LIII. Liberación del poder del diablo
La esclavitud del demonio[1]
El segundo efecto de la pasión de Cristo en nosotros, sostiene Santo Tomás, es la liberación del poder del diablo. La importancia del mismo lo revela que lo coloque en segundo lugar entre los seis efectos de la pasión, y después de la liberación del pecado por la redención.
Queda probada, porque en la Escritura: «está lo que dice el Señor, cuando se acerca su pasión: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera, y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí» (Jn 12, 31-32). Pero fue levantado de la tierra por la pasión de la cruz. Por tanto, por esta fue el diablo privado del poder sobre los hombres»[2].
Sin embargo, parece que no hemos sido liberados del poder del demonio de ningún modo mediante la pasión de Cristo. En primer lugar, porque: «No tiene poder sobre algunos el que, sin el permiso de un tercero, no puede hacer nada sobre ellos. El demonio no ha podido nunca hacer cosa alguna en perjuicio de los hombres, sin la permisión divina; como se ve por la historia de Job (c. l y 2), a quien, sólo con esa permisión divina, pudo privar de los bienes y de la salud corporal. Y del mismo modo se dice en San Matero que, sólo con licencia de Cristo, pudieron entrar los diablos en los puercos. Luego el diablo no tuvo nunca poder sobre los hombres, y, por tanto, nunca pudieron estos ser librados del poder del diablo por la pasión de Cristo»[3].
Advierte Santo Tomás sobre esta objeción que: «no se dice que eldiablo tuviese poder sobre los hombres detal modo que pudiera hacerles daño sin la permisión divina, sino que, con justicia, se le permitía dañar a los hombres, a quienes, mediante la tentación, había inducido a prestarle consentimiento»[4].
Indica también que para determinar: «el poder que ejercía el demonio sobre los hombres antes de la pasión de Cristo, hay que tener en cuenta tres cosas. La primera, por parte del hombre, que, con su pecado, mereció ser entregado en poder del diablo, que le había vencido mediante la tentación. La segunda, por parte de Dios, ofendido por el hombre al pecar, y que en justicia, fue abandonado al poder del demonio. La tercera, por parte del mismo diablo, que con su perversísima voluntad, impedía al hombre la consecución de su salvación».
La pasión de Cristo afectó a las tres. «En cuanto a lo primero, el hombre quedó libre del poder del diablo por la pasión de Cristo, dado que ésta es causa de la remisión de los pecados. Por lo que se refiere a lo segundo, hay que decir que la pasión de Cristo nos libró del poder del diablo al reconciliarnos con Dios, Y en lo que atañe a lo tercero, la pasión de Cristo nos libró del diablo, por haberse él excedido, en el uso de los poderes a él permitidos por Dios, maquinando la muerte de Cristo, que no la había merecido, por estar exento de pecado. Por esto dice San Agustín: «El diablo fue vencido por la justicia de Cristo, porque, sin encontrar en Él cosa que le mereciese la muerte, sin embrago, se la dió; y es enteramente justo que los deudores que retenía quedasen libres, en virtud de la fe en Aquel a quien, sin deuda de ninguna clase, había dado muerte» (Trinid. XIII, c. 14)»[5].
La esclavitud del hombre al demonio lo fue desde el principio en el paraíso, y sin posibilidad de liberación, a no ser con la gracia conseguida por la pasión de Cristo. Ahora es posible la liberación del hombre con su consentimiento a la gracia conseguida por Cristo, pero el hombre puede continuar esclavizado por el demonio si la rechaza.
La razón es porque: «Cuando el hombre, seducido por la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de lo ojos o la soberbia de la vida (1 Jn 2, 16), queda esclavizado por el pecado, lo queda también por el diablo, el cual, sirviéndose de las mismas tres concupiscencias (los tres deseos desordenados), le sujetará cada vez más al pecado convertido ya en vicio (Rm 6, 13-19s; 7, 14-23) y hará de él lo que le plazca. Y lo peor será que el hombre, siendo esclavo, se creerá libre, y, pensando obrar según su voluntad, ejecutará la del diablo»[6].
Permisión divina
Los demonios, desde el pecado original, siempre han actuado en la vida de los hombres, aunque después de la Pasión de Cristo sin total éxito. De manera que decía San Pablo: «nosotros no tenemos que luchar contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo tenebroso, contra los espíritus malignos esparcidos en los aires»[7].
