LXII. Incorrupción del cuerpo sepultado de Cristo

Ausencia de descomposición[1]

Después de ocuparse del entierro de Cristo, en la cuestión dedicada a su sepultura, Santo Tomás se pregunta, en el penúltimo articulo, si «el cuerpo de Cristo se convirtió en ceniza en el sepulcro».

Es necesario plantearse este interrogante, porque, por una parte: «Se dice en el Salterio: «No permitirás que tu Santo experimente la corrupción» (Sal 15, 10); lo que San Juan Damasceno expone de la corrupción, es decir, la descomposición en los elementos (La fe ortod., c. 28)»[2], del cuerpo de Cristo, que es el Santo.

Por otra, porque, por el contrario, parece que se puede sostenerse que el cuerpo de Cristo empezó a descomponerse, con el siguiente argumento: «Así como la muerte fue la pena del pecado del primer hombre, así también lo es la conversión en polvo, pues al primer hombre, después del pecado, se le dijo: «Polvo eres y en polvo te volverás» (Gen 3, 19). Pero Cristo soportó la muerte para librarnos de ella. Luego también su cuerpo debió convertirse en polvo, para librarnos a nosotros de la conversión en polvo»[3].

La respuesta de Santo Tomás es negativa. Arguye que: ««Cristo, por no estarsujeto al pecado, tampoco lo estaba a lamuerte ni a la conversión en polvo. Noobstante, quiso sufrir voluntariamente lamuerte por nuestra salvación».

No en cambio la conversión en polvo, porque: «si su cuerpose hubiera corrompido o descompuesto, hubiera sido esto en perjuicio de la salvaciónde los hombres, pues no se hubiera creído que en Élexistía el poder divino. Por eso se dicesobre su persona: «¿Qué utilidadhay en mi sangre, en tanto que yo bajo a lacorrupción? (Sal 29, 10). Como si dijera: «Si mi cuerpo sedescompone, se perderá la utilidad de la sangrederramada»[4].

Por consiguiente, como añade Santo Tomás: «No fue conveniente que el cuerpo de Cristo se pudriera o de cualquier modo se descompusiera, porque la descomposición del cuerpo proviene de la flaqueza de la naturaleza del cuerpo, que es incapaz de mantener unido ese cuerpo por más tiempo»[5].

La corrupción del cuerpo humano

Había explicado en una parte anterior de la Suma teológica que, para que se dé: «el bien y la conservación de todo el universo, se requiere la alternancia de la generación y de la corrupción en las cosas. Y en este sentido son naturales las corrupciones y defectos de las cosas; no ciertamente por la inclinación de la forma, que es el principio del ser y de perfección, sino por la inclinación de la materia, que proporcionalmente es atribuida a una forma según la distribución establecida por el agente universal».

La existencia de las especies confirma que: «la forma trata de perpetuar su ser cuanto puede, sin embargo, ninguna forma de cosa corruptible puede perpetuarse, exceptuada el alma racional: porque ésta no está totalmente sujeta a la materia corporal, como las otras formas, sino que antes, por el contrario, tiene su propia acción inmaterial», ya que es un espíritu, que como todos es incorruptible, pero que informa o hace de forma al cuerpo del hombre.

De manera que: «por parte de la forma, es más natural en el hombre la incorrupción que a las demás cosas corruptibles; pero ,puesto que también ella tiene una materia compuesta de elementos contrarios», porque es la vez espíritu y forma de la materia, «de la inclinación de la materia, se sigue la corrupción de todo el compuesto». Según esto, el hombre es naturalmente corruptible según la naturaleza de la materia dejada a sí misma, mas no según la naturaleza de su forma»

Debe tenerse también en cuenta respecto al: «cuerpo humano, que es corruptible, en cuanto a su propia naturaleza, en cierto modo está también proporcionado a su forma y en cierto modo no lo está». En un aspecto está adaptado a su forma o alma espiritual y en oto no. La razón es porque: «uno es elegida por el agente; y otro que no es elegido por el agente, sino que es según la condición natural de la materia».

