XXXVIII. Lo material en los milagros de Cristo
Los milagros corporales de Cristo[1]
Sobre los milagros que hizo Cristo en los hombres, Santo Tomás, en el mismo artículo, dedicado a su conveniencia, también presenta el reparo que «no procedió convenientemente en obrar los milagros sobre los hombres», La objeción parte de la siguiente afirmación ya probada más arriba: «Cristo hacía los milagros con el poder divino, cuya propiedad es obrar instantáneamente, de modo perfecto y sin ayuda de nadie».
Se añade algo también cierto: «Cristo no siempre curó a los hombres repentinamente sobre los cuerpo, pues dice en el Evangelio de San Marcos: «tomando al ciego de la mano, le sacó fuera de la aldea, le puso saliva en los ojos, e imponiéndole las manos, le preguntó si veía algo; a lo que el ciego, levantando los ojos, dijo: Veo hombres como árboles que caminan. Luego le impuso de nuevo las manos sobre los ojos, y comenzó a ver claro, siéndole restituida la vista» (Mc 8, 22-25). Y concluye Santo Tomás que es así: «evidente que no le curó instantáneamente, ni desde luego con perfección, y además valiéndose de la saliva»[2]´.
Aparte de la curación de este ciego de Betsaida, en el mismo Evangelio de San Marcos, se dice que curó a un sordo tartamudo y también con saliva. El relato es el siguiente: «Le presentaron un sordo que hablaba con dificultad y le rogaron que le impusiera las manos sobre él, Apartándole de la gente, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: «Effata», que quiere decir «¡Ábrete!». Se abrieron, pues, sus oídos, y al instante se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente»[3].
También curó a un ciego de nacimiento con saliva, Cuenta San Juan que: «Al pasar Jesús vio un hombre ciego de nacimiento (…) escupió en tierra, hizo todo con la saliva y untó con lodo los ojos del ciego. Le dijo «Vete; lávate en la piscina de Siloé, que quiere decir «Enviado». Se fue, pues, se lavó y volvió con vista»[4].
Además, con sus manos curó a dos ciegos, en el camino de Jericó, porque «Jesús, compadecido de ellos, les tocó los ojos y en el mismo instante vieron y le siguieron»[5]. También a otros dos ciegos, que le seguían: «gritando y diciendo: «Ten misericordia de nosotros, hijo de David», Cuando llegó a la casa, los ciegos se acercaron a él y Jesús les dijo. «Créis que puedo hacer eso?» Ellos dijeron: «Sí, Señor». Entonces tocó sus ojos diciendo: «Hágase en vosotros según vuestra fe»[6].
En otros milagros, Jesús curaba a los enfermos con sus palabras, y lo hacía igualmente con signos externos, incluso con su saliva. En la obra bíblica de Schuster y Holzammer, respecto a esto último, se dice: «No deja de ser un misterio para nosotros haberse Jesús servido de aquel medio y no de otro. No hay indicio que atribuyera la ceguera a influencia demoníaca, y en cuanto a la saliva, nadie que haya leído los relatos evangélicos, donde se ve a Jesús expulsar a los demonios con sola su palabra, puede creer que el Salvador le atribuyera virtud mágica. De donde debemos concluir que Jesús se sirvió de aquel medio por algún fin misterioso y simbólico que aleccionara a los enfermos y a los circunstantes»[7].
La humanidad milagrosa de Cristo
La dificultad para comprender finalidad de Jesús en la utilización de estos medios para realizar tal milagro desaparece, si se tiene en cuenta la respuesta que da Santo Tomás a la objeción citada. Nota, en ella, en primer lugar, que: «Cristo había venido a salvar al mundo no sólo con el poder de su divinidad, sino también por el misterio de su Encarnación», y, por tanto, con su naturaleza divina y con su naturaleza humana, como instrumento de la primera. Por esto, con frecuencia, en la curación de los enfermos no usaba sólo del poder divino, simplemente curando por modo imperativo, ordenando, sino que también añadía algo de parte de su humanidad».
Queda confirmado, porque: «obre las palabras de San Lucas: «imponiendo las manos a cada uno, los curaba a todo» (Lc 4, 40) comenta San Cirilo de Alejandría: «Aunque podría como Dios curar con una palabra todas las enfermedades, los tocó, demostrando con ello que su propia carne era eficaz para dar remedios» (Com. Evang. S. Luc., Luc 4, 40)».