Al comentar este versículo de San Pablo, nota Santo Tomás que los demonios: «son poderosos y grandes, y por eso tienen un gran ejército, contra el que tenemos que pelear», por supuesto, con el arma de la gracia de Dios, que nos consiguió y da Cristo con sus sacramentos.
Explica que al referirse San Pablo a los demonios como «príncipes y potestades» que la palabra «príncipe» significa: «el que toma el primer lugar», o «el que hace cabeza en algo»; y «potestad» se refiere aquí «al que toca ejercer la justicia». De manera que: «si los demonios se llaman príncipes, es por cuanto inducen a los hombres a rebelarse contra Dios; y potestades, por cuanto gozan de poder para castigar a los que se les someten».
Si de todos los órdenes, o coros, angélicos –Serafines, Querubines, Tronos, (de (la jerarquía suprema) Dominaciones, Virtudes, Potestades (de la jerarquía media), y Principados, Arcángeles y Ángeles (de la jerarquía ínfima)– los espíritus angélicos, después de pecar, se convirtieron en demonios, se pregunta Santo Tomás: «¿por qué hace mención el Apóstol de esos órdenes, principados y potestades, para llamar a los demonios, y no de los otros?».
Responde que: «tres cosas hay que considerar en los nombres de los órdenes angélicos; porque en unos se atiende más al orden, o grado, en otros al poder, en otros al ministerio divino: así, por ejemplo en los nombres de Querubines, Serafines y Tonos, lo que hace al caso es su contemplación de Dios; más siendo los demonios enemigos de Dios, no les cuadran estos nombre».
Al igual que los nombres de los coros de la jerarquía suprema, lo mismo puede decirse de dos de la jerarquía media, porque: «las Virtudes y Dominaciones dicen orden al servicio de Dios, y, por consiguiente, tampoco estos nombres son apropiados a los demonios». Con relación a la jerarquía ínfima, tampoco: «los nombres como Ángeles y Arcángeles, dicen orden a un ministerio divino, y tampoco estos nombres les cuadran a los demonios,». Sólo quedan dos, «que son comunes a buenos y malos, Principados y Potestades», el orden primero de la tercera jerarquía, y el tercero de la segunda jerarquía.
Hay, por tanto, en los demonios, dos órdenes, en lugar de nueve como en los ángeles buenos: Principados, los que mandan a otros, y Potestades, los se ocupan del gobierno de la sociedad jerarquizada demoníaca. Los demonios, afirma Santo Tomás: «son poderosos y grandes, y por eso tienen un gran ejército, contra el que tenemos que pelear»[8].
Los demonios actúan en la vida de los hombres y Dios permite su ataque. Se explica, porque: «en el plan de la Providencia divina entra procurar el bien de los seres inferiores por medio de los superiores. Dios procura el bien del hombre de dos maneras. Una,directamente, esto es, siempre que alguien es atraído al bien o alejado del mal, es hecho dignamente por los ángeles buenos», y, de una manera concreta y especial por los ángeles custodios.
La otra manera que Dios hace el bien al hombre lo es, en cambio: «indirectamente, o sea, cuando alguno que es atacado se ejercita en rechazar al adversario; y esta manera de procurar el bien del hombre fue conveniente que se llevara a cabo por medio de los ángeles malos, a fin de que, después de su pecado, no quedasen totalmente excluidos de colaborar en el orden del universo».
De ello, se infiere que: «los demonios deben tener dos lugares de tormento. Uno por razón de su culpa: el infierno; otro por razón del ejercicio a que someten a los hombres, y para esto deben ocupar la atmósfera tenebrosa».
Nota Santo Tomás que: «la obra de procurar la salvación de los hombres durará hasta el día del juicio. Por lo tanto, hasta entonces deberá durar el ministerio de los ángeles y el ejercicio que procuran los demonios». La acción realizada por los ángeles buenos es encargada por Dios, en cambio la de los ángeles malos es exclusivamente propia de ellos, aunque permitida por Dios.
