C. Conveniencia y utilidad de la Encarnación

1205.¿En que sentido fue conveniente y útil la Encarnación?

–Santo Tomás finaliza los muchos capítulos del cuarto libro de la Suma contra los gentiles dedicados a la Encarnación con tres sobre su conveniencia. Los justifica con esta indicación: «Quien devota y diligentemente considere los misterios de la Encarnación, hallará en ellos una sabiduría tan profunda que excede todo conocimiento humano, según aquello de San Pablo: «Lo que parece necedad en Dios es mayor sabiduría que la de los hombres» (1 Cor 1, 25)»[1].

El versículo significa que: «el conocimiento débil de lo divino lleva a considerarlo necedad, no por defecto de sabiduría, sino porque sobrepasa a la sabiduría humana; ya que ciertos hombres lo que no alcanza sus entendimientos suelen calificar como necedades»[2]. De ello: «se sigue que a quien devotamente lo considera se le manifiestan razones cada vez más admirables».

Desde esta actitud, afirma que: «la Encarnación de Dios convino a la divina bondad y fue utilísima para salvar al hombre». Respecto a esto último afirma que: «la Encarnación de Dios fue para el hombre que tiende a la bienaventuranza un auxilio eficaz». Lo demuestra del siguiente modo: «Ya se probó en Libro Tercero que la bienaventuranza perfecta consiste en la visión inmediata de Dios. Sin embargo, podría parecerle a alguno que el hombre no puede alcanzar jamás este estado en que la mente humana se une inmediatamente, como el entendimiento a su inteligible, a la esencia divina, por la inmensa distancia que hay de naturalezas», entre la de Dios y la del hombre.

En esta situación de imposibilidad de hallar a Dios: «el hombre se entibiaría en la búsqueda de la bienaventuranza, frenado por la misma desesperación. Pero Dios, por el hecho de haber querido asumir voluntariamente y en persona la naturaleza humana, demostró de la manera más evidente que el hombre puede unirse a Él con el entendimiento y verle inmediatamente».

Puede decirse que: «fue convenientísimo que Dios asumiera la naturaleza humana para cimentar nuestra esperanza en la bienaventuranza. Por eso, después de la Encarnación de Cristo, los hombres ansiaron más la bienaventuranza celestial, en conformidad con lo que dice San Juan: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan más abundante» (Jn 10, 10)».

Con la Encarnación alcanzar la bienaventuranza era ya posible. Al asumir Dios la naturaleza humana, la de Cristo hombre, fue utilísima: «para cimentar nuestra esperanza en la bienaventuranza».

1206. –¿Por qué se puede ya tener esperanza fundada en la bienaventuranza?

–La razón es porque después de la Encarnación: «desaparecen los obstáculos que impiden al hombre la posesión de la bienaventuranza. Porque, como la perfecta bienaventuranza del hombre consiste en el gozo exclusivo de Dios, es necesario que quien se une a las cosas inferiores a Dios, como a su fin, se vea impedido de participar la bienaventuranza. Y que el hombre se sienta inclinado a unirse a las cosas inferiores a Dios, tomándolas como fin, es por ignorar la dignidad de su propia naturaleza».

Creyó así el hombre conformarse con las criaturas superiores, las iguales o las inferiores que él. De manera que; «algunos hombres, al considerarse como sola naturaleza corpórea y sensitiva, que es lo que tienen de común con los demás animales, busquen una bienaventuranza propia de bestias en las cosas corporales y en los placeres de la carne».

En cambio: «otros, al ver que algunas criaturas son superiores al hombre en ciertos aspectos, se dieron a su culto, adorando el mundo y sus partes, por la magnitud de su cantidad y por su larga duración, o a las substancias espirituales, Ángeles y demonios, en vista de que superan al hombre tanto en la inmortalidad como en agudeza de entendimiento, creyendo precisamente que la bienaventuranza del hombre se había de buscar en estas cosas superiores a las suyas».

No es posible lograr su fin último, la felicidad suprema o la bienaventuranza con ninguna criatura, porque: «aunque el hombre sea en ciertos aspectos inferior a algunas criaturas y en otros, se asemeje incluso a las más viles, sin embargo, en relación al propio fin, nadie, excepto Dios –en quien consiste la perfecta bienaventuranza humana–, supera al hombre».

La dignidad del hombre la revela su último fin, que no es ninguna criatura. «Esta dignidad del hombre, a saber, que sea bienaventurado, por la inmediata visión de Dios, la manifestó Él mismo de manera muy conveniente al asumir de manera inmediata la naturaleza humana».

La historia muestra que: «como resultado de la Encarnación de Dios, gran parte de los hombres, abandonando el culto a los ángeles, demonios y cualquier otra criatura, y despreciando todos los placeres corporales y de la carne, se dedicaron a rendir culto a Dios, en quien cifran únicamente el complemento de la bienaventuranza, según advierte San Pablo: «Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde ésta Cristo sentado a la diestra de Dios: pensad en las cosas de arriba y no en las de la tierra» (Col 3, 1-2)».

1207. –¿La Encarnación contribuyó al conocimiento de la bienaventuranza?

