CVI. La penitencia
1297. –¿Con el bautismo, la confirmación y la eucaristía, que dan y aumentan la gracia de Dios, no son suficientes los sacramentos?
–Observa Santo Tomás que: «aunque los hombres reciban la gracia por dichos sacramentos, sin embargo, no se hacen impecables por haberla recibido». Da cinco razones que prueban esta tesis.
Se explica que el hombre en esta vida no es impecable por el modo de poseer la gracia de Dios. Estos: «dones gratuitos se reciben en el alma como disposiciones habituales, mas el hombre no obra siempre según ellos. Porque nada impide que quien posee un hábito obre según el hábito o contra él». Aunque el hábito, a diferencia de la mera disposición, que es pasajera, es más estable, no se sigue siempre. Así, por ejemplo: «el gramático puede hablar rectamente, según la gramática, y también hablar inconvenientemente, contra la gramática». Lo mismo puede decirse de: «los hábitos de las virtudes morales, pues quien tiene el hábito de la justicia puede obrar también contra ella».
Ello ocurre porque: «en nosotros el uso de los hábitos depende de la voluntad, y la voluntad se relaciona con ambos opuestos», por ser libre puede elegir entre los opuestos, tanto sin son contradictorios, contrarios, privativos y correlativos. «Luego es claro que el hombre, recibiendo los dones gratuitos, puede pecar obrando contra la gracia».
1298. –¿Si la voluntad humana, por recibir gracias de Dios, eligiera siempre el bien, sería impecable?
–Explica Santo Tomás que: «en el hombre no puede darse la impecabilidad si la voluntad no es inmutable. Pero la voluntad humana sólo es impecable, cuando alcanza el último fin. Porque la voluntad se vuelve inmutable cuando se llena totalmente, pues entonces ya no tiene por qué desviarse de aquello en que está cimentada». Por ello, Adán y Eva, antes de pecar, con la armonía completa y perfecta de sus facultades y con la gracia, tenía la posibilidad de pecar. La armonía será absoluta después de la resurrección en la gloria, porque: «la plenitud de la voluntad no le compete al hombre sino cuando alcanza su último fin, porque si le queda algo por desear, su voluntad no está llena».
De ahí se infiere que: «la impecabilidad no le compete al hombre antes de llegar a su último fin. El cual no se le da al hombre juntamente con la gracia sacramental, porque los sacramentos son para ayudar al hombre mientras camina hacia el fin. Luego, por la gracia recibida mediante los sacramentos nadie se vuelve impecable».
1299. –Además de estos motivos de la voluntad, que impiden la impecabilidad en esta vida. ¿Hay otros motivos?
–Hay también un motivo por la facultad intelectiva, porque: «todo pecado ocurre por cierta ignorancia; por eso dice Aristóteles que: «todo hombre malo es ignorante» (Ética, II); y en los Proverbios se dice: «¿No yerra el que maquina el mal?» (Pro14, 22). Luego, únicamente el hombre puede estar seguro de no pecar en cuanto a la voluntad cuando está seguro de no errar e ignorar en cuanto al entendimiento»[1].
Por las heridas dejadas por el pecado original, en el entendimiento apareció la de la ignorancia, «en cuanto la razón perdió su trayectoria hacia la verdad»[2], que ha quedado grabada en su naturaleza, «Pero es evidente que el hombre no se inmuniza totalmente contra la ignorancia y el error por la gracia recibida mediante los sacramentos, porque esto es propio del hombre que ve intelectualmente aquella Verdad que es la certeza de todas las demás verdades, y esta visión, en realidad, es el último fin del hombre, como ya se demostró en el libro tercero (III, cc, 25, 27). Ello, prueba que: «el hombre no se vuelve impecable por la gracia de los sacramentos».
Hay un último motivo: «para la alteración humana que obedece a la maldad o a la virtud, contribuye la alteración proveniente de las pasiones del alma»[3]. En la ignorancia del entendimiento y la malicia de la voluntad, herida por el pecado original, «en cuanto que la voluntad fue destituida de su dirección al bien», se explica la opción por el mal; sin embargo, en ella, también intervienen las pasiones, tanto del apetito irascible, que tiene la herida de la flaqueza, «por renegar a emprender una obra ardua» para la elección del bien, como del apetito concupiscible, con la herida de concupiscencia o deseo sensible desordenado, que «se ve privada de su ordenación al bien deleitable»[4].
Esta «alteración» se explica por: «el hecho de que las pasiones del alma se refrenan y ordenan por la razón, el hombre se hace virtuoso o se conserva en la virtud; mas si la razón obedece a las pasiones, el hombre se vuelve vicioso».
Por consiguiente: «Mientras el hombre pueda ser alterado por las pasiones del alma, lo será también por el vicio y la virtud». La gracia de Dios recibida por los sacramentos no afecta a esta situación, porque: «la alteración proveniente de las pasiones del alma no desaparece por la gracia dada en los sacramentos, sino que permanece en el hombre mientras el alma está unida al cuerpo pasible». Ello confirma que: «el hombre no se vuelve impecable por la gracia sacramental».
