XCV. La predestinación de Cristo
1131. –La persona de Cristo, que es la del Verbo, es increada, en cambio, su naturaleza humana fue creada. ¿Cuándo fue creada?
–Explica Santo Tomás que: «Habiendo tomado el Verbo la naturaleza humana en unidad de persona, según se ha dicho, fue preciso que la naturaleza humana no preexistiera antes de unirse al Verbo». La razón que da es la siguiente: «si hubiese existido antes, como la naturaleza no puede preexistir de no estar individualizada, hubiera sido preciso que se diese algún individuo de aquella naturaleza humana persistente antes de la unión».
Sólo existe en la realidad lo individual, por ejemplo, el hombre concreto y singular, Juan o Pedro. No existe realmente lo general o universal, sea abstracto, como la humanidad, o concreto, como hombre, porque aunque posea naturaleza o esencia, no tiene ser propio. Por ello: «el individuo de la naturaleza humana es la hipóstasis y la persona», el supuesto racional que tiene ser propio, y, por tanto, existe o esta presente en la realidad de manera autónoma e independiente. La naturaleza humana de Cristo, antes de ser unida a la persona del Verbo, sólo hubiera podido existir como persona.
Debería decirse, por consiguiente, que: «la naturaleza humana que había de asumir el Verbo preexistió en alguna hipóstasis o persona. Luego, si dicha naturaleza hubiera sido asumida, permaneciendo la primera hipóstasis o persona, después de la unión hubieran quedado dos hipóstasis o personas, una la del Verbo y otra la del hombre. Y así no se hubiera realizado la unión en la hipóstasis o persona. Lo cual es contra el sentir de la fe».
Todavía podría pensarse que la naturaleza de Cristo, concreta e individual, existiera como persona y, que en el momento de la unión, dejará de ser persona. Sin embargo, tampoco es posible, porque: «si aquella hipóstasis o persona no permaneciera en aquella naturaleza que preexistió antes de ser asumida por el Verbo, esto no podría suceder sin corrupción, pues ningún singular deja de ser lo que es si no se corrompe. Así, pues, hubiera sido necesaria la corrupción de aquel hombre que preexistió antes de la unión y, en consecuencia, de la naturaleza humana que existía en él. Luego fue imposible que el Verbo asumiera algún hombre preexistente en unidad de persona».
1132. –¿Se pueden dar más argumentos sobre la negación de la preexistencia de la naturaleza humana de Cristo antes de ser unida al Verbo?
–Añade Santo Tomás que no puede aceptarse la existencia anterior a la unión hipostática de la naturaleza humana de Cristo, porque: «sería en menoscabo de la perfecta Encarnación del Verbo de Dios, si le faltase alguna de esas cosas que son naturales al hombre». Una de ellas es el nacimiento, porque: «es natural al hombre el nacer con nacimiento humano; cosa que no tendría el Verbo de Dios si hubiese asumido un hombre preexistente, pues éste hubiera permanecido puro hombre en su nacimiento». Como consecuencia, por un lado: «su natividad no podría atribuirse al Verbo»; por otro: «ni la bienaventurada Virgen podría llamarse Madre del Verbo».
En cambio, sobre Cristo: «la fe católica confiesa que en las cosas naturales «fue semejante en todo a nosotros exceptuado el pecado» (Hb 4, 15), afirmando que el Hijo de Dios, según San Pablo, fue «hecho de mujer» (Gal 4, 4) y nacido, y que la Virgen es madre de Dios». De manera que: «precisamente por esto, no convino que asumiese un hombre preexistente».
1133. –¿Cuándo fue el momento de la unión de la naturaleza humana al Verbo divino?
–De los argumentos expuestos se sigue que el Verbo: «unió a sí la naturaleza humana en el mismo instante de su concepción». Se explica porque: «así como la humanización del Verbo de Dios requiere que el Verbo de Dios nazca con nacimiento humano, para que sea hombre verdadero y natural y semejante a nosotros en todas las cosas naturales, así también exige que el Verbo de Dios sea concebido con concepción humana, ya que el hombre, según el proceso natural, no nace si no es antes concebido». En cambio: «sí la naturaleza humana, que había de ser asumida, hubiera sido concebida en cualquier otro estado antes de unirse al Verbo, tal concepción no podría atribuirse al Verbo de Dios, de modo que pudiera decirse que haya sido concebido con concepción humana». Por consiguiente: «fue preciso que el Verbo de Dios se uniera a la naturaleza humana en el mismo instante de su concepción».
Hay además otro motivo, por el que el Verbo se hizo hombre en la concepción, porque: «en la generación humana, la virtud activa obra en un individuo determinado para completar la naturaleza humana. Si el Verbo de Dios no hubiese asumido la naturaleza humana en el principio de su concepción, la virtud activa de la generación hubiera dirigido su acción, antes de la unión, a un individuo de la naturaleza humana, que es la hipóstasis o la persona humana», porque la concepción o generación humana es siempre de una persona.
