LXVII. La gracia de Dios
754 –En los capítulos anteriores, el Aquinate ha probado que: «la divina providencia gobierna a las criaturas racionales de distinta manera que a las otras cosas, en atención a que por su naturaleza son diferentes de las demás». Asimismo, que: «por dignidad del fin, la divina providencia les aplica también un género más elevado de gobierno». ¿Cómo gobierna Dios a los seres racionales?
––Explica Santo Tomás que las criaturas racionales: «en conformidad con su naturaleza, llegan a una participación mayor del fin», porque: «siendo de naturaleza intelectual, pueden alcanzar con su operación la verdad inteligible; lo cual no compete a los seres que carecen de entendimiento».
Al ser creado por Dios: «al hombre le fueron dados el entendimiento y la razón para que con ellos pudiera discernir e investigar la verdad. Y se le dieron también las potencias sensitivas internas y externas, que le ayudan a investigarla; y el uso del lenguaje, mediante el cual uno puede manifestar a otro la verdad concebida en su entendimiento, para que de este modo se ayuden los hombres mutuamente en el conocimiento de la verdad y en las demás cosas necesarias para la vida, ya que el hombre es «un animal naturalmente social» (Aristóteles, Ética, I, 5)».
De ahí que las criaturas racionales: «por la operación natural del entendimiento llegan a la verdad inteligible». En su gobierno divino, por consiguiente: «Dios las provee de distinta manera que a las otras cosas».
755. –El deseo natural del hombre de conocer a Dios no sólo es como providente y creador de todas las cosas, tal como le revela su entendimiento, sino sobre todo como es en sí mismo. ¿Puede llegar a este fin de una manera natural?
–Afirma Santo Tomás que: «el fin último del hombre consiste en cierto conocimiento de la verdad, que excede su poder natural, o sea, en ver a la misma Verdad primera en sí, como ya se demostró (III, c. 50)». Sin embargo, el hombre no puede llegar a este fin, porque para llegar a un fin que exceda su capacidad natural, el hombre necesita recibir de Dios algún auxilio, que éste por encima de su naturaleza.
Se explica, porque: «un ser de naturaleza inferior no puede ser elevado a lo que es propio de una naturaleza superior, si no es en virtud de ésta. Por ejemplo, la luna, que no luce por sí misma, se hace lúcida por la virtud y acción del sol; y el agua, que no calienta por sí misma, se hace cálida por la virtud y acción del fuego». De manera parecida: «el ver a la Verdad primera en sí misma sobrepasa de tal modo la capacidad de la naturaleza humana, que sólo es propio de Dios, como también se demostró (III, c. 52)».
Por consiguiente: «si el hombre se ordena a un fin, que excede su capacidad natural, necesita recibir de Dios algún auxilio sobrenatural por el que tienda a dicho fin». De manera que: «la naturaleza racional necesita el auxilio divino para conseguir el último fin»[1].
756. –¿Cuál es la función del auxilio divino para que el hombre pueda alcanzar su fin sobrenatural?
–El auxilio divino –expresión con la que se designa la llamada gracia de Dios, la ayuda gratuita divina[2]–, encaminará al hombre hacia el fin sobrenatural, haciéndole que realice actos sobrenaturales correspondientes a dicho fin. El auxilio no es únicamente para elevarlo a un fin superior a su naturaleza, sino también para ayudarle en su misma naturaleza, porque: «al hombre se le presentan muchos impedimentos para alcanzar el fin. Pues se ve impedido por la debilidad de la razón, que fácilmente cae en el error, por el cual se desvía del camino recto para llegar al fin».
También el hombre: «se ve impedido por las pasiones de la parte sensitiva y por los afectos, que le arrastran a las cosas sensibles e inferiores, y mientras más pegado está a éstas, tanto más dista del fin último, ya que dichas cosas están por debajo del hombre, mientras que el fin del hombre es superior a él».
