XXXIX: La transfiguración de Cristo
Conveniencia de la transfiguración[1]
Para finalizar su teología de los milagros de Cristo, Santo Tomás dedica un artículo a la transfiguración, el único milagro que Cristo realizó sobre sí mismo en su vida en la tierra. El relato, que aparece en los tres evangelios sinópticos, que sigue a los de la confesión de San Pedro y del primer anuncio de la Pasión, va unido a ambos, como ha notado Benedicto XVI[2].
Empieza Santo Tomás preguntándose sobre la conveniencia de la transfiguración de Cristo ante sus tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan. Su respuesta es que fue muy conveniente, En su argumentación, indica, en primer lugar, que: «después de anunciar su pasión, el Señor había inducido a sus discípulos a seguirle por el mismo camino».
La razón es la siguiente: «para que uno camine directamente por el camino, y sin rodeos, es necesario que, de algún modo, conozca el fin con anterioridad; así como el saetero no disparará bien la flecha, si antes no mira el blanco al que tiene que dar. Por eso dijo el apóstol Tomás: “Señor, no sabemos adónde vas, pues ¿cómo podemos saber el camino? (Jn 14, 5): Y esto es especialmente necesario cuando la marcha es difícil y áspera, y el camino laborioso, pero el fin alegre».
Añade Santo Tomás, en segundo lugar, que: «Cristo llegó, con su pasión, a conseguir la gloria, no sólo la del alma, que la tuvo desde el principio de su concepción, sino también la del cuerpo, según se lee en San Lucas: “Era preciso que Cristo padeciese todo esto para entrar en su gloria” (Lc 24, 26). A ésta conduce también a los que siguen los pasos de su pasión, conforme a lo que se lee en los Hechos de los Apóstoles: “Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de los cielos” (Hch 14, 21)».
Por todo ello, concluye que: «fue conveniente que Cristo se transfigurase mostrando a sus discípulos la gloria de su claridad, a la que configurará los suyos, como se dice en la Epístola a los Filipenses: “Reformará el cuerpo de nuestra vileza,, conformándolo a su cuerpo glorioso” (Flp 3, 21).Por esto dice San Beda el Venerable, comentando a San Marcos: “Piadosamente proveyó que, mediante la breve contemplación del gozo eterno, se animasen a tolerar las adversidades” (Mc 8, 30, l. 3)»[3].
Sobre esta tesis de Santo Tomás, del motivo preferente de la transfiguración de Cristo, comenta Royo Marín: «La razón histórica inmediata fue, sin duda, para levantar el ánimo decaído de sus principales discípulos, a quienes acababa de anunciar su próxima pasión y muerte (cf. Mt 16, 21). Acababa también de decirles: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame (Mt 16, 24). Ante una perspectiva tan dura, es muy natural que experimentaran los discípulos cierto abatimiento y tristeza. Para levantarles el ánimo, Cristo les mostró, en la escena de la transfiguración, la gloria inmensa que les aguardaba si se permanecían fieles hasta la muerte»[4].
La claridad corporal
La palabra «transfiguración» significa cambiar de figura. No parece, por tanto adecuada para referirse «el haber tomado Cristo la claridad»[5]. Tal como se en el evangelio de San Mateo. «Brilló su rostro como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz»[6]. Parece, por ello, que ante sus discípulos cambio de luminosidad no de figura.
La observación no es válida, porque, aunque la figura significa lo que aparece de un cuerpo que lo hace visible, o bien perceptible por el tacto, precisa Santo Tomás que como: «afecta la figura al exterior del cuerpo, pues “la figura es lo comprendido dentro del término o términos” del cuerpo. Por eso, todas aquellas cosas que afecta al exterior del cuerpo se consideran como pertenecientes a la figura del mismo. Como el color, así también la claridad de un cuerpo no transparente se considera en la superficie del cuerpo. Por ello, el tomar la claridad se llama transfiguración»[7], ya que es un cambio en la figura o exterior del cuerpo.
En la repuesta a otra objeción también basada en un supuesto cambio de toda la figura, precisa Santo Tomás que: «dice San Jerónimo: “Nadie piense de Cristo que por haberse transfigurado, perdió su forma y su fisonomía primera, o que dejó la realidad de su cuerpo y asumió un cuerpo espiritual o aéreo. Cómo se transfiguró, nos lo declara el evangelista cuando dice: «resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos quedaron blancos como la nieve” (Mt 17, 2); no se suprime la sustancia, pero cambia la gloria” (Com. Evang. S. Mat., l. 3, sob. Mt 17, 2)»[8].
