XXIV. El dolor de la Pasión de Cristo
1. Los dolores de Cristo y María[1]
Después de tratar los sufrimientos que padeció Cristo en la cruz, en la cuestión de la Suma teológica, dedicada a la Pasión de Jesucristo, Santo Tomás, en el siguiente artículo, establece que en su pasión los dolores de Cristo fueron los mayores de todos los dolores. Nadie jamás ha sufrido con el dolor de la pasión que padeció Cristo.
En el artículo afirma: «hubo en Él verdadero dolor: dolor sensible, causado por un agente corporal, y dolor interior, que proviene de la aprehensión de algo nocivo, y que se llama tristeza». Además que: «uno y otro fue en Cristo el más grande entre los dolores de la presente vida».
Por cuatro razones se prueba todo ello. La primera: «por la misma causa de los dolores». En cuanto al dolor sensible, fue la causa: «la lesión corporal, que fue muy intensa, sea por la generalidad de la Pasión, de la que ya se ha tratado, sea por el género de la Pasión, La muerte de los crucificados era acerbísima, pues eran clavados en puntos saturados de nervios y sumamente sensibles, esto es, en las manos y en los pies; y el mismo peso de su cuerpo colgado aumentaba continuamente el dolor. A esto se añadía la larga duración del dolor, pues el crucificado no acababa en un instante como sucede con los que morían degollados».
En cuanto al dolor interior: «tuvo por causa: en primer lugar: los pecados del género humano, por cuya satisfacción padecía, de donde se dice en los Salmos, como atribuyéndose esos pecados: «Las palabras de mis delitos» (Sal 21, 2). En segundo lugar, consideraba la ruina de los judíos y de otros que en su muerte tomaban parte, principalmente de los discípulos, que sufrían el escándalo en la pasión de Cristo. En tercer lugar, la pérdida de la vida corporal, que naturalmente es horrible para la humana naturaleza»[2].
Este dolor interior, o tristeza, queda confirmado porque «dice el Señor en San Mateo: «Triste está mi alma hasta la muerte» (Mt 26, 38)»[3]. Indica también Santo Tomás que: «escribe San Jerónimo: «nuestro Señor para demostrar que era verdadero hombre, experimentó realmente la tristeza, Más, como esta pasión no le dominó el espíritu, dice el Evangelio sólo que comenzó a entristecerse, dando así a entender que se trataba de una pro-pasión» (Com. Evang. S. Mt, IV, Mt 26, 37).
Comenta Santo Tomás seguidamente que: «Según esto, pasión perfecta es la que se apodera del alma, esto es, de la razón, mientras que «pro-pasión» es la que, incoada en el apetito sensitivo, no le sobrepasa»[4]. Todas las pasiones de Cristo, por no afectar nunca a su razón, tal como ocurre en nosotros, que se apoderan de ella, eran, en este sentido, pro-pasiones, lo que está antes o delante de la pasión acabada o perfecta. De manera que: «la tristeza, como pasión perfecta, no fue experimentada por Cristo. Pero se dio en Él una incoación de la misma, una pro-pasión. Por ello, precisamente, se dice: «Comenzó a entristecerse y a angustiarse» (Mt 26, 37)»[5].
A estos motivos de tristeza habría que añadir al que alude Santo Tomás, en el artículo anterior, dedicado a los dolores de Cristo, al que su Madre al pie de la Cruz, «lloraba»[6]. Sobe este dolor de María, decía San Bernardo en uno de sus sermones: «El martirio de la Virgen (…) está expresado así en la profecía de Simeón como en la historia de la Pasión del Señor. «Está puesto éste» dice Simeón del párvulo Jesús, «como blanco, al que contradecirán, y a tu misma alma (decía a María) traspasará la espada» (Lc 2, 34-35). Verdaderamente, ¡oh Madre bienaventurada!, traspasó tu alma la espada. Ni pudiera ella penetrar el cuerpo de tu hijo sin traspasarla. Y, ciertamente, después que expiró aquel tu Jesús (de todos, sin duda, pero especialmente tuyo) no tocó su alma la lanza cruel que abrió (no perdonándole aun muerto, a quien ya no podía dañar) su costado, pero traspasó seguramente la tuya, Su alma ya no estaba allí, pero la tuya ciertamente, no se podía de allí arrancar. Tu alma, pues, traspasó la fuerza del dolor, para que no sin razón te prediquemos más que mártir, habiendo sido en ti mayor el afecto de compasión que pudiera ser el sentido de la pasión corporal»[7].