–Ya se ha explicado que: «la bienaventuranza perfecta del hombre consiste en un conocimiento tal de Dios que excede el poder de todo entendimiento creado, como se demostró en el libro tercero (III, c. 48, ss.)». Por ello, era preciso que: «hubiera en el hombre cierto anticipo de la bienaventuranza, que le orientara hacia la plenitud del conocimiento bienaventurado, lo cual se realiza por la fe, como se demostró también en el libro tercero (Ibíd)».

Un avance de la felicidad última y suprema puede llevar hacia ella, si se tiene en cuenta, por una parte, que: «el conocimiento con que el hombre se dirige al último fin ha de ser ciertísimo, por ser principio de cuanto se ordena al último fin; tal como son ciertísimos los primeros principios conocidos naturalmente. Pero no se puede tener conocimiento ciertísimo de una cosa si no es en sí evidente, como lo son primeros principios de demostración, o si no se reduce a lo que es evidente en sí, como lo es para nosotros la conclusión de la demostración».

No ocurre igual con el conocimiento que proporciona la fe, porque: «lo que la fe nos propone acerca de Dios para que lo creamos no puede ser evidente en sí mismo para el hombre, porque excede la facultad del entendimiento humano. Luego fue conveniente que esto se le manifestara al hombre mediante lo que en sí es evidente (…) es decir, a Dios, quien es evidente en sí mismo y para todos conocido, tal como se obtiene la certeza científica por la resolución a los primeros principios indemostrables».

Por consiguiente: «para que el hombre tuviera un conocimiento certísimo de la verdad sobrenatural, fue conveniente que el mismo Dios, hecho hombre le instruyera y el hombre recibiese la instrucción divina acomodada a su entender. Que es lo que dice San Juan: «A Dios nadie le vio jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos lo ha dado a conocer» (Jn, 1, 18). Y le mismo Señor dice: «Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). Lo cual demuestra que, después de la Encarnación de Cristo, los hombres están instruidos de un modo más claro y seguro sobre el conocimiento de Dios. Según aquello de Isaías: «Llena está la tierra del conocimiento del Señor» (Is 11, 9)».

1208.¿La Encarnación contribuyó al amor y deseo de la bienaventuranza?

–El conocimiento de la Encarnación llevó al amor a Dios, nuestra felicidad en el cielo. De manera que: «como la bienaventuranza perfecta del hombre consiste en la fruición de Dios, convino disponer el afecto del hombre para el deseo de tal gozo, cual vemos que el deseo de la bienaventuranza está naturalmente en el hombre».

Santo Tomás da la siguiente razón filosófica. Se ha probado ya que: «el deseo de disfrutar de alguna cosa es causado por el amor de la misma. Por consiguiente, fue necesario que el hombre que tendía ya a la perfecta bienaventuranza fuese impulsado al amor de Dios. Pero nada nos mueve tanto al amor de una cosa como la experiencia de su recíproco amor».

Esto ocurre con la Encarnación, porque: «el amor de Dios a los hombres de ningún modo pudo demostrarse más eficazmente que por el hecho de haber querido Él unirse al hombre en persona, pues es propio del amor unir al amante con el amado en cuanto es posible. Luego fue necesario para el hombre que tiende a la bienaventuranza perfecta que Dios se hiciera hombre».

Sin embargo, el amor de amistad entre Dios y el hombre no parece posible, porque: «como la amistad consiste en cierta igualdad, parece que no puedan unirse amistosamente las cosas que son muy desiguales. Por consiguiente. Para que hubiese una amistad más familiar entre Dios y el hombre, convínole a éste que Dios se hiciera hombre, pues por naturaleza el hombre es amigo del hombre, y así conociendo visiblemente a Dios, nos sintiéramos arrebatados al amor de las cosas invisibles»[3].

Como dijo Santo Tomás, años mas tarde, sobre el incremento del amor a Dios por la Encarnación, que: «ninguna prueba hay tan patente de la caridad divina como el que Dios, creador de todas las cosas, se hiciera criatura, que nuestro Señor se hiciera hermano nuestro, que el Hijo de Dios se hiciera hijo de hombre. «De tal manera amó Dios al mundo que le entregó su Hijo Unigénito (Jn 3, 16). Consiguientemente, ante la consideración de esto ha de acrecentar e inflamarse nuestro amor a Dios»[4].

1209. –¿El conocimiento de la Encarnación sirve también para vivir una vida buena y honesta?

–Afirma también Santo Tomás que: «para consolidar al hombre en la virtud, fueron necesarios la doctrina y los ejemplos de virtud del Dios humanado». Explica que como «la bienaventuranza es el premio de la virtud», se advierte que «conviene que los que tienden a la bienaventuranza se preparen según la virtud. Además somos impulsados a la virtud con las palabras y el ejemplo. Y los ejemplos y palabras de alguien mueven tanto más a la virtud cuanto más segura es la opinión que tenemos de su bondad»

Sólo se pueden tener con la Encarnación, porque: «de un puro hombre jamás se ha podido tener una opinión infalible de su bondad, porque incluso los varones más santos fueron defectuosos en algo (…) Por esto dice el Señor: «Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis como yo he hecho» (Jn 13, 15)».