La última dificultad esta basada en cuatro cualidades que adquirirán los cuerpos resucitados de los justos, la claridad, la agilidad, la sutileza y la impasibilidad, que empezó a tener Cristo resucitado»[9].
Sobre estas cualidades explica Santo Tomás, en otro lugar, que: «la primera es la claridad: “los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre (Mt 13, 43). La segunda es la impasibilidad: “lo que es sembrado en vileza, resucitará en gloria” (1 Cor 15, 43); “Dios limpiará toda lágrima de sus ojos; ya no habrá más muerte; no habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, porque las cosas antiguas pasaron” (Ap 21, 4). La tercera es la agilidad: “Resplandecerán los justos y discurrirán como centellas en el cañaveral” (Sab 3, 7). La cuarta es la sutileza: “lo que es sembrado cuerpo animal, resucitará en cuerpo espiritual” (1 Cor 15, 44); lo que no quiere decir que sea por completo espíritu, sino que estará totalmente sometido a éste»[10].
En la objeción, se concluye, por ello, que en la transfiguración de Cristo: «no hubo razón para que se transfigurarse tomando la claridad más que las otras dotes»[11].
A lo cual responde Santo Tomás que: «Entre las cuatro dotes citadas, únicamente la claridad es cualidad de la propia persona en sí misma; las otras dotes sólo se perciben en algún acto, movimiento o pasión». En su vida pública Cristo mostró: «algunos indicios de las otras tres dotes, por ejemplo la agilidad, cuando caminó sobre las olas del mar (cf. Mt 14, 25); la sutileza, cuando salió del seno cerrado de la Virgen (Is 7, 14; Mt 1, 22-23; Mt 1, 18); la impasibilidad, al salir ileso de manos de los judíos, que querían despeñarle o apedrearle (Le 4, 29 y Jn 8, 59, Jn 10, 31)». Al narrar estos hechos de la vida de Cristo: «no se dice que se transfigurase, sino sólo por la claridad, que toca al aspecto de la misma persona»[12].
Naturaleza de la claridad gloriosa
Sobre la claridad de los cuerpos que tendrán en la gloria había explicado Santo Tomás que: «así como al disfrutar el alma de la visión divina se llenará de cierta claridad espiritual, así también, por cierta redundancia del alma en el cuerpo, se revestirá éste a su manera de la claridad de la gloria. Por eso dice San Pablo: “Se siembra el cuerpo en vileza y resucitará en gloria” (1 Cor 15, 43), porque nuestro cuerpo que ahora es opaco, entonces será claro, según lo que dice San Mateo: “los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 43)»[13].
La claridad del cuerpo glorioso obedece a la de su alma, que se manifiesta en él porque le traspasa. El cuerpo deja pasar la luz del alma, pero no quiere decirse con ello que sea totalmente transparente, porque: «la gloria del cuerpo no le privará de su naturaleza, sino se la perfeccionará. De aquí que el color que exige el cuerpo por la naturaleza de sus partes permanecerá en él con la añadidura de la claridad de la gloria del alma, lo mismo que vemos que los cuerpos con color suyo relumbran al reverbero del sol, o por otra causa extrínseca o intrínseca»[14].
Se pregunta, por ello, en el siguiente artículo si la claridad del cuerpo transfigurado de Cristo fue la de los cuerpos gloriosos u otra de diferente. Responde que fue la propia de un cuerpo glorioso, pero con una peculiaridad, pues: «La claridad aquella que Cristo tomó en su transfiguración fue la claridad de la gloria en cuanto a su esencia, pero no en cuanto al modo de ser». Su alma poseía desde su creación la claridad de la gloría, unida hipostáticamente, al igual que como su cuerpo, que constituían su humanidad al Verbo de Dios.
La razón que da Santo Tomás sobre esta distinción es la siguiente: «la claridad del cuerpo glorioso emana de la claridad del alma (…) e igualmente la claridad del cuerpo de Cristo en la transfiguración emana de su divinidad, y de la gloria de su alma, según dice San Juan Damasceno (Hom., h. 1, Transfig.)».
