XLIX. La voluntad del Padre de la Pasión
Los pecados del hombre[1]
Establecido y probado que Cristo padeció y murió de propia voluntad por obediencia al Padre, en el siguiente artículo, lo completa al sostener que la voluntad propia de Dios Padre decidió la pasión y muerte de Cristo para la salvación de todos los hombres sometidos al pecado original y a sus pecados personales y más concretamente de entregarlo a sus enemigos. Razona esta tesis, mostrando que el Padre celestial entregó a su Hijo encarnado a la pasión de tres maneras.
Primera: «en cuanto que, por su eterna voluntad, ordenó de antemano la pasión de Cristo a la liberación del género humano, conforme a lo que se dice en la Escritura: El Señor puso sobre Él las iniquidades de todos nosotros (Is 53, 6); y de nuevo: El Señor quiso quebrantarlo con padecimientos ( Is 53, 10)»[2].
Como se explica en el Catecismo de San Pío V, la causa principal por la que Cristo tuvo que sufrir tan dolorosa pasión: «fue el pecado original, heredado de nuestros primeros padre y los vicios y pecados, que cometieron los hombres desde el principio del mundo hasta el día de hoy, y que se cometerán después hasta el fin de los siglos. Esto pues se propuso en su pasión y muerte el Hijo de Dios, Salvador nuestro: redimir y borrar los pecados de todos los siglos, y satisfacer por ellos a su Padre abundante y plenamente».
Añade a continuación algo, que ciertamente: «engrandece la dignidad de su obra», y que muchas veces pasa desapercibido: «Cristo padeció por los pecadores», y en esta afirmación: «debe considerarse que están comprendidos en esta culpa todos los que caen con frecuencia en pecado. Porque, habiendo nuestros pecados movido al Señor a sufrir el suplicio de la Cruz, es claro que los que andan envueltos en torpeza y maldades, en cuanto está de su parte, crucifican de nuevo en sí mismos al Hijo de Dios y le exponen al escarnio».
En este caso la culpa es mayor, porque: «Este pecado puede considerarse en nosotros tanto más grave que lo fue en los judíos, cuando estos según afirma el Apóstol: Si le hubiesen conocido, nunca hubiesen crucificado al Señor de la gloria (1 Cor 2, 8); mientras que nosotros confesamos que le conocemos, y con todo, negándole con las obras, parece que en algún modo ponemos en Él nuestras manos violentas»[3].
En el nuevo Catecismo, sobre la muerte de Cristos por nuestros pecados, se lee: «En consecuencia, san Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros (1P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5,12; 1Cor 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él (2 Co 5, 21)»[4].
Sobre estas últimas palabras de San Pablo, Dios le hizo pecado por nosotros, había escrito Santo Tomás: «según la costumbre del Antiguo Testamento al sacrifico por el pecado se le llama pecado Comen los pecados de mi pueblo (Os 4, 8), esto es las oblaciones por los pecados. Y entonces el sentido es éste: lo hizo pecado, esto es, hostia, o bien sacrifico por el pecado».
En otro sentido, «por pena del pecado» a Él que no conoció pecado o «que no había cometido pecado», por nuestros pecados, lo hizo pecado De manera que, en otro sentido, puede tomarse, que «lo hizo pecado, porque hizo que se le tomara por pecador». Todo ello: «lo hizo así para que nosotros viniésemos a ser justicia, esto es, para que nosotros, que somos pecadores, no sólo nos hagamos justos, sino aún más la misma justicia, o sea, para que seamos justificados por Dios»[5].
También se explica al respecto en el nuevo Catecismo: «Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: »Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros (Rm 8, 32) para que fuéramos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo (Rm 5, 10)»[6].
Ofrecimiento de Cristo por todos los pecados
La segunda manera que el Padre, a quien Cristo obedeció voluntaria y libremente, le entregó a los espantosos suplicios de la pasión fue la siguiente: «inspirándole la voluntad de padecer por nosotros, e infundiéndole la caridad; por lo que dice Isaías a continuación: Se ofreció porque quiso ( Is 53, 7)»[7].
En el catecismo tridentino también sobre esta entrega, se explica que: «Las Sagradas Escrituras atestiguan que Cristo nuestro Señor fue entregado por su Padre, y también por sí mismo; dicen, pues, por Isaías: Para expiación de las maldades de mi pueblo, Yo le he herido (Is 53, 8). Y poco antes, el mismo profeta, viendo, lleno del espíritu de Dios, al Señor cubierto de llagas y heridas, exclamó: Como ovejas descarriadas hemos sido todos nosotros; cada cual se desvió de la senda del Señor hacia su propio camino; y a Él sólo le ha cargado el Señor sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros (Is 58, 6). Y del Hijo está escrito: Luego que ofrezca su vida por el pecado, verá una descendencia larga (Is 58, 10)».