Igualmente queda corroborado con otro comentario. «San Juan Crisóstomo, sobre lo que cuenta San Marcos: «poniendo saliva en sus ojos e imponiéndole las manos, etc.» (Mc 8, 23-25) dice: «Escupió e impuso las manos al ciego, queriendo mostrar que la palabra divina, unida a la obra, realizaba el milagro; la mano significa la acción; la saliva, la palabra que procede de la boca» (Cf. Santo Tomás, Cadena Áurea, sob. Mc 8-23, 3)».
También, por último, es ratificado por San Agustín. «Sobre el pasaje del evangelio de San Juan: «Hizo lodo con la saliva y untó con el lodo los ojos del ciego» (Jn 9,6), escribe: «De su saliva hizo lodo, porque «el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14)». O también para significar que Él mismo era quien del «barro de la tierra» había formado al hombre, como explica San Juan Crisóstomo. (Com. Evang. S. Juan, hom.56)».
En segundo lugar, indica Santo Tomás que acerca de los milagros de Cristo: «hay que considerar también que comúnmente sus obras eran perfectísimas. San Juan Crisóstomo, sobre las palabras evangélicas «todo el mundo sirve primero el vino bueno» (Jn 2,10), dice: «Tales son los milagros de Cristo, de suerte que sean mucho más preciosos y útiles que las obras realizadas por la naturaleza» (Com. Evang. S. Juan,, hom. 22)».
Además de la perfección: «confería instantáneamente la salud perfecta a los enfermos. Por ello, San Jerónimo, a propósito de las palabras evangélicas «se levantó y los servía» (Mt 8, 15), comenta: «La salud que el Señor confiere, vuelve íntegra en un instante» (Com. Evang. S. Mat, L.I )»,
En cambio: «especialmente a propósito de aquel ciego (Mc 8, 22-25), sucedió lo contrario por su falta de fe, como dice San Juan Crisóstomo (Santo Tomás, Cadena áurea, Mc 8-23, 3). O, como dice San Beda: «al que podía curar totalmente y con una sola palabra, lo sana poco apoco, para mostrar la grandeza de la ceguera humana, que con dificultad, y sólo por grados, vuelve a la luz¡ y para indicarnos su gracia, con la cual nos ayuda en cada paso hacia la perfección» (Com. Evang. S. Marc., Mc 8, 23, l. 2)»[8].
El orden de las curaciones
Un asegunda objeción a la conveniencia de los milagros a los hombres realizados a los hombres es la siguiente: «las cosas que van implicadas una en otra no hay por qué quitarlas a la vez», claro está, siempre que no guarden una conexión necesaria. Si se aplica este principio al relato de la curación del ciego de nacimiento se advierte que la enfermedad corporal no siempre es causada por el pecado, como es manifiesto por lo que dice el Señor «Ni pecó éste, ni pecaron sus padres, para que naciera ciego» (Jn 9,2-3)».
De ello, se concluye: «no fue necesario que perdonase los pecados a los hombres que buscaban la curación de los cuerpos, como se lee en el Evangelio de San Mateo, que hizo con el paralítico»[9]. Se lee en el mismo que le dijo Jesús al paralítico de Cafarnaúm: «Hijo, ten confianza, que te son perdonados tus pecados»[10].
Además, se puede obtener la misma conclusión y: «sobre todo, porque, siendo una cosa menor la salud corporal que el perdón de los pecados, no parece ser un argumento convincente de que pudiera perdonar los pecados»[11], por el hecho de curar a los enfermos.
Al primer argumento, que se utiliza en esta objeción, Santo Tomás recuerda que, como ya se ha probado más arriba (III, q.43 a.2), Cristo hacía los milagros con el poder divino, y que además, tal como se dice en el Deuteronomio: «las obras de Dios son perfectas. (Dt 32,4), y nada es perfecto si no consigue su fin». Teniéndolo en cuenta que «el fin de la curación exterior realizada por Cristo es la curación del alma», se puede concluir, por tanto, que: «no debía curar Cristo a nadie en el cuerpo sin que le curase en el alma».
De ahí que: «como dice San Agustín al comentar estas palabras de la Escritura: «al hombre todo curé en sábado» (Jn 7,2 3): «Al ser curado para recobrar la salud del cuerpo, creyó para sanar del alma» (Trat.. Evang. S. Juan, 7, 23, trat. 30)».
Añade Santo Tomás sobre este milagro del paralítico de Cafarnaúm que Cristo: «especialmente le dijo: «te son perdonados tus pecados» (Mt 9,5), porque, como expone San Jerónimo: «con esto se nos da a entender que los pecados son la causa de la mayor parte de las enfermedades corporales; y tal vez por eso se perdonan primero los pecados para que, quitada la causa de la enfermedad, sea devuelta la salud» (Com. Evang. S. Mateo, Mt 9, 5, l. 1».
