XXXVII. Los milagros de Cristo sobre los seres materiales
Milagros sobre los cuerpos celestes[1]
Después de estudiar los milagros de Cristo en los espíritus, substancias inmateriales sin relación con la materia, Santo Tomás lo hace con los que realizó sobre los cuerpos, incluido el hombre, cuya substancia espiritual, o alma, informa un cuerpo. Comienza con los milagros que hizo en cuerpos celestes. En los evangelios se narran milagros del cielo, como el de la estrella milagrosa, o fenómeno luminoso en forma de estrella, que se apareció y guió a los Magos hasta el lugar de Jesús en Belén (cf. Mt 2, 1-13); y sobre todo las tinieblas en que quedo la tierra desde la crucifixión hasta la muerte de Jesús (cf. Mt 27, 45).
Sobre la conveniencia de estos milagros dice Santo Tomás: «Los milagros de Cristo debían ser tales que bastasen para probar que El era Dios. Y esto no se prueba tan claramente por las transmutaciones de los cuerpos inferiores, que pueden ser movidos también por otras causas, como por el cambio del curso de los cuerpos celestes, que sólo Dios ha ordenado de manera inmutable. Y esto es lo que dice Dionisio Areopagita: «Es preciso reconocer que nunca puede cambiarse el orden y el movimiento de los cielos, a no ser que el que hace todas las cosas y las cambia según su palabra, tenga motivo para este cambio» (Epístola VII, 2). Y por esto fue conveniente que Cristo también hiciese milagros sobre los cuerpos celestes»[2].
En este mismo artículo, en la respuesta a las objeciones, Santo Tomás se ocupa especialmente del milagro de las tinieblas y expone distintas interpretaciones. Explica un biblista actual que: «La oscuridad en la hora sexta es un fenómeno que constatan los sinópticos (Mc 15, 33; Mt 27, 45; Lc 23, 44-45) (…) la tierra entera se habría cubierto de oscuridad desde la hora sexta (12:00 h) hasta la nona (15:00 h) fenómeno que ha recibido distintas interpretaciones». Sin embargo, los judíos con esta señal, recordarían que: «La oscuridad y el caos precedieron a la creación (Gén 1, 2-3)», y que: «la oscuridad sobre toda la tierra durante tres días fue el castigo que Moisés trajo sobre Egipto (Éx 10, 21-23)»[3].
La posición de Santo Tomás queda expresada al responder a la objeción de la inconveniencia de los milagros sobre los cuerpos celestes, porque debían se hechos «durante su vida pública y en su enseñanza»[4]. Dice en la misma: «Convenía que la divinidad de Cristo se demostrase por los milagros principalmente cuando más se dejaba ver en Él la flaqueza según su naturaleza humana. Por esto, en el nacimiento de Cristo apareció en el cielo una estrella (cf. Mt 2). De donde San Máximo de Turín, en un Sermón de Navidad, dice: «Si te parece vil el pesebre, levanta un poco los ojos y mira en el cielo la nueva estrella que anuncia al mundo el nacimiento del Señor» (Homilías, hom 13, 8)».
Advierte seguidamente Santo Tomás que: «en la pasión apareció una flaqueza todavía mayor en lo que atañe a la humanidad de Cristo, y por eso fue necesario que se dejasen ver mayores milagros en los luminares del mundo. Y así dice San Juan Crisóstomo: «Ésta es la señal que prometió dar a los que se la pedían, diciendo: ‘Esta generación depravada y adúltera pide una señal, y no le será dada otra señal que la señal del profeta Jonás’ (Mt 12,39), dando a entender la cruz y la resurrección. Pues, en efecto, es mucho más admirable que esto sucediera cuando El estaba clavado en la cruz que cuando andaba por la tierra» (Com. Evang, S. Mateo, Hom. 88)»[5].