Por ello: «después de la unión hubiera sido necesario que toda la generación se ordenase a otra hipóstasis o persona, o sea, el Verbo de Dios, que nacía con naturaleza humana. Así, pues, no hubiese habido una generación en numero, porque estaba ordenada a dos personas, ni hubiera sido totalmente uniforme, lo cual parece contrario al orden de la naturaleza». Por consiguiente el Verbo de Dios «asumió la naturaleza humana (…) en la concepción misma».
Por último, se puede probar que en el momento de la Encarnación se concibió o se hizo hombre el Verbo de Dios, porque: «el orden de la generación humana parece exigir que nazca el mismo ser que es concebido, y no otro, ya que la concepción está ordenada al nacimiento. Luego, si el Hijo de Dios nació con nacimiento humano, fue preciso también que Él y no un puro hombre, fuera concebido con concepción humana»[1].
1134. –¿Qué puede inferirse que ocurrió en el momento de la Encarnación?
–Indica Santo Tomás, también en la Suma contra los gentiles, que según lo dicho, en Cristo: «el alma racional se unió al cuerpo en el instante mismo de la concepción», porque: «el Verbo de Dios asumió el cuerpo mediante el alma racional, ya que el cuerpo humano no es más asumible por Dios que los demás cuerpos, sino que si lo es se debe a su alma racional».
Se sigue de ello, por un lado, que: «el Verbo de Dios no asumió el cuerpo sin el alma racional». Por otro que: «como quiera que el Verbo de Dios asumió el cuerpo en el instante mismo de la concepción, fue preciso que el alma racional se uniera al cuerpo en el principio mismo de la concepción».
Se puede también demostrar que, en la Encarnación, el Verbo se unió a un cuerpo y un alma humana con este otro argumento: «Dada la existencia de lo que es posterior en la generación, es necesario afirmar también lo que es anterior según el orden de la generación». Además, que: «en la generación lo posterior es lo más perfecto». También que lo posterior y lo más perfecto es, en la concepción: «el mismo individuo engendrado, que en la generación humana es la hipóstasis o persona, a cuya formación se ordenan tanto el alma como el cuerpo». Por consiguiente, por existir la persona en el hombre engendrado, «es necesario que existan también el cuerpo y el alma racional».
En Cristo, a diferencia de los otros hombres: «la personalidad del hombre Cristo no es otra que la personalidad del Verbo de Dios. Y el Verbo de Dios, en su misma concepción, asumió un cuerpo humano. Luego allí estaba la personalidad de aquel hombre. Según esto, fue necesario que estuviera también el alma racional».
Debe tenerse en cuenta además que: «tampoco hubiera convenido que el Verbo, que es la fuente y el origen de todas las perfecciones, se uniera a una cosa informe y desprovista todavía de su perfección natural. Pero cualquier cosa, al hacerse corpórea, es informe antes de su animación y no tiene todavía la perfección natural. Por lo tanto, no fue conveniente que el Verbo de Dios se uniese a un cuerpo inanimado. Y así, desde el principio de la concepción fue preciso que el alma se uniera al cuerpo»[2].
1135. –Si la naturaleza humana, compuesta de cuerpo y alma, de Cristo, fue creada en el tiempo, para ser asumida por el Verbo de Dios, ¿puede decirse que Cristo fue predestinado?
–En la Suma teológica, al tratar de la predestinación de Cristo, escribe Santo Tomás: «Dice San Pablo refiriéndose a Cristo: «Ha sido predestinado a ser Hijo de Dios en el poder» (Rm 1, 4)»[3].
Recuerda también, como ya había explicado, que: «la predestinación propiamente dicha es una cierta preordinación habida desde la eternidad respecto de aquellas realidades que, merced a la gracia de Dios, han de producirse en el tiempo»[4].
Esta definición queda justificada al comentar el versículo citado, porque explica que: «la palabra predestinación se toma de destino, como destinado con anterioridad». A su vez el término destinación puede tener dos significados conexionados, porque: «se toma a veces por misión, y así se dice que son destinados quienes son enviados (…) y a veces destinar es lo mismo que proponerse».
Este segundo significado deriva del primero, pues: «así como el mensajero que es enviado se dirige a algo, así también lo que nos proponemos a algún fin lo ordenamos». En este sentido: «predestinar no es otra cosa que disponer de antemano en la mente que se deba hacer en determinada cosa».
Esta disposición sobre «alguna cosa u operación futura» puede hacerse de dos modos. «De un modo, en cuanto a la constitución misma de la cosa, así como el arquitecto ordena de qué modo deba hacerse la casa». De otro: «como alguien dispone de qué manera se deba usar de su caballo; y a esta segunda pre-disposición pertenece la predestinación».