De manera que: «hasta entonces nos serán enviados los ángeles buenos. Y hasta entonces estarán también los demonios en nuestro aire tenebroso para someternos a prueba; si bien algunos están ya en el infierno para atormentar a los que arrastraron al mal, como también hay ángeles buenos que están en el cielo en compañía de las almas santas. Pero, a partir del día del juicio, todos los malos, sean hombres o ángeles, estarán en el infierno; y todos los buenos estarán en el cielo»[9].
Puede así concluirse que: «También ahora puede el diablo, con la permisión de Dios, tentar a los hombres en el alma y atormentarles en el cuerpo; pero tienen preparado el remedio de la pasión de Cristo, con la cual se pueden defenderse contra los ataques del enemigo, para no ser arrastrado al abismo de la muerte eterna».
Este ha sido el remedio para todos los hombres, porque: «cuantos, antes de la pasión de Cristo, resistían al diablo, por la fe en est podían hacerlo aun antes de realizarse la pasión». Sin embargo: «en una cosa no podía ninguno escapar a las garras del diablo, a saber, en no descender al infierno, del que, después de la pasión de Cristo, pueden librarse los hombres mediante la virtud de la misma»[10].
Al infierno a que se refiere Santo Tomás es al llamado limbo de los justos, o seno de Abraham, el lugar en el que esperaban el alma de los justos hasta que, después de su muerte, Cristo bajara a este infierno y los liberara. Infierno que es, por tanto, distinto de los otros tres, del infierno eterno, del temporal o purgatorio y el del limbo de los niños.
El poder del diablo
A la afirmación que la pasión de Cristo sea la causa de la liberación del género humano del poder del diablo, todavía podría oponerse el siguiente argumento: «el poder de la pasión de Cristo tiene una duración perpetua, conforme lo que dice el Apóstol en la Epístola a los Hebreos: «Con una sola oblación perfeccionó para siempre a los santificados» (Heb 10, 14). Asimismo se extiende a todas partes. Pero la liberación del poder del diablo ni se da en todas partes, puesto que todavía existen en muchos sitios idólatras, ni es perdurable, sobre todo en la época del anticristo, ejercerá el diablo su poder en daño de los hombres. Sobre esto se dice en la Epístola a los Tesalonicenses: «La venida del inicuo irá acompañada del poder de Satanás, de todo género de milagros, señales y prodigios engañosos y de seducciones de iniquidad». (Tes 2, 9-10). Parece, por tanto, que la pasión de Cristo no es causa para librar al género humano del poder del diablo»[11].
A ello responde Santo Tomás que: «permite Dios al diablo engañar a los hombres en ciertas personas, lugares y tiempos, según las razones ocultas de los juicios divinos Pero siempre tienen los hombres preparado por la pasión de Cristo el remedio con el que se defienden de la maldad del diablo, aún en la época del anticristo. Pero si algunos descuidan valerse de este remedio, esto no dice nada contra la eficacia de la pasión de Cristo»[12].
Respecto a estos ataques de los demonios a los hombres,observa Santo Tomás que: «en los combates de los demonios se deben considerar dos cosas, a saber: el combate mismo y su ordenación». En cuanto a lo primero, aclara que: «el combate procede ciertamente de la malicia del demonio, que por envidia trata de impedir el provecho de los hombres y por soberbia usurpa una semejanza del poder divino, delegando a ministros determinados suyos para combatir a los hombres, como los ángeles buenos están al servicio de Dios en determinados oficios para la salvación de los hombres».
En cuanto a lo segundo, expone lo siguiente: «el orden del mismo combate viene de Dios, que sabe usar ordenadamente de los males encaminándolos al bien. En cambio, por lo que se refiere a los ángeles buenos, tanto la guarda como el orden de la misma se han de atribuir a Dios como primer autor»[13].
Los demonios enviados por Satanás atacan a los hombres de dos maneras. «La una, instigándolos a pecar; y cuando tientan de este modo no son enviados por Dios para combatir, si bien alguna vez se les permite por justos juicios de Dios».
La otra manera de combatir los demonios: «a los hombres es castigándolos, y para esto si son enviados por Dios, como fue enviado el espíritu falaz a castigar a Ajab rey de Israel, según se dice en la Sagrada Escritura (1 Re 22, 20 ss.)», sobre lo ocurrido al final de la vida de Ajab, rey de Israel. Había cometido crímenes horribles, como el robo de la viña y asesinato de su dueño Nabot. Su muerte ignominiosa, profetizada por Elías, ocurrió en una batalla contra los sirios, y fue debida a las mentiras de los falsos profetas, que le vaticinaron el triunfo, movidos por un espíritu, que les engañó.
