XXIX. Primera tentación de Cristo
Las tentaciones de Cristo[1]
Después de exponer los motivos por los que Cristo quiso someterse a las tentaciones del diablo, Santo Tomás se ocupa, en el siguiente artículo, del lugar de la primera tentación, Después en el consecutivo examina la circunstancia de ocurrir después del ayuno de Cristo.
Toda la exposición de esta cuestión sobre las tentaciones de Cristo la hace según el relato del evangelista San Mateo, que es más detallado de los que hacen San Marcos y San Juan. En su exposición de las tentaciones, San Marcos no indica cuales fueron, sino sólo que Jesús: «estuvo en el desierto cuarenta días y cuarenta noches, y Satanás le tentó; estaba con los animales del desierto y los ángeles le servían»[2]. San Lucas relata las tres tentaciones, invierte el orden entre la segunda y la tercera tal como se encuentran en San Mateo[3].
Se lee en el Evangelio de San Marcos que: «Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, después tuvo hambre. El tentador se acerco a Él, y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Él le respondió y dijo: «Esta escrito: ‘No sólo de pan vive el hombre , sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’ (Dt 8, 3)» Entonces el diablo le tomó, le llevó a la santa ciudad, le puso sobre la almena del templo, y le dijo «Si eres hijo de Dios, échate de aquí abajo, porque escrito está: ‘Ha mandado a sus ángeles sobre ti y te tomarán en las manos, para que no tropieces con tu pie en una piedra’ (Sal 90, 11)». Jesús le dijo: «También está escrito: ‘No tentarás al Señor tu Dios’ (Dt 6, 16)». De nuevo el diablo le subió a un monte muy alto, le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Entonces Jesús le dijo: «Vete de aquí, Satanás; porque escrito está: ‘Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo servirás (Dt 6, 13)». Entonces el diablo le dejó; y he aquí que los ángeles se acercaron y le servían»[4].
El desierto
Recuerda primeramente Santo Tomás. que, como ha manifestado en el anterior artículo: «Cristo, por su propia voluntad, se presentó al diablo para ser tentado, lo mismo que también, por su propia voluntad, se ofreció a los miembros del diablo para que le matasen; de otra manera, el diablo no hubiera llegado a tentarle».
Indica seguidamente que el lugar propicio era el desierto, porque: «el diablo ataca con preferencia a los que se encuentran solos, porque, como se dice en Eclesiastés: «si alguien ataca a uno, dos le hacen frente» (Ecl 4, 12). Y ésa es la explicación de que Cristo se retirase al desierto, como a un campo de batalla, con el fin de ser tentado allí por el diablo».
Lo confirma con: «lo que dice San Ambrosio: «Cristo fue conducido al desierto con el propósito de provocar al diablo. Pues si el diablo, no combatía, Cristo, no hubiera obtenido la victoria». El mismo San Ambrosio añade además otras razones, diciendo: «Cristo hizo esto con misterio, para liberar del destierro a Adán –el cual había sido arrojado del paraíso al desierto (cf. Gen 3,23)–; y con el ejemplo, para manifestarnos que el diablo tiene envidia de los que tienden a lo mejor» (Exp. S. Luc., l.4, sob. 4, 1)»[5].
Si, como dice también San Juan Crisóstomo: «el diablo suele insistir más en la tentación cuando nos ve solos. Por esto también, al principio, tentó a la mujer cuando la encontró separada del marido» (Com. Evang. S. Mat., hom. 13)», parece que, para Cristo, «ir al desierto para ser tentado, era exponerse a la tentación». Además, puesto que: «la tentación sea para ejemplo nuestro, parece que también los demás deben buscar las tentaciones para soportarlas, lo que resulta peligroso, pues siendo así que debemos evitar las ocasiones de la tentación»[6].
Para mostrar que esta inferencia no es acertada, advierte Santo Tomás que: «La ocasión de la tentación es de dos maneras. Una, de parte del hombre; por ejemplo, cuando alguien busca el pecado, no evitando las ocasiones de pecar. Tal proceder debe de ser evitado, como se le dijo a Lot: «No te detengas en toda la región alrededor de Sodoma» (Gn 19,17)».