La predestinación no tiene el sentido primero, pues: «aquello de que alguien usa se refiere a un fin (…) y como la cosa se constituye en sí misma, no está ordenada por esto misma a otra. Por lo cual la predisposición de la constitución de una cosa no se puede decir propiamente pre-destinación». De manera que: «como todas las cosas naturales pertenecen a la constitución de la cosa misma, porque o son principios de los cuales se constituye la cosa, o de tales principios se siguen, consiguientemente las cosas naturales no caen propiamente bajo la predestinación, así como no decimos propiamente que el hombre esté predestinado a tener manos».
Por consiguiente: «la predestinación se dice propiamente solamente de aquellas cosas que están sobre la naturaleza, a las cuales se ordena la criatura racional. Sobre la naturaleza de la criatura racional está Dios solo, a quien se une la criatura racional mediante la gracia». Así ocurre con la gracia santificante, o la gracia que nos hace gratos a Dios, «al cual se une la criatura racional comúnmente según efecto de la dilección, conforme se dice en la Escritura: «quien permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 4, 16), lo que se verifica por la gracia que nos hace gratos y que es gracia de adopción».
Hay otro modo de unirse a Dios por la gracia, «la que es singular de Cristo por la unión en el ser personal, y esta se llama gracia de unión». Debe advertirse por ello que: «así como el estar unido el hombre a Dios por la gracia de adopción cae bajo la predestinación, así también el estar unido a Dios por la gracia de unión en persona, cae bajo la predestinación».
Por ello, en este versículo de San Pablo: «se dice «predestinado a ser Hijo de Dios». Y para que esto no se refiera a la filiación de adopción, se añade: «en el poder», como si dijera: predestinado está a ser tal hijo que tenga igual y aun el mismo poder con Dios Padre, porque, como se dice en el Apocalipsis: «Digno es el Cordero, que fue inmolado, de recibir poder y divinidad» (Ap 5, 12); porque más bien el mismo Cristo es el poder de Dios. «Cristo, que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 24). De aquí que: «Lo que el Padre hace, lo hace igualmente el Hijo» (Jn 5, 19)»[5].
1136. –¿Puede darse otra demostración de la predestinación de Cristo en cuanto hombre?
–En el mismo artículo de la Suma teológica, argumenta Santo Tomás: «Por la gracia de unión se ha realizado en el tiempo esto: que el hombre fuese Dios y que Dios fuese hombre. Y no puede afirmarse que Dios no haya ordenado desde la eternidad que esto había de realizarse en el tiempo, pues sería afirmar que puede acaecer algo insólito para la inteligencia divina. Por tanto, es necesario decir que la unión de las dos naturalezas en la persona de Cristo cae bajo la eterna predestinación de Dios. A causa de lo cual se dice que Cristo ha sido predestinado»[6].
1137. –Según se desprende de su definición: «la predestinación es propia de los que dependen de la gracia». Parece, por tanto, que no está Cristo: «predestinado por razón de la persona, porque tal persona no tiene el ser Hijo Dios en virtud de la gracia, sino por la propia naturaleza», la naturaleza divina. ¿Puede inferirse, por tanto, que la predestinación de Cristo ha de entenderse de su naturaleza humana?
–Explica Santo Tomás que, según la Glosa ordinaria (VI, 4 B): «algunos enseñaron que tal predestinación debe entenderse de la naturaleza, no de la persona, porque a la naturaleza humana le fue concedida la gracia de unirse al Hijo en la unidad de la persona».
Sin embargo, no puede admitirse, porque las palabras citadas de San Pablo, «ha sido predestinado a ser Hijo de Dios en el poder»[7], entonces: «serían impropias», y por dos motivos. Primero, por una razón general, en el lenguaje común: «no se habla de una predestinación de una naturaleza, sino del supuesto, de la persona, pues ser predestinado es ser conducido a la salvación, y esto es propio del supuesto, que es quien obra en orden al fin, la bienaventuranza».
Un segundo motivo, ya concreto, es el siguiente: «el ser Hijo de Dios no corresponde a la naturaleza humana, ya que la proposición «la naturaleza humana es el Hijo de Dios» es falsa. A no ser que se quiera violentar las palabras referidas de San Pablo en este sentido: «Ha sido predestinado que la naturaleza humana fuese unida al Hijo de Dios en la persona».
Por consiguiente: «sólo resta que la predestinación sea atribuida a la persona de Cristo, no ciertamente en cuanto considerada en sí misma, esto es, en cuanto subsiste en la naturaleza divina, sino en cuanto subsiste en la naturaleza humana. Por eso, San Pablo, cuando dice: «nacido de la descendencia de David según la carne» (Rm 1, 3), añade: «ha sido predestinado a ser Hijo de Dios en el poder» (Rm 1, 4), para dar a entender que, bajo el mismo aspecto en que es nacido de la descendencia de David según la carne, ha sido predestinado a ser Hijo de Dios en el poder. Pues, aunque sea natural a esta persona, considerada en sí misma, el ser Hijo de Dios en el poder, no lo es considerado en su naturaleza humana, a la cual sólo le conviene eso en virtud de la gracia de unión»[8].
