LXVIII. La caridad y la gracia

768.–Según lo explicado, la gracia comunica al hombre la naturaleza y la vida de Dios, aunque no íntegramente, sino de un modo participado, o con posesión en parte, pero sin ser parte de la naturaleza viviente total de Dios ¿Además de esta comunicación de la vida divina participada, la gracia causa más efectos?

– Como se ha dicho, la gracia comunica al hombre la naturaleza y la vida de Dios de un modo participado. Con ello, el hombre queda elevado a un plano superior al de su naturaleza y con una vida superior a la de su vida natural. Esta nueva vida, que trasciende, con una distancia infinita, cualquier vida de una naturaleza creada en su realidad y operaciones, es una vida sobrenatural.

No es el único efecto, sino el primero y fundamental. Se lee en la Escritura que por «preciosos y sumos bienes», o por la gracia, somos «partícipes de la naturaleza divina»[1]; y explica Santo Tomás: «el don de la gracia excede el poder de la naturaleza creada, ya que no es otra cosa que una participación de la naturaleza divina, que excede toda otra naturaleza. Por consiguiente, es imposible que una criatura cause la gracia, y, por lo tanto, es necesario que sólo Dios deifique –comunicando la unión de la naturaleza divina por cierta participación de semejanza– como es imposible que algo que no sea fuego queme»[2].

Dios, con su gracia, es el que deifica la naturaleza humana con la participación de su divinidad, que crea en ella, aunque no en sentido estricto, porque: «ser creado es propio del ser subsistente al cual pertenece el ser y el devenir. Las formas no subsistentes, ya sean accidentales ya substanciales, propiamente no se crean, sino que se concrean, como tampoco tienen el ser en sí mismas, sino en otros». La gracia, como hábito del género de la cualidad, es un accidente, y como tal una forma accidental concreada, o creada en la substancia.

Añade Santo Tomás sobre las formas accidentales, que: «aunque estas formas no tengan materia de las que formen parte, tienen sin embargo una materia en la que se sustentan y de la que dependen, y por la inmutación de esa materia son educidas a la existencia, de manera que su devenir consiste propiamente en la transmutación de sus propios sujetos o soportes. Por consiguiente, a causa de la materia en la cual residen no es propio de ellas la creación», el hacerse de la nada. «Lo contrario sucede con el alma racional que es una forma subsistente, a la que le conviene propiamente ser creada»[3], porque tiene ser propio.

Sin embargo, la gracia no es creada, en el sentido indicado, como los otros accidentes, que son educidos de la potencia de la materia, sino de las llamadas potencias obedienciales, «potencias pasivas que se dan en la criatura para que pueda hacerse en ella todo lo que Dios ordene»[4]. La gracia como accidente no tiene un ser propio, ni, por ello, tampoco su existencia es suya. Su ser es el de la substancia, que la recibe y a la que determina, o perfecciona y sobrenaturaliza; sin embargo, su esencia no es como la de los otros accidentes, que son efecto de la substancia en la que están, o inhieren, sino que es infundida directamente por Dios.

San Pablo afirma que, por la gracia: «somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo»[5]. Además de hacernos hijos de Dios, la gracia tiene dos otros efectos, que se derivan del anterior, el de hacernos herederos de Dios y coherederos con Cristo.

769. –¿Qué significa la filiación divina adoptiva, primer efecto de la gracia?

–Con la acción interior de la gracia, el hombre recibe en parte, o de manera participada, la naturaleza divina, que es así una semejanza analógica de la naturaleza de Dios. Somos hechos, por ello, hijos adoptivos de Dios.

La filiación consiste en recibir la naturaleza específica. De este modo, todo hombre recibe de su padre la naturaleza humana. Por consiguiente, el principal efecto interior de la gracia es proporcionar la participación de la naturaleza misma de Dios, y, por tanto, hacer verdaderamente al hombre hijo adoptivo de Dios.

En la adopción humana no se comunica la naturaleza, sino algo extrínseco al adoptado, como puede ser el afecto y los bienes, que recibiría si fuera un hijo natural, por ello, es semejante a la filiación. En cambio, en la adopción divina se comunica algo intrínseco, la naturaleza divina, aunque participada; de este modo, es una imitación de la generación natural mucho más plena que la mera adopción humana. Lo confirma la misma revelación de Dios: «Ved que amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y que lo seamos»[6]. La filiación ahora no es un nombre, al que se tenga derecho, sino además una realidad.

En Dios se da filiación natural, porque entre el viviente generante, o padre, y el generado, o hijo, hay: «verdadera generación», ya que ésta: «procede según la razón de semejanza, que da el tener la misma naturaleza específica, que así es como el hombre procede del hombre, y el caballo del caballo»[7]. En Dios la procesión del Verbo recibe el nombre de generación y el Verbo procedente, el de Hijo. De este modo, por la generación divina procede «Dios de Dios»[8].