También la Virgen María fue «más que mártir», porque le dice asimismo San Bernardo: «¿acaso no fue para ti más que espada aquella palabra que traspasaba en la realidad el alma y que llegaba hasta la división del alma y del espíritu: «Mujer, mira tu hijo» (Jn 19, 26)? ¡Oh trueque! Te entregan a Juan en lugar de Jesús, el siervo en lugar del Señor, el discípulo en lugar del Maestro, el hijo del Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, un hombre puro en lugar del Dios verdadero. ¿Cómo no traspasaría tu afectuosísima alma el oír esto, cuando quiebra nuestros pechos, aunque de piedra, aunque de hierro, sola la memoria de ello? No os admiréis, hermano, de que sea llamada María mártir en el alma. Admírese el que no se acuerde haber oído a Pablo contar entre los mayores crímenes de los gentiles el haber vivido sin tener afecto. Lejos estuvo esto de las entrañas de María, lejos esté también de sus humildes siervos»[8].
2. Los mayor dolores
La segunda razón que prueba que los dolores de Cristo fueron los mayores que puede sufrir un hombre es por la sensibilidad para el dolor. Se manifiesta: «si se considera la grandeza del dolor por la capacidad sensitiva del paciente. Porque Cristo estaba dotado de un cuerpo perfectísimamente complexionado puesto que había sido formado milagrosamente por obra del Espíritu Santo, y las cosas hechas por milagro son más perfectas que las demás, según dice San Juan Crisóstomo del vino en que Cristo convirtió el agua en las bodas (cf. Com. Evang. S. Juan, hom. 22). Por esto, Cristo poseyó una sensibilidad exquisita en el tacto, de cuya percepción se sigue el dolor. También su alma, con sus facultades interiores, percibió eficacísimamente todas las causas de tristeza».
La tercera razón de «la magnitud del dolor de Cristo paciente puede provenir de la pureza misma del dolor. Porque en los otros pacientes se mitiga la tristeza interior, e incluso el dolor exterior, con alguna consideración de la mente, en virtud de cierta derivación o redundancia de las facultades superiores sobre las inferiores, cosa que no tuvo lugar en la pasión de Cristo, que, como dice San Juan Damasceno «permitió a cada una de sus potencia lo que le es propio» (Sobre la fe ortodoxa, l. 1, c. 19).
La cuarta y última razón: «de la grandeza de los dolores de Cristo paciente, se puede ponderar en cuanto la pasión y los dolores los tomó voluntariamente con el fin de liberar del pecado a los hombres. Y, por ese motivo, asumió tanta cantidad de dolor que fuera proporcionada a la grandeza del fruto que de ahí se iba a seguirse»
Por consiguiente, concluye Santo Tomás: «de la consideración de todas estas causas juntas resulta evidente que el dolor de Cristo fue el máximo»[9].
Observa Newman que Cristo «padeció» verdaderamente, porque: «así como el alma obra a través del cuerpo como instrumento, así de una manera más perfecta pero igualmente íntima, el Verbo Eterno de Dios actuaba a través de la humanidad que había asumido. Cuando Él hablaba era, literalmente, Dios quien hablaba, cuando sufría, era Dios quien sufría. No es que la naturaleza divina pueda sufrir, como tampoco puede nuestra alma ver u oír. Pero así como el alma ve u oye a través de los órganos del cuerpo, así Dios Hijo sufrió en esta naturaleza humana que tomó sobre sí y que hizo suya. Y en esa naturaleza sí que sufrió realmente. Tan realmente como formó el mundo con su poder omnipotente, así de realmente sufrió Dios con su naturaleza humana, porque al venir a la tierra, su humanidad pasó a ser tan real y personalmente suya como había sido suyo, y desde toda la eternidad, su poder todopoderoso»[10].