1138. –El que sea Cristo Hijo de Dios, y, por tanto, Dios, tal como afirma San Pablo en este lugar, no implica ninguna anterioridad o precedencia. Sí, la supone la predestinación, porque: «así como lo que ha sido hecho no siempre existió, igualmente sucede con lo que ha sido predestinado, pues la predestinación implica cierta anterioridad»[9]. ¿Cómo puede afirmarse que la persona de Cristo, que es divina, y. por tanto, eterna, ha sido predestinada a ser Hijo de Dios?».
–Para resolver esta dificultad, Santo Tomás advierte que, para interpretar el versículo de San Pablo citado, debe tenerse en cuenta que: «la anterioridad importada en el participio «predestinado» no se refiere a la persona considerada en sí misma, sino desde el punto de vista de la naturaleza humana». La razón es porque: «aunque es cierto que esta persona fue desde la eternidad el Hijo de Dios, no lo es que fuera siempre el Hijo de Dios subsistente en una naturaleza humana».
Así se explica lo que: «dice San Agustín: «Fue, por tanto, predestinado Jesús para que el que debía ser hijo de David según la carne fuese, no obstante, al mismo tiempo Hijo de Dios en poder» (La predestinación de los santos, c. 15, 31)»[10].
Añade San Agustín, que es Cristo: «poderoso según el Espíritu de santidad, porque nació del Espíritu Santo y de María Virgen. Tal fue aquella singular elevación del hombre, realizada de manera inefable por el Verbo divino para que Jesucristo fuese llamado a la vez verdadera y propiamente Hijo de Dios e Hijo del hombre; Hijo del hombre, porque fue asumido el hombre, e Hijo de Dios, porque el Verbo unigénito le asumió en sí»[11].
Además, explica Santo Tomás que, por una parte: «aunque el participio «predestinado» implique, igual que el participio «hecho» cierta anterioridad, sin embargo, tiene un sentido diferente. «Ser hecho» se refiere a la misma cosa en su realidad; mientras que «ser predestinado» se refiere a uno en cuanto está en la mente del que le predestina».
Por otra parte: «aquello que en la realidad posee una forma o una naturaleza puede ser aprehendido, bien bajo dicha forma, o bien absolutamente. Y porque el comenzar a ser Hijo de Dios no le conviene a la persona de Cristo considerada absolutamente, sino que le conviene en cuanto es aprehendida como existiendo en una naturaleza humana, ya que lo que comenzó a existir en el tiempo fue que el Hijo de Dios existiera en una naturaleza humana, por ese motivo la proposición «Cristo ha sido predestinado a ser Hijo de Dios» es más cierta que esta otra: «Cristo ha sido hecho Hijo de Dios»[12].
1139. –Según lo explicado, ¿es verdadero decir que la predestinación de Cristo fue por ser hombre?
–La respuesta afirmativa, la justifica Santo Tomás, con la siguiente aclaración: «La predestinación admite una doble consideración: la primera por parte de la misma predestinación eterna; así considerada, implica una anterioridad con respecto al objeto predestinado. La segunda, por parte de su efecto temporal, que es cierto don gratuito de Dios».
Desde ambas consideraciones, debe afirmarse que: «la predestinación compete a Cristo, en razón únicamente de su naturaleza humana, pues ésta no ha estado siempre unida al Verbo, y, además, el estar unida al Verbo de Dios personalmente le ha sido conferido por gracia».
Lo confirma San Agustín, en el mismo lugar citado, «al decir: «fue predestinada aquella humana naturaleza a tan grandiosa, excelsa y sublime dignidad, que no fuera posible una mayor elevación de ella» (La predestinación de los santos, c. 15, 31)»[13]; y nota seguidamente que: «de igual manera que la divinidad no pudo descender ni humillarse más por nosotros que tomando nuestra naturaleza con todas sus debilidades hasta la muerte de cruz»[14].
Como además: «se habla de que una cosa es propia de uno en cuanto hombre, si lo es en razón de su naturaleza humana, debe concluirse que Cristo ha sido, en cuanto hombre, predestinado a ser Hijo de Dios»[15].
Por su parte, concluye finalmente San Agustín que: «así como ha sido predestinado aquel hombre singular para que El fuese nuestro cabeza, así también hemos sido predestinados otros muchos para que fuésemos sus miembros»[16].
1140. –¿Sostiene también el Aquinate que la predestinación de Cristo fue causa de la predestinación de los hombres elegidos?
