo mortal, que viene a ser la cárcel del alma, «vino en el espíritu de su divinidad a predicar», por medio de inspiraciones interiores y también mediante amonestaciones exteriores por boca de los justos; y «predicó a los que en otro tiempo se habían mostrado incrédulos», a saber, a la predicación de Noé, «cuando esperaban la paciencia de Dios», por la que difería la pena del diluvio. Por esto añade (San Pedro): «En los días de Noé, cuando se fabricaba el arca (1 Ped 3, 20)» (Espistolas, epist.164, c. 5)»[14].Cristo, por tanto, no bajo con presencia real en el infierno de los reprobos.

En este lugar citado por Santo Tomás, claramente San Agustín rechaza la primera interpretación, porque escribe: «todo eso que el apóstol Pedro dice acerca de los espíritus encerrados en la cárcel y que no creyeron en los tiempos de Noé no se refiera en modo alguno a los infiernos, sino más bien a aquellos tiempos, trasladada su realidad, como símbolo, a los nuestros. Porque aquel acontecimiento fue símbolo del futuro para que se comprenda que aquellos que ahora no creen en el Evangelio, mientras se edifica la Iglesia en todas las naciones, son semejantes a los que no creyeron cuando se edificaba el arca; y que aquellos que creyeron y por el bautismo se salvan, sean comparados a los que entonces y en el arca se salvaron del agua. Y por eso dice: «Así también a vosotros y en forma semejante os salvó el bautismo» (1 Ped 3, 21)20. Acomodemos también todo lo que se dice acerca de los incrédulos conforme a la semejanza del símbolo. No creamos que el Evangelio se predicó a los condenados para hacerlos fieles y salvarlos, o que aún se siga predicando, como si también allá estuviese constituida la Iglesia»[15].

Modos de la presencia de Cristo en los infiernos

Igualmente, en San Agustín, se basa la cuarta razón que parece refutar la tesis de Santo Tomás sobre el descenso de Cristo al infierno. Se cita esta misma epístola, porque se comienza así: «Al decir de San Agustín: «Si la Sagrada Escritura dijera que Cristo había bajado al seno de Abrahán, sin nombrar el infierno y sus dolores, me maravillo que alguien se hubiera atrevido a asegurar que había descendido a los infiernos. Mas porque testimonios evidentes hacen mención del infierno y de los dolores, no hay motivo alguno para pensar que el Salvador haya ido a allá, si no es para librarlos de los dolores» (Epístolas, epíst.164, c. 3). Se añade esta otra premisa: «el lugar de los dolores es el infiernode los condenados»; y se concluye: «Cristo descendióal infierno de los condenados»[16].

El argumento no tiene validez, porque no todo lugar de dolores de las llamadas «mansiones de ultratumba»[17] es el infierno de los condenados. El seno de Abrahán no es el infierno de los réprobos, aunque en cierto sentido era infierno, porque había dolor. De manera que, como establece Santo Tomás: «el «seno de Abrahán»puede entenderse de dos modos.Uno, por razón del descanso de que allí gozaban (los difuntos), exentos de toda pena sensible; y, en cuanto a esto no debe llamarse infierno,no habiendo allí dolores.Deotro modo se le puede considerar como privación de lagloria que se espera; y, por aquí, puede llamársele infierno, pues hay en él dolor», el que produce la pena de daño, por no haberse alcanzado la visión de Dios, pero no el de la pena de los sentidos.Alcanzada la gloria, ya no existe este «infierno» Por tanto: «ahora llamamos seno de Abrahánal descanso de los bienaventurados; pero noya se le llama infierno, puesto que ya no existan dolores en el seno de Abrahán»[18]. En donde estuvo Cristo realmente fue en este infierno seno de Abrahán en el sentido, pero no en el infierno de los condenados, que nunca ha sido seno de Abrahán.

En la última razón, la quinta, también, utilizando la utilidad de un texto agustiniano, se objeta: «dice San Agustín, en un Sermón, queCristo, al bajar al infierno, «absolvió a todos los justos que estaban detenidos por el pecado original» (Serm, supuest., serm.160), Pero entre éstos también estaba Job, que dice de sí mismo: «Todo lo mío bajará infierno profundísimo» (Jb 17, 16). Luego Cristo llegó también a lo más profundo del infierno»[19], al lugar de los condenados.

Santo Tomás lo niega, en primer lugar, con el siguiente argumento: «dice el mismo Job del infierno de los condenados: «Antes de que vaya, y sin retorno, a la tierra de tinieblas y cubierta de la oscuridad de la muerte»,etc. Pero «no hay comunicación alguna entre la luz y las tinieblas»(2 Cor 6, 14)»[20]. Por ello: «el Señor desde un principio dividió la luz de las tinieblas, como se dice en el Génesis (Gn 1, 4»[21]. Puede afirmarse, por tanto, que «Cristo, que es la luz, no bajó al infierno de los condenados»[22], esencial o realmente.