Así se comprende que en el pasaje evangélico, que se narra la curación del paralítico en la piscina de Betsaida «se dice «Ya no vuelvas a pecar, para que no te suceda algo peor» (Jn 5, 14). Sobre lo cual dice San Juan Crisóstomo: «Por aquí conocemos que la enfermedad provenía del pecado» (Com. Evag. S. Juan, hom. 38).
Sin embargo debe precisarse que: «como observa el mismo San Juan Crisóstomo en otro lugar, cuanto el alma es de mayor valor que el cuerpo, tanto el perdonar los pecados es más que sanar el cuerpo; más, porque aquello (el perdonar los pecados) no es manifiesto, hace lo que es menos (sanar el cuerpo) pero que es manifiesto, para demostrar lo que es mayor pero no tan manifiesto» (Com. San Juan, hom. 29»[12].
La difusión de los milagros
En una última objeción, se parte de lo ya probado en la cuestión anterior, que «los milagros de Cristo fueron hechos para confirmación de su doctrina y como testimonio de su divinidad» (q.43 a.4). Sin embargo, aunque sea cierto, también lo es que: «nadie debe impedir el fin de su obra». Por consiguiente: «parece desacertado que a algunos milagrosamente curados Cristo mandase que a nadie lo dijeran, como aparece en los pasajes de Mt 9, 30 y Mc 8, 26»[13]. En el primero se indica que a los dos ciegos, que le seguían y que acababa de curar: «Jesús les advirtió severamente: «Mirad que nadie lo sepa»[14]. En el segundo, le dice al ciego de Betsaida, que terminaba de curar: «No lo digas a nadie»[15].
Sin embargo, más desatinado parece: «cuando a algunos otros les mandó que publicasen la curación recibida , como se lee en el Evangelio de San Marcos que mandó al que había liberado de los demonios: «Vete a tu casa, a los tuyos, y anúnciales cuanto el Señor ha hecho contigo» (Me 5,19)»[16].
Resuelve Santo Tomás esta objeción del modo siguiente: «el mismo San Juan Crisóstomo, al comentar las palabras de Cristo: «mirad que nadie lo sepa» (Mt 9,30), dice: «Lo que aquí se dice a los dos ciegos no es contrarío a lo que se ordena al ciego de Gerasa, después de su curación: «Vete a tu casa, a los tuyos, y anúnciales cuanto el Señor ha hecho contigo» (Mc 5,19). Lo que se nos enseña es que nosotros debemos prohibirlo a los que tratan de alabarnos por causa de nosotros mismos. En cambio, si la gloria se refiere a Dios, no debemos impedirlo, sino más bien instar a que se haga»[17]. Así lo hace Cristo con el endemoniado, porque le manda que anuncie la gloria de Dios.
Milagros sobre los seres vivos irracionales
En el último artículo de esta misma cuestión sobre los milagros de Cristo, afirma Santo Tomás que: «en todas las criaturas debió hacer milagros y no sólo en los hombres, sino también en las criaturas irracionales». Tesis que concluye de dos premisas.
La primera, que ya ha probado en el artículo anterior, es que: «los milagros de Cristo se ordenaban a dar a conocer en Él el poder de la divinidad para la salvación de los hombres». La segunda, probada en el tratado de la creación de la Suma, es la siguiente: «pertenece al poder divino que le estén sometidas todas las criaturas»[18]. De manera que la dependencia es constitutiva de la criatura en todo. Por ser creada por Dios y ordenada a Él la criatura se identifica con la dependencia.
Se explica así que Cristo hiciera milagros sobre los animales. Sin embargo, no sobre todos los grupos de animales, La razón es porque «Los brutos animales se hallan cercanos al hombre por sus caracteres genéricos, por lo cual fueron creados el mismo día que el hombre. Por haber hecho Cristo tantos milagros sobre los cuerpos humanos, no había porque hacerlos sobre los cuerpos de los brutos, sobre todo porque, en lo que toca a la naturaleza sensible y corporal, no hay diferencia entre los hombres y los animales, y más entre los animales terrestres».
Advierte también Santo Tomás que en cuanto al milagro del poseso del país de los gerasenos, sólo hubo milagro en los demonios que habían entrado en el endemoniado (Mt 8, 28-34) « Por lo que se refiere a los puercos que se precipitaron en el mar (Mt 8,32), no se produjo una obra milagrosa, sino una obra de los demonios por permisión divina».