–Explica Santo Tomás: «La predestinación puede considerarse de dos maneras. Primera, en cuanto al acto mismo del que predestina. Así concebida la predestinación de Cristo, no puede ser ejemplar de la nuestra, pues por el mismo y único acto predestinó Dios tanto a nosotros como a Cristo». No puede ser causa en ningún sentido, porque la única causa de nuestra predestinación, al igual que la de Cristo, fue un acto único de Dios.
La predestinación puede ser considerada de segunda manera: «en cuanto a aquello a lo cual uno es predestinado, esto es, en cuanto al término y efecto de la predestinación. En este sentido, la predestinación de Cristo es ejemplar de la nuestra doblemente», y también en cierto sentido causa eficiente.
La predestinación de Cristo es causa ejemplar o modélica de la predestinación de los hombres elegidos para la gracia y la gloria de dos modos. Uno: «por parte del bien a que estamos predestinados. Cristo, efectivamente, ha sido predestinado a ser Hijo de Dios por naturaleza, y nosotros lo hemos sido a ser hijos por adopción, la cual es una semejanza participada de la filiación natural. Por ello, dice San Pablo: «A los que preconoció, a estos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29)». Cristo fue predestinado a ser Hijo natural de Dios y los demás hombres para ser hijos adoptivos; y, puesto que la adopción es una filiación semejante o participada de la natural, puede decirse que esta última es su causa ejemplar».
También lo es de una segunda manera: «por parte del modo de lograr este bien, que es precisamente por la gracia. Esto es clarísimo tratándose de Cristo, cuya naturaleza humana fue unida al Hijo de Dios sin mediar mérito alguno por su parte. En cuanto a nosotros, como dice San Juan «de su plenitud recibimos todos nosotros gracia sobre gracia» (Jn, 1, 16)»[17]. Nuestra predestinación es semejante a la suya en cuanto a su gratuidad y sin tener en cuenta ningún bien futuro, pero que se hará con la gracia que se recibirá,
1141. – Las palabras de San Pablo, «a los que preconoció, a estos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo»[18], las utiliza el Aquinate para confirmar su demostración de la causalidad ejemplar de la predestinación de Cristo con la nuestra. ¿Cómo explica el significado de este versículo?
–Santo Tomás, en el Comentario a la epístola a los Romanos, sobre este versículo, escribe que San Pablo dice que a los que preconoció Dios los predestinó, «no porque a todos los preconocidos los predestine, sino porque no hubiera podido predestinarlos sin preconocerlos». A estos que ya había conocido de antemano, los predestinó «a ser conformes» a Cristo, que había predestinado. «De modo que esta conformidad no sea la razón de la predestinación sino el término o efecto. Porque dice San Pablo: «Nos predestinó para la adopción de hijos de Dios» (Ef 1, 5). Porque la adopción de hijos no es otra cosa que la dicha conformidad. Porque quien es adoptado como hijo de Dios se conforma verdaderamente a su Hijo».
Se da esta conformidad de los hijos adoptivos con el hijo natural de Dios: «primero en el derecho de participación de la herencia, como dice San Pablo más arriba: «si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 17). Lo segundo, en la participación de su propio esplendor de su gloria (Hb 1, 3). De ahí que iluminando a los santos con la luz de la sabiduría y de la gracia, hace que ellos se hagan conformes a Él mismo».
1142. –¿El preconocimiento, por ser anterior, determina a la predestinación?
–IndicaSanto Tomás que: «acerca del orden de la presciencia y de la predestinación dicen algunos que la presciencia de los méritos de los buenos y de los malos es la razón de la predestinación y de la reprobación de modo que se entienda que Dios predestina algunos porque de antemano sabe que obrarán bien y creerán en Cristo».
De manera que, con ello, se afirma que: «se presupone algún mérito de parte nuestra, cuya presciencia sea la razón de la predestinación». Y ello: «no es otra cosa que decir que la gracia se nos da por méritos nuestros y que el principio de las buenas obras depende de nosotros y que de Dios es la consumación». Por tanto, el versículo lo leen con el adelanto de lugar de la última frase, y, por tanto, de este modo: «a los que preconoció que serían conformes con la imagen de su Hijo a estos los predestinó».
Sobre esta doctrina de la predestinación, que se realiza después de prever los méritos, y que más tarde sostendrá Luis de Molina (1535-1600), advierte Santo Tomás que lo que dice San Pablo es que: «a los que preconoció a esos los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo. De modo que esta conformidad no es la razón de la predestinación, sino el término o efecto». Lo que queda corroborado por lo que en otro lugar escribe San Pablo: ««Nos predestinó para la adopción de hijos de Dios» (Ef 1, 5), y esta adopción de hijos no es otra cosa que la dicha conformidad»,
Debe sostenerse que: «quien es adoptado como hijo de Dios se conforma verdaderamente a su Hijo», en dos aspectos. «Primero, en el derecho de participación de la herencia, como dijo San Pablo un poco más arriba: «Si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 17). Lo segundo, en la participación de su propio esplendor. Porque Él mismo es engendrado por el Padre como «esplendor de su gloria» (Hb 1, 3). Así es que iluminando a los santos con la luz de la sabiduría y de la gracia, hace que ellos se hagan conformes a Él mismo».