Por no ser, en cambio, la filiación adoptiva una generación: «entre el hijo de Dios por adopción y su Hijo natural existe esta diferencia: que su Hijo natural es engendrado y no hecho, mientras que el adoptivo es hecho, según estas palabras de San Juan: «les dio el poder de ser hechos hijos de Dios» (Jn 1, 12)»[9]. De ahí que Jesucristo diga: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre»[10], porque su filiación es distinta a la nuestra.

Otra diferencia es la siguiente: «la filiación adoptiva es una imagen de la filiación eterna, igual que todas las realidades temporales son imágenes de la eterna»[11]. La filiación, que crea o hace la gracia en el hombre, es limitada y finita, por ser una participación de la naturaleza divina. De manera que: «así como por el acto de la creación se comunica a todas las criaturas una cierta semejanza de la bondad divina, así también por el acto de la adopción, se comunica a los hombres una semejanza de la filiación natural»[12].

Precisa Santo Tomás que: «el hombre se asemeja al esplendor del Hijo eterno, por la luz de la gracia, que se atribuye al Espíritu Santo; y por este motivo, aunque la adopción sea común a toda la Trinidad, se le apropia al Padre como a su autor, al Hijo como a su ejemplar y al Espíritu Santo como a quien imprime en nosotros la imagen del ejemplar»[13].

770. –Al igual que el hombre, por la gracia, es hecho realmente hijo adoptivo de Dios, ¿la gracia nos hace realmente herederos de Dios?

–Como consecuencia de su filiación adoptiva, el hombre es hecho heredero del mismo Dios. Al comentar el versículo de San Pablo sobre los tres efectos de la gracia. advierte Santo Tomás que: «se dice que alguien es heredero de otro si de manera principal recibe sus bienes o los obtiene, no quien alguna cosa minúscula recibe, como se lee en el Génesis (25, 5), que Abraham le dio a Isaac todo cuanto poseía, y que a los hijos de sus concubinas les hizo donativos. Pues bien: el principal bien en que Dios es rico es Él mismo. Porque es rico por sí mismo, y no por ningún otro, porque no necesita de los bienes extrínsecos, como se dice en el Salmo 15, 2 («no tienes necesidad de mis bienes»). De aquí que al mismo Dios alcanzan en herencia los hijos de Dios. Por lo cual leemos en la Escritura: «El Señor es la parte que me ha tocado en herencia» (Sal 15, 5): y «Mi herencia, dice el alma mía, es el Señor» (Lam 3, 24)»[14].

En la Suma teológica, después de citar las palabras de San Pablo: «nos predestinó para adoptarnos como hijos suyos»[15], escribe Santo Tomás: «un hombre adopta a otro como hijo en cuanto, por su bondad, le admite a la participación de su heredad. Dios es la bondad infinita, y en virtud de ella admite a la participación de sus bienes a sus criaturas, sobre todo las racionales, que han sido creadas a imagen de Dios y son, por tanto, capaces de la bienaventuranza divina. Esta bienaventuranza consiste en el gozo de Dios, ya que el mismo Dios es bienaventurado y rico en cuanto goza de sí mismo».

La herencia por la filiación divina adoptiva es superior no sólo en cuanto lo heredado, sino también en cuanto al modo de ser heredero, Explica Santo Tomás que: «la heredad de uno la constituyen sus riquezas; y porque Dios, en su bondad, admite a los hombres a la heredad de su bienaventuranza, puede decirse que los adopta. Pero la adopción divina supera a la humana en que Dios, al adoptar a un hombre, le hace idóneo, por el don de su gracia, para recibir la heredad celestial, mientras que el hombre no crea esa idoneidad, antes bien la supone en el que es adoptado»[16].

771. –Contra la afirmación del poder de la gracia de hacer heredero de Dios, podría objetarse, como indica el Aquinate, en el pasaje citado de su Comentario a la Epístola a los Romanos: «como el hijo no alcanza la herencia sino una vez muerto el padre, parece que el hombre no puede ser heredero de Dios, que nunca muere». ¿Cómo se resuelve esta dificultad?

–Responde Santo Tomás que es cierto que, para recibir una heredad, se requiere el fallecimiento del que se hereda: «mas debemos decir que eso sucede en cuanto a los bines temporales, que no pueden ser poseídos simultáneamente por muchos, por lo cual es necesario que uno muera y el otro le suceda; pero los bienes espirituales pueden ser poseídos al mismo tiempo por muchos, y por eso no es necesario que el padre muera para que los hijos hereden»[17].

De manera que como:«los bienes espirituales pueden ser poseídos por muchos a la vez, no así los bienes corporales» debe sostenerse, por una parte, que: «la heredad corporal no puede ser percibida por el sucesor sino a la muerte de su propietario»; por otra, que: «la heredad espiritual la poseen todos íntegramente sin perjuicio ninguno del Padre, siempre vivo».

No obstante, advierte también Santo Tomás que hay una mayor semejanza entre la herencia natural y la herencia divina adoptiva, porque: «se puede decir que Dios muere para nosotros en cuanto está en nosotros por la fe; y será nuestra herencia en cuanto lo veremos cara a cara»[18]. Ya en estado de gracia, por la fe, ya se anticipa la gloria, porque: «la gracia no es otra cosa que un comienzo en nosotros de la gloria», ya que la «la gracia y la gloria están en el mismo género»[19].

