LVIII. El cuerpo muerto divino de Cristo

La unión personal[1]

En el artículo siguiente de la cuestión dedicada a la muerte de Cristo, Santo Tomás plantea la cuestión de si, al morir, la divinidad abandonó su cuerpo al igual que lo hizo el alma. Comienza presentando tres argumentos, que parecen probar que, con la muerte de Cristo, Dios se separó de su cuerpo ya cadáver.

El primero es el siguiente: «Se dice en el evangelio de San Mateo que el Señor, colgado en la cruz, exclamó: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado!»(Mt 27, 46). Exponiendo estas palabras dice San Ambrosio: «Clama por la separación de la divinidad el hombre moribundo. Porque, estando la divinidad exenta de la muerte, ésta no podía tener lugar allí la muerte si no se retiraba la vida, pues la divinidad es la vida» (Exp. Evang. S. Luc., 23-46, l. 10). De suerte que parece haberse separado del cuerpo, en la muerte de Cristo, la divinidad»[2].

La razón que aporta se muestra como decisiva contra la tesis negativa de Santo Tomás sobre tal abandono. Replica a ella que: «Este abandono no debe relacionarse con la ruptura de la unión personal, sino con el hecho de que Dios Padre le entregó a la pasión. De manera que «abandonar»no significa ahí otra cosa que no proteger contra los perseguidores»[3].

Debe recordarse sobre esta «unión personal» que, como se ha dichoal tratar la noción de la Encarnación: «el Verbo de Dios se unió a la naturaleza humana, y, a todas sus partes, en unidad de persona»[4]. La naturaleza humana de Cristo fue asumida por la persona divina, cuya naturaleza es la única de Dios. La unión de la naturaleza humana de Cristo, compuesta de cuerpo y alma, con la naturaleza divina fue en la persona o hipóstasis divina, cuyo ser propio divino le confirió la existencia o subsistencia. Cristo, por tanto, es una sola persona, divina, que tiene dos naturalezas, la divina –es Dios–, y la humana –es hombre–.

Al ser asumida la naturaleza humana de Cristo por la persona divina y, subsistir, o existir por sí y en sí, por el ser divino, la unión de la naturaleza humana y divina se realizó en la persona divina, en su ser divino. Por consiguiente, en Cristo hay dos naturalezas, humana y divina no fundidas entre sí, sino unidas en la persona divina, que es la única de Cristo, Verbo de Dios.

Así pues, como declara Santo Tomás: «es necesario afirmar que la unión del Verbo y el hombre fue tal, que ni de dos naturalezas se hizo una sola, ni dicha unión del Verbo con la naturaleza humana fue como la unión de una substancia, por ejemplo, la humana, con las cosas exteriores, las cuales se relacionan accidentalmente con la misma, tal como la casa y el vestido».

Por el contrario: «sí se ha de afirmar» lo siguiente: «el Verbo subsiste en la naturaleza humana como en una naturaleza que se apropió por la Encarnación, de manera que aquel cuerpo sea el verdadero cuerpo del Verbo de Dios e igualmente lo sea el alma, y el Verbo de Dios sea verdadero hombre».

Advierte que, sin embargo, esta explicación de la unión de Dios y el hombre en la Encarnación no es acabada, y sólo «según nuestro modo y capacidad de entender». Es, en realidad, la exposición de la «doctrina católica de este misterio»[5].

En esta repuesta, Santo Tomás presenta finalmente la interpretación de San Agustín, que entendía el abandono en el sentido de no haber escuchado: «aquella oración del huerto de Getsemaní, formulada por Él: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz» (Mt 26, 39). (Epist. 140, A Honorato, c. 6)»[6].

La unión instrumental

En el segundo argumento, se dice: «quitado el medio, los extremos quedan separados. La divinidad estaba unida al cuerpo mediante el alma. Luego parece que, habiéndose separado el alma del cuerpo en la muerte de Cristo, la divinidad quedó, por consiguiente, separada del cuerpo»[7].