En cambio, la otra ocasión de tentación: «procede del diablo, que, como dice San Ambrosio, siempre «tiene envidia de los que tienden a lo mejor» (Exp. Evang. S. Lc, l. 4, sob. 4, 1). Y tal ocasión no hay por qué evitarla. Por esto dice San Juan Crisóstomo que: «no sólo Cristo fue conducido al desierto por el Espíritu Santo, sino también todos los hijos de Dios que tienen el Espíritu Santo. No se contentan con estar ociosos y el Espíritu Santo les impele a emprender alguna obra grande. Esto, para el diablo, equivale a estar en el desierto, porque allí no existe la injusticia, en la que el diablo se deleita. Toda obra buena es desierto para la carne y el mundo, porque no se conforma con los deseos de la carne y el mundo» (Cf. Pseudo-San Ambrosio, Com. Evang. S. Mat, hom. 5). Y dar al diablo esta clase de ocasión de tentaciones no es peligroso, porque es mayor el auxilio del Espíritu Santo, autor de toda obra perfecta, que el ataque del diablo envidioso»[7].
El ayuno
En su vida en el desierto durante cuarenta días, Jesús: «»Nada comió», dice San Lucas (Lc 4, 2); y San Marcos añade «estaba con los animales del desierto» (Mc 1, 12). Allí en el pavoroso desierto de Jericó, Jesús hizo penitencia por nosotros y para darnos ejemplo. La cueva era su habitación, la dura roca, su lecho, las bestias su compañía»[8].
Así lo indica Santo Tomás en el artículo que dedica al ayuno de Cristo, previo a las tentaciones. Da tres motivos por el que Cristo quiso ser tentado después del mismo. «Primero, para ejemplo. Porque a todos incumbe el cuidarse de defenderse contra las tentaciones. El haber ayunado Él antes de la tentación futura, nos viene a enseñar como nos conviene armarnos con el ayuno contra la tentación. De ahí que San Pablo enumere el ayuno entre «las armas de la justicia» (Cf. 2 Cor 6, 5-7)».
Un segundo es también: «para mostrar que el diablo acomete incluso a los que ayunan para tentarlos, lo mismo que lo hace con los que se dedican a obras buenas. Y como Cristo es tentado después del bautismo, así lo es después del ayuno. Por lo cual, dice San Juan Crisóstomo: «Para que aprendas cuan gran bien es el ayuno, y cuan fuerte escudo es contra el diablo, y que, después del bautismo, no hay que entregarse a la intemperancia, sino al ayuno; ayunó Cristo, no porque necesitase del ayuno, sino para instruirnos a nosotros» (Com. Evang. S. Mat., Hom. 13)».
Por último: «porque al ayuno siguió el hambre, que dio al diablo audacia para acometerlo, como ya se ha dicho en el artículo primero. Como escribr San Hilario: «Luego que el Señor tuvo hambre, no fue porque le sorprendiera alguna necesidad, sino porque entregó la naturaleza a sus leyes, que no debía ser vencido el diablo por Dios sino por la carne» (Com. Evang. S. Mat., c. 3)».
Cristo se abandonó a su condición de hombre, a su naturaleza humana y, por ello, le apareció la necesidad de comer, y así pudo vencer al diablo como hombre. «De donde dice San Juan Crisóstomo: «No sobrepasó en el ayuno a Moisés y a Elias, por que no se rehusara creer que había tomado la carne humana» (Com. Evang. S. Mat., hom. 13)»[9], y así que no apareciese como increíble su encarnación.
Sobre la conveniencia de la tentación de Cristo después del ayuno, se podría objetar lo siguiente: «Se ha dicho más arriba (q.40 a.2) que a Cristo no le convenía una vida austera, más parece que fue prueba de la mayor austeridad el no comer nada durante cuarenta días y cuarenta noches, pues de este modo se entiende la frase «habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches» (Mt 4, 2), es decir que, como dice San Gregorio: «en aquellos días no tomó alimento alguno» (Homil Evang. l. 1, hom. 16)». Por tanto, no parece que un ayuno de esta clase debiera preceder a la tentación»[10], ya que no era propio de la vida de Cristo.
