XXXV. Finalidad de los milagros
El inicio de los milagros de Cristo[1]
Santo Tomás, en el artículo tercero de la cuestión que trata de los milagros de Cristo en general, establece que comenzó a hacer milagros al iniciar su vida pública, frente a las narraciones de los evangelios apócrifos de milagros desde su infancia. Recuerda que según el Evangelio: «fue en las bodas donde comenzó Cristo a hacer milagros mudando el agua en vino», tal como «dice San Juan: «Este fue el inicio de los milagros que hizo Jesús en Caná de Galilea»[2].
Seguidamente da la razón de la conveniencia del comienzo en este tiempo y momento de su vida. Su argumentación parte de dos tesis, ya probadas en el primer artículo de esta cuestión: «Cristo hizo los milagros para confirmar su doctrina» y también «para dar a conocer el poder divino que había en Él». Como consecuencia, en cuanto a la primera, «no debió hacer milagros antes de comenzar a predicar. Y no debió comenzar a predicar antes de la edad perfecta», en la época del bautismo de Jesús.
En cuanto a la segunda, se sigue que: «debió dar a conocer su divinidad por medio de los milagros, pero de tal modo que se creyese en la realidad de su humanidad. Y por este motivo dice San Juan Crisóstomo: «con razón no comenzó a hacer milagros desde el principio de su vida, porque hubieran creído que la encarnación era pura fantasía, y antes del tiempo debido le hubieran crucificado» (Com. Evang. S. Juan, Hom. 21)»[3].
Cita también Santo Tomás estas palabras de San Juan Crisóstomo sobre los supuestos milagros anteriores, que los evangelios apócrifos atribuyen a Cristo: ««es evidente que esos milagros que algunos dicen haber hecho Cristo en su niñez son puras mentiras y ficciones. Si Cristo hubiera hecho milagros en sus primeros años, ni San Juan lo hubiera ignorado de ningún modo, ni la muchedumbre hubiera necesitado de un maestro que se lo manifestase» (Com. Evang. S. Juan, Hom. 17)»[4], porque ya habrían conocido el poder divino que había en Jesús.
Se podría presentar a estas afirmaciones la siguiente dificultad: si como se ha afirmado «Cristo hacía los milagros con el poder divino», se sigue que: «tal poder estuvo en El desde el principio de su concepción, pues desde entonces fue Dios y hombre». Por consiguiente: «parece que hizo milagros desde el principio»[5].
Sin embargo, nota Santo Tomás que no era oportuno. «El poder divino obraba en Cristo según era necesario para la salvación de los hombres, a causa de la cual se había encarnado. Y por eso hizo los milagros con el poder divino, de tal manera que no perjudicase a la fe en la verdad de su carne»[6].
De un modo más concreto, y con la información que proporcionan los evangelios, también se podría objetar sobre el inicio de los milagros en las bodas de Caná, porque: «Cristo comenzó a reunir discípulos después de su bautismo y de las tentaciones, como se lee en Mt 4, 18 ss. y Jn l, 35 ss., pero los discípulos se le juntaron a atraídos principalmente por los milagros; como se dice en Lc 5, 4-11, que llamó a Pedro cuando estaba estupefacto por «la pesca milagrosa». Luego parece que hizo otros milagros antes del milagro de las bodas»[7].
En el mismo Evangelio de San Juan se explica que los primeros discípulos de Jesús le siguieron después del testimonio de San Juan Bautista, tres días antes de las bodas de Cana, donde tuvo lugar el primer milagro. Por ello, comenta Santo Tomás, al responder a la objeción, que: «Redunda en elogio de los discípulos haber seguido a Cristo «antes de ver ningún milagro suyo». (San Gregorio Magno, XL Hom. Evang., l. 1, Hom. 5). Y San Juan Crisóstomo indica que: «Entonces fueron necesarios los milagros cuando los discípulos, congregados en torno suyo y adictos a su persona, estaban atentos a cuanto hacía» (Com. Evang. S. Juan, Hom. 23). Por esto añade el evangelista: «Y creyeron en Él sus discípulos» (Jn 2, 12)», al terminar el relato del milagro de las bodas de Caná.