1210. –¿Sirve igualmente el conocimiento de la Encarnación para apartarse del mal y del pecado?

–La respuesta de Santo Tomás sería afirmativa, porque: «como las virtudes disponen al hombre para la bienaventuranza, así los vicios se la impiden. El pecado, contrario de la virtud, crea un obstáculo a la bienaventuranza no solamente produciendo cierto desorden en el alma al separarla del fin debido, sino también ofendiendo a Dios, de quien se espera el premio de la bienaventuranza, por cuanto Él tiene cuidado de los actos humanos; y el pecado es contrario a la caridad divina, como ya se dijo (III. c. 4 ss.)».

Como consecuencia: «El hombre consciente de esta ofensa pierde por el pecado aquella confianza de aproximarse a Dios que es necesaria para conseguir la bienaventuranza. Por consiguiente, es necesario que se aplique al género humano, rebosante de pecados, algún remedio contra ellos».

El problema está que el hombre no lo tiene. «Este remedio sólo puede aplicarlo Dios, que puede mover la voluntad humana hacia el bien, reduciéndola al orden debido, y puede perdonar la ofensa cometida contra Él, ya que únicamente el ofendido es quien puede perdonarla». Dios perdona el pecado del hombre y le da la moción para que no vuelva a pecar y haga el bien.

Además: «para que el hombre se vea exonerado del recuerdo de una ofensa pasada, es preciso que tenga conciencia de que Dios se la perdonó. Pero esto no le puede constar ciertamente si Dios no se lo asegura»[5]. Dios no sólo perdona la ofensa del pecado y proporciona el remedio para que no se vuelva a caer en ella, sino que también libera de la memoria de la misma, por saber que ha sido perdonada por Dios. Como dice el profeta Miqueas: «Cambiará y tendrá misericordia de nosotros; sepultará nuestras maldades y echará en el fondo del mar todos nuestros pecados»[6].

Por consiguiente: «fue conveniente y provechoso al género humano, para conseguir la bienaventuranza, que Dios se encarnara, y así consiguiera el perdón de los pecados por Dios y la certeza de este perdón por el Hombre Dios. Por eso dice el mismo Señor: «Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra poder de perdonar los pecado, etc. « (Mt 9, 6); y San Pablo dice; «¡cuánto más la sangre de Cristo (…) limpiará nuestra conciencia de las obras de muerte, para servir al Dios vivo!» (Hb 9, 14)».

1211. –¿Para conseguir el perdón de Dios es necesario pagar por el pecado tal como exige la justicia?

–Por la tradición, que se ha recogido en la Escritura, sabemos que: «todo el género humano se contaminó con el pecado. El orden de la justicia divina exige, como se ve por lo dicho, que el pecado no sea perdonado por Dios sin satisfacción. Y ningún puro hombre ha podido satisfacer por el pecado de todo el género humano, pues un hombre cualquiera es menos que todo el conjunto de hombres. Luego, para que el género humano se viese exento del pecado común, fue preciso que satisficiese alguien que fuese hombre, a quien correspondiese la satisfacción y que fuese superior al hombre, para que su mérito fuera suficiente a satisfacer por el pecado de todo el género humano». Se advierte así que: «mayor que el hombre, respecto al orden de la bienaventuranza, es Dios solamente, porque los ángeles, aunque sean superiores por su condición natural, no lo son, sin embargo, respecto al orden del fin, puesto que son bienaventurados por el mismo».

Se sigue de ello la utilidad de la Encarnación, porque: «en atención a que el hombre alcanzara la bienaventuranza, fue necesario que Dios se encarnase para borrar el pecado del género humano. Y esto es lo que dijo Juan Bautista de Cristo: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). Y San Pablo dice: «Así como por el pecado de uno solo fuimos todos condenados, así también por la gracia de uno solo fuimos todos justificados» (Rm 5, 16)»[7].

1212. –¿Por qué dice el Aquinate que además de útil la Encarnación fue «conveniente»?

–En la Suma teológica, Santo Tomás trata de la conveniencia Encarnación, considerada desde la misma naturaleza de Dios, sin tener en cuenta la conveniencia o utilidad para el hombre, que fue la intención divina. Explica que: «Es conveniente para cualquier realidad todo aquello que le compete según su propia naturaleza; así como, es conveniente para el hombre el razonar, puesto que por naturaleza es racional, la naturaleza de Dios es la bondad. Luego todo cuanto pertenece a la razón de bien conviene a Dios».

Como ya se ha dicho: «a la razón de bien pertenece el comunicarse a los demás»[8], Por ello, en su definición se dice «el bien es lo difusivo de sí»[9]. La difusividad del bien se fundamenta en el ser, ya que «el bien y el ente son lo mismo en la realidad»[10], y, por ello, la perfección del bien[11], como toda perfección del ente es causada por su ser; y dado que el ser es acto, «es de la naturaleza del acto que se comunique a sí mismo»[12].

Por consiguiente: «pertenece a la razón de bien sumo el comunicarse a la criatura de modo supremo. Y esta comunicación máxima se verifica, como dice San Agustín, cuando Dios «une a sí la naturaleza de manera tal que se constituye una sola persona de tres realidades: el Verbo, el alma y la carne» (La Trinidad, 13, 17, 22). Fue, pues, conveniente que Dios se encarnará»[13].