En este segundo caso: «el castigo puede venir de Dios como primer autor. No obstante, los demonios enviados para castigar lo hacen con intención distinta de aquella con que son enviados; porque ellos castigan por odio o envidia, mas Dios los envía en un plan de justicia»[14].
Nota finalmente Santo Tomás que: «Para que no haya desigualdad en la lucha, el hombre es confortado principalmente con el auxilio de la gracia de Dios y secundariamente con la guarda de los ángeles; viene a este propósito lo que decía Eliseo a su ministro: «No temas, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos» (2 Re 6, 16)»[15].
La tentación diabólica
Sobre la tentación diabólica afirma Santo Tomás «el diablo tienta siempre para dañar, precipitando al pecado»[16]. San Pablo define, por ello, al diablo como «el tentador»[17], por tanto, «el oficio del diablo es tentar»[18]. Sin embargo, dice, también San Pablo, que: «Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros»[19]. Al comentar estas palabras escribe el Aquinate: «Dios, por darnos poder para no ser vencidos, gracia para merecer, y constancia para vencer, con toda verdad es fiel»[20].
Los demonios no pueden influir directamente iluminando el entendimiento humano como, en cambio, pueden hacer los ángeles buenos. Se comprende, si se tiene en cuenta que: «la parte interior del hombre es intelectiva y sensitiva. La parte intelectiva contiene el entendimiento y la voluntad. Pues bien, el entendimiento, por su propia inclinación, se mueve cuando algo lo ilumina en orden al conocimiento de la verdad. Esto ciertamente no lo intenta el demonio, sino más bien entenebrece la razón para que consienta al pecado. Esta tenebrosidad proviene de la imaginación o del apetito sensitivo. Luego toda la operación interior del demonio se ejerce sobre la imaginación y el apetito sensitivo, moviendo los cuales puede inducirnos a pecado, bien presentando a la imaginación alguna forma imaginaria, bien estimulando el apetito sensitivo a alguna pasión»[21].
Sobre la influencia en el entendimiento humano, los ángeles al igual que los demonios, no pueden conocer los pensamientos del hombre, ya que no pueden penetrar en su alma. «Conocer los pensamientos del interior sólo es propio de Dios. Sin embargo, «algunos de ellos los podrían conjeturar los ángeles a partir de los signos exteriores del cuerpo, por ejemplo, por el cambio del rostro»[22].
No obstante, dado que los demonios tientan con malos pensamientos e incitan al mal, parece que penetren en el entendimiento y en la voluntad. Santo Tomás lo niega. En primer lugar, porque, aunque: «los ángeles malos introducen malos pensamientos», lo hacen influyendo en la imaginación, «dando luz a las imágenes, para que según las distintas mezclas de ellas, puedan surgir nuevos conceptos. Sin embargo, el intelecto no está constreñido a recibirlas», porque, para el conocimiento actual de algo cognoscible, además «se exige la intención del que conoce».
En cambio: «los ángeles buenos pueden imprimir algo directamente en el intelecto, porque obran en nuestras inteligencias de diversos modos maravillosos», como reforzando por su luz nuestra luz intelectual. «No ocurre así con los ángeles malos, porque aunque su luz natural es más eficaz que nuestra luz intelectual, no han sido perfeccionados por la luz de la gracia, sino que están dentro de las tinieblas de la culpa, y por esto no tienden a cambiar el juicio de nuestra razón, confirmándolo con una luz intelectual, sino que nos muestran cosas por las que seamos engañados, lo cual hacen iluminando las imágenes»[23].
En segundo lugar, tampoco los demonios invaden la voluntad humana. Ciertamente: «Los demonios son llamados incentivadores, en cuanto hacen hervir la sangre, y así disponen el alma para la concupiscencia, al igual que algunos alimentos excitan la lujuria». Sin embargo: «influir en la voluntad es propio sólo de Dios, y la razón es la libertad de la voluntad, que es dueña de sus actos, y no es obligada por el objeto, al modo como el intelecto es obligado por la demostración. De lo cual queda claro que los demonios influyen en las imágenes, los ángeles buenos en el entendimiento y sólo Dios en la voluntad»[24], con sus mociones y gracias.
