XLVII. Voluntaria muerte de Cristo

1. Cristo, autor de su Pasión[1]

En la segunda cuestión de las dedicadas a la Pasión de Cristo, Santo Tomás determina quienes fueron sus autores. Su tesis es que su muerte se debió a cuatro causas eficientes, pero en distintos sentidos: el mismo Cristo y Dios Padre como autores principales, y los gentiles y los judíos, como ejecutores y responsables, sobre todo estos últimos.

En el primer artículo, sostiene que «Cristo fue muerto por sí mismo», es decir, que quiso sufrir voluntariamente su muerte, Justifica esta tesis con esta clara explicación: «De dos modos se puede ser causa de algún efecto».

De un modo: «actuando directamente sobre el efecto. Y de este modo, los perseguidores de Cristo le dieron muerte, porque le aplicaron la causa suficiente para morir, con intención de matarle, y con el efecto consiguiente, esto es, porque de aquella causa se siguió la muerte».

De otro modo: «actuando indirectamente», esto es, como causa eficiente indirecta, porque así en cuanto a la causa directa «no la impide, pudiendo hacerlo». Lo ilustra el siguiente ejemplo, podemos decir que: «uno moja a otro, porque no cierra la ventana, a través de la cual entra la lluvia», causa directa del remojo».

Es, en este segundo sentido, debe afirmarse que: «Cristo fue causa de su pasión y muerte, porque pudo impedirlas». Podía haberlo hecho de dos maneras. En primer lugar, «reprimiendo a sus enemigos, de modo que o no quisiesen o no pudiesen darle muerte».

En segundo lugar, Cristo podía imposibilitar la acción de sus adversarios, porque «su espíritu tenía poder para conservar la naturaleza de su cuerpo, de suerte que no recibiese ningún daño». Tal poder: «lo tenía el alma de Cristo porque estaba unida al Verbo de Dios en unidad de persona, tal como dice San Agustín (La Trin. c., 13).

Por consiguiente: «como el alma de Cristo no rechazó de su cuerpo ningún daño inferido a su cuerpo, antes quiso que la naturaleza corporal sucumbiese a aquel daño tal daño, por eso se dice que entregó su alma o que murió voluntariamente»[2].

Como afirma Santo Tomás en el Compendio de Teología: «la muerte de Cristo fue voluntaria». No obstante, «la muerte de Cristo fue conforme a la nuestra, en lo que pertenece a la muerte, es decir, en cuanto a la separación del alma y del cuerpo; pero fue diferente de la nuestra bajo ciertos aspectos».

La diferencias está en que: «nosotros morimos como sujetos a la muerte, por la necesidad, o de nuestra naturaleza, o de alguna violencia que se nos ha inferido; y Cristo, por el contrario, murió, no por necesidad, y sí por su poder y por su propia voluntad».

Se explica esta diferencia, porque: «las cosas de la naturaleza no dependen de nuestra voluntad. Es así que la unión del alma y del cuerpo es una cosa natural; luego no está sometida esta unión a nuestra voluntad, ni respecto a la permanencia del alma en el cuerpo, ni respecto a su separación, porque esto debe ser obra del poder de otro agente», por obra de la misma naturaleza o por la violencia de otro agente.

En cambio: «en Cristo todo lo que era natural bajo el aspecto de la naturaleza humana, estaba sometido a su voluntad, a causa del poder de la divinidad que domina a toda la naturaleza. Estaba, por consiguiente, en la potestad de Cristo hacer permanentemente, cuando y como quisiera, la unión de su alma a su cuerpo, y separarla también como y cuando quisiera»[3].