Nota Santo Tomás que queda confirmada esta conveniencia con las palabras de San Pablo, «las invisibles perfecciones de Dios se nos muestran por medio de sus obras»[14]; y también con esta explicación de San Juan Damasceno: «por el misterio de la Encarnación nos son mostradas a un tiempo la bondad, la sabiduría, la justicia y el poder de Dios. Su bondad, porque no despreció la flaqueza de nuestra propia carne; la justicia, porque habiendo sido vencido el hombre por el tirano del mundo, quiso Dios que fuese el hombre quien venciese al tirano, y nos ha arrancado de la muerte respetando nuestra libertad; su sabiduría, porque siendo la situación difícil, supo dar la solución más conveniente; y, finalmente, su poder o virtud infinita, porque no puede darse cosa mayor que el que todo un Dios se haga hombre»[15]. Queda así ratificado que: «fue conveniente que Dios se encarnase»[16].

1213. –Si se tiene en cuenta la simplicidad e inmutabilidad de Dios, se podría objetar, contra la conveniencia de la Encarnación, que: «Puesto que Dios es, desde la eternidad, la bondad por esencia, lo mejor es que permanezca siempre igual. Pero Dios no estuvo unido a la carne desde la eternidad»[17]. También que: «Es incongruente unir entre si cosas totalmente dispares: así, sería absurda una pintura en que «se entremezclaran una cabeza de caballo y otra humana». Pero entre Dios y la carne se da disparidad total; Dios es absolutamente simple, mientras que la carne es compleja, y más la humana»[18]. ¿Cómo responde el Aquinate?

–A la primera objeción, Santo Tomás da la siguiente respuesta: «El misterio de la Encarnación no implica cambio alguno en Dios, pues uniéndose a la criatura a sí mismo, es ella la que cambia, y no Él. Pero la criatura es mutable por naturaleza, y no hay inconveniente en que no exista siempre de la misma manera. Y por eso, así como la criatura comenzó a existir sin haber existido antes, así también fue conveniente que, no estando unida a Dios desde el principio, le fuese unida después»[19].

A la segunda responde que es cierto que: «si atendemos a la naturaleza humana, nada hay en ella que postule su unión a Dios en unidad de persona, pues esto excede a sus facultades». En cambio: «si consideramos la bondad infinita de Dios, fue conveniente que uniera a sí la carne humana, a fin de salvar al hombre»[20].

1214. –-Asimismo desde la consideración de la trascendencia e inmensidad de Dios es posible, por una parte, presentar la siguiente objeción: «La misma distancia existe entre el cuerpo y el espíritu supremo que entre el mal y la bondad suma. Pero sería absurdo que Dios, bien sumo, asumiera la maldad. Luego también lo es que el espíritu increado se una al cuerpo»[21]. Por otra, también objetar: «Lo infinitamente pequeño no puede contener a lo infinitamente grande; y el que tiene a su cuidado grandes cosas no debe ocuparse de las pequeñas. Pero a Dios, que tiene a su cuidado todas las cosas, el universo entero no es bastante para contenerlo. Luego no parece conveniente, como escribe Volusiano a San Agustín, que «aquel a quien el universo no puede contener se oculte tras el cuerpecito de un niño que llora, y que, ausente de su trono real, deje el cuidado del mundo por un pequeño cuerpecillo»[22]. ¿Cómo resuelve el Aquinate estas dos dificultades a la tesis de la conveniencia de la Encarnación?

–Santo Tomás responde así a la primera objeción: «Las propiedades por las que la criatura difiere del Creador proceden de la sabiduría de Dios y se ordenan a su bondad. Efectivamente, que Dios, ser increado, inmutable e incorpóreo, haya producido criaturas mutables y corpóreas, es una manifestación de su bondad».

En cuanto el mal moral, que se da en las criaturas, debe advertirse, como ya se ha explicado, que existe en el mundo el pecado, que es un mal de culpa, que procede de la voluntad del hombre que no se ordena al bien supremo, a la bienaventuranza; y también el castigo, que es el mal de pena, que es el correctivo, que repara el desorden. De manera que: «el mal de pena es efecto de la justicia divina y procura su gloria. Por el contrario, el mal de culpa consiste en apartarse del plan de la divina sabiduría y del orden de su bondad».

Se sigue de ello que: «no convenía, sin duda, que Dios uniera a sí el mal de culpa». En este sentido es cierto, como se dice en la objeción que Dios no puede asumir el mal. Sin embargo: «nada se opone a que asumiera una naturaleza creada, mutable, corpórea y sometida al sufrimiento»[23], porque sufría el mal de pena en sí misma, y así pudiera expiar su mal de culpa.

En cuanto a la segunda objeción, la respuesta de Santo Tomás es la de San Agustín[24], de la que cita las siguientes palabras: «la doctrina cristiana no enseña que Dios, por haberse encarnado, haya abandonado o perdido el gobierno del mundo, ni que haya limitado su inmensidad encerrándola en un cuerpo frágil; así piensan sólo los hombres carnales, que no pueden remontarse sobre lo sensible. Dios no es grande por su masa o tamaño, sino por virtud o poder: y, por tanto, la magnitud de su poder no sufre estrecheces por existir en lo angosto. No es, pues, increíble que, igual que la palabra del hombre llega integralmente hasta cada uno en los numerosos auditores que la escuchan, así el Verbo de Dios todo entero permanezca en todos los lugares a la vez»[25]. Luego, concluye Santo Tomás: «no hay inconveniente alguno en que Dios se haya encarnado»[26].