Nota asimismo que: «a menudo se ve también impedido por la debilidad del cuerpo para ejecutar actos virtuosos, mediante los cuales se tiende a la bienaventuranza». Por todo ello: «el hombre necesita del auxilio divino para que estos impedimentos no le aparten totalmente del último fin»[3].
Lo confirman estas palabras de la Escritura, que cita Santo Tomás: «Nadie puede venir a mí si el Padre que me envío no lo trae»[4]. Y: «Como el sarmiento no puede llevar fruto por sí mismo si no está en la vid, así tampoco vosotros si no permaneciereis en mí»[5]. Además, con todo ello: «se refuta el error de los pelagianos, quienes dijeron que el hombre podía merecer la gloria de Dios por su libre albedrío»[6].
757. –Advierte seguidamente el Aquinate que: «Podría parecer a alguien que el auxilio divino, o gracia de Dios, comunica al hombre cierta coacción para obrar el bien, porque se ha dicho: «Nadie puede venir a mí si el Padre que me envío no lo trae» (Jn 6, 44). Y por esto dice San Pablo: «todos los que son movidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14); y: «el amor de Cristo nos empuja» (2 Co 5, 14). Ser traído, movido y empujado parece importar cierta coacción». ¿Como prueba que, en este auxilio al hombre, o gracia divina, no hay algo de coacción a la voluntad humana para obrar el bien?
–Declara Santo Tomás, sobre esta posible inferencia de estas citas bíblicas, que hay coacción en el auxilio divino, o gracia de Dios, que «se demuestra claramente que esto no es verdad». La razón es la siguiente: «la divina providencia provee a todas las cosas en conformidad con su ser, como se demostró (III, c. 71). Es propio del hombre y de toda naturaleza racional el obrar voluntariamente y ser dueño de sus propios actos, como consta por lo dicho (II, c. 47). A esto se opone la coacción».
Sin embargo, por una parte: «El hecho de que se le dé al hombre el auxilio divino para obrar bien, se ha de entender en el sentido de que cause en nosotros nuestras obras como la causa primera causa las obras de las causas segundas y el agente principal la acción del instrumento. Por eso se dice en la Escritura: «Todas nuestras obras las has obrado en nosotros, Señor» (Is 26, 12)». Por otra: «La causa primera produce la acción de la causa segunda, según el modo de ser de ésta».
Debe concluirse, por ello, en primer lugar, que: «Dios causa en nosotros nuestras obras según nuestro modo de ser, que consiste en obrar voluntariamente y no por coacción». En segundo lugar, que, la gracia, o «el auxilio divino», añade: «no fuerza a nadie a obrar rectamente», porque: «este auxilio no excluye de nosotros el acto de la voluntad, sino que lo causa principalmente en nosotros. Por esto dice San Pablo: «Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Filp 2, 13)».
Dios da gratuitamente, o según su benevolencia, no sólo el obrar lo bueno, sino también el quererlo de nuestra voluntad. En cambio: «la coacción externa excluye en nosotros el acto de la voluntad, pues por coacción hacemos lo contrario de lo que queremos. Luego Dios no nos fuerza con su auxilio a obrar rectamente».
758. –SiDios, con el auxilio de su gracia, coaccionara o forzara a obrar rectamente, y, por tanto, el hombre no obrara voluntariamente, en conformidad con su naturaleza que le hace actuar según su voluntad y ser dueño de sus propios actos, ¿llegaría más fácilmente a su fin último y, por tanto, a la felicidad suprema?
–Sin voluntad libre, que le habría quitado la coacción, el hombre no podría obrar de manera recta o virtuosa, pues: «los actos forzados no son actos virtuosos, porque lo principal en las virtudes es la elección. Que no puede darse sin lo voluntario, cuyo contrario es lo violento».
En esta situación, tampoco podría llegar a la felicidad suprema, pues: «el último fin, que es la felicidad, no corresponde sino a los agentes voluntarios, que son dueños de sus actos. Por esto no llamamos felices a los seres inanimados ni a los animales brutos, a no ser metafóricamente». Debe, por tanto, admitirse que: «el auxilio que Dios da al hombre para alcanzar la felicidad no le coacciona»[7].