Santo Tomás ya había afirmado que efectivamente el Verbo asumió el cuerpo por intermedio del alma y que: «dice San Agustín: «La sublimidad del poder divino unió a sí un alma racional y mediante ella un cuerpo humano y a todo el hombre, con el fin de perfeccionarlo» (Epíst. 137, A Volusiano, c. 2)»[8].

Para explicarlo, comienza con esta comparación: «entre todas las cosas creadas, nada hay tan semejante a esta unión como la unión del alma y del cuerpo». De ella se sigue que: «como el alma racional se une al cuerpo como a la materia y al instrumento», se pueden considerar dos aspectos en su unión con el cuerpo, en cuanto es su materia y en cuanto su instrumento para actuar.

Respecto el primer aspecto de constitutivo material de esta unión de cuerpo y alma: no se da semejanza alguna con la unión de la naturaleza humana de Cristo con la divinidad, pues «de la unión de Dios y del hombre resultaría una sola naturaleza, ya que la materia y la forma constituyen propiamente la naturaleza específica» del hombre.

En cambio, se puede comparar la unión del cuerpo y el alma en el hombre con la unión del cuerpo y alma de Cristo con el Verbo en la función instrumental que se da en ellas. De manera que la «semejanza será en atención a que el alma se une al cuerpo como al instrumento». Lo cual: «está en consonancia con lo dicho por los doctores antiguos, quienes afirmaron que en Cristo la naturaleza humana es «como un órgano de la divinidad» (San Juan Damasceno, La fe ortodoxa, III, cc. 15, 19), tal como se dice que el cuerpo es el órgano del alma».

No obstante, la semejanza no es exacta, porque: «el cuerpo y sus partes son órganos del alma de distinta manera que lo son los instrumentos exteriores. Por ejemplo, esta azuela –que utiliza el carpintero para desbastar la madera– no es un instrumento propio como lo es esta mano, pues con esta azuela pueden obrar muchos; sin embargo, esta mano está destinada a la operación propia de esta alma. Por eso, la mano es un instrumento unido y propio, más la azuela es un instrumento exterior y común».

Se puede aplicar esta distinción entre instrumentos interiores propios e instrumentos exteriores a la unión de Dios y el hombre, ya que: «todos los hombres son con respecto a Dios como ciertos instrumentos con que obra, como dice San Pablo: «Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar, según su beneplácito» (Fl 2, 13)». En Cristo, sin embargo, este carácter instrumental no es igual al de «los restantes hombres, que son con relación a Dios como instrumentos extrínsecos y separados, pues son movidos por Dios no sólo para realizar sus propias operaciones, sino también las que son comunes a toda naturaleza racional, como entender la verdad, amar lo bueno y obrar lo debido», operaciones espirituales de todos los hombres.

En la naturaleza de Cristo se dieron todas estas operaciones instrumentales, pero además se dieron otras únicas, porque: «la naturaleza humana fue asumida en Cristo para que realizara instrumentalmente aquellas cosas que son operaciones propias y exclusivas de Dios, como quitar los pecados, iluminar la inteligencia con la gracia y conducir a la perfección de la vida eterna».

La asunción del alma y el cuerpo

Debe afirmarse, por consiguiente, que la humanidad de Cristo es causa instrumental de efectos sobrenaturales, que, por tanto, no los producía por sí misma, sino por el Verbo al que estaba unida. De manera que: «la naturaleza humana de Cristo es con relación a Dios como un instrumento propio y unido a Él, del mismo modo que la mano al alma» del hombre.

Sobre la adecuación de última comparación, advierte Santo Tomás que, como el alma del hombre es la forma del cuerpo, y, por ello, de la mano, en cambio, el Verbo no lo es de la naturaleza humana, tal como sostenía el hereje Apolinar de Laodicea (s. IV), porque o hay «una semejanza absoluta».