Se explica a continuación que: «Esto mismo expresó el Apóstol, con palabras aún más graves, cuando por otra parte, quería demostrar lo mucho que podemos esperar de la bondad y de la misericordia divina, diciendo: Él que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo, después de habérnosle dado a Él, dejará de darnos cualquier otra cosa?(Rm 8, 32)»[8].
Además de indicarse en este último versículo de San Pablo la eficacia e infalibilidad de la oración de petición de un bien real, no meramente aparente y que incluso puede ser un mal, se refiere principalmente al bien sobrenatural y lo que conduzca a él. De manera, que como indica Santo Tomás al comentar esta última afirmación de San Pablo: «habiéndosenos dado Él a nosotros, se nos dieron todas las cosas (…) de modo que todo resulte de nuestro bien: las superiores, es claro que las divinas, personas para gozarlas; los espíritus racionales para convivir; todo lo inferior para nuestra utilidad, no sólo lo próspero, sino también lo adverso»[9]
Esta enseñanza se encuentra en la biografía más completa de Santo Tomás, preparada por el dominico Guillermo di Tocco, discípulo suyo y escrita para su proceso de canonización y que fue el encargado de recoger los testimonios para el proceso. Cuenta que: «fray Domingo Caserta, sacristán del convento de Nápoles, le contó el siguiente suceso: «Advirtiendo fray Domingo que el maestro Tomás bajaba desde su celda a la iglesia antes de los maitines, y que cuando sonaba la campana para anunciarlos volvía rápidamente a su celda para no ser visto por los otros frailes, una vez lo observó. Fue a la capilla de san Nicolás, y acercándose por detrás de donde permanecía muy quieto en la oración, lo vio como un metro elevado en el aire. Mientras admiraba esto, escuchó allí mismo, en donde estaba orando con lagrimas, una voz que procedía del crucifijo: Tomás has escrito bien de mí; ¿Qué recompensa quieres?. A lo que replicó fray Tomás:Señor, no otra sino a ti[10]-
En el nuevo Catecismo, sobre el ofrecimiento de Cristo a su Padre por nuestros pecados, asimismo se dice: «El Hijo de Dios bajado del cielo no para hacer su voluntad sino la del Padre que le ha enviado (Jn 6, 38), »al entrar en este mundo, dice: He aquí que vengo (…) para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad (…) En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo (Hb 10, 5-10)».
Hace notar seguidamente que Cristo: «Desde el primer instante de su Encarnación, el Hijo acepta el designio divino de salvación en su misión redentora: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra (Jn 4, 34). El sacrificio de Jesús por los pecados del mundo entero (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el Padre: El Padre me ama porque doy mi vida (Jn 10, 17). »El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado (Jn 14, 31)»[11].
Se insiste en enseñar que: «Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús (cf. Lc 12,50; 22, 15;y Mt 16, 21-23) porque su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación»[12]. De manera que: «Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9)»[13].
. El Concilio Vaticano II recuerda que: «Cristo, como siempre lo ha profesado y profesa la Iglesia, abrazó voluntariamente, y movido por inmensa caridad, su pasión y muerte, por los pecados de todos los hombres, para que todos consigan la salvación. Es, pues, deber de la Iglesia, en su predicación el anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia»[14].
Desamparo de Cristo
La tercera manera de entregar Dios Padre a Cristo a su pasión fue: «no protegiéndole contra la pasión y exponiéndole a los perseguidores. Por lo cual, se lee en la Escritura: que, pendiente la cruz, decía Cristo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?(Mt 27,46), porque efectivamente lo abandonó en poder de sus perseguidores, como dice San Agustín (Epist. 140, A Honorato, c. 11)»[15].
Como se explica en el Catecismo de la Iglesia católica: «La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios (Hch 2, 23)». Sin embargo, se precisa a continuación: «Este lenguaje bíblico no significa que los que han entregado a Jesús (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios»[16].
Únicamente que: « Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera (cf. Mt 26, 54; Jn 18, 36; 19, 11) para realizar su designio de salvación (cf. Hch 3, 17-18). Se explica, porque: «para Dios los momentos del tiempo están presentes en su actualidad, Por tanto establece su designio eterno de predestinación incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre»[17].