En segundo lugar, Santo Tomás, cita a San Gregorio, porque: «al referirse mismo del pasaje del libro de Job explica a «los mismos lugares superiores del infierno llama Job «infierno profundísimo», a, porque:«respecto a la altura de la misma tierra, los lugares del infierno que son superiores a las otras cavidades del infierno, pueden ser llamados infierno profundísimo» (Lib. Morales, l, 13, c. 48)»[23]. Por tanto, Job no quería decir con ello que al morir fuera al infierno de los condenados, sino al infierno o seno de Abrahan, que desde la tierra era un lugar profundísimo.

Excluidas las razones de la afirmación del descenso de Cristo al infierno, en sentido estricto y actual, Santo Tomás niega que Cristo no hubiera ido al lugar del infierno, porque, en síntesis: «De dos modos se dice que algo está en un lugar. Uno, por los efectos que allí produce. Y, de esta manera, Cristo bajó a cualquiera de los infiernos; pero no a todos por igual. Pues, al bajar al infierno de los condenados, su eficacia se tradujo en impugnarles por su incredulidad y por su malicia. En cambio, a los que estaban encerrados en el purgatorio les dio la esperanza de alcanzar la gloria. Y a los santos Patriarcas, que estaban encerrados en el infierno solamente por el pecado original, les infundió a luz de la gloria eterna». En el infierno y en el purgatorio su presencia fue por estos dos efectos.

En cambio, debe afirmarse que sólo en el limbo de los justos o seno de Abraham su estancia fue real, porque: «De otro modo se dice que algo está presente en un lugar, por su esencia. Y de esta manera el alma de Cristo descendió solamente al lugar del infierno en que estaban detenidos los justos, a fin de visitar en su morada, con el alma, a los que interiormente había visitado por la gracia con su divinidad». La había recibido por los sacramentos anteriores a los fundados por Cristo y, por ello, eran justos.

Esta presencia real permitió la de su influencia o eficiencia porque, «hallándose en una parte del infierno, de algún modo extendió su efecto a todas las partes del mismo, a la manera en que, habiendo padecido sólo en un lugar de la tierra, libró al mundo entero con su pasión»[24].

Por consiguiente, tal como se dice en el Catecismo de la Iglesia Católica: «El descenso a los infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación. Es la última fase de la misión mesiánica de Jesús, fase condensada en el tiempo pero inmensamente amplia en su significado real de extensión de la obra redentora a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares porque todos los que se salvan se hacen partícipes de la Redención»[25].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Sandro Boticelli, El infierno según Dante (1480)

[2] Catecismo de la Iglesia Catolica, n, 1035

[3] R. Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid, Rialp, 1951, p. 148.

[4] Catecismo de la Iglesia Catolica, n, 1033.

[5] Ibíd., n, 1034.

[6] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 145.

[7] Antonio Royo Marín, Teología de la salvación, Madrid, BAC, 1956, p. 319.

[8] JOSE M. BOVER, El evangelio de San Mateo, Barcelona, Editorial Balmes, 1946, p. 438.

[9] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 52, a. 2. ob. 1.

[10] Ibíd., III, q. 52, a. 2., ad 1.

[11] Ibíd., III, q. 52, a. 2., ob. 2.

[12] Ibíd., III, q. 52, a. 2., ad 2.

[13] Ibíd., III, q. 52, a. 2., ob. 3.

[14] Ibíd., III, q. 52, a. 2., ad 3.

[15] SAN AGUSTÍN, Epístolas, epist. 164, 5, 15.

[16] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica,  III, q. 52, a. 2, ob. 4.

[17] Cf. Ibíd., Supl., q. 69.

[18] Ibíd., III, q. 52, a. 2., ad 4.

[19] Ibíd., III, q. 52, a. 2., ob. 5.

[20] Ibíd., III, q. 52, a. 2. sed c.

[21] ÍDEM, Comentario a la segunda epístola a los corintios, c. 6, lec. 3,

[22] ÍDEM, Suma teológica,  III, q. 52, a. 2, ob. 4.

[23] Ibíd., III, q. 52, a. 2., ad 5.

[24] Ibíd., III, q. 52, a. 2., in c.

[25] Catecismo de la Iglesia Catolica, n, 634.

 

2 comentarios

  
Fernando Cavanillas
Según Anna Catalina Emmerick en sus visiones, Cristo sí descendió al infierno de los condenados, pero afirma que fue para que también los demonios y los propios condenados se arrodillaran ante Él y le adoraran, y que ese fue el mayor tormento que podían recibir, a pesar de su orgullo, su odio y su soberbia, tener que arrodillarse y adorar al Señor. Lo explica así la beata:

"vi a Jesús acercarse con rostro severo al centro del abismo. El infierno se me apareció bajo la forma de un edificio inmenso, tenebroso, alumbrado con una luz metálica: a su entrada había enormes puertas negras con cerraduras y cerrojos. Un aullido de horror se elevaba sin cesar; las puertas se hundieron, y apareció un mundo horrible de tinieblas. En el cielo son edificios de gozo y de adoración, jardines llenos de frutos maravillosos que comunican la vida. En el infierno son prisiones y cavernas, desiertos y lagos llenos de todo lo que puede excitar el disgusto y el horror; la eterna y terrible discordia de los condenados; en el cielo todo es unión y beatitud de los Santos. Todas las raíces de la corrupción y del error producen en el infierno dolor y el suplicio en número infinito de manifestaciones y de operaciones. Cada condenado tiene siempre presente este pensamiento: que los tormentos a que están entregados son el fruto natural y necesario de su crimen; pues todo lo que se ve y se siente de horrible en este lugar, no es más que la esencia, la forma interior del pecado descubierto, de esa serpiente que devora a los que la han mantenido en su seno. Todo esto se puede comprender cuando se ve; mas es casi imposible expresarlo con palabras.