Sobre el dolor de Cristo debe tenerse siempre en cuenta que: «el mismo Dios Todopoderoso, Dios Hijo, fue quien sufrió». De manera que: «ese rostro, al que escupían con tanta dureza, era el rostro del mismo Dios; la frente y las cejas ensangrentadas por la corona de espinas, su cuerpo sagrado lacerado por el látigo y expuesto a las miradas, las manos clavadas al madero y, después, su costado atravesado por la lanza, eran la sangre y la carne sagrada, y las manos, y las sienes, y el costado, y los pies de Dios mismo, eso era lo que aquella enloquecida muchedumbre estaba mirando. Es una consideración tan tremenda que cuando lleguemos hasta el fondo por primera vez, no podremos pensar en otra cosa»[11].
3. La máxima tristeza
A su tesis, sobre el dolor de la pasión de Cristo, Santo Tomás le plantea varias dificultades. La primera es la siguiente: «El dolor crece en proporción con la gravedad y la larga duración del sufrimiento. Algunos mártires sufrieron tormentos más prolongados y más graves que Cristo, por ejemplo, San Lorenzo, que fue asado en una parrilla, y San Vicente, cuyas carnes fueron desgarradas con garfios de hierro. Luego parece que el dolor de Cristo paciente no fue el máximo»[12].
Su respuesta es que: «La objeción procede de una sola de las causas del dolor, a saber, de la lesión corporal, que es la causa del dolor sensible. Pero, por las otras causas expuestas, el dolor de Cristo en la pasión se acrecienta mucho más»[13].
Otra objeción es que: «la virtud de la mente tiene el poder de mitigar el dolor, hasta el extremo de que los estoicos llegaron a decir que: «la tristeza no cabía en el ánimo del sabio» (Cf. San Agustín, La ciud. de Dios, l. 14, c. 8); y Aristóteles dijo que la virtud moral pone el justo medio en los padecimientos (Ética, l. 2, c. 6, n. 9). Pero en Cristo la virtud de la mente fue perfectísima. Luego parece que debió ser mínimo el dolor en Cristo»[14].
A ella, responde Santo Tomás con esta distinción: «de un modo mitiga la virtud moral la tristeza», o dolor interior ; y «de otro el dolor exterior sensible». Respecto al primero, la virtud moral «mitiga la tristeza interior directamente, estableciendo en ella el medio como en materia propia».
En cuanto al segundo, no es así, porque: «en los padecimientos», o dolores sensibles, la virtud moral: «pone medio, no según la cantidad real, sino conforme a la cantidad proporcional, de modo que el sufrimiento no exceda la norma de la razón».
Por el contrario: «los estoicos pensaban que no existía tristeza alguna útil, por eso opinaban que estaba en total desacuerdo con la razón y, en consecuencia, que el sabio estaba obligado a evitarla enteramente».
Esta concepción estoica es errónea, porque; «hay una tristeza laudable, como demuestra San Agustín, por ejemplo, cuando procede de un amor santo, como cuando uno se entristece por los pecados propios o por los ajenos (cf. La ciud. Dios, l. XIV, c. 8). También se toma la tristeza como útil cuando se orienta a satisfacer por los pecados, conforme a las palabras de San Pablo: «La tristeza que es según Dios es eficaz para una penitencia saludable»(2 Cor 7,10). Y, por este motivo, Cristo, con el fin de satisfacer por los pecados de todos los hombres, asumió la máxima tristeza, absolutamente considerada, aunque sin exceder la norma de la razón.
En cambio, como nota Santo Tomás seguidamente: «la virtud moral no mitiga directamente el dolor exterior, porque tal dolor no obedece a la razón, sino que es una consecuencia de la naturaleza del cuerpo. Sin embargo, lo puede mitigar indirectamente por la redundancia de las facultades superiores sobre las inferiores».
Sin embargo, «esto no sucedió en Cristo»[15]. La razón es porque como Santo Tomás, había dicho más arriba: «dada la relación natural que existe entre el alma y el cuerpo, la gloria del alma redunda sobre éste. Pero esta relación dependía en Cristo de su divina voluntad, la cual no permitió que se comunicase al cuerpo, sino que la retuvo en el ámbito del alma, para que así su carne pareciese los quebrantos propios de una naturaleza pasible»[16].