772. –El segundo efecto de la gracia, derivado de los anteriores, es hacer al hombre coheredero con Cristo. ¿Qué significa esta tercera afirmación de San Pablo, en el pasaje citado?

–También en la Suma teológica sostiene Santo Tomás que: «Por la adopción divina venimos a ser hermanos de Cristo, por tener el mismo Padre que Él». Se podría decir que hemos entrado a formar parte de la familia de Dios, y mucho más plenamente que un hijo adoptado, porque la gracia ha puesto en el alma una participación de la naturaleza y vida divina, que la ha transformado intrínsecamente en divina, en este sentido analógico.

Por ello: «La paternidad guarda un modo distinto respecto de Cristo y respecto de nosotros. De ahí que el Señor de forma clara dijo «mi Padre» y, separadamente, «vuestro Padre (Jn 20, 17). Efectivamente, Dios es Padre de Cristo por generación natural, que es lo propio de Él, mientras que es padre nuestro por una acción voluntaria, la cual le es común con el Hijo y el Espíritu Santo. Y, por esto, Cristo no es Hijo de toda la Trinidad, como lo somos nosotros»[20].

La paternidad de adopción de Dios con el hombre, por la gracia, en el sentido explicado, nos hace hermanos de Cristo. Al rezar «Padre nuestro», notaba San Agustín: «¿A quién decimos «Padre nuestro»? Al Padre de Cristo. Quien, pues, dice al Padre de Cristo «Padre nuestro», ¿qué dice a Cristo, sino «Hermano nuestro»? No es empero Padre nuestro como es Padre de Cristo, pues Cristo nunca nos unió consigo sin hacer distinción alguna entre él y nosotros. Él, en efecto, es Hijo igual al Padre, él es eterno con el Padre y coeterno con el Padre; nosotros, en cambio, hemos sido hechos mediante el Hijo, adoptados mediante el Único. Por eso, nunca se oyó de la boca de nuestro Señor Jesucristo, cuando hablaba a los discípulos, decir Él del sumo Dios, Padre suyo, «Padre nuestro»; sino que dijo o «Padre mío», o «vuestro Padre». Hasta tal punto no dijo «Padre nuestro», que puso en cierto lugar estas dos cosas: Voy, afirma, «a mi Dios y a vuestro Dios». ¿Por qué no dijo «nuestro Dios»? Dijo: «A mi Padre y a vuestro Padre» (Jn 20, 17)no dijo «nuestro Padre». Unió distinguiendo, distingue sin separar. Sostiene que nosotros somos uno en Él, pero que «el Padre»Él son «una única cosa»[21].

En el Comentario a la Epístola a los Romanos, añade Santo Tomás, que el versículo citado sobre los tres efectos de la gracia, San Pablo: «describe esta herencia por parte de Cristo, diciendo; «y coherederos de Cristo», porque siendo Él mismo el principal hijo por quien nosotros participamos de la filiación; así también es el principal heredero, a quien nos unimos en la herencia. Se dice en la Escritura: «Este es el heredero» (Lc 20, 14); y también: «Aún te llevaré un nuevo heredero» (Miq 1, 15)»[22].

En el mismo versículo San Pablo dice seguidamente: ««con tal, no obstante, que padezcamos con Él, a fin de que seamos con Él glorificados»[23]. Muestra así, explica Santo Tomás: «la causa de la dilación de esa vida gloriosa», porque : «débese considerar que Cristo, que es el principal heredero, alcanza la herencia de la gloria mediante los padecimientos. «¿No era necesario que Cristo pareciera así para entrar en su gloria?» (Lc 24, 26)». Como consecuencia: «no de una manera más fácil podremos nosotros obtener la herencia, y por eso es necesario que también nosotros alcancemos mediante los padecimientos esa herencia. «Es menester que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios» (Hech 14, 21. Porque no recibimos inmediatamente un cuerpo inmortal e impasible, a fin de que podamos padecer juntamente con Cristo (…) pacientemente las tribulaciones de este mundo (…) y «Si hemos muerto con Él, con Él también reinaremos (2 Tim 2, 11-12)»[24].

773. –¿Cómo la comunicación de la naturaleza divina, primer efecto de la gracia y raíz de todos los demás, afecta al hombre?

–La gracia al comunicarnos la naturaleza de Dios de manera participada, y con ello su vida, lo hace también, y del mismo modo participado, con la justicia y santidad divinas, porque todos los atributos de Dios se identifican realmente con su esencia o naturaleza. Dios es infinitamente justo y su justicia es opuesta al pecado, que es la privación de la justicia.

Se declaró, por ello, en el Concilio de Trento que la justificación: «no sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior, mediante la recepción voluntaria de la gracia y de los dones». Como consecuencia: «el hombre, de injusto se hace justo, y de enemigo amigo».