Reconoce Santo Tomás que ciertamente: «no era razonable que Cristo llevase una vida tan austera, que desdijese de la de aquellos a quienes predicaba». Precisa seguidamente que: «sin embargo, nadie debe tomar sobre sí el oficio de predicar si no estuviese purificado y en la virtud perfecto, como se dice Cristo que «comenzó Jesús a obrar y a enseñar» (Hch 1, 1) Y ésta es la razón de que Cristo luego de bautizado emprendiese una vida austera, para enseñar a los demás que sólo deben ejercer el oficio de la predicación después de haber domado la carne, conforme a aquellas palabras de San Pablo: «Castigo mi cuerpo y le reduzco a servidumbre; no sea que, habiendo predicado a los demás, resulte reprobado yo mismo» (1 Cor 9, 27)».
Las tres tentaciones
Del texto de San Mateo se infiere que: «presentósele el tentador en figura corporal, pero ocultando cuidadosamente su verdadera naturaleza. Sólo por permisión de Cristo podía Satanás ejercer influjo meramente externo, sin que la sugestión produjese la menor eficacia en el interior de Jesús y sin que hubiera contradicción entre la voluntad superior y la inferior, en virtud de la unión hipostática, es decir, de la naturaleza humana con la divina en una persona divina. Pero aunque estaban excluidas la vacilación de la voluntad y la posibilidad del consentimiento, no por ello fue menor el mérito de la lucha, aun con estar asegurada la victoria por la fuerza del combatiente. La verdadera libertad consiste en querer y practicar el bien»[11], y, además, sin la potencialidad para el mal y sólo con la de bienes
Santo Tomás explica el porqué estaban dirigidas las tentaciones a los tres pecados causa de todos los demás, indicados por San Juan, que afirma que: «todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida»[12].
La primera concupiscencia, o deseo desordenado, de la carne o de los placeres de los sentidos, da lugar a los desordenes o pecados de gula y lujuria. La concupiscencia de los ojos, que no se deriva directamente en la anterior, sino en un desorden de las facultades racionales, es el origen de los pecados de avaricia y de vanagloria, y la «soberbia de la vida», del deseo desordenado de la propia excelencia o soberbia, a la que desembocan todos los pecados[13].
Comienza Santo Tomás su análisis de la primera tentación con la siguiente observación: «Dice San Gregorio que la tentación del enemigo procede por vía de sugestión (Cf. Hom. Evang. L. 1, hom. 16)»[14]. En este lugar, explica San Gregorio Magno: «La tentación se produce de tres maneras: por sugestión, por delectación y por consentimiento. Nosotros, cuando somos tentados, comúnmente nos deslizamos en la delectación y también hasta el consentimiento, porque, engendrados en el pecado, llevamos además con nosotros el campo donde soportar los combates. Pero Dios, que, hecho carne en el seno de la Virgen, había venido al mundo sin pecado, nada contrario soportaba en sí mismo. Pudo, por tanto, ser tentado por sugestión, pero la delectación del pecado ni rozó siquiera su alma, y así, toda aquella tentación diabólica fue exterior, no de dentro»[15].
Precisa Santo Tomás que; «una sugestión no se propone a todos de la misma manera, sino a cada uno según sus particulares aficiones. Por esto el diablo no tienta desde luego al hombre espiritual de pecados graves, sino que empieza por los leves y va poco a poco llevándole a los graves».
Añade que el mismo San Gregorio, «comentando las palabras del libro de Job: «Huele de lejos la batalla, las arengas de los jefes y el tumulto del ejército» (Job, 39, 25), escribe: «Muy bien se habla de las arengas de los jefes y del tumulto del ejército que le siguen, porque los primeros vicios se filtran en la mente engañada bajo ciertas apariencias de razón; pero los innumerables que luego se siguen, arrastrando al alma a toda clase de locuras, confunden como con un bestial alarido» (Moral, c. 45)».
Este mismo procedimiento fue, agrega Santo Tomás: «el que siguió el diablo en la tentación de los primeros padres. Pues primero, solicitó su mente con la comida de la fruta prohibida con estas palabras: «¿Por qué os ha mandado Dios que no comieseis de todos los árboles del paraíso?» (Gn 3, 1). Segundo, los tentó de vanagloria, cuando les dijo: «Se abrirán vuestros ojos» (Gn 4,1). Tercero, llevó la tentación hasta la extrema soberbia, al decirles: «Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 4, 1)».