Sin embargo, como también precisa San Juan Crisóstomo: «pero no porque entonces comenzasen a creer, sino que creyeron «con más firmeza y perfección» (Com. Evang. S. Juan, Hom. 23). O, como dice San Agustín: «llama discípulos el evangelista a los futuros discípulos del Maestro» (Conc. Evang. l. 2, c. 17)»[8], al seguir a Jesús, al día siguiente del testimonio de San Juan de que Jesús era el Hijo de Dios.
Los milagros y la divinidad de Cristo
En el artículo siguiente y último de esta cuestión, Santo Tomás concluye que los milagros, que hizo Cristo, fueron suficientes para mostrar su divinidad. Explica que esta suficiencia se revela en tres aspectos. En primer lugar: «por la especie de las obras, que superaban todo el poder de la criatura y, en consecuencia, no podían ser hechas más que por el poder divino. Y por esta causa el ciego curado decía: «Jamás se ha oído que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada» (Jn 9, 32-33)».
En segundo lugar, «por el modo de hacer los milagros, puesto que los realizaba con propio poder, sin recurrir a la oración como los otros. Por esto dice San Lucas que: «salía de Él una virtud que sanaba a todos» (Lc 6, 19). Con lo cual se demuestra, como dice San Cirilo que: «no obraba con poder prestado, sino que, al ser Dios por naturaleza, manifestaba su propio poder sobre los enfermos, haciendo milagros innumerables» (Expl. Evang. S. Luc., Lc 6, 19)».
Además: «sobre lo que dice San Mateo: «arrojaba con su palabra los espíritus, y curaba a todos los enfermos» (Mt 8, 16), comenta San Juan Crisóstomo «Advierte la multitud de curados, que notan de paso los Evangelistas, sin detenerse en cada uno de los curados, sino refiriendo con una palabra un mar inmenso de milagros» (Com. Evang. S. Mat., hom. 27).
Con todo ello: «quedaba demostrado que tenía un poder igual al de Dios Padre, según aquellas palabras que se leen en San Juan: «Todo lo que hace el Padre, lo hace también el Hijo» (Jn 5, 19); y a continuación: «Como el Padre resucita y da vida a los muertos, así también el Hijo da la vida a los que quiere» (Jn 5, 21)».
En tercer y último lugar: «por la misma doctrina en la que se declaraba Dios, la cual, si no fuera verdadera, no podría ser confirmada con milagros hechos con poder divino. Y por esto se lee en San Marcos: «¿Qué nueva doctrina es ésta? Porque manda con poder a los espíritus inmundos, y le obedecen» (Mc 1, 27)»[9].
Estas razones que demuestran que los milagros narrados en los Evangelios son una prueba suficiente de la divinidad de Jesucristo. Sin embargo, se podría observar que «los milagros que Cristo hizo fueron también realizados por otros»[10] y, por tanto, con ellos no queda probada su divinidad.
Para resolver esta dificultad Santo Tomás explica que: «esta era la objeción de los gentiles, que expone San Agustín en su epístola a Volusiano: «No son pruebas suficientes de tan grande majestad esos milagros. Porque esa terrible purificación mediante la cual expulsaba a los demonios, la curación de los débiles, la vuelta de la vida a los muertos y otras semejantes, bien consideradas, son poca cosa para Dios y pensamos también que otros las hicieron».
Añade Santo Tomás que: «A esto responde San Agustín: «También nosotros confesamos que los profetas hicieron cosas semejantes. Pero el mismo Moisés y los demás profetas anunciaron al Señor Jesucristo y le tributaron gran gloria. El cual quiso hacer obras semejantes para que no resultase el absurdo de no hacer Él por sí mismo lo que había hecho por medio de otros».
Además, continua replicando San Agustín: «También El debió hacer algo propio, como fue nacer de una Virgen, resucitar de entre los muertos y subir a los cielos. El que piense que esto es poco para Dios, no sé qué más puede reclamar de El. ¿Acaso, después de haberse encarnado, debió crear un nuevo mundo, afín de que creyésemos que fue El mismo quien creó el mundo presente?» (Carta a Volusiano, 137, c. 4, n. 13)».