Enumeró seguidamente sus causas. La «causa eficiente» es «Dios misericordioso, que gratuitamente lava y santifica. La «causa final» es «la gloria de Dios y de Jesucristo y la vida eterna». También entre las extrínsecas debe sostenerse que la «causa meritoria» es «su muy amado unigénito Hijo, Jesucristo, nuestro Señor quien (…) mereció para nosotros con su pasión santísima en el árbol de la Cruz, y satisfizo por nosotros a Dios Padre». Por último, la «causa instrumental» es «el Sacramento del Bautismo, que es Sacramento de fe, sin la cual nadie jamás ha conseguido la justificación».

Respecto a las causas intrínsecas, solo hay «una única causa formal», que es «la justicia de Dios, no aquella con que Dios es justo, sino con la que a nosotros nos hace justos, es decir, aquella por la que enriquecidos por Él, «somos renovados en el espíritu de nuestra mente» (Ef 4, 23), y no sólo somos reputados, sino que verdaderamente nos llamamos y somos justos»[25].

774 –Además de los efectos interiores de la gracia examinados, ¿la gracia causa más efectos?

–Con el fundamento de los tres efectos indicados por San Pablo –ser hijos adoptivos de Dios y así justificados, herederos de Dios y hermanos y coherederos con Cristo[26]–, la gracia causa también tres efectos operativos. A cada uno de ellos dedica Santo Tomás un capítulo de los que tratan la gracia, en el libro tercero de la Suma contra los gentiles.

El principal de ellos es la caridad, el amor a Dios en nosotros, porque: «como resultado de lo dicho, por el auxilio divino de la gracia que hace grato a Dios (gratia gratum faciens), el hombre consigue amar a Dios», o tener caridad.

Debe sostenerse que: «el amar a Dios es, en el hombre, un efecto de la gracia que hace grato a Dios», y que es denominada gracia gratificante, porque, por un lado: «en el hombre, la misma gracia, que le hace grato a Dios, es efecto del amor divino». Por otro, también: «el efecto propio del amor divino en el hombre es el amar a Dios, ya que lo principal en la intención del amante es ser correspondido en el amor por el ser amado, pues la inclinación del amante tiende principalmente a atraer al amado hacia su amor; y si no ocurriese esto sería necesario destruir el amor». Por consiguiente, al causar Dios la gracia santificante, que es efecto de su amor, causa, por ella, el amor del hombre a Dios.

Santo Tomás demuestra esta afirmación con otros argumentos. El primero es el siguiente: «El fin último, al cual es llevado el hombre por el auxilio de la gracia de Dios, es la visión de la esencia divina, que es propia del mismo Dios; y de este modo el bien final es comunicado al hombre por Dios». De ello, se sigue que: «el hombre no puede ser llevado a ese fin si no se une a Dios, conformando su voluntad con la suya». Además como: «es propio de los amigos el querer y no querer las mismas cosas, el gozarse y condolerse de las mismas cosas» (Aristóteles, Ética, IX, c. 3), por la gracia que hace grato, el hombre se convierte en amador de Dios». Se convierte en amigo de Dios, que le amó primero y le comunicó el don de su gracia.

Precisa seguidamente que: «como el fin y el bien son el objeto propio del apetito o del afecto, es menester que por la gracia que hace grato, que dirige al hombre al fin último, se perfeccione principalmente el afecto del hombre». Además, como: «la principal perfección del afecto es el amor, pues nadie desea, o espera, o se goza, a no ser por el bien amado», el hombre, por la gracia, ama a Dios.

Otro argumento, que aporta Santo Tomás, está basado en la naturaleza de la misma gracia, porque se inicia con la tesis ya demostrada que: «la gracia que hace grato es, en el hombre, cierta forma por la cual se ordena al fin último, que es Dios», y que, por ello, «el hombre mediante la gracia, adquiere la semejanza de Dios». Se añade que: «la semejanza es causa del amor, pues como se dice en la Escritura: «Todo ser ama a su semejante» (Eccli 13, 19). Puede así concluirse que: «el hombre se hace mediante la gracia amador de Dios».

Tesis que se encuentra confirmada igualmente en la Escritura, porque: «dice San Pablo que: «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5)». El amor de Dios significa, en este lugar, por una parte, el amor de Dios al hombre, que, como se sostiene en los anteriores versículos, es la esperanza del hombre. Por otra, que por este amor infunde en el hombre el amor con el que éste ama a Dios. El amor a Dios, por consiguiente, es recíproco, el de Dios al hombre, que es el primero, y el de éste, por la acción del mismo amor Divino, a Dios.

Asimismo la Escritura ratifica que la gracia «conduce al fin de la visión divina», porque: «El Señor promete a sus amadores su propia visión, diciendo en San Juan: «El que me ama a mí será amado de mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21)»[27].

775. – ¿Cuál es la naturaleza de la caridad?

La caridad, virtud teologal, o hábito sobrenatural infundido por Dios en la voluntad, queda definida esencialmente en esta afirmación de San Pablo,: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo, que nos ha sido dado»[28].