Todavía se puede aportar otra prueba de la posibilidad permanente de pecar del hombre en su vida terrena, aunque en este caso externa. Argumenta Santo Tomás: «parece inútil amonestar a quienes son impecables que no pequen. Mas por la doctrina evangélica y apostólica son amonestados los fieles que ya han alcanzado por los sacramentos la gracia del espíritu Santo, pues se dice en la Escritura: «mirando bien que ninguno sea privado de la gracia de Dios, que ninguna raíz amarga, la impida» (Hb 12, 15); y también «Guardaos de entristecer el Espíritu Santo de Dios, en el cual habéis sido sellados» (Ef 4, 30); y «El que cree estar en pie, mire no caiga» (1 Cor 10, 12). También San Pablo dice de sí mismo: «castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que después de haber pregonado el premio para los otros, resulte yo descalificado» (1 Cor 9, 27)»[5].
1300. –Declaraba San Agustín que: «los jovinianistas, a los que he llegado a conocer», es una herejía, que: «nació en nuestra época, de un cierto monje llamado Joviniano, cuando todavía éramos jóvenes. Decía (…) que el hombre, después de recibido el bautismo, no puede pecar, y que no sirven de nada ni los ayunos ni la abstinencia de algunos alimentos»[6]. El Aquinate nota, después de ofrecer estas cinco pruebas de la permanente posibilidad de pecar, que, con las mismas: «se rechaza el error de estos herejes, que dicen que el hombre, después de recibir la gracia del Espíritu Santo, no puede pecar y si peca, es que nunca tuvo la gracia del Espíritu Santo». ¿Como argumentaban su tesis herética?
–Explica Santo Tomás que tales herejes: «toman como apoyo de su error lo que dice San Pablo: «la caridad no pasa jamás» (1 Cor 13, 8); y también en lo que dice San Juan: «Todo el que permanece en Él no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido» (1 Jn 3, 6): y más adelante: «Quien ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él, y no puede pecar porque ha nacido de Dios» (1 Jn 3, 9)».
Sin embargo, nota seguidamente que: «estas cosas no son eficaces para demostrar lo que ellos se proponen. Pues no se dice «la caridad no pasa jamás», en el sentido de que quien tiene caridad no la pierda alguna vez, porque se dice en el Apocalipsis: «Pero tengo contra ti algunas cosas, que dejaste tu primera caridad» (Ap 2, 4)». Estas palabras de San Juan, de la carta de la Iglesia de Efeso, prueban que considera que la caridad puede no permanecer siempre.
Cuando: «se dice que «la caridad no pasa jamás» no se significa que no pueda desaparecer en su poseedor, sino que: «como los demás dones del Espíritu Santo, que de sí son imperfectos, por ejemplo, el espíritu de profecía y otros semejantes, «desaparecerán cuando llegue lo que es perfecto» (1 Cor 13, 10), la caridad, en cambio, permanecerá en su primitivo estado de perfección».
Las acciones o dones del Espíritu Santo, como el don de profecía, gracia gratis dada, no son permanentes. Incluso si permanecen en esta vida, desparecerán en la otra, como las virtudes teologales de la fe y de la esperanza. En cambio, la virtud teologal de la caridad, que puede incrementarse, disminuirse y también perderse totalmente por el pecado mortal, permanecerá en los bienaventurados, Tendrán la misma caridad que tuvieron en esta vida pero con la máxima intensidad o en estado perfecto. Por ello, San Juan afirma que la caridad nunca pasará.
Añade Santo Tomás que: «los testimonios tomados de la carta de San Juan se expresan así porque los dones del Espíritu Santo, mediante los cuales el hombre es adoptado o renace como hijo de Dios, tienen de sí tal virtud, que pueden conservar al hombre sin pecado, no pudiendo el hombre pecar si vive según ellos. Sin embargo, puede obrar contra ellos y, apartándose de los mismos, pecar, pues se dijo: «Quien ha nacido de Dios no puede pecar» (1, Jn 3, 9), como si dijera: «Lo calido no puede enfriar»; no obstante, lo cálido puede convertirse en frío, y así enfriará». Del mismo hay que entender estas expresiones de San Juan. Con ellas, se significa lo mismo: «como si dijera: «El justo no hace cosas injustas», o sea, en cuanto es justo»[7]. Las hace, en cambio, cuando deja de ser justo.
1301. –El que ha recibido la gracia y la pierde por el pecado, ¿puede volver a recuperarla?
–Declara Santo Tomás que: «Una consecuencia clara de lo anterior es que el hombre que cae en pecado después de recibir la gracia sacramental, puede rehacerse de nuevo a la gracia». Da seguidamente cinco razones que prueban esta tesis.
La primera es la siguiente: «Se ha demostrado en el capítulo anterior (III, c. 70), que mientras vivimos en el mundo, la voluntad es mudable respecto al vicio y a la virtud. Luego, así como el hombre puede pecar después de recibir la gracia, así también puede volver del pecado a la virtud, tal como se ve». Siempre la voluntad es apta para elegir el bien o mal, independientemente de la situación en que se encuentre.
En la segunda se afirma que: «Es patente que el bien es más poderosos que el mal, porque «El mal no obra sino en virtud del bien», como se dijo más arriba (III cc. 8-9). Luego, si la voluntad humana se aparta del estado de gracia por el pecado, con mayor razón puede alejarse del pecado por la gracia». La aptitud para volver al primer estado es, por tanto, actualizada por la gracia. Aunque la voluntad libremente optó por el pecado, no puede volver al estado de gracia por sí misma, sino es por la misma gracia.