No se veía siempre esta claridad, porque: «el que la gloria del alma no redundase en el cuerpo ya desde el principio de la concepción de Cristo, aconteció por una disposición divina, para que su cuerpo pasible realizase los misterios de nuestra redención»[15],
Ya había explicado Santo Tomás, en el tratado del Verbo encarnado, que Cristo: «permitía a su carne que obrase y padeciese conforme a su propia naturaleza, y lo mismo permitía a todas las facultades del alma»[16]. Por gozar su alma humana de la visión beatífica desde el primer instante de la concepción, tal como también había expuesto el Aquinate, debía de repercutir en su cuerpo. «El alma de Cristo veía el Verbo de Dios del mismo modo que los bienaventurados en el cielo. Por tanto, el alma de Cristo era bienaventurada»[17].
Además: «dada la relación natural que existe entre el alma y el cuerpo, la gloria del alma redunda sobre éste. Pero esta relación dependía en Cristo de su divina voluntad, la cual no permitió que se comunicase al cuerpo, sino que la retuvo en el ámbito del alma, para que así su carne padeciese los quebrantos propios de una naturaleza pasible. Lo mismo dice San Juan Damasceno al explicar “era beneplácito de la voluntad divina que el cuerpo padeciese y obrase conforme a su propia naturaleza” (La fe ortod., l. 3, c. 19)»[18].
Advierte, en este artículo sobre la transfiguración, que: «sin embargo, con esto no se le quitó a Cristo el poder de derramar la gloria de su alma sobre su cuerpo. Y esto fue lo que hizo cuanto a la claridad en su transfiguración, por lo que se refiere a la claridad, aunque de otro modo que en el cuerpo glorificado. Porque en el cuerpo glorificado redunda la claridad del alma a modo de claridad permanente que afecta al cuerpo».
De donde se sigue que: «el resplandor corporal no es algo milagroso en el cuerpo glorioso. Pero, en la transfiguración, redundó la claridad del cuerpo de Cristo de su divinidad y de su alma, no como una cualidad inmanente y que afecta al mismo cuerpo, sino como una pasión transeúnte, a la manera como el aire es iluminado por el sol».
Por consiguiente: «el resplandor que apareció en el cuerpo de Cristo fue milagroso, como lo fue el caminar sobre las aguas del mar (cf. Mt 14,25). Por esto dice Dionisio en su Epístola a Cayo: “sobre el poder humano obra Cristo lo que es propio del hombre; y esto lo demuestra la Virgen concibiendo sobrenaturalmente y el agua inestable sosteniendo la gravedad de unos pies materiales y terrenos” (Epis IV, al monje Cayo».
Por esto no debe decirse, como afirmó Hugo de San Víctor (Sacram. L. 2, p. 8, c. 3), que Cristo tomó las dotes gloriosas: la de claridad, en su transfiguración; la de agilidad, cuando anduvo sobre el mar; y la de sutileza, al salir del seno cerrado de la Virgen, porque dote significa una cualidad inmanente en el cuerpo glorioso. Antes se ha decir que milagrosamente poseyó entonces lo que es propio de tales dotes. Algo semejante ocurrió, en el alma de San Pablo en la visión en que vio a Dios, durante un rapto místico»[19].
Como en la transfiguración, la dote de la claridad no era inmanente, ni, por tanto permanente, como en los cuerpos gloriosos, ha de decirse que el cuerpo de Cristo tuvo de manera milagrosa lo que propio, y, por tanto, habitual y normal, en los cuerpos de los bienaventurados. Algo parecido ocurrió en la visión de Dios de San Pablo. De manera que la claridad del cuerpo de Cristo en la transfiguración fue un milagro, como lo fue el caminar sobre las aguas y su nacimiento de María siempre Virgen.
La claridad de la transfiguración
Precisa Santo Tomás respecto a la claridad que Cristo mostró a los discípulos en la transfiguración que: «fue la claridad de la gloria», pero «no fue la claridad del cuerpo glorioso, porque el cuerpo de Cristo no gozaba aún de la inmortalidad», por ello pudo verdaderamente morir en la cruz y después de la resurrección tenerla.
Las dotes de la claridad y de la impasibilidad no se exigen necesariamente, «Así como, por dispensación divina, sucedía que la gloria del alma de Cristo no redundase en su cuerpo», durante su vida terrena, excepto en la transfiguración., «también podía suceder que redundase la dote de claridad, y no la dote de impasibilidad»[20], como ocurrió durante ella.