Indica finalmente Santo Tomás que lo corroboran dos pasajes de la Escritura. En el primero se lee: «Considera que hoy he puesto a tu vista la vida y el bien y, en frente, la muerte y el mal, para que ames al Señor, tu Dios, para que andes en sus caminos (…) pero si tu corazón se vuelve atrás y no quieres obedecerle y no escuchas (…) te anuncio que perecerás»[8]. En el segundo: «Ante el hombre están la vida y la muerte; el bien y el mal; lo que le agrade se le dará»[9].
759. –¿El hombre puede por sí mismo merecer el auxilio divino de la gracia de Dios?
–Sostiene Santo Tomás que: «el hombre no puede merecer el auxilio divino» de la gracia, porque, tanto en el orden natural como en el sobrenatural: «la moción del motor precede al movimiento del móvil en naturaleza y causa. En consecuencia, no se nos concede el auxilio divino, porque nosotros nos movemos hacía él mediante las buenas obras, sino por el contrario progresamos mediante las buenas obras porque nos adelanta el auxilio divino», ya que sin el mismo no se podrían realizar las buenas obras.
Si la gracia divina, o auxilio de Dios, es anterior a la acción de la criatura racional y libre, debe afirmarse, por tanto, que: «es imposible que haya en ella un movimiento recto que no esté predispuesto por la acción divina. Por esto se dice el Señor: «sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15, 5)».
Además, por una parte: «el efecto del auxilio divino, que excede la capacidad natural, no está en proporción con los actos que el hombre produce naturalmente. Por consiguiente, el hombre no puede merecer dicho auxilio con tales actos». Por otra: «el hombre recibe de Dios el conocimiento del fin sobrenatural, puesto que él no puede alcanzarlo por la razón natural, ya que excede de su capacidad. Luego es necesario que el auxilio divino anteceda los movimientos de la voluntad hacia el último fin»[10].
Por esto, añade Santo Tomás, dice San Pablo: «No por obras de justicia que hubiésemos hecho, sino según su misericordia nos salvó»[11]. Asimismo que: «No está en que uno quiera ni en que uno corra, sino en que Dios tenga misericordia»[12]. No salva el querer o el correr, o cualquier otro acto, sino la misericordia divina. El auxilio divino no se recibe por acción de la voluntad humana o de sus obras, sino como un mero don, aunque una vez recibido, gracias a él, puede merecer el hombre delante de Dios.
Sobre este último texto, comenta Santo Tomás: «Y esto porque es necesario que el hombre sea adelantado por el auxilio divino para querer y obrar bien; tal como no suele atribuirse el efecto al agente inmediato, sino al primer motor, pues la victoria se atribuye al jefe, a pesar de que los soldados la alcanzan con su propio esfuerzo. Luego, por dichas palabras no se excluye el libre albedrío de la voluntad, según la mala interpretación de algunos, como si el hombre no fuera dueño de sus actos internos y externos; lo que se demuestra es que está sujeto a Dios».
760. –Por adelantarse el auxilio de la gracia de Dios a la buena acción humana ¿cuál es el papel de la libertad del hombre?
–En este comentario, explica finalmente Santo Tomás que la gracia, o auxilio divino, regenera o renueva la voluntad humana y hace que quiera y haga obras buenas y meritorias. Por ello: «Dice Jeremías: «Conviértenos, Señor, a ti, y nos convertiremos» (Lm 5, 21). Lo cual revela que nuestra conversión a Dios es preparada por el auxilio divino, que nos convierte».
Podría parecer que con ello ya no sea necesario el libre albedrío humano. «Sin embargo, se lee en Zacarías, como dicho por Dios: «Volveos a mí y yo me volveré a vosotros» (Zach 1, 3), no porque la operación de Dios no se adelante a nuestra conversión, como se dijo, sino porque viene luego a ayudar a nuestra conversión, por la que nos convertimos a él, fortaleciendo para que alcance su efecto y sosteniéndola para obtener el fin debido».