1215 –¿Cuál es el contenido de los otros dos capítulos de los tres dedicados a la conveniencia de la Encarnación, probada ya ésta en el último examinado?

–En el primero de estos capítulos advierte Santo Tomás que: «los infieles consideran como una locura la creencia en la Encarnación, según aquello de San Pablo: «Plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor 1, 21), y, al parecer, se tiene por necedad no sólo lo que es imposible, sino también lo que no conviene». De ahí que: «se empeñan los infieles en atacar la Encarnación, intentando probar que no sólo es imposible lo que predica la fe católica, sino que también que es inconveniente e impropio».

Santo Tomás presenta en todo un capítulo estos ataques en veintisiete objeciones a las que responde a cada una en otro. En la vigésimo quinta, se objeta lo siguiente: «Si Cristo satisfizo suficientemente por los pecados del género humano, parece injusto que los hombres padezcan todavía los castigos impuestos al pecado que nos recuerda la Sagrada Escritura»[27].

En la correspondiente respuesta, se replica: «Aunque Cristo satisficiera suficientemente con su muerte por el pecado original, sin embargo, no hay inconveniente en que permanezcan todavía las penalidades resultantes de dicho pecado en todos cuanto son partícipes de la redención de Cristo»[28].

Como notaba Newman: «La Biblia está llena de descripciones de la humana desgracia. Sabemos que también abunda en relatos de pecados; pero, al margen de estos, abundan los relatos sobre angustias y sufrimientos, sobre nuestra desgraciada condición, sobre la vanidad, la inutilidad y las pruebas de la vida». Y ello, desde el principio, porque: «La Biblia comienza narrando la maldición que recae sobre la tierra y el hombre; concluye con el libro del Apocalipsis, terrible por sus amenazas y su predicción del juicio; y tanto si la maldición original de Adán le ha sido ahora levantada al mundo como si no, lo cierto es que nos rodean las terribles maldiciones de Dios, predichas por san Juan», autor del libro,

Nota también el recién canonizado pensador inglés que: «la Biblia pasa de largo por lo que podría alegarse a favor de esta vida y se demora en sus aspectos desagradables. La historia deja rápidamente el Jardín de Edén y se detiene en los sufrimientos que siguieron cuando nuestros primeros padres fueron expulsados de allí. Y, aunque entre nosotros quedan trazos del paraíso, es evidente que la Escritura dice poco de ellos en comparación con sus relatos de la humana desgracia»[29].

En cambio, se puede observar que: «los cuentos y los poemas de los hombres están llenos de escenas y expectativas agradables, presentan las cosas mejores que son y pintan una especie de perfección imaginaria». Por el contrario, insiste Newman: «La Escritura parece abstenerse incluso de lo que podría elogiarse en la vida humana tal cual es. Ciertamente, leemos la fiesta que se hizo por el destete de Isaac, las bodas de Jacob, las fiestas domésticas y religiosas de la familia de Job. Sin embargo, son sólo excepciones en el conjunto del relato bíblico. «Vanidad de vanidades, todo es vanidad (Ecle 1, 2) o «es el hombre quien ha nacido para provocar desgracias» (Jb 5, 7); estas son las lecciones usuales»[30].

Debe sostenerse que: «esta visión es la verdadera visión definitiva de la vida humana». Asimismo, como: «Dios no hace nada sin una razón sabia y buena que nosotros debemos aceptar y aprovechar devotamente. Él no nos ha dado esta oscura visión del mundo sin un motivo»[31]. No es difícil descubrirlo, porque es la visión última y verdadera de la vida humana.

Además: «Nos interesa mucho que nos adviertan que este mundo, después de todo, pese a las apariencias y primeras impresiones, es un mundo oscuro; no sea que tengamos que aprenderlo a la fuerza (tendremos que hacerlo tarde o temprano) por triste experiencia. En cambio, si estamos avisados, desdeñaremos falsas ideas acerca de su valor y nos libraremos de la decepción que causan».

En la Escritura, no se indican los aspectos agradables y placenteros de este mundo, porque Dios: «sabe que sin duda los encontraremos nosotros mismos sin necesidad de que nos los enseñen; y sabe también que no corremos peligro de minusvalorarlos, sino de sobreestimarlos». Por el contrario, si tal como hace la Biblia: «nos muestra la vaciedad del mundo desde el principio, aprenderemos (de otra forma sólo lo conseguiríamos al final), no, desde luego, a estar tristes y disgustados, sino a conservar un corazón sereno y tranquilo bajo un rostro alegre y sonriente».

Por consiguiente, con esta visión que nos ofrece la palabra de Dios: «Él nos salva de un dolor mucho más grande, el dolor de la auténtica decepción que se ocasionará, sin duda, cuando se arruinen las vanas esperanzas de gozar bienes permanentes en la tierra»[32].