Añade Santo Tomás que: «lo que se sigue de esta predestinación, San Pablo lo agrega diciendo: «para que Él fuese el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). Porque así como Dios quiso comunicar a otros su natural bondad, participándoles la semejanza de su bondad, para no ser sólo bueno, sino también conductor de buenos, de tal manera quiso el Hijo de Dios comunicar a otros la conformidad de su filiación, que no fuese Él solo Hijo sino también primogénito de los hijos. Y así quien por la generación eterna es el unigénito, «Hijo unigénito, que está en el seno del Padre» (Jn 1, 18), según la colaboración de la gracia «sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29), «que es el primogénito de los muertos y el príncipe de los reyes de la tierra» (Ap 1, 5). Y así Cristo nos tiene por hermanos, ya porque nos comunicó la semejanza de la filiación, como aquí se dice, ya porque asumió la semejanza de nuestra naturaleza, pues «Tuvo que ser en todo semejante a sus hermanos» (Hb 2, 17)»[19].
1143. –¿La predestinación de Cristo es sólo causa ejemplar de la predestinación del hombre?
–En el texto citado de San Juan, «de su plenitud recibimos todos nosotros gracia sobre gracia»[20], se afirma que de la gracia de Cristo reciben los hombres la gracia. También escribe San Pablo: «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual, en los cielos, en Cristo, así como nos eligió en Él, antes de la creación del mundo para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él, en caridad. Él nos predestinó para adoptarnos como hijos suyos, por Jesucristo, según el propósito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, por la cual nos ha hecho agradables en su amado Hijo»[21].
Dios nos predestinó o «eligió en Él antes de la creación del mundo» para «adoptarnos como hijos suyos, por Jesucristo». Puede por ello, decirse que Cristo es causa meritoria de nuestra justificación. Así se afirmó en el Concilio de Trento.
Se decretó en el Concilio que: «Las causas de la justificación son la final, que es la gloria de Dios y de Jesucristo, y la vida eterna; la eficiente es Dios misericordioso, que gratuitamente «lava y santifica» (1 Cor 6, 11), sellándonos y ungiéndonos «en el Espíritu Santo que nos estaba prometido, que es prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 13-14)». De manera que la causa final de la justificación es la gloria de Dios, la de Jesucristo ordenada a Él y la de los elegidos ordenada a la de Cristo y por la de Éste a la de Dios.
Se añade seguidamente que la causa: «meritoria es su muy amado unigénito Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, quien «cuándo éramos enemigos suyos, movido por la excesiva caridad con que nos amó» (Ef 2, 4), mereció para nosotros la justificación con su pasión santísima en el árbol de la Cruz, y satisfizo por nosotros a Dios Padre»[22]. Y en uno de de los cánones de este decreto se dice: «Si alguno dijere que los hombres se justifican sin la justicia de Jesucristo, por la que mereció para nosotros, o que son formalmente justos por ella misma, sea excomulgado»[23].
1144. –¿La predestinación de Cristo, además de causa ejemplar y causa meritoria, de nuestra predestinación, es también causa eficiente de la nuestra?
–A esta cuestión, responde Santo Tomás que: «considerada la predestinación en cuanto a su acto, no es causa la de Cristo de la nuestra, ya que con el mismo y único acto le predestinó Dios a Él y a nosotros». Sin embargo: «si se la considera en cuanto a su término, en ese caso la predestinación de Cristo si es causa de la nuestra, pues Dios ha ordenado desde toda la eternidad que nuestra salvación fuese llevada a cabo por Jesucristo. Ha de notarse que no sólo lo que ha de realizarse en el tiempo es objeto de la predestinación, sino también el modo y el orden en que va a realizar»[24].
Como la causa eficiente de la salvación es Dios, como se afirma en el Concilio de Trento, Cristo es a su vez causa eficiente instrumental. De manera, como precisa Santo Tomás: «Si Cristo no se hubiese encarnado, Dios hubiese ciertamente ordenado nuestra salvación por otro camino. Más, porque decretó la encarnación de Cristo, ordenó al mismo tiempo que ella sería la causa de nuestra salvación»[25].
1145. –¿La predestinación de Cristo a la unión hipostática, a la gracia y a la gloria, fueron también gratuitas?