El auxilio divino regenera a la libertad, para que ya perfeccionada elija o se convierta a Dios, pero no la abandona después. La voluntad libre necesita ser fortalecida, porque no puede continuar su acción por sí misma, como la luna no puede iluminar sin la acción en cada momento del sol. Debe ser así sostenida por la gracia hasta el final. En nuestra conversión, no debe pensarse que simplemente Dios nos ha dado la gracia, sino que desde entonces nos la da continuamente.
Concluye Santo Tomás que: «con esto se refuta el error de los pelagianos, quienes decían que tal auxilio se nos da por nuestros méritos y que el principio de nuestra justificación procede de nosotros, aunque la consumación venga de Dios»[13].
761. – ¿Por qué a este auxilio divino se le denomina gracia?
–Según Santo Tomás, por dos motivos se llama gracia a estos auxilios de Dios. El primero es el siguiente: «Como lo que a uno se le da sin que precedan sus propios méritos se dice que lo recibe «gratuitamente», y el auxilio divino que se le da al hombre precede a todo mérito humano, según se demostró (III, c. 150), síguese que tal auxilio es dado al hombre gratuitamente; por lo cual recibe oportunamente el nombre de gracia. Por eso dice San Pablo: «Si por gracia, ya no es por las obras, porque entonces la gracia ya no sería gracia»´(Rm 11, 6)». El auxilio divino, por preceder a todo mérito humano, es dado gratuitamente y, por tanto, es una gracia, un don o favor, que debe agradecerse.
Al auxilio sobrenatural de Dios se le llama gracia por un segundo motivo, porque: «se dice que uno es grato a otro porque es amado por él; de aquí que se diga también que el amado por otro tiene su «gracia». Se explica porque: «es esencial al amor que quien ama quiera y obre el bien para aquel a quien ama. Y Dios, realmente, quiere y obra el bien para todas las criaturas; pues el mismo ser de la criatura y toda su perfección proceden de Dios, que lo quiere y lo produce, según se demostró (II, c. 15). Por eso se dice en la Escritura: «Amas todas cosas que existen y nada aborreces de lo que has hecho» (Sab 11, 25)».
Sin embargo, además: «hay que considerar una razón especial del amor divino hacia aquellos a quienes auxilia en la consecución del bien, que supera el orden de su naturaleza, a saber, la fruición perfecta, no de un bien creado, sino del mismo Dios». Es, por tanto, lógico, que a este auxilio se llame «gracia»: «no sólo porque se da gratuitamente, según se demostró, sino también porque el hombre, por cierta prerrogativa especial, se hace grato a Dios con dicho auxilio».
Se dice que uno es grato, o cae en gracia a otro, porque es agradable, y el hombre con el auxilio divino se hace así grato a Dios. «Dice, por ello, San Pablo: «Él nos predestinó para adoptarnos como hijos suyos, por Jesucristo, según el propósito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, por la cual nos ha hecho agradables en su amado hijo» (Ef 1, 5-6)».
762. –¿En qué consiste el auxilio divino, o gracia de Dios?
–Sobre la gracia, Santo Tomás da la siguiente definición general: «la gracia, que hace grato a Dios (gratia gratum faciens), es cierta forma y perfección que permanece en el hombre, incluso cuando no obra».
Se justifica que la gracia sea en el hombre, que la ha recibido: «algo positivo, como cierta forma y perfección del mismo», y que se posea de modo permanente, si se tiene en cuenta que: «lo que se dirige a un fin es menester que esté continuamente ordenado al mismo, porque el motor mueve continuamente hasta que el móvil, mediante el movimiento, ha conseguido el fin». Además: «como el hombre se dirige al último fin mediante el auxilio de la gracia divina, según se ha demostrado (III, c. 147), es necesario que el hombre sea favorecido con dicho auxilio hasta que llegue al último fin».