1216. –¿Esta visión bíblica no supone que la Biblia es «un libro tenebroso» y que, por ello, «resulta deprimente»[33]?

–Quien ignora esta enseñanza, advierte Newman: «Por un tiempo, disfrutará de todo; si llega el tedio, podrá buscar el gusto en otras cosas, y la variedad le dará satisfacción. Tiene buena salud, es jovial y domina y somete fácilmente todos los problemas imprevistos de la vida. Hasta aquí, todo va bien. Pero, al pasar los años, irá descubriendo que, en el fondo, no posee, como creía, ningún bien real y substancial». En la etapa final de su vida: «empezará a ver, con sorpresa, que las cosas que antes le gustaban, cada vez le gustan menos, o ya no le gustan en absoluto»[34]. Será consciente también de haber abocado: todas sus fuerzas en el mundo, y ahora el mundo no le sirve para nada –es un saldo inútil, por decirlo así– pues de nada le vale a quien no puede disfrutarlo (…) ¿Dónde buscará ayuda? Además quizá se ha convertido en una carga para quienes lo rodean; no les importa, es un estorbo para ellos»[35].

Esta persona: «al final, alcanzara la dolorosa experiencia personal de que verdaderamente, este mundo no es más que vanidad, o algo peor; y le ha ido así porque no lo quiso creer cuando se lo decía la Escritura». Este panorama no es excepcional, porque: «todos nosotros, hasta el más pobre, el más indiferente e insensible, está más apegado a este mundo de lo que imagina»[36].

Los cristianos, en cambio, pueden siempre «gozar del mundo», pero sin considerarlo «su» mundo. «El auténtico cristiano disfruta con las alegrías terrenales, pero de tal forma que no se preocupa cuando se acaban. No se interesa mucho por bienes de ninguna clase, excepto los eternos, pues sabe que los recobrará todos en el mundo futuro».

No obstante: «se guarda mucho, por un motivo religioso, de condenar hasta los dones más pequeños y más pasajeros, ya que los considera regalos de Dios; y los más pequeños y más pasajeros, cuando se reciben así, proporcionan una alegría más pura y profunda, aunque menos ruidosa. Y si, en ocasiones, se abstiene de algo, lo hace para no usurpar lo que pertenece a Dios o para evitar que alguna cosa se le vuelva imprescindible por haberla usado de continuo»[37].

1217. Con el reconocimiento de estas observaciones bíblicas, no parece quedar resuelta la dificultad. ¿Porqué deben permanecer las penalidades, que se siguieron del pecado original, si ya fue expiado por Cristo?

–En la respuesta a esta vigésimo quinta objeción, explica Santo Tomás que, con la redención del pecado por Cristo, «fue dispuesto por conveniencia y utilidad que permaneciera la pena después de la abolición de la culpa», y ello, por tres motivos. En primer lugar: «para que entre los fieles y Cristo hubiera semejanza, como la hay entre los miembros y la cabeza. Por eso, así como Cristo padeció por anticipado muchas penalidades para llegar a la gloria de la inmortalidad, así convino también que sus fieles se sometieran por anticipado a los sufrimientos para llegar a la inmortalidad, como adornados con las insignias de la pasión de Cristo, para alcanzar una gloria semejante a la suya, tal como dice San Pablo: «También herederos de Dios, coherederos de Cristo, si es que padecemos con Él para ser con Él glorificados» (Rm 8, 17)».

El segundo motivo de la continuación en el mundo del mal de pena, después de la satisfacción por Cristo de los pecados, es porque: «si los hombres que acuden a Jesús consiguieran al instante la inmortalidad e impasibilidad, muchos hombres se acercarían a Cristo más bien por estos beneficios corporales que por los bienes espirituales. Lo cual es contra la intención de Cristo, que vino al mundo para que los hombres cambiasen el amor de las cosas terrenas por el de las espirituales».

Por último, el tercero es «porque si al acercarse a Cristo se convirtieran instantáneamente los hombres en impasibles e inmortales, esto les impulsaría en cierto modo a abrazar la fe de Cristo. Y así disminuiría el mérito de la fe»[38].

1218. –La objeción novena es la siguiente: «Si la Encarnación de Dios es necesaria para salvar a los hombres, parece que debía haber asumido la naturaleza humana al principio del mundo, pues ya existían los hombres y no casi al fin de los tiempos; porque, al parecer, se ha olvidado la salvación de todos los hombres que la precedieron»[39]. ¿Qué responde a ello el Aquinate?

–En la Suma teológica, Santo Tomás presenta esta misma objeción de esta manera más detallada: «Escribe San Pablo a Timoteo que: «Cristo vino a este mundo para salvar a los pecadores» (Tim 1, 15). Pero muchos más se hubieran salvado de haberse Dios encarnado al principio del mundo, pues muchísimos, a través de los siglos, murieron en pecado por no haber conocido a Dios. Luego hubiese sido más conveniente que Dios se encarnase en los primeros tiempos»[40].