No obstante, indica además que: «no hay dificultad en admitir que, en la unión de la naturaleza humana con el Verbo, la naturaleza humana es como instrumento del Verbo, no separado, sino unido, sin que por ello la naturaleza humana pertenezca a la del Verbo y éste sea su forma, aunque sí pertenece a su persona»[9].

En cuanto a que el Hijo de Dios asumió el cuerpo mediante su alma, explica Santo Tomás que: «el medio es tal por la relación que guarda con el principio y el fin, y supone, como ellos, un cierto orden. Y el orden puede ser de dos clases: orden de tiempo y orden de naturaleza».

Según el orden temporal: «no hay lugar para hablar en el misterio de la encarnación de intermedio alguno, pues el Verbo de Dios se unió en el mismo instante a toda la naturaleza humana».

En cuanto al orden de la naturaleza entre varias cosas: «se puede entender de dos maneras, bien de un orden de dignidad, como cuando decimos que los ángeles son intermedios entre Dios y los hombres; bien por razón de la causalidad, como cuando hablamos de causas intermedias entre la causa primera y el último efecto».

En ambas maneras, el alma es intermedia. Por una parte: «si consideramos el orden de dignidad, vemos que el alma se nos presenta como medio entre Dios y el cuerpo. Y en este sentido se puede decir que el Hijo de Dios se unió al cuerpo mediante el alma».

Por otra: «si se atiende al orden de causalidad, se verá que el alma es de alguna manera causa de la unión del cuerpo con el Hijo de Dios. Pues el cuerpo es capaz de ser asumido sólo por la relación que dice con el alma racional, que es quien la hace cuerpo humano»[10].

Debe también tenerse en cuenta que la naturaleza humana es más apta para ser asumida por la persona divina que las demás, en el sentido de «una cierta conveniencia», no de una «potencia pasiva natural», que está limitada sólo en el orden natural, al que rebasa totalmente la unión personal con Dios. «Tal conveniencia aparece en la naturaleza humana desde dos aspectos: el de la dignidad y el de la necesidad».

Por el primero, el de la dignidad, porque: «la naturaleza humana, siendo racional e intelectual, es capaz de alcanzar de algún modo al mismo Verbo por su operación, esto es, conociéndole y amándole». Por segundo, el de la necesidad, porque: «la naturaleza humana necesitaba ser reparada, pues estaba subyugada por el pecado original»

Además: «estas dos razones de conveniencia sólo se encuentran en la naturaleza humana. En la criatura irracional falta la conveniencia por razón de su dignidad. En la angélica, en cambio falta la conveniencia por razón de la necesidad. Deberá, pues, concluirse que sólo la naturaleza humana es asumible»[11].

Indisolubilidad de la unión de la Encarnación

Como se sostiene en la objeción, es cierto, por tanto, que el Verbo se unió al cuerpo de Cristo por el alma, pero no lo es la conclusión de que con su muerte, al separarse el alma de su cuerpo dejó de estar en él la divinidad. La razón es la siguiente: «Dícese que el Verbo de Dios se unió al cuerpo mediante el alma, pues por el alma pertenece el cuerpo a la naturaleza humana, que el Hijo de Dios intentaba tomar; pero no que el alma sea como el medio que liga el cuerpo con la divinidad»[12].

Ya había indicado Santo Tomás, al explicar el orden en que asumió el Verbo los constitutivos de la naturaleza humana, que: «una cosa que es causa de algo por razón de la aptitud y conveniencia, podrá desaparecer sin que por ello mismo desaparezca el efecto, porque, aunque un ser dependa en su génesis de otro, una vez constituido en realidad, ya no depende de él».

Así se advierte en dos ejemplos. El primero: «una circunstancia cualquiera que ha sido causa de la amistad podrá desaparecer sin que por el mismo hecho cese tal amistad». El segundo: «si la belleza de una mujer ha sido la causa de su unión en matrimonio, no se romperá tal unión por el mero hecho de desaparecer la belleza». Se puede decir que: «de manera semejante, aún después de la separación del alma, todavía permanece la unión del Verbo con el cuerpo»[13].