No podría realizar esta función: «si el hombre participase de este auxilio a modo de cierto movimiento o pasión, y no como una forma permanente y afincada en él mismo; pues tal movimiento y tal pasión sólo estarían en el hombre, cuando actualmente se dirigiese al fin. Cosa que el hombre no hace siempre, como vemos en los durmientes».
También se puede probar por el amor divino, que la gracia es una forma estable inherente al alma, que se recibe merced a la providencia especial de Dios. «El amor de Dios es causa del bien que hay en nosotros, como el amor del hombre es provocado y causado por algún bien que hay en el amado. El hombre es provocado a amar especialmente a uno por algún bien especial preexistente en el amado».
De ello, se sigue que: «donde se supone un amor especial de Dios al hombre es necesario suponer también un bien especial dado al hombre por Dios». Por consiguiente: «como la gracia que hace grato a Dios indica, según se ha dicho, un amor especial de Dios al nombre, es preciso, por esa misma razón, que esto demuestre que hay en el hombre una bondad y una perfección especiales».
Igualmente se llega a esta misma conclusión, por una parte, desde la consideración del movimiento del hombre hacia su fin, porque: «cada cosa se ordena a su fin conveniente según la razón de su forma, porque entre especies diversas los fines son distintos. Pero el fin a que se dirige el hombre mediante el auxilio la gracia divina está sobre la naturaleza humana». Por consiguiente: «es necesario añadir al hombre alguna forma y perfección sobrenaturales, mediante las cuales se disponga a dicho fin».
Por otro, desde la misma naturaleza humana, porque: «la divina providencia provee a cada cual según su modo de ser, como consta por lo dicho (III, c. 71). El propio modo de ser de los hombres requiere que, para perfeccionamiento de sus operaciones, haya en ellos, además de las potencias naturales, ciertas perfecciones y hábitos mediante los cuales obren el bien de modo connatural, fácil y deleitablemente y procedan con rectitud».
Este último argumento prueba además que: «el auxilio de la gracia que el hombre recibe de Dios», y que es «cierta forma y perfección existentes en el hombre», sea un hábito, que le permita obrar de manera «connatural», «fácil» e incluso deleitable.
763. –¿La caracterización del auxilio de la gracia la apoya el Aquinate en la Escritura?
–Después de las demostraciones sobre la naturaleza de la gracia, o auxilio divino, como forma inherente y habitual al alma, nota Santo Tomás: «De aquí que en la Sagrada Escritura se designe la gracia de Dios como cierta luz. Pues dice San Pablo: «Fuisteis en algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor» (Ef 5, 8). Y la perfección que impulsa al hombre hacia el último fin, consistente en la visión de Dios, se llama luz, la cual es principio del ver»[14].
En su comentario a la epístola de San Pablo, dice respecto a este versículo citado: «»Fuisteis en algún tiempo tinieblas» significa que estabais enceguecidos por la ignorancia y el error. Ya había dicho: «Teniendo el entendimiento obscurecido por tinieblas» (Ef, 4 18); y se lee en un Salmo: «no supieron ni entendieron, andan en tinieblas» (Sal 81, 5). Del mismo modo entenebrecidos por el pecado: »El camino de los impíos es tenebroso, no saben donde caerán» (Pr 4, 19)».
Advierte Santo Tomás, a continuación, que parece que debería calificar a los pecadores con la cualidad de tenebrosos u oscurecidos, en cambio, San Pablo: «no dice tenebroso, sino tinieblas; porque así como cualquier hombre parece ser lo que principalmente se halla en él, por ejemplo, toda una ciudad parece ser el rey, y lo que el rey hace dícese que lo hace la ciudad, de la misma manera cuando reina el pecado en el hombre, dícese todo el hombre pecado y tinieblas». El hombre pecador no sólo está en pecado y entenebrecido, sino que es pecado y tinieblas.