Para explicar el sentido de la frase de Cristo, cuando estaba abandonado en la Cruz en manos de sus enemigos, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»(Mt 27,46), Royo Marín, recoraba que: «Nuestro Señor Jesucristo quiso salir, voluntariamente, fiador y responsable ante su Eterno Padre por todos los pecados del mundo»[18].
Explica seguidamente el filósofo y teólogo tomista que: «El fiador, cuando da su firma como garantía de una persona de quien sale responsable no debe nada a nadie. Pero si aquel a quien respalda con su firma resulta insolvente, tiene que pagar la deuda ajena. Tiene que pagarla él, porque ha salido fiador, ha dado su firma. Este es el caso de Nuestro Señor Jesucristo».
La razón, es que:«La humanidad era insolvente ante la justicia infinita de Dios. Habíamos cometido un crimen de lesa majestad divina. Y, al menos en razón de la distancia infinita que hay de nosotros a Dios, no podíamos rellenar aquel abismo insondable que el pecado había abierto entre Dios y los hombres. La humanidad entera, puesta de rodillas, era insuficiente para salvar aquel abismo. Éramos insolventes. No podíamos rescatarnos a nosotros mismos de las garras del infierno».
En cambio, añade: «Nuestro Señor Jesucristo, al juntar bajo una sola personalidad divina las dos naturalezas, divina y humana, en cuanto hombre podía representarnos a todos nosotros, y en cuanto Dios sus actos tenían un valor infinito. Únicamente Él podía rellenar aquel abismo insondable con una superabundancia infinita»[19].
Sabemos que: «Cristo salió voluntariamente fiador de la humanidad caída. Y el Eterno Padre, viendo a su divino Hijo, que personalmente era la inocencia misma y la santidad infinita, pero que quiso revestirse voluntariamente de la lepra y los harapos del hombre pecador, descargó sobre Él el peso infinito de su justicia vindicativa. Y, no en cuanto Hijo de Dios, porque esto sería contradictorio –Dios no puede abandonar a Dios–; ni siquiera en cuanto hombre, ya que la humanidad de Cristo está hipostáticamente unida a la divinidad del Verbo formando una sola persona con Él, y, aún en cuanto hombre. Cristo posee una santidad infinita»[20].
Entregó en justicia a Cristo a la Pasión: «única y exclusivamente en cuanto representante de toda la humanidad pecadora, en cuanto revestido de la lepra de todos nuestros pecados, la justicia infinita se descargó con fiero ímpetu sobre Él y le hizo experimentar el espantoso desamparo que merecía, no Cristo, sino toda la humanidad pecadora. Y entonces fue cuando lanzó aquel grito desgarrador: «¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!»[21].
Una confirmación de esta interpretación es que Cristo: «no dice Padre mío, como dijo en la primera palabra (Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen (Lc 23, 34)), y como dirá inmediatamente después en la séptima: (Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu (Lc 23, 34)). No dice Padre, sino Dios mío. No habla ahora en plan de hijo. Ahora habla en plan de pecador, de representante de todos los pecadores del mundo. Y por eso no emplea el dulce nombre de Padre, sino una expresión llena de respeto y adoración: Dios mío[22].
Justicia y bondad de Dios
A esta tesis de la entrega de Dios Padre a Cristo a la pasión se puede presentar esta grave dificultad: «Inicuo y cruel parece que un inocente sea entregado a la pasión y a la muerte. En la Escritura se dice que: Dios es fiel y sin ninguna iniquidad (Dt 32, 4). Luego no se puede decir que el Padre entregó a la pasión y muerte a Cristo inocente»[23].
Santo Tomás la resuelve precisando su explicación ya expuesta. Reconoce, primero que es cierto que: «es impío y cruel entregar un hombre inocente a la pasión y a la muerte contra su voluntad». Sin embargo, después indica que: «Dios Padre no entregó a Cristo de ese modo, sino inspirándole la voluntad de padecer por nosotros».
En este decreto divino, en todo caso, por una parte: «se manifiesta la severidad de Dios (Rom. 11, 22), que no quiso perdonar el pecado sin la conveniente satisfacción, lo que indican las palabras del Apóstol cuando dice: A su mismo Hijo no perdonó(Rm 8,32)».
Por otra, se patentiza también «su bondad, al daral hombre quien por él satisficiese, ya que él hombre no podía satisfacer suficientemente, por grande que fuera la pena que sufriere». Sobre quien satisfizo por Él: «indica el Apóstol: Le entregó por todos nosotros(Rom 8,32). Y añade que a Cristo, propuso Dios como sacrificio de propiciación, mediante la fe en su sangre (Rom 3, 25)»[24]. En el sacrifico Cristo, por tanto, la justicia de Dios se permutó en gracia. Lo que no podía hacer la fe en sí misma, la recibe ahora por la sangre de Cristo, precio del rescate del hombre.