Aporta Santo Tomás a su repuesta otro argumento, que prueba la tesis de la permanencia de la unión hipostática o en la persona del Verbo divino con el cuerpo de Cristo, aunque se hubiera separado del mismo su alma por la muerte: «El cuerpo recibe del alma el pertenecer a la naturaleza humana, incluso después que el alma se separa de él, en cuanto que en el cuerpo muerto nuestro permanece, por una disposición divina, un orden a la resurrección. Y, por tal motivo, no desparece la unión de la divinidad con el cuerpo»[14].

Por último, se podría también presentar como objeción a la tesis el siguiente tercer argumento: «el poder vivificador de Dios es mayor que el del alma. Pero el cuerpo no podía morir sin la separación del alma. Luego parece que mucho menos moriría sin la separación de la divinidad»[15]. Si Cristo murió, se sigue, por tanto, que la divinidad abandonó a su cuerpo.

Santo Tomás resuelve esta dificultad con la siguiente distinción: «el alma tiene el poder de vivificar, como principio formal» al cuerpo. «Así, presente ella y unida como forma al cuerpo, este está vivo». La forma vital o alma comunica la vida al cuerpo, que se convierte así en un cuerpo vivo, y si alma es el espíirtu humano, en cuerpo humano.

En cambio: «la divinidad no tiene el poder de dar vida como principio formal, sino como causa eficiente, pues la divinidad no puede ser forma del cuerpo. Por tanto no es necesario que, permaneciendo la unión de la divinidad con el cuerpo, éste esté vivo,»[16]. No así, si permanece el alma humana o forma substancial del cuerpo, porque necesariamente le confiere la vida en todos sus grados.

La gracia de unión

En el tiempo en que Cristo permaneció muerto y, por tanto, sin el alma, la divinidad no se separó de él. La razón decisiva es porque: «lo que por gracia de Dios una vez se concede, no se quita nunca si no es por culpa; por esto dice San Pablo que «los dones de Dios y la vocación son sin arrepentimiento» (Rm 11, 29)»[17], es decir: «que Dios dé algo a algunos, o bien que llame a algunos, es sin revocación, porque de esto no se arrepiente Dios»[18]. La donación de Dios, cuando es incondicional, es irrevocable.

Advierte también seguidamente Santo Tomás que: «mucho mayor es la gracia de la unión, por la cual se une al cuerpo de Cristo la divinidad en unidad de persona, que la gracia de adopción, por la cual somos santificados los demás». Además, la gracia de unión es «también de suyo más permanente por razón de su propia naturaleza, porque esta gracia se ordena a la unión personal, mientras que la gracia de adopción se ordena a una cierta unión afectiva»[19].

A la naturaleza humana de Cristo, tanto en el cuerpo como en el alma, le fue comunicada la gracia de unión por el Verbo de Dios. Se encuentra así unida a Él hipostática o personalmente. La gracia de unión es «una gracia singular de Cristo-hombre, que es el estar unido a Dios en la unidad de persona; es un don gratuito, puesto que excede las facultades de la naturaleza y no está precedido de mérito alguno. Este don le hace infinitamente agradable a Dios, de modo que de Él se dice especialmente: «Este es mi querido Hijo, en quien tengo puestas tosas mis complacencias» (Mt 3, 17; 17, 5)»[20].

Por esta unión en la persona divina y, por tanto, en el ser de Dios, que constituye formalmente a esta persona, la única que posee Cristo, es, en cuanto hombre, hijo natural de Dios. De ahí que la santidad de Cristo en cuanto hombre, por la gracia de unión, sea suma e infinita, porque la santidad consiste en la unión con Dios, y no hay otra mayor que la de la Encarnación. Por este don gratuito santificador substancial, que ha recibido Cristo en cuanto hombre, es Hijo de Dios e impecable, y no meramente adoptivo como hace las otras gracias, que son accidentales.