Debe afirmarse, por tanto, que la claridad que se manifestó en la transfiguración era «la verdadera claridad de la gloria». Sin embargo, no actuaba completamente, era «cierta imagen que representaba aquella perfección de la gloria, en virtud de la cual el cuerpo resulta glorioso»[21]..
Además: «como la claridad del cuerpo de Cristo representaba la claridad futura de su cuerpo, así la claridad de sus vestidos representaba la futura claridad de los santos, que será superada por la claridad de Cristo, como la blancura de la nieve es superada por la blancura deslumbradora del sol»[22].
Sobre esta blancura de sus vestidos, escribe Benedicto XIII en Jesús de Nazaret: «“Y se transfiguró delante de ellos”, dice simplemente San Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: “sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo” (Mc 9, 2s). San Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: “Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz (Mt 7, 2)».
Nota seguidamente que: «Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió “a lo alto de una montaña, para orar”; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos: “Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco” (Lc 9. 29)».
Comenta que: «La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversión de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En un ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo»[23].
Asimismo añade Benedicto XVI sobre esta claridad que, por una parte: «Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: “Cuando Moisés bajó del monte Sinaí… no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor” (Ex 34, 29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace brillar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz»[24].
Por otra que: «Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de San Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (Cf. Sobre todo 7, 9-13; 19, 14)»[25].
Santo Tomás indica algo parecido, al indicar finalmente que: «dice San Gregorio Magno, que los vestidos de Cristo se tornaron resplandecientes porque: “en el supremo grado de la claridad celeste, todos los santos se le juntarán resplandecientes con la luz de la justicia. Los vestidos simbolizan a los justos que allegará a sí, conforme al pasaje de Isaías ‘Te vestirás de todos éstos como con un adorno’ (Is 49, 18)” (Moral., XXXII, c. 6)»[26].
Todavía, concluye Benedicto XIII: «Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión lavadas en la sangre del Cordero (Cf. Ap 7, 14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf Lc 15, 22). A través del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz»[27].
Eudaldo Forment
[1] Carl Heinrich Block, La transfiguración (1800 ss.).
[2] Véase: JOSEPH Ratzinger, Jesús de Nazaret, Primera parte, Madrid, La esfera de los libros, 2007, p. 337.
[3] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 45, a. 1, in c.
[4] Antonio Royo Marín, Jesucristo y la vida cristiana, Madrid, BAC, 1961, p. 111.
[5] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 45, a. 1, ob. 2.
[6] Mt 17, 2.
[7] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 45, a. 1, ad 2.
[8] Ibíd., III, q. 45, a. 1, ad 1.
[9] Véase, III, q. 45, a. 1, ob. 3.
[10] ÍDEM, , Exposición del Símbolo de los Apóstoles, art. 11., n. 1008
[11] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 45, a. 1, ob. 2.
[12] Ibíd., III, q. 45, a. 1, ad 2.
[13] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 86.
[14] ÍDEM., Suma teológica, Supl., q. 85, a. 1, ad 3.
[15] Ibíd., III, q. 45, a. 2, in c.
[16] Ibíd., III, q. 18, a. 5, in c.
[17] Ibíd., III, q. 14, a. 1, ob. 2.
[18] Ibíd., III, q. 14, a. 1, ad 2.
[19] Ibíd., III, q. 45, a. 2, in c.
[20] Ibíd., III, q. 45, a. 2, ad 1.
[21] Ibíd., III, q. 45, a. 2, ad . 2.
[22] Ibíd., III, q. 45, a. 2, ad 3.
[23] JOSEPH Ratzinger, Jesús de Nazaret, Primera parte, op. cit., p. 361.
[24] Ibíd., pp. 361-362.
[25] Ibíd., p-362.
[26] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 45, a. 2, ad 3.
[27] JOSEPH Ratzinger, Jesús de Nazaret, Primera parte, op. cit., p. 362
2 comentarios
¿Tiene sentido esa expresión de "tome su cruz" dicha antes de la Pasión y Resurrección? ¿Podían entenderla los apóstoles en el momento de ser dicha? ¿Fue dicha realmente por Jesucristo antes de la Resurrección o se escribió "a posteriori" como reinterpretación de algún mensaje de Jesucristo?
Está claro que tras la Pasión y Resurrección se entiende perfectamente.
...
E.F.: Antes les había anunciado su Pasión (Mt 16, 21-23).
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