En la correspondiente respuesta del capítulo de la Suma contra los gentiles, responde que, aunque la Encarnación «fue necesaria para la salvación del género humano no fue conveniente que Dios se encarnara desde el principio del mundo». Reconoce que: «convenía que por el Dios encarnado se prestara a los hombres la medicina contra los pecados». No obstante: «a nadie se le ofrece convenientemente la medicina contra el pecado si antes no reconoce su propio defecto, para que así, abandonando la presunción, ponga el hombre humildemente su esperanza en Dios, que es el único que puede sanar el pecado».

Como, en su situación: «el hombre podía confiar presuntuosamente en su propia ciencia y en su propio poder», tal como ocurrió, «hubo de ser abandonado por algún tiempo a su propia suerte, para que experimentase que no se bastaba a sí mismo para recobrar la salud».

No podía: «por ciencia natural, porque antes del tiempo de la Ley escrita el hombre faltó a la ley de la naturaleza». No siguió la ley natural, que conocía por el simple uso de su razón y que le obligaba a hacer el bien y evitar el mal y todo lo que se deriva de este principio fundamental y universal. «Ni tampoco por su propio poder, porque, habiéndosele dado el conocimiento del pecado por la Ley, aun pecó por flaqueza».

Con la ley escrita del decálogo, conoció explícitamente los principios primarios y secundarios o derivados, de la ley natural y su imposibilidad de seguirlos, porque carecía de fuerzas para cumplirlas o si lo hacía continuaba con sus malas intenciones, fruto todo ello del pecado. Antes el pecado había desbaratado ya la ley natural y su racionalidad y ahora el hombre era plenamente consciente del mismo y de la imposibilidad de vencerlo con el mero conocimiento de la ley, que no le proporcionaba las fuerzas que le faltaban.

Por consiguiente: «fue preciso que, finalmente, se diese al hombre, que no presumía de ciencia ni de poder, un auxilio eficaz contra el pecado por la Encarnación de Cristo, que le instruyera en las cosas dudosas, para que no fallase al conocer, y le fortaleciera contra el asalto de las tentaciones, para que no cayese por flaqueza». Con la Encarnación el hombre pudo recibir la gracia, conseguida por Cristo, y así cumplir la ley de la Escritura. De manera que: «sucedió que fuesen tres los estados del género humano: el primero, antes de la Ley; el segundo, bajo la Ley, y el tercero, bajo la gracia».

Puede decirse, por consiguiente, en respuesta a la objeción que, como también escribe Santo Tomás en la Suma teológica: «por razón del mismo pecado, que tuvo su origen en la soberbia, era preciso que el hombre, para ser salvado, se humillase y reconociera la necesidad de un libertador».

Añade que sobre lo que dice San Pablo respecto a la Ley: ««Promulgada por ángeles, por mano de un mediador» (Gal 3, 19), comenta la Glosa: «Es un designio magnifico que Dios el que, después de la caída del hombre, no enviase inmediatamente a su Hijo. Dejó primero al hombre a su libre arbitrio para que en la ley natural, experimentase sus propias fuerzas. Después, cuando decayó. Dios les dio la Ley; con la cual aumentó el mal, no por defecto de la Ley, sino por su naturaleza viciada. Dios permitía esto para que el hombre, reconociendo su propia debilidad, llamara al médico y buscase el auxilio de la gracia» (Glossa ord., VI, 84 E)»[41].

1219. –Sin embargo, por no haber tenido lugar la Encarnación al principio del género humano, muchos murieron en pecado. ¿Cómo lo explica el Aquinate que Dios lo permitiera?

–En la Suma teológica resuelve a esta dificultad, que ha expuesto en forma de objeción, del modo siguiente: «San Agustín responde en una de sus obras que «Cristo quiso aparecer a los hombres y predicarles su doctrina en un tiempo y lugar en que sabía que estaban reunidos los que habían de creer en Él. Respecto a otros tiempos y lugares sabía de antemano que los hombres, aunque no todos, serían tan incrédulos como muchos de los que vieron su presencia corporal y se negaron a creer en él, aun viéndole resucitar a los muertos» (Carta 102, Al presb. Deogracias, c. 2)».

Nota seguidamente que: «Volviendo sobre esta materia en otro lugar, el mismo San Agustín rechaza esta solución, al preguntarse: «¿Acaso podemos decir que los tirios y sidonios no hubiesen querido creer, o no hubiesen creído, de haber contemplado tales prodigios si ante ellos se hiciesen, cuando el mismo Señor afirma que harían penitencia humilde y sincera si ante ellos se hubiesen realizado todos aquellos portentos?» (Del don de la perseverancia, c. 9)».

Por consiguiente: «añade San Agustín, como dice San Pablo: «no depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios misericordioso» (Rm 9, 16). Dios previó, en efecto, quiénes creerían en sus milagros si los hiciera ante ellos; pero viene en ayuda de unos, porque así lo quiere, y no va en ayuda de otros, porque determinó otra cosa en su predestinación por modo oculto, pero justo. Veamos, pues, su misericordia en aquellos que son salvados, y su verdad (su justicia) en los que son castigados» (Del don de la perseverancia, c. 11)»[42].

1220. –¿No hay más motivos de la tardanza de la Encarnación?