Observa seguidamente Santo Tomás que además de esto: «las cosas que otros realizaron, las hizo Cristo de modo más perfecto. Por lo que, comentando el pasaje de San Juan, en el que Cristo dice: «si yo no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro jamás hizo» (Jn 15, 24), escribe San Agustín: «Ninguna de las obras de Cristo parece ser mayor que la resurrección de los muertos, acción que sabemos haber hecho también los antiguos profetas. Sin embargo, Cristo hizo algunas cosas que ningún otro realizó. Pero se nos contesta que también otros hicieron cosas que ni Él ni otro realizaron. No obstante, jamás se lee de ninguno de los antiguos que haya curado tantos vicios, tantos achaques y tantos sufrimientos de los mortales y con tanto poder, eso de ninguno de los antiguos se lee que lo haya hecho».
Agrega San Agustín otra observación, que cita asimismo Santo Tomás; ««Y sin contar que, con su mandato, sanaba a cuantos le eran presentados, según se dice en San Marcos: «Dondequiera que entraba, en las aldeas, en los pueblos o las ciudades, colocaban a los enfermos en las placas y le suplicaban que siquiera les dejase tocar la orla de su manto, y cuantos lo tocaban, quedaban curados» (Mc 6,56. Esto no lo hizo en ellos ningún otro, pues hay que entender la expresión «entre ellos» (Jn 15, 24) en el sentido de «en ellos», no, por tanto, «en presencia de ellos», ya que a ellos los sanó. Y a la verdad no lo hizo así ningún otro de los que hicieron en ellos tales obras, porque cualquier otro hombre que las haya hecho, lo hizo obrando Él; en cambio, Él hizo esas cosas sin el concurso de ningún otro» (Tratados Evang. de S. Juan, Jn 15, 25, Trat. 9 )»[11]. Cristo las hacia cosa milagrosas por su propia cuenta y poder. En cambio, los que también han hecho milagros, lo hacen sabiendo que nada pueden por sí mismos, y los realizan, por ello, invocando el poder de Dios.
El efecto de los milagros
A pesar de manifestar de manera suficiente la divinidad de Jesús, los milagros no cumplieron su finalidad entre los hombres, porque como notaba Newman: «No se gana nada con los milagros, no se obtiene nada de los milagros (…) los milagros no hacen mejores a las personas, la historia de Israel es una prueba»[12].
Ante los milagros del Antiguo testamento, que comienzan ser narrados en el Éxodo: «resulta muy extraño que los israelitas se comportaran como lo hicieron, siglo tras siglo, a pesar de los milagros que Dios obró con ellos. Las leyes de la naturaleza quedaban suspendidas ante sus ojos una y otra vez; los signos más maravillosos se obraban a la voz de los profetas de Dios, y quedaban libres de peligros y desgracias. Sin embargo, ellos en absoluto obedecieron a su gran Benefactor con más fidelidad que las personas de hoy día, que no han gozado de esos privilegios –pues privilegios solemos considerarlos».
Después Dios les mandó ángeles, hombres y profetas, que obraron milagros, especialmente Elías y Eliseo. «Por último, Dios envió a su Hijo bien amado, que obró ante ellos milagros aún más abundantes, más maravillosos y beneficiosos que cualesquiera otros. ¿Qué efecto tuvo en ellos su venida? San Juan nos lo dice: «Entonces los príncipes de los sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín: ¿qué hacemos, puesto que este hombre realiza muchos signos? Así, desde aquel día decidieron darle muerte» (Jn 11, 47-53)»[13].
Incluso con los milagros del Nuevo testamento, podría decirse que a los judíos: «los milagros bíblicos les dejaron con la misma indiferencia que a los hombres de hoy en día, que desoyen los signos que se les envían, y no son mucho más corrompidos y laxos que ellos, ni al contrario»[14].
De manera que, aunque pueda sorprender: «los milagros, en general, aunque tengan lugar a luz del día, no hacen a los hombres, en general, más obedientes o santos de lo que son»[15].
Los milagros no añaden nada de lo que sabemos sobre la existencia, el poder de Dios, ni de nuestro buen obrar. Es cierto que la experiencia milagrosa puede sobrecoger y como consecuencia llevar a la conversión. Sin embargo: «alterarse no es convertirse, como tampoco saber algo es practicarlo». Igualmente: «además de los milagros también nos sobresaltan otras cosas; hay toda una serie de accidentes que Dios nos manda y que nos impresionan. Dios no deja de hacernos advertencias aunque no nos dé milagros, y si esas cosas que nos suceden no nos mueven y llevan a la conversión, lo más probable es que, como los judíos, tampoco los milagros nos conviertan»[16].