En la tercera, se indica, por ello, que: «la inmutabilidad de la voluntad no compete a ningún viador». En esta vida, en nadie puede quedar fijada su voluntad en el bien o en el mal. «El hombre, mientras vive aquí, está en camino hacia el último fin. Luego, su voluntad no está inmutablemente en el mal, de modo que no pueda volver al bien por la gracia». Necesita de la misma gracia, que por su voluntad perdió, para recuperarla.
La explicación queda más desarrollada en la cuarta prueba, que es la siguiente: «Es cierto que uno puede librarse por la gracia sacramental de los pecados cometidos antes de recibir dicha gracia, pues dice San Pablo: «No os engañéis, pues ni los fornicarios, ni los adoradores de ídolos, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los dados a la embriaguez, ni los maldicientes, ni los ladrones poseerán el reino de Dios». Y añade: «Algunos erais esto, pero habéis sido lavados, habéis sido santificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 9-11)»[8].
Seguidamente Santo Tomás acude al primer principio sobre la gracia, que estableció como directivo de su síntesis teológica: «la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona»[9], porque la restaura en su orden y la eleva al sobrenatural por divinizarla. Escribe: «Es claro también que la gracia sacramental no disminuye el bien natural, sino que lo aumenta. Pero al bien natural pertenece el reducir del pecado al estado de justicia, porque la potencia para el bien es ya un cierto bien». Con el pecado no desaparece la capacidad ni la inclinación al bien de la naturaleza humana, su potencialidad para poseerlo, un bien que no ha destruido el pecado.
Incluso, si le fuera posible, querría eliminar el mal del pecado, que afecta negativamente a la naturaleza humana y así volver a poseer el bien natural. «Luego, si acontece que el hombre peque después de recibir la gracia, aún podrá volver al estado de justicia», aunque siempre que le sea concedida una nueva gracia.
Por último, Santo Tomás proporciona una prueba de orden práctico, porque argumenta: «Si los que pecan después del bautismo no pueden volver a la gracia, se les quita la esperanza de la salvación.». Lo que tendría una grave consecuencia moral, ya que: «la desesperación es el camino para pecar libremente, porque se dice de algunos que: «desesperados se entregaron a la lascivia, cometiendo ávidamente todo género de impureza y de avaricia» (Ef. 4, 19). Luego, es peligrosísima esta opinión, que lanza a los hombres en este gran pozo de inmundicias».
1302. –Además de estas cinco razones, que demuestran que el hombre, recibida ya la gracia sacramental, y que haya vuelto a pecar, siempre puede convertirse mediante la gracia, ¿pueden darse otras?
–Santo Tomás, en el mismo lugar, aduce otras dos pruebas, aunque de otro tipo. Una basada en la práctica de la Iglesia en los sacramentos, y otra, en lo que dicen las Escrituras. La primera es la siguiente: «Se demostró antes (III, c. 70), que la gracia sacramental no hace al hombre impecable. Luego, si, pecando después de recibir la gracia sacramental, no pudiese volver al estado de justicia, sería peligroso recibir los sacramentos», porque los nuevos sacramentos no serían válidos y como la Iglesia lo sabría permitiría una recepción ilícita, y con ello quedaría negada la asistencia del Espíritu Santo en esta competencia.
Sin embargo, no puede admitirse esta suposición: « por el hecho de que a los que pecan después de recibir los sacramentos no se les niega el volver a justificarse», y, por tanto, en la afirmación de la licitud y validez de los mismos, dado que se cree en su eficacia.
La segunda prueba, basada en la autoridad de la Sagrada Escritura se expone de este modo: «Se dice en la primera carta de San Juan: «Hijitos míos, os escribo para que no pequéis. Pero, si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, el Justo. El es la propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 2, 1-2). El vuelve favorable a la voluntad divina por los pecados de los que han recibido los tres sacramentos de iniciación y «también por los de todo el mundo» 1 Jn 2, 2). Es así: «evidente que estas palabras iban dirigida a los fieles ya bautizados», que si han pecado pueden convertirse por la gracia,
A idéntica conclusión se llega en lo que se lee en un texto de San Pablo que: «hablando de un fornicario de Corinto escribe: «Bástele a ese la corrección de tantos, al contrario, deben ahora usar con él de indulgencia y consolarle» (2 Cor, 2, 6-7). Y más abajo: «Ahora me alegro, no porque os entristecisteis, sino porque os entristecisteis para penitencia» (2 Cor 7, 9).
Lo mismo se encuentra en el Antiguo Testamento, porque: «también se dice en Jeremías: «Tú, pues, que con tantos amadores fornicastes, podrás volver a mí, dice el Señor» (Jer 3, 1). Y en las Lamentaciones: «Conviértenos a ti, Señor, y nos convertiremos» (Lam 5, 21)».
En definitiva, las siete pruebas expuestas muestran, que: «si los fieles hubieran caído después de la gracia, de nuevo tienen abierta la vuelta a su salvación»[10].