El «milagros» de la justificación
Sobre la conveniencia del tercer tipo de milagros, los que Cristo llevó a cabo en los hombres, escribe Santo Tomás, en el artículo siguiente: «Lo que se ordena a un fin debe guardar proporción con tal fin. Ahora bien, Cristo vino al mundo y para esto enseñaba, para salvar a los hombres, según lo que se lee en el Evangelio de San Juan: «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo por Él» (Jn 3, 17). Y por esto fue conveniente que Cristo mostrase, especialmente mediante las curaciones milagrosas de los hombres, que era el Salvador universal y espiritual de todos los hombres»[6].
Nota seguidamente que estos milagros no únicamente eran sobre el cuerpo de los hombres sino también sobre las almas, porque: «los milagros hechos por Cristo se ordenaban a este fin: a la salud de la parte racional, que consiste en la ilustración de la sabiduría y en la justificación de los hombres»[7].
La justificación del hombre consiste en la absolución de sus pecados y, por tanto, con su reconciliación con Dios. Como se ha escrito: «Dado que el pecado, que es una rebelión contra la voluntad divina, domina el mundo. Dios decide liberar al hombre de la esclavitud y maldición del pecado (…) Ésta es la razón por la cual Dios envió a su Hijo a llevar a cabo el recate del hombre en manos del Maligno: la redención».
De manera que, en lo que se puede considerar una primera etapa de la justificación: «Dios, por Cristo, en su gracia manifiesta su justicia, que se confunde con su amor». En este primer movimiento de la justificación: «en virtud del mismo Dios hace donación realmente al pecador de su propia justicia».
Hay una segunda etapa de la justificación, porque, como consecuencia: «conviene que el hombre reciba la gracia redentora, La manera como el hombre aprehende su rescate y salvación es la justificación propiamente dicha. El creyente se apoya así en la justicia que se le ofrece. Porque cree entra en el plan de Dios y afirma su acuerdo con Dios para la realización de su salvación».
La tercera etapa de la justificación es, finalmente: «un último movimiento que se produce en el hombre seguro ya de su salvación. Quien se sabe justificado por Cristo se siente empujado a expresar a su vez su gratitud y amor mediante obras que son la prueba de su adhesión al proyecto de Dios. Es lo que se llama santificación, que significa que el fiel está abierto a la santidad de vida. De este modo se termina la obra divina de salvación».
Las tres etapas, de donación, aceptación y obrar, desde Dios se pueden considerar como única, porque: «Dios no «rescata» sino para «justificar» y no «justifica» sino para «santificar»[8]. La justificación o regeneración del hombre, hace del pecador un hombre justo, porque «nos asemeja a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia»[9].
De manera que, como se declaró en el Concilio de Trento, la justificación: «no sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior mediante la recepción voluntaria de la gracia y de los dones»[10],
Explica también Santo Tomás que: «no era conveniente justificar a los hombres sin su consentimiento, porque esto hubiera sido contra la justicia, que implica la rectitud de la voluntad; y también hubiera sido contra la esencia de la naturaleza humana, que ha de ser llevada al bien libremente y no por coacción. Cristo, pues, justificó interiormente a los hombres con su virtud divina, pero no contra la voluntad de los mismos»[11].
Debe precisarse que Dios por su gracia causa la fe. Escribe San Pablo: «por la gracia habéis sido salvados mediante la fe»[12]. La gracia divina causa la fe. Sin la gracia, la libertad, afectada por el pecado de origen, que ha debilitado a toda la naturaleza racional humana, puede elegir, por ser libertad finita, entre el bien y el mal. Sin embargo, por su limitación, causada por el pecado, siente una gran inclinación al mal, como si fuera algo natural para ella, y no causada por la enfermedad del pecado; y respecto al bien sólo puede elegir algunos bienes y sin perseverar en la elección. La libertad humana, por tanto, por si misma no puede aceptar el bien del don de la fe.