Si el hombre pecador es tinieblas, el hombre en gracia es luz, porque, sobre las palabras finales del versículo citado de San Pablo, «ahora sois luz en el Señor» (Ef 5, 8), Santo Tomás indica que: «aquí pone la condición presente; como si dijera: pero ahora tenéis la luz de la fe. «Resplandecéis como lumbreras del mundo» (Fil 2, 15). «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 14)»[15].
Respecto a las últimas palabras citadas de la Epístola a los Filipenses, que se relumbre como antorchas en el mundo, explica, que: «de cualquier modo que el mundo se mude, las lumbreras del cielo permanecen derramando su luz. «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 14). Y vosotros también resplandecéis, aunque no esencialmente, que así solo Dios es luz. «Era la luz de los hombres» (Jn 4, 1). Pero no los santos. «No era él (San Juan Bautista) la luz» (Jn 1, 8). Pero los santos son luz, por cuanto alguna luz participan de quien era la luz de los hombres, el Verbo de Dios, que a nosotros sus rayos comunica»[16].
De manera, que, como también nota Santo Tomás, en la Epístola a los Efesios, aunque: «se diga que San Juan Bautista «no era él la luz», sin embargo «puede decirse de los otros fieles que son luz», porque, en este caso, «no se llaman luz por esencia, sino por participación»[17]. Todos los fieles, incluido San Juan Bautista, son luz, en este sentido. Tienen en parte, o según medida, la luz que han recibido de Cristo, que la tiene de modo total, de manera que en realidad no la tiene, sino que lo es. La conserva siempre por no dividirla en partes o disminuirla al darla, porque es la luz por esencia. La comunica participativamente, o hace que los fieles posean en parte la luz, que Él posee de modo total.
En otras de sus epístolas, también San Pablo caracteriza al hombre en gracia como luz. Afirma, en la Epístola a los Tesalonicenses, que: «Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de las tinieblas»[18]. Al comentar este versículo, advierte Santo Tomás que: «se llaman en la Escritura hijos de alguna cosa los que tienen abundancia de ella. Así, por ejemplo: «en el cuerno hijo del aceite» (Is 5, 1) quiere decir en un cuerno que tienen mucho aceite. Así pues, a los que de luz y día les cabe mucha parte llámeseles hijos de la luz; y está luz es la fe de Cristo. «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12)».
Se dice «hijos del día», porque: «así como de la luz se forma el día, así de la fe de Cristo se hace el día, esto es, la honestidad de las buenas obras. «La noche está ya muy avanzada y va a llegar el día» (Rm 13, 12). Por consiguiente, «no somos hijos de la noche», esto es de la infidelidad, «ni de las tinieblas», quiere decir de los pecados. «Desechemos las obras de las tinieblas, y revistámonos con las armas de la luz» (Rm 13, 12)»[19].
Con esta doctrina de San Pablo, escribe finalmente, Santo Tomás, en este capítulo de la Suma contra los gentiles, que: «se refuta la opinión de quienes dijeron que la gracia divina no añade nada en el hombre, como tampoco se le añade a uno porque se diga que tienen la gracia del rey, sino solo en el rey que ama. Pues es evidente que erraron por no tener en cuenta la diferencia entre el amor divino y el humano, porque el amor divino es causa del bien que ama en alguno, mientras que el humano no siempre lo es»[20]. Opinión que sorprendentemente se encuentra todavía en algunos autores actuales y que no parecen tener en cuenta esta importante diferencia, señalada por Santo Tomás.[21].
764. –¿Por la participación de la luz de Dios, y que es su naturaleza, que comunica el auxilio divino de la gracia, puede decirse, por tanto, que los hombres son hijos de Dios?
–El auxilio de la gracia comunica al hombre la naturaleza y la vida de Dios, aunque no íntegramente, sino de un modo participado, y en este sentido le hace hijo de Dios. Toda filiación consiste en recibir la misma naturaleza específica de otro, que es así el padre; y el auxilio divino o gracia: «no es sino una semejanza participada de la naturaleza divina»[22]. Por consiguiente, con tal auxilio sobrenatural, el hombre adquiere una verdadera y real filiación divina, aunque participada. El hombre se convierte así en hijo de Dios de modo analógico, por su participación real y formal, aunque accidental, de la naturaleza divina.