1303. –En su obra ya citada, Las Herejías, en la que San Agustín presenta: «las que han existido desde la venida de Cristo y su Ascensión en contra de su doctrina, y siempre que hayan podido llegar a nuestro conocimiento»[11]. Explica que una de esas herejías era la de los «cátaros» o puros: «porque se llaman a sí mismos con este nombre soberbia y odiosísimamente (…) y se oponen a la penitencia, siguiendo al hereje Novato. Por esto se llaman también novacianos»[12]. El Aquinate declara también que con sus siete argumentos expuestos: «se rechaza el error de los novacianos, quienes negaban la indulgencia a los que pecaban después del bautismo». ¿En que se basaban estos herejes para negarlo?
–Explica Santo Tomás que los novacianos: «invocaban como fundamento de su error estas palabras de la carta a los Hebreos: «quienes una vez fueron iluminados, gustaron el don del cielo y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, gustaron igualmente de la dulzura de la palabra de Dios y los prodigios del siglo venidero, si después de esto han caído, es imposible sean renovados nuevamente por la penitencia» (Hb 6, 4-6)».
Aunque estas palabras de San Pablo parecen que prueben la herejía, sin embargo:
«lo que se añade luego demuestra en qué sentido lo dijo San Pablo, «pues crucifican de nuevo al Hijo de Dios en sí mismos y lo exponen al escarnio» (Hb 6, 6). De manera que: «quienes cayeron después de recibir la gracia no pueden nuevamente restablecerse por la penitencia, porque el hijo de Dios no ha de ser sacrificado otra vez». Luego, en estos versículos, no se niega que estos pecadores vuelvan a recibir la gracia, sino que: «se niega aquella renovación en la penitencia por la que el hombre se crucifica juntamente con Cristo».
Esto último, precisa Santo Tomás: «en verdad acontece en el bautismo. Pues se dice: «Cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte» (Rm 6, 3). Luego, así como Cristo no ha de ser crucificado otra vez, quien peca después del bautismo no ha de ser bautizado nuevamente». Sin embargo, no tiene que permanecer ya siempre en el estado de pecado, ya que: «puede convertirse otra vez a la gracia por la penitencia», que consiste en el dolor y arrepentimiento por el pecado, que constituye, como se verá, la materia próxima del sacramento de la penitencia.
Así se explica que: «San Pablo no dijese que sea imposible a quienes han caído una vez restablecerse y convertirse de nuevo a la penitencia, sino que es imposible que sean «renovados», lo cual suele atribuirse al bautismo, como está claro en su carta a Tito: «Según su misericordia nos salvó mediante el lavatorio de la regeneración y de la renovación del Espíritu Santo» (Tit 2, 5)»[13].
1304. –¿En qué consiste la conversión de la penitencia, para recobrar la gracia perdida después del bautismo?
–Declara, a continuación, Santo Tomás que: «Todo lo dicho manifiesta que si alguno peca después del bautismo, no puede por el bautismo recibir el remedio de su pecado». También que, sin embargo: «como la abundancia de la misericordia divina y la eficacia de la gracia de Cristo no toleran que falte el remedio, fue instituido otro remedio sacramental que sirviese para limpiar los pecados»[14].
La penitencia, en una primera acepción, que significa la penitencia interior, puede explicarse, tal como se hace en la Suma teológica, del modo siguiente: «arrepentirse es llorar los pecados cometidos y, al mismo tiempo no cometer actualmente o en propósito aquellos que han de ser llorados»[15].
En una segunda acepción, penitencia designa algo exterior. De manera que: «penitencia exterior es aquella por la que uno muestra el dolor mediante signos exteriores, confesando verbalmente sus pecados al confesor y cumpliendo la satisfacción que éste le imponga»[16].
En un escrito de Jacques-Bénigne Bossuet, se advierte que a: «un hombre a quien los remordimientos de su conciencia para que vuelva al camino recto» se le pueden ocurrir dos pensamientos. El primero: «es el de sus pecados, el horror y la multitud de los cuales le hacen dudar del perdón». Sabe que la Iglesia le ofrece la posibilidad de su remisión, y, por tanto, la esperanza de la paz y la reconciliación con Dios.
Un segundo, le presenta una dificultad, que le quita la paz: «la obligación de cambiar su modo de vivir o sus inclinaciones corrompidas, sobre lo cual sus inveteradas costumbres le hacen experimentar dificultades que no cree poder sobrepujar jamás»[17]. Hay que recordar entonces que Dios ofrece remedios eficaces y permanentes a quien se los pide.
No debe dudarse de la concesión del perdón y de la conversión. Lo que se necesita para dar cumplimiento a la conversión es tiempo, que ya «no nos toca a nosotros responder, ya que Dios se declara suficientemente en los mismos efectos, pues prolonga nuestra vida, disimula la ingratitud; y retarda todos los día el tiempo destinado a la cólera».
Ello revela que Dios: «quiere dar tiempo a la penitencia». Necesitamos, por tanto, tres de los atributos divinos: la misericordia de Dios, para el perdón; el poder divino, para que nos socorra; y la paciencia divina, para que nos espere y no dé tiempo. No debemos, por consiguiente, rechazar la gracia de remisión de nuestros pecados, ni la gracia de conversión, y, por último, no recibir en vano la gracia del tiempo, «este tiempo precioso del que no pasa un solo momento que no pueda valernos una eternidad»[18].