Con las tentaciones de la gula, de la vanagloria y de la soberbia, pecados de la concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y de la soberbia de la vida respectivamente, con las que Satanás tentó a nuestros primeros padres, tentó a Cristo. Además: «este mismo orden guardó en la tentación de Cristo. Porque, primero, le tentó con lo que apetecen aun los varones espirituales a saber: la sustentación de la vida corporal mediante el alimento. Luego, pasó a aquella tentación en que, a veces, caen los varones espirituales, esto es, en hacer algunas cosas por ostentación, incurriendo así en la vanagloria. Por último, llevó la tentación a lo que ya no es propio de los varones espirituales, sino de los carnales, es decir, a desear las riquezas y la gloria del mundo llevado «hasta el desprecio de Dios» (San Agustín, La ciud. de Dios, 14, 28)».
Nota, finalmente, Santo Tomás que así se explica que: «en las dos primeras tentaciones, dijese el diablo: «Si eres el Hijo de Dios»; pero sin decirlo en la tercera, porque esta tentación no puede convenir a los varones espirituales, que son hijos de Dios por adopción, como les convienen las dos primeras»[16]. Los hombres carnales por la avaricia y la vanagloria llegan a la soberbia, al desprecio o aversión a Dios, al no querer seguir sus leyes, y al deseo desordenado a la propia excelencia[17].
La tentación de la concupiscencia de la carne
En la primera tentación, el diablo, como dice San Ambrosio en el siguiente pasaje, que recoge Santo Tomás en su Cadena Áurea: «Empezó, por donde en otro tiempo había vencido, a saber, por la gula. De donde le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan». ¿Para qué estos preámbulos, sino porque sabía que el Hijo de Dios habría de venir? Pero no sabía que había venido por medio de la carne. Hace el oficio de explorador y de tentador: mientras confiesa que cree en Dios, se esfuerza por engañar al hombre»[18].
Con su pregunta: «Satanás recoge aquí las palabras aquellas venidas del cielo: «Este es mi Hijo muy amado» (Mt 3, 17). Más no sabía en que sentido se aplicaban a Jesús; pues le era desconocido el misterio de la Encarnación; y de la naturaleza y vocación de Jesús, sólo le era dado conocer lo que Dios le consentía. Pero de todo lo que hasta entonces había podido entender, sospechaba que el destino de Jesús debía ser sumamente elevado y extraordinario, y que quizá fuera el Mesías. Con la tentación trataba de poner en claro este extremo y, si era posible, hacer fracasar la misión de Jesús»[19].
Sostiene Santo Tomás que: «los demonios no debieron de conocer por completo el misterio de la Encarnación mientras Cristo estuvo en este mundo. Dice San Agustín que los demonios: «No se les dio a conocer como a los ángeles santos, que gozan por participación de la eternidad del Verbo, sino que se les notificó, para su espanto, por ciertos efectos temporales. Por lo demás, si hubieran conocido con seguridad y certeza que era el Hijo de Dios y cuáles habían de ser los efectos de su pasión, nunca hubieran procurado la crucifixión del Señor de la gloria» (La Ciud. Dios, IX, c. 21»[20].
La primera tentación estuvo dirigida a la concupiscencia de la carne o de los sentidos, porque: «suponiendo Satanás que Jesús fuese mero hombre, trató de aumentarle la necesidad natural de manjares, convirtiéndola en apetito desordenado»[21].
Sin embargo, podría parecer que no había tal desorden, porque: «si Cristo hubiera remediado su hambre convirtiendo las piedras en pan, no hubiera pecado, como no pecó multiplicando los panes para remediar el hambre de la multitud, que no fue menos milagro»[22].