Sobre la voluntad de Cristo de sufrir su pasión y muerte el biblista Fillion, al principio del siglo pasado, notaba que: «Todos los evangelistas señalan con locuciones elegidas de propósito, la libertad y . la espontaneidad de la muerte de Cristo. Ninguno de ellos emplea el término ordinario: «murió», sino que todos recurren a locuciones especiales para indicar que «entregó su espíritu» (Mt 27, 50), que «expiró» (Mc 15, 37), que «entregó o rindió el espíritu» (Lc 23, 46; Jn 19, 30) a su Padre con un acto soberano de su voluntad de Hombre-Dios. El mismo había dicho: «Ninguno me quita la vida, yo la doy por mi mismo; tengo poder para darla y tengo poder para volverla a tomar» (Jn 10, 18)»[4].

Desde los últimos estudios sobre la muerte de Jesús en los relatos de la Pasión, sha indicado, en nuestros días, el escriturita Díez Merino que, por un lado: «Las narraciones evangélicas son muy parcas en noticias sobre la crucifixión, o bien porque era un suplicio demasiado conocido para los narradores y para los lectores, o bien porque no quisieron particularizar detalles biológicos que no afectaban a la esencia del mensaje que se transmitía»[5].

Por otro lado, que: «después de la séptima palabra de Jesús en la Cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46), Jesucristo murió, pero ninguno de los evangelistas emplea el término «morir»: «Jesús dando un gran grito (kráxas), entregó (aphêken) el espíritu (Mt 27, 50); «Jesús, dando, una gran voz, expiró (exépneusen) (Mc 15 37); « y dicho esto, expiró (exépneusen)»; e inclinando la cabeza, entregó (parédôken) el espíritu»(Jn 119, 30) (…) San Marcos y San Lucas por toda narración dicen que expiró y San Mateo llega prácticamente a decir lo mismo, Juan específica que Jesús muestra control sobre su propia, pues Él personalmente entrega su espíritu».

La voluntaria muerte de Cristo implica que fue libre. Nota también Díez Merino que: «Los santos Padres repetidamente han comentado estas expresiones evangélicas, y recogen un detalle evangélico, la libertad de Cristo en su muerte: 1) San Jerónimo: «Es indicio de poder divino el emitir el espíritu» (ML 27, 221); San Ambrosio: «Y se dice que ‘enteregó (el espíritu), que no lo emitió a la fuerza», Por último, San Mateo dice: «Entregó el espíritu», indicando que lo que se entrega es voluntario, pero lo que se pierde es necesario» (Exp. Evang. S. Luc., ML 15, 1607-1994, Lc 23, 46); y del mismo modo se interpreta el paisaje de Juan en el que se dice que «inclinando la cabeza, entregó el espíritu», con ello se quiere precisar la libertad de su muerte, pues lo natural primero es morir, y después, por inercia, que venga la caída o inclinación de la cabeza, cosa que ya había señalado San Agustín (cf. Diecisiete cuest. Evang. S. Mat.. ML 35, 1952)»[6].

2. El vigor de Cristo

Respecto a su tesis sobre la voluntad de morir de Cristo, pero que era indirecta, ya que podía impedirla y no lo hizo, advierte Santo Tomás, que, en primer lugar, se podría objetar que, por el contrario, Cristo fue la causa directa de su muerte porque, cuando revela a sus discípulos su muerte y resurrección: «dice Él mismo «Nadie me quita la vida, sino que la entrego yo mismo» (Jn 10, 18)», El que le quita la vida a alguien, es quien lo mata, por consiguiente si a Cristo nadie le quito la vida, nadie le mató. «Luego Cristo no fue muerto por otros, sino por sí mismo»[7], tal como declara Él mismo.

Escribe Santo Tomás que la objeción no es valida porque: «cuando Cristo declara: «Nadie me quita la vida» (Jn 10, 18),se entiende, «contra mi voluntad»[8]. De manera que si se la quitaran sin que pudiera hacer resistencia es decir, contra su voluntad propiamente se la quitarían. No en cambio, si pudiendo impedirlo por su poder, que había retenido, no lo hace voluntariamente. Por ello: «dice Él de sí mismo: «después de azotarle le darán muerte» (Lc 18, 33)»[9].