1305. –¿Por qué se duda del perdón de Dios?
–Respecto al motivo de la duda sobre la gracia de la remisión de los pecados, comienza por explicar Bossuet que: «Cosa natural es en el hombre dejarse llevar con excesiva facilidad a los extremos opuestos» Así, por ejemplo: «El enfermo abatido por la fiebre, desespera de su curación; el mismo enfermo, ya restablecido imaginase que es inmortal», y así se pueden encontrar otros en todos los ordenes de la vida. «Esta conducta desigual y desordenada, dase principalmente en los pecadores, pero de diferente manera. Porque esta loca y temeraria confianza con que se alimentan en sus pecados, los conduce, al fin, a la desesperación: pasan de la desesperación a la esperanza: en el calor de sus malas acciones, no pueden creer que Dios les castigue, y, luego anonadados por el peso del castigo, no pueden creer que Dios les perdone».
El pecador hace una primera reflexión tranquilizadora: «durante mucho tiempo se ha satisfecho con el pensamiento de que no era digno de Dios sentirse ofendido por lo que pudiera hacer quien no es nada, ni de levantarse contra quien nada es». Después hace una segunda, que: «le hace ver cuán terrible es la empresa de quien nada es, levantándose contra Dios»[19]. Y así ahora: «el que nada veía que pudiese agotar la misericordia, nada ve ahora que pueda apaciguar a la justicia».
La causa de este «extravío prodigioso» está en que la misericordia y la justicia en Dios son de una grandeza infinita. De tal manera que: «aquella en que pensamos ocupa de tal modo nuestra atención, que apenas si deja en ella lugar para la otra; tanto más cuando, pareciendo cualidades opuestas, no comprendemos fácilmente que puedan subsistir unidas en tan supremo grado de perfección; lo que es causa de que la grande idea de la misericordia haga que el pecador olvide la justicia, y que la justicia destruya recíprocamente en su espíritu a la misericordia, de modo que el abatimiento de su desesperación iguala a los arrebatos y a la loca presunción de su esperanza»[20].
Como consecuencia, debe creerse que: «no es la bondad de Dios una bondad insensible, ni una bondad fuera de razón; el Dios que adoramos nosotros no es el Dios de los marcionitas, un Dios que no castiga, tolerante hasta el desprecio, e indulgente hasta la debilidad (…) Su justicia es parte de su bondad; para ser bueno con justicia». Por tanto: «No hay que confiarse, ni desesperar»[21].
1306. –¿En qué consiste la gracia singular del perdón de los pecados?
–Para darnos una imagen el perdón de los pecados, que es el fruto principal de la sangre de Cristo y el contenido fundamental de la predicación del Evangelio, la Escritura: «dícenos que Dios olvida los pecados, que no los imputa, que los esconde, dice asimismo que los lava, que los aparta de nosotros, que los borra»[22].
Para comprender el sentido profundo de estas expresiones, debe considerarse, por una parte, el efecto del pecado en el corazón del hombre. «El pecado en el corazón del hombre es un humor pestilente que lo devora», y que, además, deja: «una mancha infamante que lo desfigura». Por tanto: «es preciso purgar este humor maligno y arrancarlo de nuestras entrañas (…) y en cuanto a aquella mancha infamante, es preciso pasar una esponja por encima y que no quede señal de ella».
En Dios, el pecado tiene efectos todavía más temibles: «hiere con un grito terrible aquellos oídos siempre atentos» y es, al mismo tiempo: «un espectáculo de horror para aquellos ojos siempre abiertos». La visión causa «aversión» y el grito pide «venganza».
Sin embargo: «para tranquilizar a los pecadores, Dios les declara, por su Escritura, que oculta su delitos por no verlos, que los coloca a sus espaldas (…) que los olvida, en fin, que no piensa más en ellos». Tampoco le «sublevarán», porque: «aquel grito funesto ahoga Ël su sonido con otra voz: mientras nuestros pecados nos acusan, hace él aparecer «un abogado parar defendernos, Jesucristo el Justo, que es la propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 2, 1-2), quien declara que no quiere que nos sean imputados, ni que se nos demande nuevamente por ellos»[23].
Debemos, por tanto, volver a Dios, confesando nuestras culpas y reconociendo nuestra iniquidad e injusticia. Advierte Bossuet: «No penséis en excusaros; no acuséis a las estrellas, al temperamento; no digáis ha sido la fortuna; la ocasión me arrastró; no acuséis ni aun al diablo».
Sobre la confesión de nuestros delitos ante Dios decía San Agustín: «No pretendas acusar a nadie, no sea que te encuentres con un acusador del cual te sea imposible defenderte. Pues incluso nuestro mismo enemigo, el diablo, se alegra cuando se le acusa; incluso desea que le eches la culpa a él, quiere soportar cualquier incriminación salida de tu boca, con tal que no confieses tu pecado».
El diablo, añade San Agustín: «Mediante estas argucias seduce a las almas y las aparta de la medicina que consiste en reconocer el pecado. Y esto lo hace: o persuadiéndolas a que se excusen a sí mismas y busquen a quiénes acusar, o persuadiendo a las que ya han pecado a que pierdan ahora la esperanza y a que juzguen que en absoluto pueden obtener el perdón, o convenciéndolas de que Dios lo perdona todo al instante, para que el hombre no se corrija»[24].