Así, por ejemplo: «el artesano, para hacer un cuchillo, elige materia dura y flexible, que pueda adelgazarse hasta que sea apta para cortar. Según esta condición, el hierro es la materia apta para el cuchillo. Pero el hecho de que el hierro pueda quebrarse y contraiga la herrumbre se sigue de la disposición natural del hierro y no lo busca el artesano herrero, sino que más bien lo evitaría si pudiese. Por consiguiente, esta disposición de la materia no está proporcionada a la intención del artífice» ni a la del arte de fabricar cuchillos.

De manera semejante: «el cuerpo humano es materia elegida por la naturaleza, porque posee una complexión apropiada para que pueda ser el órgano convenientísimo del tacto y de las otras facultades sensitivas y motoras», necesarias instrumentalmente para las facultades espirituales de la inteligencia y voluntad. En este aspecto el cuerpo está adaptado al espíritu del hombre.

No está acomodado, en cambio, en su otra condición, porque: «el que sea corruptible, esto es por la condición de la materia, no es elegido por la naturaleza; la naturaleza elegiría más bien una materia incorruptible si pudiese».

Indica finalmente que «Dios, a quien está sujeta toda la naturaleza, en la creación del hombre, suplió esta deficiencia de la naturaleza dando al cuerpo mediante el don de la justicia original la incorruptibilidad». En este estado de inocencia, o de justicia original, de rectitud respecto a Dios, la naturaleza humana, además de estar elevada al fin sobrenatural de la gloria, dado con los auxilios de la gracia, necesarios para alcanzarla, recibió éste y otros dones especiales.

Se le concedió el don preternatural de la inmortalidad, que preservaba al cuerpo de la corrupción; junto con la impasibilidad, o exención del dolor en el alma y en el cuerpo; la integridad o inmunidad de la concupiscencia, de deseos sensibles desordenados; y el dominio perfecto sobre todas las cosas sensibles, que perfeccionaban la naturaleza humana en su orden. Dones, que permitían un mejor soporte a la gracia., y que se transmitirían juntamente con la naturaleza a los descendientes.

Después del pecado, la naturaleza humana perdió la gracia y estos dones preternaturales. «Y en este sentido se dice que «Dios no hizo la muerte» (Sab 1, 13), sino que la muerte es la pena del pecado»[6].

Incorruptibilidad del cuerpo de Cristo

Se explica la inconveniencia de la corrupción del cuerpo de Cristo, porque; «la muerte de Cristo no tenía que producirse por la flaqueza de su naturaleza, a fin de que nadie creyese que no era voluntaria. Y, por tal motivo, no quiso morir de enfermedad sino por pasión inferida, a la que espontáneamente se ofreció. Y, por esta causa, para que no se atribuyese su muerte a la flaqueza de la naturaleza, Cristo no quiso que su cuerpo se corrompiese en modo alguno o que se descompusiese de cualquier modo; sino que, con miras a manifestar su poder divino, quiso que su cuerpo se mantuviese incorrupto».

Lo confirman: «estas palabras de San Juan Crisóstomo: «Mientras los hombres viven y realizan grandes hazañas son exaltados; pero cuando mueren, perecen también con ellos sus proezas. Pero en Cristo sucedió todo lo contrario, pues antes de su crucifixión todas sus cosas era tristes y débiles; pero, una vez que fue crucificado, todas se volvieron ilustres, a fin de que te des cuenta de que el Crucificado no era un puro hombre» (Contra jud.y gent. que Cristo es Dios[7].

En otro lugar Santo Tomás da otra razón de la absoluta incorruptibilidad del cuerpo de Cristo. Para ello, sobre la muerte corporal del hombre, advierte que: «Por causa del pecado, el hombre sufre –después de la muerte– otros males tanto del cuerpo como del alma. Los del cuerpo consisten en que éste vuelve a la tierra de donde fue sacado. Podemos considerar esta lacra corporal bajo dos aspectos: según la situación y según la descomposición».

Respecto al primero: «según la situación, el cuerpo muerto es puesto y sepultado bajo tierra». En cuanto al segundo: «según la descomposición, el cuerpo se disuelve en los elementos de que esta formado».