Al comentar estas palabras, explica Santo Tomás que: «el amor de Dios se puede tomar en dos sentidos. Del uno, en cuanto al amor con el que Dios nos ama. Se lee en la Escritura: «Te amé y con amor eterno» (Ges 31, 3); del otro se puede decir que el amor de Dios es el amor con el que nosotros lo amamos. También se lee en esta misma epístola: «Estoy cierto de que ni muerte, ni vida (…) nos podrá apartar del amor de Dios» (Rm 8, 38)».

Sostiene Santo Tomás, que San Pablo afirma, en el texto, que: «una y otra caridad de Dios se derrama en nuestros corazones en virtud del Espíritu Santo que nos es dado. Porque el dársenos el Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo, es llevarnos a la participación del amor, que es el Espíritu Santo».

El amor, o caridad, que derrama o vierte el Espíritu en el hombre, es una participación del mismo amor trinitario, o Espíritu Santo, del amor que procede del amor mutuo entre el Padre y el Hijo, y que ha sido dado primero por Dios por amor a nosotros.. «Participación por la cual nos convertimos en amadores de Dios».

Por el amor participado, o creado en nosotros, amamos a Dios. Por ello, observa Santo Tomás algo que puede parecer sorprendente desde una actitud pelagiana o semipelagiana: «Y que a Él lo amemos es la señal de que Él mismo nos ama». Es una prueba de su amor, porque sin él no sería posible el nuestro. Se lee en la Escritura «Yo amo (primero, por tanto) a los que me aman» (Prov 8, 17). Y también, que: « no que nosotros hayamos amado primero a Dios, sino que Él nos amó primero» (1 Jn 4, 10)».

Por ello, en este pasaje paulino: «se dice que la caridad con la que nos amó se ha derramado en nuestros corazones, porque claramente se muestra en nuestros corazones por el don del Espíritu Santo impreso en nosotros, tal como se dice en la Escritura: «En esto sabemos que Él permanece en nosotros» (1 Jn 3, 24)».

También: «se dice que el amor con que nosotros amamos a Dios se ha derramado en nuestros corazones, porque se extiende a todos los hábitos y actos del alma que se han de consumar, por ello: «la caridad es paciente, es benigna,…(y siguen trece características más).» (1 Cor 13, 4)»[29]. De ahí, que la caridad no tenga distintas especies y sea una virtud única.

Por el mismo motivo –Dios y su bondad–, que se ama a Dios, se ama al prójimo y a nosotros mismos. De manera que: «Dios es el objeto principal de la caridad, y el prójimo es amado con caridad por Dios»[30]. Si el hombre no ama a los demás o a sí mismo por el motivo de la divina bondad, sino por otro motivo, incluso honesto, no es un amor que pertenezca a la virtud sobrenatural de al caridad, en todo caso a algún tipo de virtud adquirida y, por tanto, natural.

776. –Si el motivo de la caridad del hombre es la bondad suma de Dios, que le hace digno de ser amadoo de ser correspondido, ¿puede decirse que el amor de la caridad es un amor de amistad entre Dios y el hombre?

–Dios es amado por su infinita y perfecta bondad –que constituye la infinita felicidad, o bienaventuranza divina–, pero no considerada en sí misma, sino también en cuanto es un bien común para el hombre, o en cuanto que constituye su bien y, por tanto, su bienaventuranza, o felicidad. Escribe Santo Tomás que: «si, por un imposible, Dios no fuera el bien del hombre, no tendría motivo de amarle»[31]. Esta comunicación divina del bien, para la felicidad eterna del hombre, revela que hay amor de amistad entre el hombre y Dios.

Entre Dios y el hombre hay amor de amistad. «Está el testimonio de San Juan: «Ya nos llamaré siervos, sino amigos» (Jn 15, 15), palabras que decía por razón de la caridad»[32]. Se puede argumentar que el amor de amistad es «el amor que entraña benevolencia, esto es, cuando de tal manera amamos a alguien que queremos para él el bien». Además: «para la razón de amistad se exige una mutua reciprocidad de amor, pues el amigo es amigo para el amigo». Por último se exige una comunicación de bienes, porque: «esta correspondida benevolencia se funda en alguna comunicación». Dado que hay: «cierta comunicación del hombre con Dios en cuanto nos comunica su bienaventuranza, sobre tal comunicación se establece una cierta amistad»[33]. La amistad de la caridad procede totalmente de Dios, porque: «la caridad es una amistad del hombre con Dios fundada en la comunicación de la bienaventuranza eterna», que es totalmente gratuita. En cambio, a Dios el hombre no puede comunicarle u ofrecerle nada, que previamente no haya recibido. Por ello: «Esta comunicación no se da según dones naturales, sino gratuitos, porque dice San Pablo: «don de Dios es la vida eterna» (Rm 6, 23), por donde la misma caridad sobrepasa las facultades de la naturaleza. Lo que sobrepuja la capacidad de la naturaleza no puede ser natural ni adquirido por potencias naturales, pues el efecto natural no trasciende su causa».