–Cristo en cuanto hombre fue predestinado desde la eternidad para ser Hijo natural de Dios, para su unión hipostática, o para que su naturaleza humana fuese asumida por el Verbo y subsistiera con ella en el tiempo. Como consecuencia, a que su humanidad recibiese la plenitud de la gracia y de la gloria. Todo ello sin tener en cuenta los méritos de Cristo en cuanto hombre.
Explica Santo Tomás que la predestinación a la Encarnación fue, en primer lugar, sin merecimiento precedente, porque de lo contrario ello supondría que: «Cristo fuese primeramente un hombre ordinario y que más tarde, mereciéndolo con una vida santa, le fue otorgado el ser Hijo de Dios». No es cierto, porque: «ya desde el primer instante de su concepción fue verdadero Hijo de Dios, que teniendo otra hipóstasis que la del Hijo de Dios, según la expresión del ángel: «El Hijo que nacerá de ti será santo, y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Por eso, toda actividad humana ha de ser en él posterior a la unión, y, por ello, ninguna acción suya la pudo merecer».
En segundo lugar, tampoco para la predestinación de Cristo pudieron tenerse en cuenta los méritos posteriores, previstos por Dios. Cristo no pudo merecerla ni antes, porque no se puede merecer antes de ser; ni después, porque para merecer se necesita la gracia. Sin ella, no hay merecimiento ante Dios, y se recibe después de la predestinación. Los merecimientos de Cristo con la gracia de unión y con las otras gracias fueron consecuencia de su predestinación.
Tampoco, en tercer lugar, pudieron merecer la Encarnación en justicia, o de condigno, las obras de cualquier otro hombre. «Primero, porque las obras meritorias del hombre se ordenan propiamente a la bienaventuranza, que es «la recompensa de la virtud» y que consiste en el pleno gozar de Dios». Sin embargo, debe tenerse en cuenta que: «la unión de la Encarnación, que se realiza en el ser personal del Verbo, sobrepasa la unión de la inteligencia del bienaventurado con Dios, que se logra mediante un acto del que goza. No pueden caer, por tanto, bajo objeto de mérito alguno».
Además, se advierte claramente, por un lado, que: «la gracia no puede ser objeto de mérito, ya que es ella misma principio de mérito. Con mucha más razón, tampoco será la Encarnación objeto de mérito, ya que es principio de gracia, según dice San Juan: «La gracia y la verdad han venido por Jesucristo» (Jn 1, 17)».
Por otro, que no es posible que Cristo en cuanto hombre mereciera la unión hipostática por los méritos de otros hombres, puesto que: «la Encarnación de Cristo fue reparadora de toda la naturaleza humana. No puede, pues, ser objeto de mérito por parte de ningún individuo particular, pues la bondad de un individuo no puede ser causa de la bondad de toda la naturaleza»[26].
1146. –¿La Virgen María no mereció la Encarnación?
–Como «la Encarnación de Cristo es principio de mérito, «porque de su plenitud todos recibimos gracia tras gracia» (Jn 1, 16)»[27] nadie puede merecer para ella, tal como se ha dicho. Sin embargo, nota Santo Tomás que: «los Santos Padres, deseándola y pidiéndola, merecieron con un mérito de conveniencia, o de congruo, la Encarnación, pues era oportuno que Dios escuchase las súplicas de quienes le obedecían»[28].
Además, de los patriarcas y de los justos del Antiguo Testamento, también la Santísima Virgen, y de una manera especial, por su mayor dignidad y perfección, debía merecer con esta clase de mérito. Un mérito fundado no en los derechos de la justicia, o de condigno, sino en el amor, en la conveniencia por el amor, por parte de Dios.
La Virgen María no pudo merecer por mérito de condigno o de justicia, porque, además, como explica Garrigou-Lagrange: «Ni aun con un mérito de congruo proprie, pues éste estaría basado en la caridad de María, la cual proviene de los méritos futuros de Cristo, fuente inagotable de los nuestros». No podía tener mérito de congruo en sentido propio para la Encarnación, porque su amor o caridad, en el que se fundaría, procedería de la misma Encarnación.
Sin embargo, según el tomista dominico: «María ha podido merecer con sus oraciones, cuyo valor impetratorio se llama mérito de congruo improprie (relativo a la infinita misericordia y no a la divina justicia), obtener la venida del Redentor prometido»[29]. Este mérito en sentido impropio estaba fundado en su impetración.
1147. –Puede representar una objeción a que no le preceda a la Encarnación un verdadero mérito y que, por tanto deba sostenerse que «la unión de la Encarnación fue consecuencia de méritos precedentes»[30], que: «se canta de la bienaventurada Virgen María –en el oficio de la Santísima Virgen en el rito de Frailes Predicadores– que «mereció llevar en su seno al Señor del mundo», cosa que evidentemente tuvo lugar por la Encarnación. Parece, pues, que sea objeto de mérito»[31]. ¿Qué responde el Aquinate?