Si esto ocurre con el cuerpo de los hombre, en cambio: «Cristo, dejando que su Cuerpo fuera puesto bajo la tierra, quiso sufrir la primera de dichas deficiencias; pero no sufrió la segunda, es decir, la descomposición de su cuerpo en la tierra (…) la putrefacción del cuerpo».

La razón de esta inmunidad en el segundo mal es porque: «el cuerpo de Cristo tomó de la naturaleza humana la materia de que estaba formado. Pero su formación fue operada por la virtud del Espíritu Santo y no por la vida human. Por consiguiente, por ser material, quiso sufrir la humillación de ser depositado en la tierra, en un lugar en que acostumbra a depositar los cuerpos muertos, porque los cuerpos deben colocarse en el lugar que les corresponde según la condición de su elemento predominante. Sin embargo, no quiso sufrir la descomposición del cuerpo formado por el Espíritu Santo, porque en cuanto a esto se diferenciaba de los demás hombres»[8]. Hubiera sido un ultraje para el cuerpo santísimo de Cristo.

Se podría todavía replicar sobre la contestación argumentada doblemente de Santo Tomás: que: «el cuerpo de Cristo fue de la misma naturaleza que el nuestro. Pero nuestro cuerpo, en cuanto muere, comienza a descomponerse, y entra en putrefacción (…) Luego parece que lo mismo debió suceder en el cuerpo de Cristo»[9].

La contrarréplica de Santo Tomás es la siguiente: «El cuerpo de Cristo, considerada su condición pasible era corruptible», ciertamente, aunque «no había merecido la putrefacción, que es fruto del pecado». Por ello: «el poder divino preservó el cuerpo de Cristo de la putrefacción, lo mismo que le resucitó de la muerte»[10].

El último argumento sobre la negación de la incorruptibilidad del cuerpo de Cristo en el sepulcro se basa en que, como se ha dicho al tratar sobre las razones de la conveniencia de su sepultura: «Cristo quiso ser sepultado para dar a los hombres la esperanza de que también ellos resucitarían de los sepulcros». Por consiguiente, es lógico sostener que: «también debió sufrir la descomposición para dar la esperanza de resucitar a los que se habían convertido en polvo»[11].

. Santo Tomás niega la inferencia, porque: «Cristo resucitó del sepulcro por la virtud divina, que no reconoce límites. Y, por eso, el hecho de haber resucitado del sepulcro fue argumento suficiente de que los hombres habían de resucitar, por el poder divino, no sólo de los sepulcros, sino también de cualquier estado de descomposición»[12].

El sepulcro de Jesús

Aunque Santo Tomás no se ocupa del sepulcro de Cristo, porque no es una cuestión teológica, por su importancia pueden tenerse en cuenta las incidencias, que según las más recientes investigaciones . En primer lugar: «No se puede poner en duda la autenticidad de los lugares de la crucifixión y del santo sepulcro. Fueron tan bien guardados desde el principio y tenidos en tanta veneración, son tan ininterrumpidos los testimonios, que no existe lugar memorable de cuya situación haya certeza tan absoluta como acerca de estos lugares venerados, tan queridos por los cristianos».

En segundo lugar: «El culto del Santo Sepulcro comienza la tarde misma del Viernes Santo. Las piadosas mujeres observan dónde y cómo es sepultado el Señor; lloran junto a la sepultura y allí se regocijan, como Pedro y Juan, de la resurrección ¿Y había de serles indiferente a la Madre de Dios, a Magdalena, a san Juan, a los restantes apóstoles y a la primera comunidad cristiana, el monumento sagrado de la muerte amarga y de la resurrección gloriosa? Juan, el discípulo amado, testigo de la muerte y sepultura del Señor, describe el sepulcro más de veinticinco años después de la destrucción de Jerusalén; y, sin embargo, lo hace con tal viveza, que se echa de ver cuan caro le era su recuerdo»[13].

Como explica el profesor Díez Merino: «desde al año 30, probable fecha de la muerte y sepultura de Jesús, en este lugar de Jerusalén se han registrado muchos eventos que lo señalan como el lugar más céntrico de la religiosidad cristiana. En el año 135 se construyó el foro romano y el templo de Afrodita sobre el lugar del Calvario y Santo Sepulcro».

