LXIII. Descenso de Cristo a los infiernos

Cristo en los infiernos[1]

Al empezar las ocho cuestiones, que Santo Tomás dedica a la pasión de Cristo, en sentido amplio, en su tratado de la vida de Cristo de la Suma teológica, indica que tratará respecto: «a la salida de Cristo de este mundo: primero de su pasión misma; segundo de la muerte; de la sepultura; y cuarta de su bajada a los infiernos»[2].

Como a las anteriores le da gran importancia, porque como escribió el dominico escriturista Alberto Colunga: «Santo Tomás tenía especial devoción por la pasión de Jesucristo y el Señor le había concedido una inteligencia grande de sus misterios, que el gustaba de explicar, sea al pueblo en sus sermones, sea a los doctos en sus comentarios al Nuevo Testamento. Las cuestiones de la Suma que tratan de este misterio fueron escritas el último año de la vida del Santo, y parece que fue sobre ellas y no sobre la Eucaristía sobre las que recibió de la imagen del crucifijo aquella aprobación «Bien has escrito de mí Tomás»[3].

En el Símbolo de los Apóstoles, el credo que se utiliza en la liturgia bautismal, en el artículo quinto, se dice, antes de proclamar la resurreción de Cristo, que «descendió a los infiernos»[4]. Al comentar este «símolo de la fe», en su Exposición del Símbolode los Apostóles, sobre este arículo escribe: «La muerte de Cristo, como la de los demás hombres, consistió en la separación del alma y el cuerpo; pero la divinidad estaba tan indisolublemente unida a Cristo hombre que, por más que se separaran entre si cuerpo y alma, siguió perectísimamente vinculada al alma y al cuerpo; por consiguiente, el Hijo de Dios permaneció con el cuerpo en el sepulcro, y descendió con el alma a los infiernos»[5].

También, en la primera parte del Catecismo de San Pío V, dedicada al Credo, al exponer la enseñanza contenida en este misterio, se dice: « se nos propone creer en la primera parte de este artículo que, al morir Cristo, su alma descendió a los infiernos y que allí permaneció todo el tiempo que su cuerpo estuvo en el sepulcro. Confesamos, además en estas palabras que la misma persona de Cristo, ese mismo tiempo estuvo en los Infiernos y moró en el sepulcro. Más al afirmar esto, nadie debe extrañarse, porque según muchas veces hemos enseñado, aunque el alma se separó del cuerpo, nunca se separó la divinidad del alma ni del cuerpo»[6], ni, por tanto, la persona divina de Cristo, que es la segunda de la Santísima Trinidad.

Igualmente en el Catecismo de la Iglesia católica, al ocuparse de este artículo, justifica que incluya dos dogmas con dos argumentos. En el primero, se advierte que, como se dice en la Escritura: «Jesús bajó a las regiones inferiores de la tierra. Este que bajó es el mismo que subió« (Ef 4, 9-10)». Por ello, se añade: «El Símbolo de los Apóstoles confiesa en un mismo artículo de fe el descenso de Cristo a los infiernos y su Resurrección de los muertos al tercer día, porque es en su Pascua donde, desde el fondo de la muerte, Él hace brotar la vida»[7]. En el segundo argumento, se afirma que: «Las frecuentes afirmaciones del Nuevo Testamento según las cuales Jesús »resucitó de entre los muertos« (Hch 3, 15; Rm 8, 11; 1 Co 15, 20) presuponen que, antes de la resurrección, permaneció en la morada de los muertos (cf. Hb 13, 20). Es el primer sentido que dio la predicación apostólica al descenso de Jesús a los infiernos; Jesús conoció la muerte como todos los hombres y se reunió con ellos en la morada de los muertos. Pero ha descendido como Salvador proclamando la buena nueva a los espíritus que estaban allí detenidos (cf. 1 P 3,18-19)»[8].