Por su carácter sobrenatural, se sigue que: «no podemos tener la caridad naturalmente, ni adquirirla por las fuerzas naturales, sino por infusión del Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo, cuya participación en nosotros es la misma caridad creada»[34]. El amor entre el Padre y el Hijo, que es el Espíritu Santo, es participado en nosotros, y es así la caridad creada que poseemos. El recién canonizado John Henry Newman, con la claridad y brevedad que le caracterizaba, lo expresaba de este modo: «Tercera Persona de la Santísima Trinidad (…) eres aquel Amor vivo con que el Padre y el Hijo se aman mutuamente. Y eres el autor del amor sobrenatural en nosotros»[35].

Debe, por tanto, concluirse que: «la caridad es una amistad del hombre con Dios». También que: «las diferentes especies de amistad se toman de la diversidad del fin (…) siendo el fin de la caridad uno, a saber: la divina bondad, es también una la comunicación de la bienaventuranza eterna sobre la que se cimienta esta amistad. Por lo cual, queda que la caridad es omnímodamente virtud única, no diferenciada en varias especies»[36].

777. –¿La caridad en el hombre, infundida por la gracia, permanece siempre igual?

–El Espíritu Santo infunde sobrenaturalmente la caridad, o amistad entre el hombre y Dios. Afirma San Pablo que: «Lo obra un solo y mismo Espíritu, repartiendo a cada uno como quiere»[37]. Explica Santo Tomás que: «La capacidad de una cosa depende de su causa propia, pues causa más universal produce un efecto mayor. Por sobrepujar la caridad, la proporción de la naturaleza humana, no depende de ningún poder natural, sino de la sola gracia del Espíritu Santo, que la infunde. Por lo cual la cantidad de caridad no depende de la condición de la naturaleza o de la capacidad de la virtud natural, sino sólo de la voluntad del Espíritu Santo, que reparte sus dones como quiere. Por eso, dice el apóstol: «A cada uno de nosotros se ha dado la gracia, según medida de la donación de Cristo» (Ef 4, 7)»[38]. Toda gracia recibida ha sido dada por Cristo y «según que Cristo nos la mide con la debida proporción»[39]. La donación es la única fuente y medida de la gracia recibida.

Sin embargo, observa Santo Tomás que: «La caridad en la presente vida puede aumentar. Nos llamamos viadores por caminar hacia Dios, último fin de nuestra bienaventuranza. Tanto más adelantamos en este canino, cuanto más nos acercamos a Dios, a quien no se llega con pasos corporales, sino con los afectos del alma. Hace este acercamiento la caridad, porque por ella la mente se une a Dios. Por la cual es condición de la caridad de la presente vida que pueda crecer, pues, si no aumentara, cesaría el caminar. De aquí que San Pablo llame «camino» a la caridad, al decir: »Os indico un camino más excelente» (Cor, 12, 31)»[40].  

En esta vida: «la caridad aumenta por intensificarse en el sujeto», con actos de amor más intenso, porque «la caridad sólo aumenta por participarla más y más el sujeto, o sea, por ser más y más forzado a obrar según ella y por sometérsele con más docilidad»[41].

La caridad, por ser un hábito, una cualidad, no puede aumentar como las cosas cuantitativas, por adición. Una porción o cantidad de tierra aumenta, si se le agrega más tierra, pero una cualidad, como un color, no crece por añadírsele más cosas de aquel color a lo que tiene el mismo. Sólo es posible el aumento por una mayor posesión de la cualidad en su sujeto, en una más plena participación. Por ello, el aumento de la caridad no es por la suma de actos iguales, o menos perfectos, de la que se posee, sino por otro con un mayor grado de caridad o intensidad de la misma. La perfección de la caridad no se consigue, por tanto, con la suma de actos caritativos imperfectos.

Además, la caridad puede crecer siempre de manera indefinida, porque: «la caridad, en razón de su naturaleza específica, no tiene término de aumento, ya que es una participación de la infinita caridad, que es el Espíritu Santo. Es igualmente de poder infinito la causa del aumento de la caridad: Dios. Ni por parte del sujeto se le puede prefijar término, porque siempre, al crecer la caridad, sobrecrece la capacidad para un aumento superior»[42].

La caridad, por tanto, puede aumentar ilimitadamente como efecto de la gracia. Newman, en el lugar citado, pedía al Espíritu Santo: «Aumenta en mi este don de amor, a pesar de mi indignidad». Aportaba esta razón: «Es más precioso que cualquier otra cosa de este mundo. Lo acepto en lugar de todo lo que el mundo puede darme. Es mi vida»[43].

Por el contrario: «hablando en rigor, la caridad no puede de ningún modo disminuir; sin embargo, impropiamente hablando, puede llamarse disminución de la caridad a la disposición a su corrupción, la cual causan los pecados veniales; o también el no ejercicio de las obras de caridad»[44]. Los pecados veniales, en sentido propio, no disminuyen el hábito de la caridad, pero si predisponen al pecado mortal, que la hace perder siempre y basta con uno solo.