Declara, por ello, Newman que: «siendo los hombres como son, estoy seguro de que, en lo que se refiere a su conducta, los milagros no hacen cambiar a las personas. Al principio quedarían muy afectadas e impresionadas, pero la impresión se les pasaría. Y así se cumplirían las palabras de nuestro Señor sobre esa muchedumbre de personas que tienen la Biblia a su disposición y saben lo que tienen que hacer, pero no lo hacen. «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas», dice, «tampoco se convencerán aunque uno resucite de entre los muertos» (Lc 16, 31)»[17]. Por consiguiente: «no podemos esperar de los milagros más de lo que hemos esperado de todas esas señales, que quedaron en nada»[18].
Los milagros y la gracia
La causa de esta situación común en los judíos y en nosotros es únicamente que: «no ponemos el corazón en las cosas de Dios, que nuestro corazón es malvado e incrédulo; tanto ellos como nosotros desobedecemos y no creemos porque no amamos»[19].
De este modo: «cualquier cosa nos gusta más que la religión, como les ocurrió a los judíos. A los judíos les gustaba este mundo, les gustaban las fiestas y las risas; «El pueblo se sentó a comer y a beber, y luego se levantaron para divertirse» (Ex 32, 6). También nosotros»[20].
A los judíos: «les gustaba brillar y exhibirse; y los modos de hacer del mundo. «Nómbranos un rey que nos gobierne como hacen las demás naciones» (1 Sm 8, 5), le dijeron a Samuel, y nosotros hacemos lo mismo. Quisieron que les dejaran a su aire, les gustaba estar tranquilos, les gustaba hacer las cosas a su manera, les disgustaba luchar contra los impulsos naturales y las inclinaciones de su ánimo, les disgustaba preocuparse de sus almas, tener que considerarse enfermos y débiles en lo espiritual, les disgustaba ser disciplinados, humillarse, mortificarse, cambiar; y a nosotros también»[21].
Debe añadirse que: «les disgustaba pensar en Dios, observar y atenerse a sus mandamientos, darle culto; decían que era un pesadez frecuentar sus templos, y este o aquel culto falso les parecía más agradable, más satisfactorio, más adecuado a sus sentimientos, que dar culto al Juez de vivos y difuntos; y nosotros lo mismo».
No obstante, hay una importante diferencia, que nos beneficia: «Ellos tenían milagros externos; nosotros también tenemos milagros, pero no son externos sino internos. Los nuestros son milagros no evidentes, pero son poderosos y tienen influencia real (…) Los milagros de los judíos actuaban sobre la naturaleza exterior: el sol se paraba, el mar se partía en dos. Los nuestros son invisibles y actúan sobre el alma. Son los Sacramentos y realizan precisamente eso que los milagros judíos no hacían. Tocan realmente el corazón aunque con tanta frecuencia nos resistamos a sus efectos»[22].
La razón es porque a los judíos: «las obras sobrenaturales que Dios les mostró se realizaban externamente, no internamente, y no tenían poder sobre la voluntad; sólo expresaban señales. Pero las obras sobrenaturales que Él hace con nosotros están en el corazón y confieren la gracia; y si desobedecemos, no solo desobedecemos su mandato sino que nos resistimos a su presencia», a su moción y ello libremente.
Por tanto: «si queremos cambiar de vida, hay que cambiar desde dentro. La gracia de Dios nos mueve desde dentro, y nuestra voluntad también. Las circunstancias externas no tienen verdadero poder sobre nosotros. Si no amamos a Dios es porque no se lo hemos pedido en la oración»[23]. Hay que persuadirse que: «ver milagros no nos va a mover (…) entendamos que solo el amor de Dios puede hacernos crecer en Él u obedecerle»[24].
A estas observaciones de Newman hay que añadir lo enseñado por el Concilio Vaticano I: «Para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón (cf. Rom. 12, 1]), quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecías que, mostrando luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la divina revelación».
Se dice seguidamente que: «Por eso, tanto Moisés y los profetas, como sobre todo el mismo Cristo, nuestro Señor, hicieron muchos y manifiestos milagros y profecías; y de los Apóstoles leemos: «Y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su doctrina con los signos que le acompañaban» (Mc. 16, 20). Y en otro lugar está escrito: «Tenemos un testimonio más firme, que es el de los profetas al cual hacéis bien en mirar atentamente como a una antorcha que luce en un lugar tenebroso» (2 Ped. 1, 19)»[25].