Sentido de «los infiernos»

En el Compendio de Teología, en el capítulo que dedica al descenso de Cristo a los Infiernos, Santo Tomás da la siguiente razón de este misterioso suceso de la vida de Cristo: «El alma de los hombres, después del pecado, debía descender a los infiernos, no sólo en cuanto al lugar, sino en cuanto a la pena. Así como el Cuerpo de Cristo estuvo bajo la tierra según el lugar, pero no en cuanto a la deficiencia común de la descomposición; así también el Alma de Cristo bajó a los infiernos en cuanto al lugar, pero no para sufrir en ellos una pena, sino para liberar de la pena a los que allí estaban retenidos por causa del pecado del primer padre, pecado por el cual Cristo había dado ya plena satisfacción, sufriendo la muerte. Por consiguiente, Cristo después de la muerte nada tenía ya que sufrir, y descendió a los infiernos sin experimentar pena alguna, para mostrarse liberador de los vivos y de los muertos»[9].

La expresión «infiernos», que aparece en el Credo y en los escritos posteriores, no tiene el sentido más restringido, que adquirió en una época más reciente, como el lugar de los demonios y condenados eternamente. En el Catecismo romano, se precisa en primer lugar, que, por una parte: ««la voz infierno no se toma aquí por la de sepulcro, como pensaron algunos no menos impíamente. Porque en el anterior artículo se nos enseñó que Cristo Señor nuestro fue sepultado; y ninguna razón había para que al redactar los artículos de la fe, repitieran los santos apóstoles un mismo artículo con frase distinta, y aun más obscura».

Por otra, que puede sostenerse que: «sin duda alguna, el nombre de «infiernos» significa aquellas cavidades ocultas, en donde están detenidas las almas que no han conseguido la felicidad eterna». Sin embargo: «estas cavidades no son todas de una misma clase. Pues existe una cárcel horribilísima y muy obscura (cf. San Ambrosio, Sermones, serm. 20) donde, con fuego perpetuo e inextinguible, son atormentadas las almas de los condenados juntamente con los espíritus infernales, la cual se llama también gehena o mansión del llanto, abismo y propiamente infierno»[10].

Sobre el fuego y otras expresiones referidas a cosas materiales parecidas sobre las penas del infierno, las llamadas penas de sentido, es útil tener siempre presente esta advertencia de Santo Tomás en el Compendio de Teología: «Debemos tener en cuenta que no es contrario a la naturaleza de una substancia espiritual estar unida a un cuerpo. Esto sucede por obra de la naturaleza, como aparece en la unión del alma y del cuerpo, y por obra de la magia, por cuyo medio un espíritu cualquiera está unido a imágenes, a anillos o a otras cosas semejantes. El poder divino puede hacer que substancias espirituales, aunque elevadas por su naturaleza sobre las cosas corporales, estén ligadas a algunos cuerpos, como, por ejemplo, al fuego del infierno; pero no de tal modo que se hagan una misma cosa con él, sino de forma que de alguna manera a él queden encadenadas, lo cual para una substancia espiritual es una pena, al verse así sometida a una criatura ínfima».

Por ello: «como el fuego no tiene poder por su naturaleza, sino por el poder divino, para encadenar una substancia espiritual, dicen algunos con bastante razón (cf. San Agustín, La ciudad de Dios, XXI, c. 10), que este fuego obra sobre el alma como un instrumento de la Justicia divina, que castiga no porque obre sobre una substancia espiritual a la manera que obra en los cuerpos, calentándolos, desecándolos o disolviéndolos, sino encadenando»[11].

Además del infierno de los condenados, «infiernos» asimismo significa el purgatorio. De manera que se continúa diciendo en el Catecismo romano que: «Existe también el fuego del Purgatorio, en donde se purifican las almas de los justos, atormentados por tiempo limitado, para que se les pueda franquear la entrad en la Patria eterna, en la que nada manchado entra. Verdad de fe, que los santos Concilios declaran estar confirmada con testimonios de las Escritura y con la tradición apostólica».

Se indica seguidamente que: «Por último, hay una tercera clase de cavidad en donde residían las almas de los Santos antes de la venida de Cristo Señor nuestro, en donde, sin sentir dolor alguno, sostenidos con la esperanza dichosa de la redención disfrutaban de pacífica morada. A estas almas piadosas, que estaban esperando el Salvador en el seno de Abraham, libertó Cristo nuestro Señor al bajar s los Infiernos»[12].