Con la gracia dada por Dios, por los méritos de Cristo, la libertad queda sanada, y ya regenerada puede aceptar la fe y todas las sucesivas gracias, y así obrar todo el bien. Como Dios nunca quita la libertad, la voluntad humana puede incluso rechazar esta primera gracia de Dios, El libre albedrío no es un sujeto pasivo, un ser inanimado, sino que puede asentir a la gracia, aunque movido por la gracia, o bien disentir en contra de ella. La gracia hace que la libertad coopere con Dios, pero normalmente no impide que la pueda aceptar. La nueva libertad, en la vida terrena, por no haber alcanzado el hombre el fin de la gloria, todavía debe elegir entre el bien y el mal, pero ya puede elegir la fe recibida por gracia.
De manera que, como se declaró en Trento: «tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deja absolutamente de obrar alguna cosa, al recibir aquella inspiración, puesto que puede también desecharla, ni puede, sin embargo, moverse sin la divina gracia hacia la justificación delante de Dios por sola su libre voluntad, por lo cual, cuando se dice en las Sagradas Escrituras: «Convertíos a Mi y Yo me volveré a vosotros» (Sal 1, 3), se nos advierte nuestra libertad; y cuando, respondemos: «Conviértenos, Señor, a Ti, y seremos convertidos» (Lam 5, 21), confesamos que estamos prevenidos por la gracia de Dios»[13].
El Concilio, en el mismo decreto sobre la justificación, dedica uno de los cánones a la necesidad de la gracia denominada preveniente, porque precede al acto de la voluntad libre del hombre, con estos términos: «Si alguno dijere que sin la inspiración preveniente del Espíritu Santo y sin su auxilio pueda el hombre creer, esperar, amar o arrepentirse según conviene, para que se le confiera la gracia justificante sea anatema»[14].
Sobre la otra gracia, que sigue a la primera gracia previa, regenadora de la libertad y que hace que pueda elegirse entre su aceptación o rechazo de la nueva gracia, se dice en el canon siguiente: «Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera en nada asintiendo a Dios, que la excita y llama para que se disponga y prepare a conseguir la gracia justificante, y que no puede disentir, si quiere, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente hace, y se comporte de modo meramente pasivo, sea anatema»[15].
Por consiguiente, el hombre y, por tanto, de manera libre, con una libertad regenerada y perfeccionada por la misma gracia, puede tener fe, que incluye la de la salvación por la gracia. Esta justificación o regeneración del hombre, que afecta a su libertad, hace del pecador un hombre justo, porque «nos asemeja a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia»[16]. De manera que todo ello, concluye Santo Tomás: «no es propiamente un milagro, pero pertenece al fin de los milagros», que es, en definitiva, la salvación de los hombres.
El milagro de la sabiduría apostólica
Igualmente se puede considerar un milagro de Cristo, en un sentido parecido, la comunicación de la sabiduría, del conocimiento explícito de las verdades de la justificación, porque: «también con su poder divino infundió la sabiduría a los ignorantes discípulos. Por donde dice en el Evangelio de San Lucas: «Yo os daré palabras y sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios» (Lc 21,15)»[17].
Puede decirse con Marín Sola que: «Todos los dogmas sin excepción, fueron conocidos explícitamente por los Apóstoles; y todos se hallan, al menos implícitamente en los enunciados apostólicos que conocía y creía explícitamente la Iglesia primitiva»[18].
Conocian, por ejemplo, los dogmas del purgatorio y de la Inmaculada Concepición, aunque no los explicarán o explicitarán.
De manera que con la sabiduría recibida: «los Apóstoles reunieron en sus personas el triple carisma divino de profetas, de hagiógrafos (autor de un libro de la Sagrada Escritura) –éste algunos de ellos, al menos–, y de apóstoles. El carisma profético de la revelación pública ha cesado en la Iglesia; el carisma hagiográfico de la inspiración ha cesado también; pero el carisma apostólico de la asistencia divina para conservar y explicar o desarrollar todo el sentido verdaderamente inclusivo o implícito en el depósito revelado, continúa y continuará en la Iglesia hasta la consumación de los siglos»[19]. La Iglesia posee, por tanto, parte de la sabiduría apostólica, dada por Dios milagrosamente a los apóstoles y a la Iglesia por medio de ellos.