Cuando los ángeles echaron las puertas abajo, fue como un mar de imprecaciones, de injurias, de aullidos y lamentos. Algunos ángeles arrojaron a ejércitos enteros de demonios. Todos tuvieron que reconocer y adorar a Jesús, y éste fue el mayor de sus suplicios. Muchos fueron encadenados en un círculo que rodeaba otros círculos concéntricos. En el medio del infierno había un abismo de tinieblas: Lucifer fue precipitado en él encadenado, y negros vapores se extendían sobre él. "


-> En cuanto a que el infierno es un LUGAR además de un estado, ésta es la Visión del infierno de Santa Faustina Kowalska, según lo escribió en su diario:

"Hoy, fui llevada por un ángel a las profundidades del infierno. Es un lugar de gran tortura; ¡qué imponentemente grande y extenso es! Los tipos de torturas que vi: la primera que constituye el infierno es la pérdida de Dios; la segunda es el eterno remordimiento de conciencia; la tercera es que la condición de uno nunca cambiará; (160) la cuarta es el fuego que penetra el alma sin destruirla; es un sufrimiento terrible, ya que es un fuego completamente espiritual, encendido por el enojo de Dios; la quinta tortura es la continua oscuridad y un terrible olor sofocante y, a pesar de la oscuridad, los demonios y las almas de los condenados se ven unos a otros y ven todo el mal, el propio y el del resto; la sexta tortura es la compañía constante de Satanás; la séptima es la horrible desesperación, el odio a Dios, las palabras viles, maldiciones y blasfemias. Éstas son las torturas sufridas por todos los condenados juntos, pero ése no es el extremo de los sufrimientos. Hay torturas especiales destinadas para las almas particulares. Éstos son los tormentos de los sentidos. Cada alma padece sufrimientos terribles e indescriptibles, relacionados con la forma en que ha pecado. Hay cavernas y hoyos de tortura donde una forma de agonía difiere de otra. Yo me habría muerto ante la visión de estas torturas si la omnipotencia de Dios no me hubiera sostenido.

Debe el pecador saber que será torturado por toda la eternidad, en esos sentidos que suele usar para pecar. Estoy escribiendo esto por orden de Dios, para que ninguna alma pueda encontrar una excusa diciendo que no hay ningún infierno, o que nadie ha estado allí, y que por lo tanto nadie puede decir cómo es. Yo, Sor Faustina, por orden de Dios, he visitado los abismos del infierno para que pudiera hablar a las almas sobre él y para testificar sobre su existencia. No puedo hablar ahora sobre él; pero he recibido una orden de Dios de dejarlo por escrito. Los demonios estaban llenos de odio hacia mí, pero tuvieron que obedecerme por orden de Dios. Lo que he escrito es una sombra pálida de las cosas que vi. Pero noté una cosa: que la mayoría de las almas que están allí son de aquéllos que descreyeron que hay un infierno. Cuando regresé, apenas podía recuperarme del miedo. ¡Cuán terriblemente sufren las almas allí! Por consiguiente, oro aun más fervorosamente por la conversión de los pecadores. Suplico continuamente por la misericordia de Dios sobre ellos.

Oh mi Jesús, preferiría estar en agonía hasta el fin del mundo, entre los mayores sufrimientos, antes que ofenderte con el menor de los pecados".

Lucía de Fátima cuenta en sus "Memorias" la visión del infierno aquel 13 de julio de 1917: "Vimos como un mar de fuego y sumergidos en este fuego los demonios y las almas, entre gritos y gemidos de pavor. Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas como negros carbones en brasa. Nuestra Señora nos dijo entre bondad y tristeza: Habéis visto el infierno adonde van las almas de los pobres pecadores.
16/09/24 12:05 PM
  
Fernando Cavanillas
Este es el link al capítulo de las visiones de Anna Catalina Emmerick sobre la bajada a los infiernos (La amarga pasión de nuestro Señor Jesucristo – Sección 14; LXX. Jesús baja a los Infiernos):

https://anacatalinaemmerick.com/visiones_completas/tomo_once_la_amarga_pasion_de_nuestro_senor_jesucristo/la-amarga-pasion-de-nuestro-senor-jesucristo-seccion-14/

...en la misma web se pueden consultar todas las visiones de la beata, son realmente impresionantes, y a mí me han servido para aclarar pequeñas dudas y cuestiones, como ésta de la bajada a los infiernos, que tiene todo el sentido teológico en la necesidad de que nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, sea adorado también incluso por los diablos y los condenados, siendo éste el mayor tormento de los réprobos, y su mayor derrota y fracaso.
16/09/24 12:27 PM

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