Citando este pasaje, en el Catecismo de la Iglesia Católica, se explica también que: «La Escritura llama infiernos, sheol, o hades (cf. Flp 2, 10; Hch 2, 24; Ap 1, 18; Ef 4, 9) a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios (cf. Sal 6, 6; 88, 11-13). Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos (cf. Sal 89, 49;1 S 28, 19; Ez 32, 17-32), lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el »seno de Abraham (cf. Lc 16, 22-26) (…) Jesús no bajó a los infiernos para liberar a los condenados (cf. Concilio de Roma, año 745: DS, 587) ni para destruir el infierno de la condenación (cf. Benedicto XII, Libelo Cum dudum: DS, 1011; Clemente VI, c. Super quibusdamibíd., 1077) sino para liberar a los justos que le habían precedido (cf. Concilio de Toledo IV, año 625: DS, 485; cf. también Mt 27, 52-53)»[13].

Finalmente, en el Catecismo romano, se precisa que: «No se ha de creer que descendió a los infiernos de modo que sólo llegase a aquel lugar su poder y virtud y no su alma. Sino que debemos creer que la misma alma, en realidad y presencia, bajó a los Infiernos, de lo cual existe este firmísimo testimonio de David: «No abandonarás, ¡Oh Señor! Mi alma en el infierno» (Sal 15, 10)»[14]. El alma de Cristo, por tanto, bajo a los infiernos realmente y no sólo en cuanto a su potestad.

Conveniencia del descenso de Cristo a los infiernos

Como ha hecho Santo Tomás con los anteriores misterios de la pasión de Cristo, al estudiar el de su descenso a los infiernos, se ocupa primeramente de su conveniencia. Afirma que: «Convino que Cristo descendiera a los infiernos». Conclusión que se sigue de tres motivos.

El primero es porque Cristo: «había venido a llevar pena nuestra y a librarnos de ella, conforme a lo que dice Isaías: «Verdaderamente que tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores» (Is 53, 4).Pero por el pecado no solo había incurrido el hombre en la muerte del cuerpo, sino también en el bajar a los infiernos. Y, por ese motivo, así como fue conveniente que muriese para librarnos de la muerte, así también lo fue que descendiese a los infiernos para librarnos a nosotros de tener que bajar a ellos. Por esto dice Oseas: «¡Oh muerte!, yo seré tu muerte. ¡Oh infierno!, yo seré una mordedura para ti» (Os 13,14)».

El descenso de Cristo a los infiernos no sólo fue para que todos los hombres después de su venida nos pudiéramos librar del infierno, sino también para libertar a los hombres justos anteriores a su llegada. Por ello, el segundo motivo es porque: «era conveniente que, vencido el diablo por la pasión, arrebatase a los presos, que había detenidos en el infierno, según las palabras de Zacarías: «Tú también, por la sangre que consagró tu alianza, has sacado a tus cautivos del lago en que no hay agua» (Zac 9, 11).

Y San Pablo escribe a los Colosenses: «Despojando a los principados y a las potestades, les sacó valerosamente en público» (Col 2, 15)»[15]. Cristo libró así al diablo las almas que estaban en los infiernos por el pecado original heredado en su naturaleza.

Sobre este último pasaje sobre los principados y potestades infernales, nota Santo Tomás, en primer lugar, que al decir San Pablo que se les despojó: «muestra como nos libró de la esclavitud del pecado, porque supongamos que un usurero tiene a un hombre cautivo por un recibo; no bastaría la destrucción del recibo si no dejara de ser cautivo. Así también Cristo. Por eso dice: «despojando». Este despojo se refiere a los santos muertos antes de la pasión de Cristo; y así Cristo, arrebatándoselos al infierno como un despojo los libró de allí. «Y tu mismo por la sangre de tu pacto hiciste salir tus cautivos del lago en que no hay agua» (Zac 9, 11). «El cautiverio será quitado al fuerte y lo que al robusto será quitado, será salvo» (Is 49, 51)».

En segundo lugar, observa Santo Tomás que San Pablo escribe «les sacó», para significar que: «llevó a fuera, echó, arrojó del hombre a los principados. «Ármate de fortaleza, brazo del Señor, etc.» (Is 51, 9)». Indica además: ««en público», con juicio evidente, para que se conozca que (los demonios) fueron sacados a la vergüenza; pues antiguamente todo el mundo sirvió a los ídolos, y ahora no»[16].