Afirma Santo Tomás que hubo tentación, porque: «No es pecado de gula usar de las cosas necesarias para el sustento de la vida, pero sí lo puede ser el cometer algún desorden por el deseo de ese sustento. Y es cierto desorden el que uno pretenda procurarse por vía milagrosa el sustento que puede adquirir por los medios humanos. Si el Señor proveyó del maná a los hijos de Israel en el desierto, era que allí no podían proveerse de otro modo. Y lo mismo hizo Cristo alimentando milagrosamente a las turbas en el desierto, donde de otra manera no podían obtener comida. Pero Cristo podía satisfacer su hambre por otra vía que por un milagro, como lo hacía Juan Bautista, como se lee en Mt 3,4 («su mantenimiento era langostas y miel silvestre») o yendo a los lugares vecinos. Por esto pensaba el diablo que Cristo pecaría, siendo puro hombre, si intentase satisfacer su hambre con el milagro»[23].
Además, el diablo, como se advierte en el texto evangélico citado: «quiso también hacerle olvidar que Dios le había conservado prodigiosamente en cuarenta días, y trató de iniciarle a la presunción de querer obrar un milagro por antojo y sin necesidad»[24].
Con la respuesta –«Está escrito: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Dt 8, 3)»[25]»– Jesús alega los cuarenta años que Israel peregrinó por el desierto, alimentado maravillosamente por Dios, y las palabras con que Moisés recordaba al pueblo escogido la solicitud de Dios en acudir en socorro de los suyos con un milagro de su divina omnipotencia (cfr. Deut 8, 3). El Salvador nos muestra, por consiguiente, cuan necesarios son el abandono en la divina voluntad y la confianza absoluta en el poder divino, no la taumaturgia sugerida por Satanás, la cual revela desconfianza»[26].
A veces, se supone que: «Jesús, espiritualizando las palabras de Moisés, contrapone al pan material el pan espiritual, que es cumplimiento de la divina voluntad». Sin embargo, aunque esta contraposición se da en el Evangelio para instruirnos, no tienen sentido que quisiera instruir a Satanás, sino vencerle al remitirle al poder de Dios, capaz de alimentar sin pan. «Dios tiene en su mano otros medios con que sustentar al hombre, como sustentó a los Israelitas con el maná en el desierto»[27].
Eudaldo Forment
[1] Ángeles sirviendo a Cristo (1843), Thomas Cole
[2] Mc 1, 12.
[3] Lc 4, 9-12.
[4] Mt 4, 1-11.
[5] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 41, a. 2, in c.
[6] Ibíd., III, q. 41, a. 2, ob. 2.
[7] Ibíd., III, q. 41, a. 2, ad 2.
[8] I. SCHUSTER – J. B. Holzammer, Historia Bíblica, Barcelona, Editorial Litúrgica Española, 1944, 2ª ed., p. 121, nota 8.
[9] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 41, a. 3, in c.
[10] Ibíd., III, q. 41, a. 3, ob. 1.
[11] I. SCHUSTER – J. B. Holzammer, Historia Bíblica, op. cit., p. 121, nota 9.
[12] 1 Jn 2, 16.
[13] Cf. SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 77, a. 5, y I-II, q. 30, a. 3.
[14] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 41, a, 4, in c.
[15] SAN GREGORIO MAGNO, Cuarenta homilías sobre los Evang.,0 l. 1, hom. 16, 1.
[16] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 41, a, 4, in c.
[17] Cf. Iíd., I-II, q. 84, a. 2 in c. Véase: Francisco Canals, «Sobre el sermón de Lucifer en la “Meditación de las Dos Banderas”, en Cristiandad (Barcelona), 682-684 (1988), pp. 44-51.
[18] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Cadena áurea, Cadena S. Mateo. c. 4, 3-4, 3.
[19] I. SCHUSTER – J. B. Holzammer, Historia Bíblica, op. cit., p. 121, nota 10.
[20] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, I, q. 64, a. 1, ad 4.
[21] I. SCHUSTER – J. B. Holzammer, Historia Bíblica, op. cit., p. 121, nota 11.
[22] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 41, a. 4, ob. 1.
[23] Ibíd., III, q. 41, a. 4, ad 1.
[24] I. SCHUSTER – J. B. Holzammer, Historia Bíblica, op. cit., p. 121, nota 11.
[25] Mt 4, 4.
[26] I. SCHUSTER – J. B. Holzammer, Historia Bíblica, op. cit., p. 121-122, nota 11.
[27] P. Bover, S. I., El Evangelio de San Mateo, Barcelona, Editorial Balmes, 1946, p. 86.
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