La naturaleza humana de Cristo supera a todos los otros hombres, porque «cuanto más se aproxima a Dios una criatura, tanto más participa de su bondad, y recibe más abundantes dones de su influencia; a la manera que recibe más calor el que más se acerca al fuego. No puede haber ni puede imaginarse un medio más íntimo de adhesión de la criatura a Dios que estar unido a Dios en la unidad de la persona»[21].

En su argumentación, nota seguidamente sobre la gracia habitual o santificante, gracia de adopción, que: «vemos que nunca se pierde sin culpa», mucho menos la gracia de unión. «Al no existir en Cristo pecado de ninguna clase, fue imposible que se rompiese la unión de la divinidad con el cuerpo».

Por consiguiente: «así como antes de la muerte, el cuerpo de Cristo estuvo unido personal e hipostáticamente al Verbo de Dios, así también permaneció unido después de la muerte, de suerte que no fuese distinta la hipóstasis del Verbo de Dios y la hipóstasis del cuerpo de Cristo después de la muerte, como escribe San Juan Damasceno (La fe ortod, c. 27)»[22]. El cuerpo de Cristo sin la persona divina, y, por tanto, sin el ser que le daba la entidad y la existencia, hubiera tenido que adquirir otro, y ser otra substancia o hipóstasis, como ocurre con los cuerpos de los difuntos

No obstante, también la naturaleza humana de Cristo poseía la gracia habitual o santificante, que era «un efecto de la unión»[23], y cuyo sujeto era el alma de Cristo. Era necesario que su alma la tuviera, por: «la excelsitud de la misma, cuyas operaciones debían alcanzar lo más íntimamente posible a Dios por el conocimiento y el amor. Y para esto su naturaleza humana necesitaba ser elevada por la gracia».

Otra razón era que: «Cristo, en cuanto hombre, es «mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2, 5), por lo cual era preciso que poseyera la gracia que debía redundar sobre los demás hombres, según dice San Juan: «De cuya plenitud todos recibimos gracia sobre gracia» (Jn 1, 26)».[24].

 

Eudaldo Forment

 

 



[1] El transporte de Cristo al sepulcro (ca. 1870), Antonio Ciseri.

[2] SANTO TOMAS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 50, a. 2, ob. 1.

[3] Ibíd., III, q. 50, a. 2, ad 1.

[4] Ibíd., III, q. 33, a. 3 in c.

[5] ÍDEM, Suma contra los gentiles,  IV, c. 41.

[6] ÍDEM; Suma teológica, III, q. 50, a. 2, ad 1.

[7] Ibíd., III, q. 50, a. 2, ob. 2.

[8] Ibíd., III, q. 6, a. 1, sed c.

[9] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 41.

[10] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 6, a. 1, in c.

[11] Ibíd., III, q. 4, a. 1, in c.

[12] Ibíd., III, q. 50, a. 2, ad 2.

[13] Ibíd., III, q. 6, a. 1, ad 3.

[14] Ibíd., III, q. 50, a. 2, ad 2.

[15] Ibíd., III, q. 50, a. 2, ob. 3.

[16] Ibíd., III, q. 50, a. 2, ad 3.

[17] Ibíd., III, q. 50, a. 2, in c.

[18] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los romanos, c. XI, lec. 4.

[19] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 50, a. 2, in c.

[20] ÍDEM, Compendio de Teología. c. 214, 426.

[21] Ibíd., c. 214, 428.

[22] ÍDEM, Suma teológica, III, c. 50, a. 2, in c.

[23] ÍDEM, Compendio de Teología, c. 214, 428.

[24] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 7, a. 1, in c.

1 comentario

  
Alejandro Garcia Vargas
Gracias Profesor Forment por sus generosos articulos que nos permite a los legos acceder a la profundidad metafisica de nuestra Fe a traves de difundir las obras de Santo Tomas de Aquino .
Grandes temas de importancia que nos permiten reflexionar y aprender con profundidad nuestra relacion con el Creador.
Saludos desde Lima, Peru.
Alejandro Garcia Vargas
19/08/24 3:17 AM

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