En cambio, si hizo milagros en los animales marítimos, porque: «los peces, por vivir en el agua, difieren más de la naturaleza del hombre, por lo que fueron creados en otro día que el hombre. En ellos hizo Cristo el milagro de la pesca copiosa de peces, que se lee en el Evangelios de San Lucas (Lc 5, 4-11) y la pesca en la aparición de Jesús en el lago de Tiberíades, como se cuenta en el Evangelio de San Juan (Jn 21,6); y también en el pez que cogió San Pedro, y en el que encontró un estater, para pagar el tributo del templo (Mt 17, 26)»
. Los Evangelios también relatan el milagro sobre un ser de vida vegetativa, el de la maldición de la higuera por Cristo. Explica Santo Tomás: «Como dice San Juan Crisóstomo: «cuando el Señor obra un prodigio semejante en las plantas o en los brutos, no preguntes la justicia de haber secado la higuera, si no era tiempo de higos, porque preguntar por eso sería una locura», porque en tales seres no hay ni culpa ni pena; «tu considera más bien el milagro, y admira al que lo hace» (Com. Evang, S. Mt., Hom. 67)».
Tampoco, añade: «el Creador hizo injuria al dueño si usando a su arbitrio de una criatura, para salud de otros; antes bien, como dice San Hilario: «hallamos en esto un argumento de la bondad divina, pues, queriendo ofrecer un ejemplo de la salud que nos procura, ejerció la fuerza de su poder en los cuerpos humanos; mas, para indicar la forma de su severidad contra los contumaces, lo hizo con el daño de un árbol» (Com. Evang. S. Mat., c. 21) Y sobre todo, como dice San Juan Crisóstomo en la higuera, «que es muy húmeda, para que el milagro fuese más patente» (Com. Evang, S. Mt., Hom. 67)»[19].
Milagros sobre los seres inertes
Por último, Santo Tomás indica que: «también Cristo hizo milagros en el agua y en el aire, según convenía a sus propósitos, a saber, cuando, como se lee en Evangelio de San Mateo que: «imperó a los vientos y al mar y sobrevino una gran bonanza» (Mt 8, 26). Pero no convenía, a quien había venido a restablecer todas las cosas a un estado de paz y tranquilidad, introducir en las aguas la turbación y la división. Por esto dice San Pablo en la Epístola a los hebreos: «No os habéis acercado al monte tangible, al fuego encendido, al torbellino, a la oscuridad, y a la tormenta» (Heb 12, 18)».
No obstante, advierte seguidamente que: «con ocasión de la pasión, «se rasgó el velo del templo» (Mt 27,51), del templo, para mostrar que quedaban al descubierto los misterios de la ley; «se abrieron los sepulcros» (Mt 27,52), para indicar que con su muerte se daba la vida a los muertos; «tembló la tierra y se rajaron las rocas» (Mt 27,51), para manifestar que los corazones pétreos de los hombres se ablandarían con su pasión, y que todo el mundo, por virtud de la misma, se mejoraría»[20].
Asimismo nota Santo Tomás que: «La multiplicación de los panes no se hizo por creación, sino por adición de una materia extraña convertida en pan. Por lo cual dice San Agustín: «Como multiplica las mieses con la siembra de pocos granos, así multiplicó en sus manos los cinco panes» (Trat.. Evang. S. Juan, sobre 6, 1, trat. 24)» Es evidente, pues, que los granos se multiplican en la mies por conversión» [21]. Una conversión por la adición de otras materias distintas de la semilla.
Eudaldo Forment
[1] Carl Bloch, Cristo sanando al enfermo de a piscina de Betesda (1883)
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 44, a. 3, ob. 2.
[3] Mc 7, 32- 35).
[4] Jn 9, 1 y 6-7.
[5] Mt 20, 34.
[6] MT 9, 27-30.
[7] I. SCHUSTER – J:B. HOLZAMMER, Historia bíblica, Barcelona, Editorial Litúrgica Española, 1944, 2 vv., v. , 2, p. 229, not. 3.
[8] Íbid., III, q. 44, a. 3, ob. 2.
[9] Íbid., III, q. 44, a. 3, ob. 3.
[10] Mt, 9, 2.
[11] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 44, a. 3, ob. 3.
[12] Ibíd, III, q. 44, a. 3, ad. 3.
[13] Ibíd, III, q. 44, a. 3, ob. 4.
[14] Mt 9, 30.
[15] Mc 8, 26.
[16] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 44, a. 3, ob. 4.
[17] Ibíd. III, q. 44, a. 3, ad 4.
[18] Ibíd., III, q. 44, a. 4, in c.
[19] Ibíd., III, q. 44, a. 4, ad 2.
[20] Ibíd., III, q. 44, a. 4, ad 3.
[21] Ibíd., III, q. 44. a. 4,, ad 4.
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