El tercer motivo del descenso de Cristo a los infiernos fue, añade Santo Tomás: «para que así como manifestó su poder en la tierra viviendo y muriendo, así también lo mostrase en el infierno visitándolo e iluminándolo. Por esto se dice en el Salmo: «Levantad, príncipes, vuestras puertas» (Sal. 23, 7.9); es decir, declara la Glosa: «príncipes del infierno, cesar de ejercer el poder con que hasta ahora manteníais a los hombres en el infierno» (Glosa ordinaria. VI, 94r); y así, «al nombre de Jesús se doble toda rodilla, no sólo en los cielos sino también en los infiernos» (Flp 2, 10)»[17]. Quedaba de este modo manifiesto el triunfo de Cristo sobre el infierno.

Nota José María Bover que, en cuanto al nombre de «Jesús» en su «significación trascendente o divina» es el de Señor, pero: «el nombre augusto de Jesús, por ser el nombre propio y personal de este «Señor» es acreedor a los honores divinos. Este nombre y la exaltación soberana a él correspondiente se la dio el Padre a Jesucristo»[18]. Así se dice en el versículo anterior: «Dios soberanamente le exaltó y le dio el nombre que está sobre todo nombre»[19].

Comenta Santo Tomás sobre el mismo que: ««le dio el nombre que está sobre todo nombre», aun en cuanto hombre. Por eso agrega «al nombre de Jesús», que es nombre de hombre, «se doble toda rodilla» (Fil 2, 10): «ante mí se doblará toda rodilla, etc.»[20].

Sin embargo, como explica Bover: «No quiere con esto decir San Pablo que el Padre diese a Jesucristo en recompensa a su obediencia el ser propia e intrínsecamente Señor, pues nunca había dejado de serlo; lo que le dio fue la manifestación exterior y gloriosa de su señorío o la posesión y goce de los derechos extrínsecos a que él había espontáneamente renunciado»[21].

En este mismo lugar, observa Santo Tomás, por una parte, que: «en la Sagrada Escritura dícese que algo se hace cuando se da a conocer, Dio pues, esto es, hizo al mundo manifiesto, que había de llevar este nombre: que así lo hizo en la Resurrección, ya que antes no era así conocida la divinidad de Cristo (…) y todos le venerasen».

Por otra parte, que: «hay dos sujeciones: una voluntaria, otra involuntaria; y es cierto, sin duda, que todos los ángeles santos sujetáronse a Cristo de grado; por esto dice San Pablo: «se doble toda rodilla», y pónese la señal en lugar de lo señalado: «adoradle todos sus ángeles» (Sal 96, 7). Asimismo es cierto que los bienaventurados, los hombres justos y santos, se someterán de este modo. «Todas las gentes, cuantas hiciste, vendrán y postradas te adorarán» (Sal 85, 9). No en cambio así los demonios y los condenados, que sí han de estar sometidos, más contra su voluntad. «Los demonios creen y tiemblan» (St 2, 19)»[22].

Dificultades a la bajada de Cristo a los infiernos

En este artículo de la Suma teológica, Santo Tomás completa las tres argumentaciones de la conveniencia del descenso de Cristo a los infiernos, que ha expuesto, con tres precisiones. En primer lugar, advierte que: «La palabra «infierno» suena a mal de pena, pero no a mal de culpa. Por eso convino que Cristo bajase al infierno, no como si El fuese deudor de pena, sino como libertador de los que estaban sujetos a ella»[23].

Al mal de culpa se incurre cuando se actúa contra los mandatos de Dios, cuando se prefiere la propia voluntad a la divina. Al no obrarse rectamente y realizarse un acto malo, le sigue el mal de pena o castigo por disposición divina y que, en realidad, es un bien, por restablecer la justicia, que busca la igualdad, aunque sea padecido como un mal. El mal de pena es de justicia, para evitar el desorden y, por ello, un bien.

El «mal» del castigo, durante la vida terrenal, contribuye también al bien del culpable. Decía San Gregorio Magno: «por el pecado perdemos la unión con Dios; es justo, por tanto, que volvamos a la paz con Él a través de las calamidades; de este modo, cuando cualquier cosa creada, buena en sí misma, se nos convierte en causa de sufrimiento, ello nos sirve de corrección, para que volvamos humildemente al autor de la paz»[24].