Igualmente se podría objetar que: «no parece posible que uno se entregue a la muerte por sí mismo y además sea entregado por otro. Pero Cristo se entregó a sí mismo por nosotros(Ef 5, 2), según lo enunciado en la Escritura: Se entregó a sí mismo a la muerte( Is 53, 12). No parece, por tanto, que lo entregase Dios Padre»[25].
Teniendo en cuenta que la persona de Cristo es Dios y hombre, unidos en ella, la respuesta de Santo Tomás es que: «Cristo, en cuanto Dios, se entregó a sí mismo a la muerte con la misma voluntad y acción con que le entregó el Padre. Pero, en cuanto hombre, se entregó a sí mismo con la voluntad inspirada por el Padre. Por lo cual no existe contradicción cuando se dice que el Padre entregó a Cristo y que éste se entregó a sí mismo»[26].
Por último, hay otra dificultad, porque en la Sagrada Escritura, sobre la entrega a Cristo a la pasión, se encuentran tres censuras. «a Judas se le vitupera por haber que entregado a Cristo al poder de los judíos, según las palabras de Jesús Uno de vosotros es un diablo; lo que explica San Juan diciendo: lo decía por Judas, que había de entregarle. (Jn 6, 71-72). Del mismo modo son recriminados los judíos, que lo entregaron a Pilato, como éste mismo dice: Tu nación y tus pontífices te han entregado a m poder (Jn 18,35). Y el mismo Pilato dice: «entregó a Jesús para que fuese crucificado, como se lee en (Jn 19,16). Y como no hay consorcio entre la justicia y la iniquidad (2 Cor 6,14), por tanto, parece que Cristo no pudo ser entregado por Dios Padre a la pasión»[27].
La solución de Santo Tomás es muy sencilla, porque escribe: «La bondad o maldad de una acción puede ser juzgada de diverso modo, según las causas de donde procede. Según esto, el Padre entregó a Cristo, y éste se entregó a sí mismo, por amor; y debido a eso son alabados. En cambio, Judas lo entregó por codicia; los judíos, por envidia; y Pilato, por temor mundano a perder el favor del César; y por este motivo son vituperados (cf. Mt 26,14; 27,15; Jn 19,12)»[28].
Eudaldo Forment
[1] Ecce homo (1871), Antonio Ciseri.
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 47, a. 3, in c.
[3] Catecismo del Concilio de Trento, I, c. 5, 11.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, 602.
[5] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Segunda epístola a los Corintios, 5, lecc. 5.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, 603.
[7] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 47, a. 3, in c.
[8] Catecismo del Concilio de Trento, I, c. 5, 12.
[9] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la epístola a los romanos, c. 8, lecc. 6.
[10] Guglielmo di Tocco La Hystoria beati Thomae de Aquino, en A. Ferrua,. o.p., (ed.), S. Thomae Aquinatis fontes praecipuae, Alba, Edizioni Domenicane, 1968, pp-25-123, pp. 79-80.. Véase: E. Forment, Santo Tomás. Su vida, su obra, su época, Madrid, BAC, 2009.
[11] Catecismo de la Iglesia Católica, 606.
[12] Ibíd, 607.
[13] Ibíd. 609.
[14] Concilio Vaticano II, Decl “Nostrae aetate”, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 4 h.
[15] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 47, a. 3, in c.
[16] Catecismo de la Iglesia Católica, 599.
[17] Ibíd., 600.
[18] Antonio Royo Marín, Ls Pasión del Señor o Las siete palabras de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz, Barcelona, Ed. Apostolado Mariano, 1987, 3ª ed., pp. 48-49.
[19] Ibíd., p. 49.
[20] Ibíd-. p. 49.
[21] Ibíd., p. 49-50.
[22] Ibíd., pp.50.
[23] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 47, a. 3, ob, 1.
[24] Ibíd. III, q. 47, a. 3, ad 1.
[25] Ibíd, III, q. 47, a. 3, ob. 2.
[26] Ibíd, III, q. 47, a. 3, ad 2,
[27] Ibíd., III, q. 47, a. 3, ob. 3.
[28] Ibíd., III, q. 47, a. 3, ad 3.
1 comentario
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E.F.:
Corregido. Muchas gracias.
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