Eudaldo Forment
[1] Resurrección de la hija de Jairo (1871), Vasili Polenov
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 43, a. 3, sed c.
[3] Ibíd., III, q. 43, a. 3, in c.
[4] Ibíd., III, q. 43, a. 3, ad 1.
[5] Ibíd., III, q. 43, a. 3, ob. 2.
[6] Ibíd., III, q. 43, a. 3, ad 2.
[7] Ibíd. III, q. 43, a. 3, ob. 3.
[8] Ibíd., III, q. 43, a. 3, ad 3.
[9] Ibíd., III, q. 43, a. 4, in c.
[10] Ibíd., III, q. 43, a. 4, ob. 1.
[11] Ibíd., III, q. 43, a. 4, ad 1.
[12] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, 8 vv., v. VIII, Sermón 6, «Los milagros no dan la fe», pp. 74-104, pp. 94-95.
[13] Ibíd., p. 94.
[14] Ibíd., p. 96.
[15] Ibíd., p. 97.
[16] Ibíd., p. 98.
[17] Ibíd., pp. 99-100.
[18] Ibíd., p. 100.
[19] Ibíd., p. 101.
[20] Ibíd., pp. 100.
[21] Ibíd., pp. 100-101.
[22] Ibíd., p. 101.
[23] Ibíd., p. 103.
[24] Ibíd, pp. 103-104.
[25] Concilio Vaticano I, Constitución dogmática sobre la fe católica, c. III, 2.
3 comentarios
¿Cuál sería, en verdad, la finalidad de un milagro eucarístico tan singular en la historia de la Iglesia? Tres prodigios consecutivos, con una cadencia notable de dos años entre cada uno, ocurriendo en la misma Iglesia de Santa María en Buenos Aires, en los años 1992, 1994 y 1996. ¿Coincidencia? No puedo evitar ver una conexión misteriosa, una analogía divina que se revela.
Pensemos en la triple afirmación de San Pedro a Cristo, cuando fue elegido como el primer Pontífice. Ahí estaba, en aquel momento trascendental, donde el Papa Francisco recibía su nombramiento como Arzobispo de Buenos Aires por el mismísimo San Juan Pablo II. Y justo en ese tiempo, en esa ciudad natal y criadora del Santo Padre, estos milagros eucarísticos se manifestaron.
En un sublime acto de encomienda, San Juan Pablo II confió al Papa Francisco la investigación del triple milagro eucarístico. En ese momento cumbre, cuando el tercer evento divino había dejado su huella en la historia, convergieron dos almas ungidas por la devoción a la Eucaristía. Se tejieron hilos invisibles que entrelazaron sus destinos en un enigma celestial. ¿Acaso no nos maravillamos ante la trama insondable que une al pasado, presente y futuro en una danza cósmica? En esta encrucijada de fe, la luz de la providencia divina brilla con una pregunta silente: ¿Quién puede negar el poder de Dios que se despliega en cada detalle de nuestra existencia?
¿Es posible que sea una señal, una confirmación divina de la elección de Francisco para guiar a la Iglesia? ¿Una prueba tangible de que la Providencia está en acción? Tal vez nunca sabremos la respuesta definitiva, pero es innegable que estos eventos extraordinarios nos invitan a reflexionar sobre la grandeza de Dios y su inescrutable plan.
Dejemos que la misteriosa danza entre la triple afirmación de Pedro y el triple milagro eucarístico nos inspire a contemplar la sabiduría divina y a confiar en que Dios actúa en formas misteriosas y sorprendentes. Que estos sucesos nos llenen de asombro y nos acerquen aún más a la fe, recordándonos que el Espíritu Santo guía a la Iglesia en todos los tiempos y lugares.
En efecto, los tres milagros eucarísticos se manifestaron en la parroquia de Santa María, ubicada a escasos metros del lugar donde el Papa Francisco nació y se crió en Buenos Aires. Qué maravilloso y significativo detalle, ¿no es así?
Resulta intrigante observar cómo el Santo Padre, incluso antes de su elevación al pontificado, acudía asiduamente a esa misma parroquia para realizar adoración eucarística. Su profundo amor y devoción por el Santísimo Sacramento eran palpables, y ahora, en retrospectiva, parece como si la Providencia misma estuviera preparando el escenario para estos extraordinarios eventos.
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