1307. –¿Es posible para el pecador convertirse?
–Lo dicho permite advertir que: «una cosa es obrar con un padre y otra cosa es responder ante un juez; aquí podemos defendernos; allí podemos confesarnos; un juez quiere el castigo, y un padre la conversión». Sin embargo, hay que preguntarse si la conversión la puede realizar el hombre por sí mismo. «¿Podrá el pecador empedernido privarse fácilmente de sus prácticas peligrosas?»[25].
Es innegable que: «nada existe de que podamos disponer menos que de nosotros mismos. ¡Extraña debilidad de nuestra naturaleza! Nada existe que esté menos en nuestro poder que el uso de nuestra voluntad; nada, en una palabra, que podamos menos hacer que lo que hacemos cuando queremos; de suerte que le es más fácil al hombre obtener de Dios lo que quiere, que fácil le es quererlo».
Se puede probar, porque: «dos obstáculos casi invencibles nos impiden ser dueños de nuestra voluntad: la inclinación y la costumbre; la inclinación hace amable el vicio; la costumbre lo hace necesario». Además: «no está en nuestro poder ni el principio de la inclinación, ni el fin de la costumbre». Como consecuencia: «La inclinación nos encadena, y nos arroja a una prisión; para no dejarnos ninguna salida»[26].
De ahí que: «lo que ha de desear un hombre a quien su natural tiraniza, es que lo cambien, que lo renueven, que hagan de él otro hombre». Afortunadamente: «lo que pide, hermanos míos, la naturaleza débil e impotente, es lo que la gracia le ofrece para reformarse: porque la conversión del pecador es un nuevo nacimiento». Con la gracia: «el hombre es renovado hasta su principio, es decir, hasta su corazón; se destruye el corazón antiguo y se le da un nuevo corazón». Por ello: «si la gracia puede vencer la inclinación, vencerá también la costumbre; pues, la costumbre, ¿acaso es otra cosa que una inclinación fortalecida?». De manera que: «ninguna fuerza puede igualar a la del espíritu que nos impulsa»[27].
Sin embargo, confiesa que: «se ven pocos efectos de esta gracia; se notan poco en el mundo esos grandes cambios de costumbres que puedan pasar por nuevos nacimientos». La causa está: «en que recibimos con demasiada blandura la gracia de la penitencia; debilitamos todo su vigor con nuestra delicadez»[28]. San Pablo exhortaba: «a no recibir en vano la gracia de Dios»[29].
Puede darse una penitencia débil, que no realice grandes cambios, y una penitencia vigorosa, que si los hace, porque: «la penitencia para ser eficaz debe necesariamente ser violenta». No es extraño, porque: «es tal la condición de nuestra naturaleza, que es preciso necesariamente, que el bien nos sea costoso. No podemos comer nuestro pan como no sea con el sudor de nuestro rostro (cf. Gn 3, 19)».
La penitencia vigorosa o «violenta» se explica, porque: «son la cólera y la indignación las que hacen nacer los impulsos violentos»[30]. Decía San Agustín: «Los hombres sin esperanza, cuanto menos atentos están a reconocer sus pecados, tanto más curiosos son respecto de los ajenos. No buscan tanto qué pueden corregir sino de qué murmurar, y como no pueden excusarse a sí mismos, se muestran dispuestos a acusar a los demás. No fue ese el ejemplo de oración y de satisfacción a Dios que nos dejó el salmista, al decir: «Porque yo reconozco mi maldad, y mi pecado está siempre ante mí» (Sal 50, 5)».
Comenta seguidamente que: «El salmista no se ocupaba de los pecados ajenos; se convocaba a sí mismo ante sí; no se pasaba la mano, sino que penetraba en su interior y descendía hasta lo más profundo de sí. No tenía contemplaciones consigo y, por eso, no se mostraba desvergonzado al pedir que se le perdonase».
Añade que: «El pecado no puede quedar impune; sería una injusticia. Sin duda alguna ha de ser castigado. Esto es lo que te dice tu Dios: «El pecado debe ser castigado o por ti o por mí». El pecado lo castiga o el hombre cuando se arrepiente, o Dios cuando lo juzga; o lo castigas tú sin ti o Dios contigo. Pues ¿qué es la penitencia, sino la indignación o la ira contra uno mismo?»[31].
Observa Bossuet que las propias malas inclinaciones y costumbres se reparan con violencia, porque: «la conversión del pecador es un nuevo nacimiento; y es maldición de nuestra naturaleza no poder dar hijos sin dolor «con dolor darás luz a tus hijos (Gn 3, 16). Por esto es laboriosa la penitencia, tiene sus gemidos, tiene su fatiga, porque es un parto (…) Es necesario dar a luz a un nuevo hombre, y es preciso para ello, que sufra el antiguo»[32].
No obstante deben tenerse presentes estas palabras de Jesucristo: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque viene su hora; pero cuando ha dado a luz un niño, ya no se acuerda del apuro, por la alegría de que un hombre ha nacido en el mundo»[33]. Con la penitencia, o arrepentimiento y conversión, nota Bossuet que «el ser que se da a luz es nuestro propio ser», y que «si es consuelo tan grande haber dado a luz, haber dado vida a un nuevo ser, que borra en un momento todos los sufrimientos pasados, ¿qué alborozo no habremos de experimentar al haberse dado a luz uno mismo y haberse engendrado uno mismo para una vida inmortal?[34]».