Hay que destacar, añade, que: «en el año 326 santa Helena llegó a Jerusalén, y se cercioró dónde estaba la tumba de Jesús; destruyó el templo de Venus y comenzó la construcción de la basílica cristina constantiniana»[14].

Años antes, como ya se ha indicado: «habiendo ido a Palestina el emperador Adriano, el año 130 prohibió a los judíos la circuncisión y reedificó la ciudad de Jerusalén con el nombre pagano de Aelia Capitolina; para sarcasmo de los cristianos hizo rellenar de tierra la colina del Calvario y del Sepulcro y, sobre el suelo artificialmente igualado y pavimentado, levantar un templo pagano con una estatua de Venus. Pero precisamente el baldón con que quisieron los paganos manchar los Santos Lugares fue la señal para reconocerlos más tarde sin género de duda»[15].

Sin embargo, tal como explica Díez Merino: «En el año 614 los persas invadieron Palestina, destruyeron iglesias y monasterios e incendiaron la basílica del Santo Sepulcro (…) En el año 638 la ciudad de Jerusalén se rindió al califa Omar (…).En los años 634-636 el abad Modesto la reconstruyó (…) En el año 815 el patriarca Tomás reparó los daños causados por un terremoto. En 1009 el califa fatimida egipcio, Halkim, ordenó destruir todo lo que había construido Constantino (…) En 1042-1048 el emperador Constantino Monómaco realizó una nueva reconstrucción»[16].

Un siglo después: «en los años 1130-1149 los Cruzados construyeron una nueva basílica de estilo románico (…) pero respetando la restauración (…) El 12 de octubre de 1808 se declaró un incendio que produjo grandes desperfectos, la restauración la llevó a cabo el arquitecto griego Comninos (…). En 1927 un terremoto puso en grave peligro la basílica y tuvo que ser apuntalada, hasta que las tres comunidades principales responsables de la misma (católicos, ortodoxos griegos y ortodoxos armenios) se pusieron de acuerdo para emprender la obra de consolidación, con un acuerdo firmado en 1959, que todavía no se ha finalizado, aunque la mayor parte del programa ya se ha realizado»[17].

El tiempo de Cristo en el sepulcro

En el último artículo de esta cuestión se examina el tiempo en que Cristo permaneció sepultado. Sobre ello aparece un problema. Por una parte, según los evangelios: «Cristo estuvo en el sepulcro solamente un día y dos noches»[18], la noche del viernes, el día del sábado y la noche del domingo. De manera que: «como dice San Agustín, «desde el atardecer de su sepultura hasta el amanecer de la resurrección median treinta y seis horas», esto es, «una noche entera con un día entero y otra noche entera» (Trinid., IV, 6)»[19], contando seis horas la duración de la noche.

Por otra, según el evangelio de San Mateo: «dice el mismo Cristo que: «Como estuvo Jonás en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el seno de la tierra» (Mt 12, 40)»[20].

Esta aparente discrepancia la resuelve Santo Tomás del modo siguiente: «En Concordancia de los Evangelios, dice San Agustín que: «hay que encontrar la solución: «en el modo de hablar usado por la Sagrada Escritura, que toma la parte por el todo» (III, c. 4)», es lo que en retórica se denomina sinécdoque.

De manera que según estas palabras de San Agustín, explica Santo Tomás: «entendemos una noche y un día por un día natural. Y así el primer día se contará desde el fin del día viernes, en que Cristo murió y fue sepultado; el segundo día, íntegro con las veinticuatro horas del día y de la noche; y la noche siguiente como el día tercero»[21].

Podría objetarse a esta interpretación que, aún contando la noche como un día: «Cristo no estuvo en el sepulcro dos noches enteras», porque como dice San Gregorio en su Homilía de Pascua: «Como Sansón arrancó a la media noche las puertas de Gaza, así Cristo resucitó a la media noche quebrando las puertas del infierno» (XL Hom. Evang., II, Hom, 21)»[22].