El hombre, con ella, no se convierte en hijo de Dios tal como es Cristo, porque la filiación no es según naturaleza, como la de Jesucristo, Hijo de Dios por naturaleza. Advierte Santo Tomás, al comentar el «Credo de los Apóstoles», que se reza en la liturgia del bautismo, que tal como se profesa en el Símbolo Niceno-constantinopolitano, o Credo de la misa: «debemos creer que Dios Hijo procede de Dios Padre, y que el Hijo es Luz, de la Luz que es el Padre»[23]. Explica, en el Compendio de teología, que: «lo que procede de otro puede diferenciarse del mimo por un defecto de pureza, por ejemplo (…) la sombra, con un rayo solar interceptado por un cuerpo opaco. Para excluir esto de la generación divina se dice que es «Luz de Luz» (Símbolo Niceno-constantinopolitano)»[24].
Podría decirse que la filiación del hombre por el auxilio divino es de adopción, siempre que la filiación adoptiva divina no se entienda igual que las adopciones humanas. Estas últimas son meramente legales y, por tanto, sin poner nada intrínseco en el adoptado. En cambio, la adopción divina comunica real e intrínsecamente la verdadera realidad divina, que es poseída así en parte, o por participación. Debe, por ello, afirmarse que el hombre en gracia posee la naturaleza divina de algún modo o grado y es así hijo de Dios participativa y analógicamente.
765. –¿Qué tipo de realidad accidental es la gracia?
–La gracia o auxilio divino, que «sólo Dios puede causar»[25], que le hace participar real formalmente de la naturaleza y vida de Dios, como forma inherente y habitual es una cualidad, un accidente que determina a la sustancia en sí misma. Sin embargo, no es una cualidad del mismo tipo que todas las otras.
Enseña Santo Tomás que hay cuatro especies de cualidades. La primera es la especie de la cualidad del hábito, que dispone a la substancia permanentemente en su ser –y entonces es un hábito entitativo– , o en su actividad –y, en este caso es un hábito operativo–. La segunda especie de la cualidad es la de la facultad o potencia, que es el principio próximo de operación del sujeto. La tercera es la especie de las cualidades pasibles, que siguen a los cambios substanciales o los producen. Son las cualidades sensibles de la substancia material: color, sonido, olor, sabor y calor. La cuarta es la especie de la figura, que es la determinación de la cantidad, según la disposición de las partes de un cuerpo[26].
Según esta división de la cualidad: «La gracia encaja en la primera especie de cualidad»[27]. La gracia es una cualidad a modo de hábito entitativo.
766. –Si la gracia (gracia gratis faciens) es una forma inherente y habitual al alma, se sigue que como hábito es una cualidad, y, por tanto, un accidente. No es una substancia, una entidad o cosa en sentido propio, sino una entidad accidental, una entidad dependiente de la substancia. Sin embargo, en una objeción, que se presenta en la Suma teológica, se dice: «la substancia es más noble que la cualidad. Pero la gracia es más noble que la naturaleza del alma, pues podemos hacer muchas cosas mediante la gracia para las cuales no basta la naturaleza»[28]. No parece, por ello, que pueda ser un accidente, inferior a la substancia. Además, si como el mismo Aquinate afirma que es «algo creado», ¿por qué la gracia no es una substancia, una entidad en sentido pleno o absoluto?
–En una de sus primeras obras, había escrito Santo Tomás, justamente para probar que la gracia es un accidente: «Porque la gracia es algo creado, es necesario que se ponga en el género de los accidentes. La razón de ello es que todo lo que adviene a algo después de que esto está acabado se relaciona accidentalmente con él; y ya que la gracia adviene después del ser del alma, no es algo de su esencia». Adviene a la substancia del alma, ya perfectamente constituida por su esencia completa y su ser propio. De manera que, como la gracia adviene después de la substancia acabada, «es necesario que se relacione accidentalmente con ella»[29].