1308. –Además de la gracia del perdón de los pecados y la gracia de la conversión, ¿porqué Dios da la gracia del tiempo?
–Para comprender la gracia del tiempo que concede Dios, resultado de la paciencia divina, debe tenerse en cuenta que: «el tiempo no es nada, porque no tiene forma ni consistencia; que todo su ser consiste en fluir, es decir, que todo sus ser es sólo un perecer, y por lo tanto, que todo su ser no es nada». El tiempo es sólo una medida, la del movimiento.
Explica Santo Tomás que: «el tiempo no es más que «el número de movimiento según el antes y el después» (Aristóteles, Física 4, c. 11, n. 12). Como en todo movimiento hay sucesión, y una de sus partes viene después de la otra, contando el antes y el después del movimiento, conseguimos la noción del tiempo, que no es más que el número de lo anterior y de lo posterior en el movimiento»[35].
Indica seguidamente Bossuet sobre la naturaleza del tiempo: «extraña cosa (…) el tiempo no es nada y, sin embargo, todo lo perdemos cuando perdemos el tiempo (…) sucede así porque este tiempo, que nada es, ha sido establecido por Dios para servir de paso a la eternidad». Se puede decir que su buen uso: «nos da derecho a lo que está más allá del tiempo»[36].
De manera que los momentos del tiempo: «tomados en sí mismos, son menos que un vapor y que una sombra». Sin embargo: «en tanto que terminan en la eternidad hácense de un valor infinito; y no existe, por lo tanto, delito mayor que recibir en vano esta gracia»[37].
Así lo afirma San Pablo al decir: «lo que aquí es para nosotros una tribulación momentánea y ligera, engendra en nosotros de un modo maravilloso un caudal eterno de gloria (…) Y, así, no ponemos nosotros la mira en las cosas visibles, sino en las invisibles. Porque las que se ven son transitorias; más la que no se ven son eternas»[38]. Al comenta Santo Tomás este pasaje, observa que: «Aun cuando las cosas que esperamos son futuras, y mientras tanto se desmorone nuestro cuerpo, sin embargo, nos renovamos, porque no ponemos la mira en estas cosas temporales, sino en las celestiales (…) ¿Y por qué tenemos la mira en las cosas celestiales? Porque «las que se ven», las terrenas, son transitorias, temporales. Más «las que no se ven», las celestiales, «son eternas»[39].
1309. –¿Por qué se dice que el tiempo huye o que lo perdemos ?
– Se comprende que se diga que: «el tiempo se nos escapa tan fácilmente; es porque no queremos observar su huida». Puede que sea, porque: «observando su duración, sintamos aproximarse el fin de nuestro ser y queramos alejar de nosotros esta triste imagen». Puede que sea: «a causa de cierta holganazería, no sepamos emplear el tiempo». En cualquier caso, afirma Bossuet que: «nada tememos tanto como el darnos cuenta de su paso».
Por este motivo «el tiempo nos es una carga que no podemos soportar cuando la sentimos sobre nuestras espaldas. Por ello no perdonamos artificio alguno capaz de impedir que nos demos cuenta de él; y entre las precauciones que tomamos para engañarnos a nosotros mismos a este respecto (…) acabemos por no notar el paso del tiempo, pues ninguno encontramos tan agradable como aquel que transcurre tan dulcemente que apenas nos deja sentir su duración»[40].
El mismo tiempo también nos engaña, porque, como decía San Agustín: «donde se forjan, ordenan y regulan los tiempos (las cosas celestes) lo hacen como imitaciones de la eternidad (…) por su armoniosa sucesión»[41]. Afirma, por ello, Bossuet que el tiempo, que es una: «débil imitación, con todo inconstante como es, intenta imitar su consistencia. La eternidad es siempre la misma. Lo que el tiempo no puede igualar por la permanencia, trata de imitarlo por la sucesión».
La sucesión permanente es lo que nos engaña. «Nos quita un día y nos da otro; no puede retener el año que pasa, pero hace fluir en su lugar otro semejante que nos impide apenarnos por el que se va. De este modo se impone a nuestra débil imaginación, fácil de engañar con la semejanza, que no sabe distinguir entre cosas parecidas; y es en esto, si no me engaño, en lo que consiste la malicia del tiempo (…) No advertimos que el año termina, porque parece resucitar en el siguiente. Así no reparamos en el paso del tiempo, porque, aunque varíe eternamente, casi siempre nos muestra el mismo rostro».
En la percepción de la realidad del tiempo está: «la gran desventura, he aquí el grande obstáculo para la penitencia», para el arrepentimiento y la conversión». Sin embargo, con el mismo tiempo se descubre su engaño, porque: «la debilidad, los cabellos grises, la visible alteración del temperamento, nos obligan a darnos cuenta de que una gran parte de nuestro ser se hunde y aniquila»[42].