También podría objetarse, para invalidar esta tesis de la causalidad indirecta del propio Cristo de su muerte, que: «Los que son muertos por otros desfallecen poco a poco, al ir debilitándose su naturaleza» Y esto sucede en grado máximo en los crucificados, pues, como dice San Agustín: «Los que morían colgados del madero sufrían una larga agonía»(La Trin. c., 13)». Sin embargo, en la muerte de Cristo no sucedió así, «porque, «dando un fuerte grito, exhaló el espíritu»,(Mt 27, 50)»[10]. Lo que parece indicar que Cristo no fue muerto por otros, sino solo por sí mismo.

Tampoco puede hacerse esta inferencia, porque respecto al menor tiempo de la agonía de Cristo, debe decirse que fue milagrosa, ya que «fue también admirable en la muerte de Cristo la rapidez con que murió en comparación con lo que sucede con los otros crucificados. Por esto se dice en el evangelio de San Juan que «quebraron las piernas» de los que con Cristo, habían sido crucificados para que más pronto acabaran; «pero, al llegar a Jesús, le hallaron muerto», por lo que «no le quebraron las piernas». (Jn 19, 32-33) . Y en el de San Marcos se narra que «Pilato se admiró de que ya estuviera muerto» (Me 15, 44). Como por su voluntad la naturaleza corporal se conservó en su vigor hasta el fin, así también, cuando quiso, cedió al daño inferido»[11].

La conservación del vigor o fuerza vital de su naturaleza, que estaba unida a la naturaleza divina en su única persona divina, le permitió a Cristo tomar la decisión voluntaria de someterse a todos los daños sufridos, que causaban su muerte. Ello, no supone que Cristo no sufriera ni recibiera daños en su cuerpo, ni que no le llevaran de una manera natural a la muerte. No hubo ni dolores aparentes por los múltiples tormentos en su cuerpo y en su alma, ni tampoco tuvo una muerte aparente. Su muerte fue natural y al mismo tiempo voluntaria. Cristo había permitido que su alma no dominara su cuerpo, pero volvió a someterlo a su voluntad al final de su muerte violenta, para mostrar que moría voluntariamente.

Al igual que Santo Tomás, lo mismo concluye Díez Merino, porque explica que: «Los factores físicos y biológicos en el caso de los moribundos indican que el agotamiento llega a su clímax, antes del último suspiro. En el caso de Jesús las fuerzas físicas tendrían que irse apagando, pero a diferencia de los otros crucificados a quienes al final les faltaban las fuerzas, los evangelistas subrayan que Jesús mantuvo su conciencia viva hasta el final»[12].

Nota también que: «los dolores bajo el aspecto «humano» de la Pasión y muerte de Cristo tuvieron que ser inmensos, a lo que hay que añadir los dolores de su aprehensión de la muerte, del juicio y de los desprecios morales, todo esto unido a los sufrimientos físicos de la Vía Dolorosa y de su crucifixión y muerte, y todo eso sumado, ofrecería el índice superior de lo que sufrió Jesús en relación con otros condenados al mismo suplicio de la cruz (Cf. M. de Tuya, Del Cenáculo al Calvario, Salamanca, San Esteban, 1962, p. 64). A esto se habría que añadir la exquisita sensibilidad de Jesucristo, lo que le dotaba de una capacidad de padecimiento de que otros condenados carecieron (Cf. Santo Tomás, Suma Teológica, III, q. 7, a. 5)».

Además de estos sufrimientos de tipo biológico hay que añadir los de tipo moral. De manera que: «si a los dolores de tipo físico y biológico añadimos que Jesús era el Redentor de la Humanidad, y aunque en Él actuaba el don de la fortaleza, no obstante la agonía suprema que sufrió en Getsemaní y en la cruz superó el simple temor de su Pasión y de su muerte»[13].