Debe advertirse también que no todos pecados del hombre son cometidos por tentación del demonio. De una manera directa: «el diablo no es causa de todos los pecados, porque no todos los pecados se cometen por instigación directa del diablo, sinoque algunos provienen del libre albedrío y de la corrupción de la carne», o naturaleza dañada por el pecado, que hace que se tengan malas inclinaciones y malos deseos. El hombre, para hacer el mal, no necesita la acción directa del demonio.
No obstante, de modo indirecto: «se debe decir que el diablo es causa de todos nuestros pecados, por haber instigado al primer hombre a pecar, de cuyo pecado se siguió en todo el género humano cierta inclinación a todos los pecados»[25].
Además de las tentaciones, hay otras formas posibles de la acción diabólica como «infestaciones», o actuaciones sobre cosas, como casas, lugares, animales, etc.; «obsesiones diabólicas», o actuaciones más fuertes y continúas que la tentaciones, como los «asedios», externos o internos; «influencias», sobre el cuerpo o sobre las facultades del alma; las «sujeciones», o sometimientos; y «posesiones diabólicas», en las que el demonio entra en el cuerpo de la víctima y la maneja como un instrumento[26].
En esté último caso: «porque los demonios operan allí donde están, al entrar en el cuerpo humano, hacen una impresión en las potencias que están unidas a los órganos, pues las modificaciones de tales potencias, como los sentidos, la imaginación y otras semejantes, se modifican al modificarse los órganos. Así pues, su operación resulta accidentalmente influyente en el intelecto, pues el objeto del intelecto es la imaginación, Sin embargo, tal encadenamiento no llega hasta la voluntad, pues no depende, ni en cuanto al acto ni en cuanto al objeto, depende de un órgano corpóreo, porque la voluntad recibe su objeto propio del intelecto»[27], que, aunque también espiritual. en cambio, recibe su objeto de los sentidos, cuyo constitutivo es un órgano.
Eudaldo Forment
[1] El Bosco, Las tentaciones de san Antonio (1501).
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 49, a. 2, sed c.
[3] Ibíd., III, q. 49, a. 2, ob. 1.
[4] Ibíd., III, q. 49, a. 2, ad 1.
[5] Ibíd., III, q. 49, a. 2, in c.
[6] Alberto Colunga, O.P., Introducción a la cuestión 49, del Tratado de la Vida de Cristo, en Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Madrid, BAC, 1947-1960, vv. 16, v. XII, pp. 489-495, p. 490.
[7] Ef 6, 12.
[8] Santo Tomás de Aquino, Lectura a la Epístola de San Pablo a los Efesios, c. VI, lec. 3.
[9] ÍDEM, Suma teológica , I, q. 64, a. 4, in c.
[10] Ibíd., III, q. 49, a. 2, ad 2.
[11] Ibíd., III, q. 49, a. 2, ob. 3.
[12] Ibíd., III, q. 49, a. 2, ad 3.
[13] Ibíd., I, q. 114, a. 1, in c.
[14] Ibíd., I, q. 114, a. 1, ad 1.
[15] Ibíd., I, q. 114, a. 1, ad 2.
[16] Ibíd., I, q. 114, a. 2, in c.
[17] Tes 3, 5.
[18] Santo Tomás de AQUINO, Comentario a la Epístola de San Pablo a los tesalonicenses, c. III
[19] 1 Co 10, 13.
[20] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios, c. X, lec. 3.
[21] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 80, a. 2, in c.
[22] ÍDEM, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo In II Sent., d. 8, q. un, a. 5, ad 5.
[23] Ibíd. , In II Sent., d. 8, q. un, a. 5, ad 6.
[24] Ibíd. , In II Sent., d. 8, q. un, a. 5, ad 7.
[25] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 114, a. 3, in c.
[26]Véase: Gabriele Amorth, Habla un exorcista, Barcelona, Planeta, 1998.
[27] Santo tomás de Aquino, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, In II Sent., d. 8, q. un, a. 5, in c.
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