Nota Santo Tomás que queda resuelta la objeción, porque: «Dice San Agustín que Cristo resucitó al amanecer, en que hay ya algo de luz, pero en que quedan todavía tinieblas de la noche. Por eso se dice de las mujeres que «cuando aun dominaban las tinieblas vinieron al monumento» (Jn 20, 1). Por razón de estas tinieblas dice San Gregorio que Cristo resucitó a la media noche, no en la media noche dividida, dividida en dos partes iguales, sino en la segunda mitad de la noche. Ese amanecer podía decirse parte de la noche y parte del día, por la relación que tiene con una y con otro»[23].

En estas cuestiones como en las anteriores, Santo Tomás tiene siempre presente la trascendencia de la pasión, muerte y sepultura de Cristo. Lo que ha expresado Ratzinger así: «La Iglesia, bajo la guía del mensaje apostólico, viviendo el Evangelio y sufriendo por él, ha aprendido siempre a comprender cada vez más el misterio de la cruz, aunque éste, en último análisis no se puede diseccionar en fórmulas de nuestra razón; en la cruz, la oscuridad y lo ilógico del pecado se encuentran con la santidad de Dios en su deslumbrante luminosidad para nuestros ojos, esto va más allá de nuestra lógica. Y, sin embargo en el mensaje del Nuevo Testamento y en su verificarse en la vida de los santos, el gran misterio se ha hecho completamente luminoso. El misterio de la expiación no tiene que ser sacrificado a ningún racionalismo»[24].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Antonio Ciseri, Piedad (XIX).

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 51, a. 3, sed c.

[3] Ibíd.,  III. q. 51, a. 3, ob. 1.

[4] Ibíd., III. q. 51, a. 3, ad 1.

[5] Ibíd., III, q. 51, a. 3, in c.

[6] Ibíd., I-II, q. 85, a. 6, in c.

[7] III. q. 51, a. 3, in c.

[8] ÍDEM, Compendio de teología, c. 234, n. 496.

[9] ÍDEM, Suma teológica, III. q. 51, a. 3, ob. 2,

[10] Ibíd.,  III. q. 51, a. 3, ad 2.

[11] Ibíd., III. q. 51, a. 3, ob. 3,

[12] Ibíd., III. q. 51, a. 3, ad 3.

[13] I. SCHUSTER – J.B. Holzammer, Historia Bíblica, Barcelona, Editorial Litúrgica Española, 1944,  2 vv. 2ª ed., v. II, p.. 367.

[14] Luis Díez Merino,  voz  Sepulcro de Jesús, en ÍDEM (Ed.), Pasión de Cristo, Diccionarios San Pablo, Madrid, Ed. San Pablo, 2015, pp. 1180a-1194a, p. 1182ª.

[15] I. SCHUSTER – J.B. Holzammer, Historia Bíblica, op. cit., p. 367.

[16] Luis Díez Merino,  voz  Sepulcro de Jesús, op. cit., pp. 1182a-1182b.

[17] Ibíd., pp. 1182b-1183ª.

[18] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 51, a. 4, in c.

[19] Ibíd., III, q. 51, a 4, sed c.

[20] Ibíd., III, q. 51, a. 4, ob. 1.

[21] Ibíd., III, q. 51, a. 4, ad 1.

[22] Ibíd., III, q. 51, a. 4, ob. 2.

[23] Ibíd., III, q. 51, a. 4, ad. 2

[24] Josep Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret,   Segunda parte, Madrid, La esfera de los Libros, 2011, p. 279.

2 comentarios

  
Alan
Larguísimo artículo que no aclara nada, explica menos y recurre una y otra vez a peticiones de principio y afirmaciones gratuitas que no demuestra ni prueba en ningún momento.
Producto para consumo exclusivo de creyentes previamente convencidos de la "verdad" de lo que dice el autor.
17/08/24 10:06 AM
  
Vladimir
Este artículo lo deben leer los modernistas que afirman que se puede sostener la Resurrección de Cristo, aunque su cuerpo se haya descompuesto.
En la Resurrección del Señor, en la Asunción de María y en nuestra futura resurrección, está asumido e implicado el cadáver, está asumida e implicada la carne.
El cómo no lo sabemos, no lo podemos ni imaginar, pero la materia está implicada en la Resurrección, porque de otra forma no podríamos hablar de una resurrección integral de todo el hombre.
19/08/24 8:42 PM

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