Sobre los motivos morales, Diez Merino sintetiza los indicados por los santos Padres en los siete siguientes: 1) La terrible gravedad del pecado de los hombres; esta fue la primera causa del dolor interior de Cristo, en concreto fueron todos los pecados del género humano, por quienes satisfacía padeciendo; (2) algunos pecados incidieron más en el ánimo de Jesús: la defección de los Apóstoles, previamente anunciada por el mismo Salvador (Mt 26, 31. 35; Mc 14, 27. 61); 3) la negación de Pedro que Jesús había predicho (Mt 26, 33-35, Mc 14, 29-31; Lc 22, 31-34); 4) la traición de Judas: Cristo, en lo humano iba a la muerte vendido por uno de sus discípulos, y al que el mismo Jesús había dado muestras de cariño (Mt 26, 33; Mc 14, 20; Jn 13, 26); 5) otros motivos que indujeron la angustia trágica de Jesucristo: Jerusalén, Israel, el pueblo elegido por Dios, que iba a matar a su enviado, al Mesías, lo que significa un deicidio; 6) el desprecio de los hombres a su sangre redentora, unos lo harían temporalmente hasta su conversión definitiva, y otros lo harían perpetuamente; 7) la pérdida de la vida corporal que naturalmente es horrible a la naturaleza humana»[14].

3. El grito de Cristo

Dice también Santo Tomás, en su respuesta a esta segunda objeción, que, en cuanto al «fuerte grito», que profirió inmediatamente antes de morir, fue: «para mostrar que la pasión que le fue inferida por violencia no era capaz de quitarle la vida, conservó la naturaleza corporal en todo su vigor, de modo que en el último extremo, dio un gran grito. Esto se computa entre los otros milagros de su muerte. Por lo cual se dice en la Escritura: «Al ver el Centurión, que estaba frente a él, que había expirado gritando de aquel modo, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios»(Mc 15, 39)»[15].

Por este milagro realizado por Cristo, que procedía a la vez de sus dos naturalezas, la divina, que actuaba como causa principal y la naturaleza humana, como causa instrumental, indica Santo Tomás, en el Compendio de Teología, que: «el Centurión que presenció la crucifixión de Cristo comprendió este indicio del poder divino cuando al espirar oyó su clamor: grito con que manifestaba evidentemente que no moría, como los demás hombres, por defecto de la naturaleza».

Lo entendió, porque, como también se observa en esta última obra: «los hombres no pueden expirar dando gritos, supuesto que en aquel momento supremo apenas pueden palpitando mover la lengua. Por lo mismo que Cristo clamó al expirar, manifestó en sí el poder divino, y por lo mismo exclamó el Centurión: «Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (Mc 15, 39)»[16].

Recogiendo lo afirmado por los estudios actuales sobre las causas físicas de la muerte de Jesús, Díez Merino no sólo coincide con Santo Tomás en lo referente al vigor de la naturaleza de Cristo, sino también sobre su grito final. Nota el primero que Cristo en la Cruz: «dio muestras de que sus fuerzas estaban intactas hasta el suspiro final, pues su última palabra fue «con una gran voz» (Lc 23, 46); el que estaba para morir, milagrosamente dio una gran voz, que provocó la admiración del centurión: «verdaderamente este hombre era justo» (Lc 23, 47). Esta gran voz está cerificada por Mt 27, 50 y Mc 15, 37, lo que causó extrañeza a los que le custodiaban»[17].

Además: «San Juan (Jn 19, 30) indica que inclinó su cabeza hacia delante, quedando sobre el pecho y así entregó su espíritu. Jesús no muere de agotamiento, sino que totalmente dueño de sí mismo hasta el último instante, hace un último gesto consciente, y entrega su espíritu al Padre; simplemente, no muere, sino que entrega su espíritu. El grito final de Jesús indicaría, según San Juan Crisóstomo, que Jesús era capaz de entregar su vida y que lo hacía voluntariamente (Com. Evang. s. Mat., PG 58, 776); y san Ambrosio decía que Jesús entregó su espíritu voluntariamente, «lo que se emite, es voluntario, lo que se pierde es necesario» (Exp. Evang. S. Luc, CSEL 32, 1902, 503)»[18].