Como los anteriores milagros de la justificación: «esta iluminación interior no se cuenta entre los milagros visibles», pero, en este caso, si era posible «en los actos exteriores por cuanto los hombres podían ver a los hombres iletrados y simples hablar con tanta sabiduría y libertad». Veían a quienes eran iletrados y sencillos hablar muy sabiamente y con mucha entereza. «Así se lee en Hechos de los apóstoles: «Viendo, los judíos, la firmeza de Pedro y Juan y considerando que eran hombres sin letras e ignorantes, se maravillaban.» (Hch 4,13)».
Asimismo: «aunque estos efectos espirituales se distingan de los milagros visibles, son, no obstante, testimonios de la doctrina de Cristo y de su poder, según se lee en la Epístola a los Hebreos: «Testificando Dios con señales y prodigios, con diversos milagros y dones del Espíritu Santo» ( Heb 2,4)»[20]. Todos ellos atestiguaban su predicación oral, que se transmitió y también se conservó en la Escritura.
Milagros sobre el cuerpo de los hombres
Cristo también realizó milagros sobre el cuerpo de los hombres, porque les curo toda clase de enfermedades e incluso devolvió la vida. Tal como refiere Royo Marín: «Resucitó tres muertos: 1. La hija de Jairo, recién muerta (Mt 9, 18-25); 2. El hijo de la viuda de Naín cuando le llevaban a enterrar (Lc 7, 11-17). 3. Lázaro, cadáver putrefacto de cuatro días (Jn 11, 33-44).
Curo a muchos aquejados de toda clase de enfermedades, que asimismo enumera Royo Marín: «1. El leproso (Mt 8, 1-4); 2. Diez leprosos (Lc 17. 12-19); 3. La fiebre de la suegra de Pedro (Mt 8, 14-15); 4. El paralítico de la piscina probática (Jn 5, 1-15); 5. Otro paralítico a quien perdonó los pecados (Mt 9, 1-7); 6. El hijo de un régulo (un funcionario real), a distancia del enfermo (Jn 4, 46-54); 7. El siervo del centurión, también a distancia (Mt 8, 5-11); 8. El hombre de la mano seca (Mt 12, 9-13); 9. La hemorroisa (Mt 9, 20-22); 10. La mujer encorvada (Lc 13, 10-13); 11. El ciego de Betsaida (Mc 8, 12-26); 12. El ciego de nacimiento (Jn 9, 1-7); 13. Los dos ciegos de Jericó (Mt 20, 29-34); 14. Otros dos ciegos (Mt 9, 27-31); 15. El sordomudo (Mc 7, 32-37); y 16. El hidrópico (Lc 14, 2-6)»[21].
Milagros de la mirada, la voz y la autoridad de Jesús
Santo Tomás no se ocupa aquí de citarlos o comentarlos, porque su finalidad en la exposición de la vida de Cristo es teológica. Desde esta perspectiva indica que también, «hizo algunos milagros sobre las almas de los hombres, principalmente en lo que se refiere a cambiar las potencias inferiores, San Jerónimo sobre aquellas palabras (del Evangelio referidas al publicano Mateo): «Levantándose le siguió» (Mt 9, 9), comenta: «El mismo resplandor y la majestad de la divinidad oculta, que en su rostro humano (de Cristo), se transparentaba, era suficiente podía atraer a sí a los que por primera vez le veían» (Com. Evang. S. Mat., l. 1)». Así se explican otros pasajes del Evangelio.
Escribe seguidamente Santo Tomás que: «sobre aquellas otras palabras del Evangelio de San Mateo: «Arrojaba a todos los que vendían y compraban» (Mt 21, 12), dice el mismo Jerónimo «Entre todos los prodigios que hizo el Señor, éste me parece el más admirable: que un hombre solo, y sin prestigio en aquel tiempo, pudiera expulsar, a golpes de látigo, a tan gran muchedumbre. Era que de sus ojos resplandecía una fulgurante mirada de fuego y brillante, y la majestad de la divinidad se traslucía en su rostro» (Com. Evang. S. Mat, l. 3)».