En segundo lugar, que: «La pasión de Cristo fue causa universal de la salvación de los hombres, tanto de los vivos como de los muertos. Y la causa universal necesita ser aplicada a los efectos particulares por algo especial; por lo cual, así como la virtud de la pasión de Cristo se aplica a los vivos por medio de los sacramentos, que nos configuran con ella, así también fue aplicada a los muertos mediante el descenso de Cristo a los infiernos. Por tal motivo se dice claramente en Zacarías que «sacó a los cautivos del infierno por la sangre de su alianza»(Zac 9, 11), esto es, por la virtud de su pasión»[25].

El descenso de Cristo a los infiernos actuaría como medio o instrumento de salvación, como los sacramentos instituidos por Cristo, para los que habían muerto con los antiguos sacramentos recibidos en la época de la ley natural o en la de la ley escrita, «signos sensibles, mediante los cuales el hombre atestiguaba su fe en la venida futura del salvador»[26].

En tercer lugar, sobre el tipo de movimiento de su bajada a los infiernos, porque como «por causa de la muerte, el alma de Cristo se separó de su cuerpo, que fue depositado en el sepulcro (…) no parece que bajase a los infiernos sólo con el alma, porque ésta, al ser incorpórea, no puede moverse localmente, porque esto es propio de los cuerpos»[27]. Santo Tomás resuelve esta dificultad, precisando que: «el alma de Cristo no descendió a los infiernos con el género de movimiento con que se mueven los cuerpos, sino con la clase de movimiento propio de los ángeles»[28], que lo hacen por su poder locomotivo, que tiene su entendimiento movido por su voluntad y están, por tanto, en el lugar donde producen un efecto (cf. S. Th., I, q. 52 y 53).

 

Eudaldo Forment

 



[1] Jaume Serra, Descenso a los infiernos (s. XIV).

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 46, introd.

[3] Alberto Colunga, O. P., Introducción a la cuestión 46, De la pasión de Cristo,  en Santo Tomás de Aquino, Suma teológica. Madrid, BAC, 1947-1960, 16 vv.; Tratado de la Vida de Cristo, tomo XII, v. XII, pp. 390-408, p. 403.

[4]DENZINGER, Enchiridion Symbolorum, n. 7.

[5] Santo Tomás de Aquino, Exposición  del Símolo de los Apóstoles, art. 5., n. 925.

[6] Catecismo romano de Trento, p. I, c. 6, n. 1.

[7] Catecismo de la Iglesia católica, n. 631.

[8] Ibíd., n. 632.

[9] Santo Tomás de Aquino, Compendio de teología, c. 234, n. 497.

[10] Catecismo romano de Trento, p. I, c. 6, n. 2.

[11] Santo Tomás de Aquino, Compendio de Teología, c. 180, n. 353.

[12] Catecismo romano de Trento, p. I, c. 6, n. 3.

[13] Catecismo de la Iglesia católica, n. 633.

[14] Catecismo romano de Trento, p. I, c. 6, n. 4.

[15] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 52, a. 1, in c.

[16] ÍDEM, Comentario a la epístola a los Colosenses, c. II, lec. 3.

[17] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 52, a. 1, in c.

[18] José M. Bover, Las epístolas de San Pablo, Barcelona, Editorial Balmes, 1959, 4ª ed., p. 335.

[19] Flp 2, 9.

[20] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la epístola a los Filipenses, c. II, lec. 3.

[21] José M. Bover, Las epístolas de San Pablo, op. cit., p. 335.

[22] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la epístola a los Filipenses, c. II, lec. 3.

[23] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 52, a. 1, ad. 1.

[24] San Gregorio Magno, Tratados morales sobre el libro de Job, 3, 15.

[25] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 52, a. 1, ad.2.

[26] Ibíd., III, q. 61, a. 3, in c.

[27] Ibíd., III, q. 52, a. 1, ob. 3.

[28] Ibíd., III, q. 52, a. 1, ad. 3.

1 comentario

  
LJ
La palabra castigo no es ajena a la doctrina católica. Dios castiga, tanto en esta vida, como en la vida eterna.
Hay pruebas que son castigos.
02/09/24 1:13 PM

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