Lo prueba Santo Tomás con el siguiente argumento: «Si la caridad fuese hábito adquirido, dependiente de la virtud del sujeto, no acaecería que al instante se perdiera por contraria acción (…) Mas siendo la caridad hábito infuso, depende de la acción de Dios, que lo infunde. Y que comporta en la infusión y conservación de la caridad como el sol en la iluminación del aire. Y así como la luz dejara de existir instantáneamente en el aire al interponerse un obstáculo a la iluminación del sol, de la misma manera la caridad cesa al instante de estar en el alma cuando es interferida por un obstáculo la influencia divina de la caridad. Y es evidente que con un pecado mortal, que se opone a los divinos mandamientos, se pone obstáculo a dicha infusión, pues por el hecho de que el hombre, al elegir, prefiera el pecado a la divina amistad, que nos manda cumplir su voluntad, se sigue que, en el momento en que se comete la acción moralmente pecaminosa, se pierde el hábito de la caridad»[45].

778. –Si la caridad, por mucho que aumente en este vida, no puede llegar a un límite, parece que no podrá nunca alcanzar la perfección. ¿Siempre la caridad será imperfecta en esta vida?

–A esta cuestión responde Santo Tomás negativamente con estas palabras de San Agustín sobre la caridad: «Una vez que ha nacido, se nutre; nutrida, se fortalece; fortalecida, alcanza la perfección. Y una vez que ha alcanzado la perfección ¿cómo se manifiesta? «Para mí vivir es Cristo y una ganancia el morir (…) Deseaba morir y estar con Cristo, pues era con mucho lo mejor; pero en atención a vosotros es necesario que permanezca en la carne»(Filip 1, 21, 24)»[46].

Comenta seguidamente Santo Tomás: «La caridad puede ser perfecta en esta vida», porque, según el texto paulino citado en este pasaje: «es posible en esta vida, como se dio en San Pablo» el «querer morir y estar con Cristo»[47].

Explica Santo Tomás que la perfección de la caridad se puede tomar en dos sentidos distintos. Uno, como perfección del objeto de la caridad, del objeto amado. En este sentido: «Por ser infinita la bondad de Dios, la caridad es infinita y, por ello, es infinitamente amable, «pero ninguna criatura puede amarle infinitamente, por ser finito todo poder creado». Por consiguiente: «en este sentido, no puede ser perfecta la caridad de ninguna criatura, sino solo caridad de Dios, con la cual se ama a sí mismo».

En otro sentido, como la perfección de la caridad considerada en su sujeto. En esta acepción: «Es perfecta la caridad por parte del que ama cuando ama cuanto le es posible amar; lo cual sucede de triple modo: primero, porque todo el corazón del hombre está continuamente transportado a Dios. Esta es la perfección de la caridad de la patria, la cual no es posible en esta vida por la flaqueza de la vida humana, que hace imposible pensar continuamente en Dios y moverse a su amor». En el cielo se da está perfección de la caridad, que habrá ya alcanzado su finalidad y, por ello, ya no podrá aumentar ni disminuir.

El segundo modo de perfección viable en el sujeto se da: «si el hombre pone su cuidado en aplicarse a Dios y a las cosas divinas, olvidando todo lo demás, en cuanto se lo permitan las necesidades de la vida presente. Esta es la perfección de la caridad posible en esta vida, aunque no se dé en todos los que tienen caridad». Hay, por último, un tercer modo, cuando quien posea la caridad: «de tal modo ponga habitualmente todo su corazón en Dios, que nada piense que sea contrario al divino amor. Y ésta es la perfección corriente de quienes andan en la caridad»[48].

779. –En la Suma Teológica, nota el Aquinate que: «cuanto una cosa es más amable, tanto más fácilmente se puede amar» y que, por ser lo máximamente amable, Dios « por ser el sumo bien, es más fácil amarle que a las demás cosas»[49]. Si para amar estas cosas no necesitamos ningún auxilio sobrenatural, Parece, por tanto, que no sea necesario recibir la gracia para amar a Dios. ¿Cómo se resuelve esta dificultad?

–Santo Tomás recuerda, que, como se ha dicho: «Dios es de suyo cognoscible en grado sumo, pero no para nosotros, debido a las deficiencias de nuestro conocimiento, que depende de las cosas sensibles». Además de ser máximamente cognoscible, Dios: «es en sí sumamente amable, en cuanto es objeto de bienaventuranza»[50]. o de la suprema felicidad eterna, porque: «Dios es tan amable cuanto bueno»[51]. De manera parecida, tampoco: «se nos presenta de este modo, por la inclinación de nuestros afectos a los bienes visibles». Por ello, aunque, con su razón y su afecto, el hombre puede conocer y amar a Dios como creador y providente, no le es posible hacerlo tal como es Dios en sí mismo. «Por donde conviene que, para que de esa manera sea amado, se infunda la caridad en nuestros corazones»[52].