Sobre el grito explica Díez Merino que: «Este grito ha sido interpretado de diverso modo: 1) una expresión de triunfo; 2) una señal de victoria; 3) el gran grito es el juicio final». Sin embargo, considera que: «no ha de evocar la voz justiciera de Dios, ni la voz del Juez Universal e Hijo del Hombre, sino que es el clamor de un orante (cf. Sal 17, 7)»[19]. Clama por la redención de los hombres, tal como se pide en este versículo del salmo citado: «Haz que sean maravillosas tus misericordias, tú que salvas a los que esperan en ti»[20] .

Todavía podría argüirse que como: «dice San Agustín que: «el espíritu de Cristo no abandonó forzado el cuerpo, sino porque quiso, cuando quiso y como quiso» (Trin. IV, c. 13). En cambio, «los que son muertos por otros mueren violentamente y por eso no mueren voluntariamente, pues lo violento se opone a lo voluntario» Si Cristo murió voluntariamente, no fue violentamente. «Luego Cristo no recibió la muerte de otros, sino de sí mismo»[21].

En la argumentación, replica Santo Tomás que hay una premisa falsa al oponer violenta y voluntaria en la muerte de Cristo, porque fue a la vez violenta y voluntaria «Cristo padeció violencia para morir, y, sin embargo, murió voluntariamente, porque la violencia inferida a su cuerpo sólo prevaleció sobre éste el tiempo que El quiso»[22], La violencia que le produjo la muerte, la aceptó porque quiso, y hasta que quiso.

De ahí, como indica en el Compendio de Teología: «no ha de decirse, que no hubo causas externas de su muerte», ni que: «se dio a sí mismo la muerte». Se comprende porque: «se dice que alguien mata a otro cuando le conduce a morir, aunque sólo se produce la muerte, si ésta triunfa sobre la naturaleza, que se resiste a morir. Y como estaba en la potestad de Cristo tanto que la naturaleza cediese a la causa que la combatía, como resistirla mientras quisiera, claro es que Cristo murió por su voluntad»[23], y que, sin embargo, le dio muerte una causa externa.

Eudaldo Forment

 



[1] Salvador Dalí, Cristo de San Juan de la Cruz

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 47, a. 1, in c.

[3] ÍDEM, Compendio de Teología, c. 230.

[4] Louis Claude Fillion, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Madrid, Rialp, 2000,  3, vols., v. III, p. 222.

[5] Luis Díez Merino, Muerte de Jesús, causas físicas, en  Luis Díez Merino y  Robin Ryan, Adolfo Lippi, (Dirs.), Pasión de Cristo, Madrid, San Pablo, 2015, pp. 695b-,703b,  pp. 696b- 697a.

[6] Ibíd., p. 697a.

[7] Santo Tomás de Aquino,, Suma teológica, , III, q. 47, ob. 1.

[8] Ibíd., III, q. 47, a. 1, ad 1.

[9] Ibíd., III, q. 47, a. 1, sed c.

[10] Ibíd., III, q. 47, a. 1, ob. 2.

[11] Ibíd., III, q. 47, a. 1, ad 2.

[12] LUIS DÍEZ Merino, Muerte de Jesús, causas física, op. cit., p. 702a.

[13] Ibíd., p. 701a.

[14] Ibíd., p. 702a.

[15] Santo Tomás de Aquino,  Suma teológica,., III, q. 47, a. 1, ad. 2..

[16] ÍDEM, Compendio de Teología, c. 230.

[17] LUIS DÍEZ Merino, Muerte de Jesús, causas física, op. cit., p. 702a-702b.

[18] Ibíd., p. 702b.

[19] Ibíd., p- 701b-

[20] Sal 17, 7)

[21] Santo Tomás DE·AQUINO,. Suma teológica,  III, q. 47, a. 1, ob. 3.

[22] Ibíd.,III, q. 47, a. 1, ad 3-

[23] ÍDEM, Compendio de Teología, c. 230.

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