Sobre este poder de la mirada de Jesús, también mucho antes: «Orígenes había escrito sobre este mismo suceso: «Este es mayor milagro que el del convertir el agua en vino, porque allí permanece la materia inanimada, mientras que aquí quedan domados los espíritus de tantos millares de hombres» (Com. Evang, S. Juan. hom. 11)».
Cita Santo Tomás otro hecho, el del prendimiento de Jesús, que revela el poder que tenía igualmente su voz. «Sobre estas palabras (contenidas en su narración en el Evangelio): «Retrocedieron y cayeron en tierra»– dice San Agustín: «Con solo la voz y sin dardo alguno, hiere, rechaza, y echa por tierra aquella turba animada de odio feroz y terrible por las armas. Es que Dios estaba escondido bajo la carne» (Trat. Evang. S. Juan, 18, 4, Trat 112)».
Repara Santo Tomás, que: «al mismo propósito viene lo que cuenta San Lucas, que Jesús, «se fue, pasando por medio de ello» (Lc 4, 30), atravesando por medio de ellos, se marchó. Sobre lo cual dice San Juan Crisóstomo: «estar en medio de enemigos insidiosos y no ser aprehendido, demuestra la preeminencia de la divinidad» (Com. Evang. S. Juan, hom 48)».
Por último, y sobre las palabras de San Juan: «Jesús se ocultó y salió del templo» (Jn 8, 59), dice San Agustín: «No se escondió en un rincón del templo, detrás de un muro o de una columna, como hombre medroso, sino que con su poder celeste se hizo invisible a los enemigos que le acechaban, y salió por medio de ellos» (Teofilacto de Ocrida, Com. Evag. S. Jn., 8, 59. Cf. Cadena Áurea, S. Jn 8, 59, 14) .
Se puede, por tanto, afirmar, que: «por todos estos testimonios es claro que Cristo, cuando quiso, con su poder divino cambió las almas de los hombres, no sólo justificándoles e infundiendo en ellos la sabiduría, lo que toca al fin de los milagros, sino también atrayéndolos exteriormente, o aterrándolos, o dejándolos atónitos, lo que pertenece a los mismos milagros»[22].
Eudaldo Forment
[1] La resurrección de Lázaro (1857), de León Bonnat
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 44, a. 2, in c.
[3] Luis Díez Merino, voz Milagros en la pasión, en ÍDEM (Ed.) Pasìón de Cristo, Diccionarios San Pablo, Madrid, Ed. San Pablo, 2015, pp. 673a-681a, p. 676a-676b.
[4] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 44, a. 2, ob. 3.
[5] Ibíd, , III, q. 44, a. 2, ad 3.
[6] Ibíd., III, q. 44, a. 3, in c.
[7] Ibíd., III, q. 44, a. 3, ad 1.
[8] Marc Lods, voz «Justificación», en Diccionario enciclopédico de la Biblia, Barcelona, Herder 1993, pp 883ª-886ª, p. 884ª.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1992.
[10] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. VII.
[11] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 44, a. 3, ad 1.
[12] Ef 2, 8.
[13] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. VI.
[14] Ibíd., Cánones de la justificación, canon III.
[15] Ibíd Cánones de la justificación, canon IV.
[16] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1992.
[17] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 44, a. 3, ad 1.
[18] FRANCISCO MARÍN SOLA, La evolución homogénea del dogma católico, Madrid, BAC, 1952, p. 286.
[19] Ibíd., p. 328.
[20] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 44, a. 3, ad 1.
[21] Antonio Royo Marín, Jesucristo y la vida cristiana, Madrid, BAC, 1961, p. 298.
[22] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 44, a. 3, ad 1.
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