–Hay un otro motivo, indicado también en la Suma contra los gentiles. Se descubre si se repara en el carácter salvífico de la ley de Cristo o del amor, que es la ley de la gracia, que exigía que se diese: «a los hombres preceptos y enseñanzas perfectas. Pero la naturaleza humana, dada su condición, requiere no ser llevada instantáneamente a lo perfecto, antes bien, ha de ser conducida de la mano, a través de lo imperfecto, hasta llegar a la perfección»,

Se comprueba «en la instrucción de los niños, quienes primeramente se instruyen en las cosas pequeñas, por no ser capaces de captar en un principio las cosas perfectas». Por ello, de manera parecida: «si a una muchedumbre se le proponen cosas inauditas y grandes, de no estar acostumbrada de antemano a considerar cosas menores, no las entiende al instante».

Así, se explica que: «fue preciso que el género humano fuera en un principio enseñado sobre lo que concierne a la salvación con algunas fáciles y pequeñas enseñanzas por medio de los patriarcas, la ley y los profetas hasta que, llegada la plenitud de los tiempos, se diese a conocer en la tierra la perfecta doctrina de Cristo, según lo que dice San Pablo:»Más, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo a la tierra» (Gal 4, 4); y también: «La ley fue nuestro pedagogo para llevarnos a Cristo» (3, 24)», y «ya no estamos bajo el pedagogo» (Gal 3, 25)».

También se explica la dilación en el tiempo de la Encarnación por este tercer motivo, indicado en este mismo lugar: «Así como conviene que la llegada de algún rey vaya precedida de algunos nuncios, para que los súbditos se dispongan a recibirlo reverentemente, así convino que precedieran muchas cosas a la venida de Dios a la tierra, para que los hombres estuvieran preparados a recibir al Dios encarnado. Como así sucedió, cuando las inteligencias de los hombres quedaron, por las promesas y enseñanzas precedentes, en disposición de creer más fácilmente a aquel que previamente había sido anunciado y de recibirle con mayor deseo a causa de las promesas anticipadas»[43].

Se pueden exponer más motivos, pero en síntesis, tal como afirma Garrigou-Lagrange: «según Santo Tomás y los tomistas (…) el motivo de la Encarnación fue, sobre todo, un motivo de misericordia, para levantar a la humanidad caída. Desde este punto de vista, Jesús es ante todo Salvador y Víctima, más que Rey; es éste el rasgo primordial de su fisonomía espiritual»[44].

Cristo, el Mesías o el Ungido, tiene como nombre propio Jesús, dado por el ángel en el momento de la Anunciación, «Tal como significa su nombre, Jesús, es ante todo el Salvador, y toda su vida está ordenada a su muerte heroica sobre la cruz por la cual realiza su misión, su destino de redención por el acto de amor heroico del Calvario»[45].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles, IV, c. 54.

[2] ÍDEM, Comentario a la Primera Epístola a los Corintios,  c. I,  lec. 3.

[3] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 54.

[4] ÍDEM, Exposición del Símbolo de los apóstoles, art. 3, 907.

[5] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 54.

[6] Mi 7, 19.

[7] Santo tomás de aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 54.

[8] IDEM, Suma teológica., III, q. 1, a. 1, in c.

[9] Dionisio Areopagita, Los nombres divinos, IV, 1

[10] santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 1, a. 5, in c.

[11] Cf. ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 21, a. 1, in c.

[12] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la potencia de Dios, q. 2, a. 1, in c. 

[13] ÍDEM, Suma teológica., III, q. 1, a. 1, in c.

[14] Rom 1, 20.

[15] San Juan Damasceno, La fe ortodoxa,  III, c. 1.

[16] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 1, a. 1, sed c.

[17] Ibíd., III, q. 1, a. 1, ob. 1.

[18] Ibíd., III, q. 1, a. 1, ob. 2.

[19] Ibíd., III, q. 1, a. 1, ad 1.

[20] Ibíd., III, q. 1, a. 1, ad 2.

[21] Ibíd., III, q. 1, a. 1, ob. 3.

[22] Ibíd., III, q. 1, a. 1, ob. 4.

[23] Ibíd., III, q. 1, a. 1, ad 3.

[24] Cf., III, q. 1, a. 1, ad 4.

[25] San Agustín, Epístola a Volusiano, 137, c. 2, 10

[26] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 1, a. 1, ad 4.

[27] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 53.

[28] Ibíd., IV, c. 55.

[29] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007, vol. I, Serm. 25, La escritura memorial del dolor humano, pp. 301-309,  p. 302.

[30] Ibíd., p. 303.

[31] Ibíd., pp. 303-304.

[32] Ibíd., p. 304.

[33] Ibíd., p. 303.

[34] Ibíd., p. 305.

[35] Ibíd., p. 306.

[36] Ibíd., p. 307.

[37] Ibíd., p. 308.

[38] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 55.

[39] Ibíd., IV, c. 53.

[40] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 1, a. 5, ob 2.

[41] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 1, a. 5.

[42] Ibíd., III, q. 1, a. 5, ad 2.

[43] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 55.

[44] Réginald Garrigou-Lagrange, El Salvador y su amor por nosotros, Madrid, Rialp, 1977, p. 171.

[45] Ibíd., pp. 179-180.

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