4. Dolores naturales y sobrenaturales
También se podría objetar que: «cuanto un paciente es más sensible, tanto mayor es el dolor del sufrimiento. Pero el alma es más sensible que el cuerpo, puesto que el cuerpo siente por el alma. El mismo Adán, en el estado de inocencia, parece haber tenido un cuerpo más sensible que Cristo, porque éste tomó el cuerpo humano con los defectos naturales. Luego parece que el dolor del alma que padece en el purgatorio o en el infierno, o incluso el dolor de Adán, en el caso de que hubiera padecido, hubiese sido mayor que el dolor de la pasión de Cristo»[17].
A ello, precisa Santo Tomás que, por una parte: «el dolor del alma separada que padece, pertenece al estado de la condenación futura, el cual supera a todo mal de esta vida, lo mismo que la gloria de los santos excede todo bien de la vida presente. Por lo que, cuando se dice que el dolor de Cristo es el máximo, no se compara con el dolor del alma separada»[18].
Se infiere de estas palabras que, por tanto, el dolor del infierno es el mayor dolor e igualmente el del purgatorio. De tal manera que, como se explica más adelante, tanto en la pena de daño, o la privación de la visión divina, como en la pena de sentido, o el castigo corpóreo, «la más pequeña pena del purgatorio excederá a la mayor pena de esta vida» .
Respecto a la pena de daño, la razón es la siguiente: «Cuanto más se desea una cosa tanto más penosa es su privación. Y como el afecto con el que deseen las almas santas el sumo bien, después de esta vida, es intensísimo, porque no se entorpece con la pesadumbre del cuerpo y porque también el momento de disfrutar del sumo bien hubiera llegado, si algo no lo impidiese, por eso se duelen tanto de la dilación».
En cuanto a la mayor intensidad de la pena de sentido, explica Santo Tomás que: «como el dolor no es la lesión, sino la sensación de la lesión, tanto más se duele algo de lo lesivo cuanto es más sensible; por donde las lesiones que se hacen en los sitios más sensibles causan mayor dolor. Y porque toda la sensibilidad del cuerpo le viene del alma, si ésta es herida, por necesidad su aflicción ha de ser máxima»[19].
Entre las penas eternas del infierno y las penas temporales del purgatorio, además de la diferencia de la duración, unas eternas, las otras temporales, son también inmensas la que hay en el rigor de la mismas. Los condenados han perdido la caridad, odian a Dios. Tampoco tienen ya esperanza. No se arrepienten de sus pecado, ni pueden arrepentirse, porque su voluntad, pasado ya el tiempo de la prueba, ha quedado obstinada en el mal.. En cambio, las almas del purgatorio tienen caridad, aman a Dios y a todos los hijos de Dios. Aman su justicia y se arrepienten de sus pecados. Tienen además una esperanza asegurada.
Por otra parte: «el cuerpo de Adán no podía padecer, a no ser que pecase y, entonces se volvería mortal y pasible, y sufriría menos el dolor que el del cuerpo de Cristo, por las razones antedichas. De aquí resulta también evidente que, si, por un imposible, se supone que el cuerpo de Adán hubiera padecido en el estado de inocencia, su dolor hubiese sido menor que el dolor de Cristo»[20].
Tiene un gran interés esta otra objeción: «la pérdida de un bien mayor causa un mayor dolor. Pero el pecador, cuando peca, pierde un bien mayor que Cristo cuando padeció, pues la vida de la gracia es de mayor precio que la vida natural».
Todavía se puede añadir que Cristo, que perdió la vida con la certidumbre de resucitar at tercer día, parece haber padecido mucho menos que aquellos que pierden la vida para permanecer en la muerte. Luego parece que el dolor de Cristo no fue el más grande»[21].
La solución es la siguiente: «Cristo no se dolió solamente por la pérdida de su propia vida corporal, sino también por los pecados de todos los demás. Tal dolor de Cristo excedió todo el dolor de cualquier contrito. Sea porque procedía de una sabiduría y caridad mayores, en virtud de las cuales aumenta el dolor de contrición. Sea porque se dolió de todos los pecados juntos de todos, según aquellas palabras de Isaías: «Verdaderamente llevo sobre sí nuestros dolores» (Is 53, 4)».