El amor natural a Dios está «fundado en la comunicación de bienes naturales, y por eso lo poseemos todos naturalmente». En cambio: «la caridad se funda en comunicación sobrenatural»[53]. Son, por tanto, distintas y tienen una diferente causa.

Además, por la caridad, se establece la amistad mutua del hombre y Dios; y como toda amistad implica la unión afectiva y tiende a la unión real, hace posible una nueva presencia de Dios, distinta de la que tiene en el orden natural. Argumenta Santo Tomás que: «puesto que la criatura racional conociendo y amando, alcanza por su operación hasta al mismo Dios, según este modo especial no solamente se dice que Dios está en la criatura racional, sino también que habita en ella como en su templo»[54].

Se lee en la Escritura: «¿No sabéis que sois templo de Dios y el Espíritu Santo habita en vosotros?»[55]. Al comentar este versículo, escribe Santo Tomás: «Dios habita, como en su casa, en los santos, cuya mente es capaz de Dios por el conocimiento y el amor (…) conocimiento sin amor no es suficiente para que Dios more en uno, según dice San Juan: «Dios es caridad y quien permanece en caridad, permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16).

 

Eudaldo Forment

 



[1] 2 Pedr. 1, 4.

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 112, a. 1, in c.

[3] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 27, a. 3, ad 9.

[4] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 115, a. 2, ad 4.

[5] Rm 8, 17.

[6] 1 Jn 3, 1.

[7] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 27, a. 2, in c.

[8] Ibíd., I, q, 93, a. 3, in c.

[9] Ibíd., III, q. 23, a. 2, in c.

[10] Jn 20, 17.

[11] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 23, a. 2, ad 3.

[12] Ibíd., III, q. 23, a. 1, ad 2.

[13] Ibíd.., III, q. 23, a. 2, ad 3.

[14] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. VIII, lec. 3.

[15] Ef 15, 2.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   [16] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 23, a. 1, in c.

[17] Ídem, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. VIII, lec. 3.

[18] Ídem, Suma teológica, III, q. 23, a. 1, ad 3.

[19] Ibíd., II-II. q. 24, a. 3, ad 2.

[20] Ibíd., III, q. 23, a. 3, ad 2.

[21] San Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, Trat, 21, 3

[22] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. VIII, lec. 3.

[23] Rm 8, 17.

[24] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. VIII, lec. 3.

[25] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. VII.

[26] Cf. Rm 8, 17.

[27] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 151.

[28] Rm 5, 5.

[29] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los romanos, c. V, lec. 1.

[30] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 23, a. 5, ad 1.

[31] Ibíd., II-II, q. 26, a. 13, ad 3.

[32] Ibíd., II-II, q. 23, sed c.

[33] Ibíd., II-II, q. 23, a. 1, in c.

[34] Ibíd., II-II, q. 24, a. 2, in c.

[35] John Henry Newman, Cuaderno de Oraciones, Barcelona, Editorial Balmes, 1990, p. 27.

[36] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 23, a. 5, in c.

[37] 1 Cor 12, 11.

[38] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica II-II, q. 24, a. 3, in c.

[39] ÍDEM, Comentario a la epístola a los Efesios, c, 4, lec. 3.

[40] ÍDEM, Suma teológica,  II-II, q. 24, a. 4, in c.

[41] Ibíd., II-II, q. 24, a. 5, in c.

[42] Ibíd.,  II-II, q. 24, a. 7, in c.

[43] John Henry Newman, Cuaderno de Oraciones, op. cit., p. 27.

[44] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 24, a. 10, in c.

[45] Ibíd., II-II, q. 24, a. 12, in c.

[46] San Agustín, Tratados sobre la Primera carta de San Juan, Hom. 5 (1 Jn 3, 9-18), n. 4.

[47] Santo Tomás de Aquino,  Suma teológica, II-II, q. 24, a. 8, sed c.

[48] Ibíd.,  II-II, q. 24, a. 8, in c.

[49] Ibíd., II-II, q. 24, a. 2, ob. 2

[50] Ibíd., II-II, q. 24, a. 2, ad 2.

[51] Ibíd., II-II, q. 24, a. 8, in c.

[52] Ibíd., II-II, q. 24, a. 2, ad 2.

[53] Ibíd., II-II, q. 24, a. 2, ad 1.

[54] Ibíd., I, q. 43, a. 3, in c.

[55] 1 Cor 3, 16.

1 comentario

  
Oscar Alejandro CAMPILLAY PAZ
Don Eudaldo:
Su artículo rebosa de ciencia teológica y de caritativa enseñanza.
Me ha hecho muchísimo bien: me recordó lo ignorante que puedo ser y renovó en mí el antiguo placer por la lectura apasionante de la filosofía.
Cuánto para aprender!
Ahora me faltará tiempo para poder leer sus artículos desde el primero! pero pondré el empeño en hacerlo y lo haré!
De corazón muchas gracias. Dios le bendiga!
24/10/19 10:43 AM

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