No importan estos cambios, porque el tiempo: «sutil impostor, trata aquí de salvar las apariencias, como afecta en todo momento la imitación de la eternidad. Propio de la eternidad es conservar las cosas en el mismo estado; el tiempo, a fin de parecérsele en alguna manera, nos despoja poco a poco, nos roba tan sutilmente, que no nos damos cuenta del robo; nos conduce tan dulcemente a los extremos opuestos, que llegamos a ellos sin advertirlo»[43].
1310. –¿El problema del tiempo ayuda o perjudica a la penitencia?
–Por una parte: «la engañosa malignidad del tiempo hace transcurrir insensiblemente la vida, y nadie piensa en su conversión. Así caemos repentinamente, sin darnos cuenta, en brazos de la muerte; no sentimos nuestro fin sino cuando nos hallamos en él». Por otra, hay otro engaño: «por más lejos que podamos llevar nuestra mirada, vemos siempre tiempo ante nosotros. Es verdad, está ante nosotros, pero puede ser que no podamos alcanzarlo».
Lo grave es que: «En medio de estas ilusiones nos engañamos de tal modo, que acabamos por no conocernos a nosotros mismos; no sabemos ya qué juicio formar de nuestra vida: tan pronta como larga, según el grado de nuestras pasiones, siempre harto breve para nuestros deleites; harto larga siempre, para la penitencia»[44].
En esta situación: «Los días se empujan uno a otros; retardamos el de la penitencia, y ya no lo volvemos a encontrar. ¡El tiempo, que un dios paciente concede a los pecadores para serles puerto de salvación, preciso es que les sea escollo!» Se piensa: «Pues tenemos tiempo, convirtámonos; pues tenemos tiempo pequemos aún»[45]. Se quiere vivir más en el pecado y esperar hasta el último momento para la conversión.
A los pecadores, que difieren la penitencia, que quieren «una vida larga y pecadora»[46], les exhorta finalmente Bossuet: «Convertíos a tiempo; no esperéis a que la enfermedad os dé este saludable consejo; que su idea os venga de Dios y no de la fiebre; de la razón y no de la necesidad; de la autoridad divina y no de la fuerza. Entregaos a Dios con libertad y no con angustia e inquietud. Si la penitencia es un don de Dios, celebrad este misterio en tiempo de alegría, no en tiempo de pesar»[47].
Confiar en este último tiempo es temerario, porque: «la ciencia del tiempo, y sobre todo la ciencia del último momento, es uno de los secretos misterios que Dios quiere tener ocultos a sus fieles»[48].
Por consiguiente, con la aceptación de la gracia del tiempo, que nos concede Dios, hay que evitar «el escollo a donde nos conduce la impenitencia»; y «buscar el puerto a que nos invita la bondad de Dios, donde encontraremos la eterna misericordia»[49].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 70
[2] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 85, a. 3, in c.
[3] IDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 70.
[4] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 85, a. 3, in c.
[5] IDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 70.
[6] San Agustín, Las herejías, c. 82.
[7] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 70.
[8] Ibíd., IV, c. 71.
[9] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 1, a. 8, ad 2.
[10] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 71.
[11] San Agustín, Las herejías, dedicado a Quodvultdeo, 7.
[12] Ibíd., 38.
[13] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 71.
[14] Ibíd., IV. C. 72.
[15] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 84, a. 10, ad 4.
[16] Ibíd.,III, q. 84, a. 8, in c.
[17] Jacques-Bénigne BOSSUET, Sermones, Barcelona, Luis Miracle, 1940, Sobre la penitencia, p. 157.
[18] Ibíd., p. 158.
[19] Ibíd., p. 159.
[20] Ibíd. p. 160.
[21] Ibíd., pp. 160-161.
[22] Ibíd., p. 161.
[23] Ibíd., p. 162.
[24] San Agustín, Sermones, Serm 20, 2.
[25]Jacques-Bénigne Bossuet, Sermones, Sobre la penitencia, op. cit., p. 164.
[26] Ibíd., p. 165.
[27] Ibíd., p. 166.
[28] Ibíd., 167.
[29] 2 Cor 6, 1.
[30] Jacques-Bénigne Bossuet, Sermones, Sobre la penitencia, op. cit., p 167.
[31] San Agustín, Sermones, 19, 2
[32] Jacques-Bénigne Bossuet, Sermones, Sobre la penitencia, op. cit., p 168.
[33] Jn 16, 21.
[34] Jacques-Bénigne Bossuet, Sermones, Sobre la penitencia, op. cit., pp. 168-169.
[35] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, c. 10, a. 1, in c.
[36] Jacques-Bénigne Bossuet, Sermones, Sobre la penitencia, op. cit., p.170.
[37] Ibíd., p. 171.
[38] 2 Cor 4, 17-18.
[39] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Segunda Epístola a los Corintios, cap. IV., lec. 5.
[40] Jacques-Bénigne Bossuet, Sermones, Sobre la penitencia, op. cit., pp. 171-172.
[41] San Agustín, La música, VI, 11, 29.
[42] Jacques-Bénigne Bossuet, Sermones, Sobre la penitencia, op. cit., p. 172.
[43] Ibíd., pp. 172-173.
[44] Ibíd., p. 173
[45] Ibíd., p. 174.
[46] Ibíd., p. 175.
[47] Ibíd., p. 176.
[48] Ibíd., p. 175.
[49] Ibíd, p. 177.
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