Además: «la vida corporal de Cristo fue de tanta dignidad, y especialmente a causa de la divinidad a la que estaba unida, que de su pérdida por una sola hora sería preciso dolerse más que por la pérdida de cualquier hombre en cualquier tiempo, por grande que fuera. Por eso dice Aristóteles que: «el virtuoso tanto más ama su vida cuanto sabe que es mejor; y, sin embargo, la expone por el bien de la virtud» (Ética., III, c. 9, n. 4). Y, del mismo modo, Cristo expuso su vida, sumamente amada, por el bien de la caridad, según la palabra de Jeremías: «Entregué mi amada alma querida en manos de sus enemigos» (Jer 12, 7)».
.En la siguiente objeción se dice que: «La inocencia del paciente aminora el dolor de la pasión. Pero Cristo padeció sin culpa, según lo que leemos en Jeremías: «Fue». como manso cordero que es llevado al sacrificio» (Jr 11, 19).Luego parece que no fue el más grande dolor el de la pasión de Cristo»[22].
Ciertamente, responde Santo Tomás: «La inocencia del paciente mitiga el dolor de la pasión en cuanto al número de los dolores, puesto que, mientras el que padece por su culpa se duele no sólo por la pena, sino también por la culpa, en cambio el que sufre sin culpa se duele solamente por la pena. Sin embargo, este dolor se aumenta en él, pues lo aprehende como un mal conferido sin razón. Por esto, los otro son más reprensibles si no le compadecen, según lo que se lee en el profeta Isaías: «Perece el justo, y no hay quien medite sobre ello en su corazón» (Is 57,1)»[23].
Por último se presenta esta dificultad: «en Cristo, no hubo nada superfluo. Pero el mínimo dolor de Cristo hubiera bastado para el fin de la salvación de los hombres, pues, pues por la dignidad de la persona divina tendría un valor infinito. Luego parece hubiera sido superfluo padecer el máximo dolor»[24].
Esta última dificultad desaparece si se tiene en cuenta que: «Cristo quiso liberar al género humano de sus pecados no sólo con el poder, sino además con la justicia. Y por eso no sólo atiende al poder que su dolor recibe de la unión con la divinidad, sino también atiende a que su dolor sea suficiente, según su naturaleza humana, para una satisfacción tan grande»[25], es decir, que sea justo su dolor en cuanto hombre respecto a la gravedad de los pecados de los hombres.
Eudaldo Forment
[1] Carl Heinrich Bloch, Cristo en la Cruz /(1870).
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 46, a. 6, in c.
[3] Ibíd., III, q. 15, a.6, sed c.
[4] Ibíd., III, q. 15, a. 4, in c.
[5] Ibíd., III, q. 15, a. 6, ad 1.
[6] Ibíd., III, q. 46, a. 5, in c.
[7] San Bernardo, Sermones de tiempo, «En el domingo dentro de la octava de la Asunción de la bienaventurada Virgen María», 14.
[8] Ibíd., 15.
[9] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 15, a.6, in c.
[10]John Henry Newman, Sermones parroquiales, Ediciones Encuentro, 2013, vol. 6, «El Hijo encarnado sufrió y fue víctima expiatoria», pp. 85-95, pp. 87-88.
[11] Ibíd.,, p. 89.
[12]Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 15, a.6, ob. 1.
[13] Ibíd. III, q. 15, a.6, ad 1.
[14] Ibíd. III, q. 15, a.6, ob. 2.
[15] Ibid., III, q. 46, a. 6, ad. 2.
[16] Ibíd., III, q. 14, a. 1, ad 2.
[17] Ibíd., III, q. 46, a. 6, ob. 3.
[18] Ibíd., III, q. 46, a. 6, ad 3.
[19] Ibid.,, Supl., Apénd. I, a. 3, in c.
[20] Ibíd., III, q. 46, a. 6, ad 3.
[21] Ibíd., III, q. 46, a. 6, ob. 4.
[22] Ibíd., III, q, 45, a. 6, ob. 5.
[23] Ibíd., III, q, 45, a. 6, ad 5.
[24] Ibíd., III, q, 45, a. 6, ob. 6.
[25] Ibíd., III, q, 45, a. 6, ad. 6.
2 comentarios
Ante tal misterio de amor, qué podemos decir.
Nada, sólo callar y adorar.
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