–Aclara Santo Tomás que: «Se dice de la bienaventurada Virgen María que mereció llevar en su seno a nuestro Señor Jesucristo, no porque mereciese que Dios se encarnara, sino porque, en virtud de la gracia, que le fue concedida, alcanzó un grado de pureza y santidad tal que pudo dignamente ser Madre de Dios»[32].
La predestinación de María a la maternidad divina, por consiguiente, fue completa y totalmente gratuita. Al igual que la del propio Cristo en cuanto hombre no pudo merecer su propia predestinación. Solamente en cuanto a la gracia de Dios, que recibió después de su predestinación en su concepción pudo prepararse para ser digna Madre de Dios, tal como se dice en una oración de la misa de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de Santa María Virgen: «¡Oh Dios!, que por la concepción inmaculada de la Virgen María preparaste a tu Hijo una digna morada».
Como explica Garrigou-Lagrange: «María ha sido, pues, predestinada primero a la maternidad divina. Esta dignidad aparece todavía mayor si se nota que la Santísima Virgen, que pudo merecer la gloria o el cielo, no pudo merecer ni la Encarnación ni la maternidad divina, porque la Encarnación y esta divina maternidad superan la esfera del mérito de los justos, el cual está ordenado a la visión beatífica, como a su último fin».
Añade seguidamente el profesor del Angelicum que: «queda todavía una razón verdaderamente apodíctica; y es que el principio del merecimiento no puede ser merecido; ahora bien, la Encarnación es, después del pecado original, el principio supremo de todas las gracias y aun de todos los méritos, no puede ser, por lo tanto, merecida. Por la misma razón, María no pudo merecer ni de condigno ni de congruo proprie, su divina maternidad, pues esto hubiese sido merecer la Encarnación».
De manera que: «lo que María pudo merecer por la plenitud de gracia inicial que había recibido gratuitamente por los méritos futuros de su Hijo, fue el aumento de la caridad y un grado superior de pureza y santidad que era conveniente para que fuese digna Madre de Dios»[33].
La dignidad de la Virgen María deriva, por tanto, de su predestinación a ser Madre de Dios. Este título, que es el más elevado de todos, nota Garrigou, contiene tres verdades. Primera: «que, por un mismo decreto, Dios ha predestinado a Jesús a la filiación divina natural y a María a la maternidad divina». Segunda: «que María ha sido predestinada a esta divina maternidad antes de serlo a la gloria y a un alto grado de gloria y de gracia, que Dios quiso para ella, para que fuese digna Madre de Dios». Tercera: «que, mientras que María ha merecido de condigno, o de manera condigna el cielo, no ha podido merecer la Encarnación, ni la maternidad divina, porque ésta excede absolutamente la esfera y el fin último del mérito de los justos, que solamente está ordenado a la vida eterna de los elegidos»[34].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 43.
[2] Ibíd., IV, c. 44.
[3] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 24, a. 1, sed c.
[4] Íbid., III, q. 24, a. 1, in c.
[5] ÍDEM, Comentario a la epístola a los romanos, c. 1, lec. 3.
[6] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 24, a. 1, in c.
[7] Rm 1, 4.
[8] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 24, a. 1, ad 2.
[9] Ibíd., III, q. 24, a. 1, ob. 3.
[10] Ibíd., III, q. 24, a. 1, ad 3.
[11] San Agustín, La predestinación de los santos, c. 15, 31.
[12] Santo Tomás, Suma teológica, III, q. 24, a. 1, ad 3.
[13] Ibíd., III, q. 24, a. 2, in c..
[14] San Agustín, La predestinación de los santos, c. 15, 31
[15] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 24, a, 2, in c.
[16] San Agustín, La predestinación de los santos, c. 15, 31.
[17] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 24, a. 3, in c.
[18] Rm 8, 29.
[19] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los romanos, c. 8, lec. 6
[20] Jn, 1, 16.
[21] Ef 1, 3-6.
[22] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. VII
[23] Ibíd., can. 10.
[24] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica. III, q. 24, a. 4, in c.
[25] Ibíd., III, q. 24, a. 4, ad 3.
[26] Ibíd., III, q. 2, a. 11, in c.
[27] Ibíd., III, q. 2, a. 11, ad 2.
[28] Ibíd., III, q. 2, ad 11, in c.
[29] Reginald Garrigou-Lagrange, O.P., La madre del Salvador y nuestra vida interior, Buenos Aires, Ediciones Desclée, de Brouwer, 1954, p. 20, n. 12.
[30] Ibíd., III, q. 2, a. 11, ob.
[31] Ibíd., IIII, q. 2, a. 11, ob. 3.
[32] Ibíd., III, q. 2, a. 11, ad 3.
[33] Reginald Garrigou-Lagrange, O.P., La madre del Salvador y nuestra vida interior, op. cit., pp. 18-19.
[34] Ibíd., p. 20.
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