A la objeción de la Suma teológica a su tesis sobre la naturaleza de la gracia, responde Santo Tomás, que, por el contrario, precisamente: «como la gracia es superior a la naturaleza humana, no puede ser substancia o forma substancial, sino que es forma accidental del alma misma, porque lo que está substancialmente en Dios se produce accidentalmente en el alma que participa la divina bondad, como se ve respecto de la ciencia», puesto que el hombre puede participar de la ciencia divina, pero con otro modo de ser. En Dios, la ciencia es substancial, porque se identifica con el ser divino. En el hombre, su ciencia no tiene ser propio, ya que le da la existencia el ser de la naturaleza humana, y es así una realidad accidental.
Por ello: «como el alma participa imperfectamente de la divina bondad, la misma participación de esta bondad –que es la gracia– tiene su existencia en el alma de un modo más imperfecto que la existencia del alma en sí misma. No obstante, es más noble que la naturaleza del alma, en cuanto que es expresión o participación de la bondad divina, aunque no en cuanto al modo de ser»[30].
El alma espiritual del hombre es una substancia, con un ser propio y proporcionado a su esencia limitada, y, por consiguiente, en sí misma es una participación de la bondad del ser de Dios. La gracia, que recibe, es superior en su esencia a la del alma, por su mayor participación de la bondad divina. Afirma Santo Tomás que: «El bien de la gracia de un solo hombre es mayor que el bien natural de todo el universo»[31]. Sin embargo, puede decirse que no lo es el orden del ser, de su modo de poseerlo, porque no tiene un ser propio, sino el de la substancia o alma, que es su sujeto, y es así un accidente suyo. En cuanto a su mera entidad, que es accidental, es inferior a la entidad substancial del alma, porque existe en ella y por ella, aunque, también: «como forma accidental es para completar el sujeto»[32].
767. –En otra objeción, del mismo artículo de la Suma teológica, se recuerda que «ninguna cualidad permanecerá después que dejó de existir en el sujeto»[33]. Todo accidente desaparece al hacerlo la substancia, que lo sustenta y hace existir. Sin embargo, como San Pablo a la gracia le llama «nueva criatura»[34], no es posible que: «la gracia se destruya, porque vendría a parar en la nada, de donde fue creada». ¿Cómo es posible, por tanto, que sea un accidente?
–En la correspondiente respuesta, Santo Tomás advierte, que, aunque creada, la gracia no es una substancia, una cosa, o ente autónomo e independiente, sino un ente accidental y «como dice Boecio, «el accidente consiste en estar en» (Pseudo-Bleda, Sententiae, s. 1, l. A)», o inherir. De ahí que: «todo accidente no se dice ente en cuanto tenga un ser propio, sino porque tiene el ser de otro», el de la substancia en la que está, y del ser de ella recibe la existencia. Por esto, al accidente: «dice Aristóteles, más bien se le llama «del ente» que «ente» (Metafísica, VII, 6, c. 1, 3)».
Además: «como el hacerse o destruirse es propio de quien tiene el ser, de ahí que, hablando con propiedad, ningún accidente se hace o se destruye, sino que decimos que se hace o se destruye en cuanto que el sujeto comienza o deja de existir en acto, como tal accidente»[35]. Su creación no es como la de la substancia, y, en este sentido podría decirse que no la hay, porque el ser y existencia del accidente les son dadas por la substancia. Por lo mismo, no puede desaparecer tampoco por aniquilación. Se habla, no obstante, de creación en cuanto se constituye en ente accidental por el ser del ente de la substancia a la que inhiere, y desaparece cuando no recibe el ser.
Este tipo de creación permite comprender las palabras de San Pablo sobre la gracia como «nueva criatura». Al comentarlas, explica Santo Tomás: «hemos sido creados y producidos en el ser de la naturaleza por Adán; pero ciertamente aquella criatura era ya antigua y envejecida, por lo cual, al producirnos y constituirnos a nosotros, el Señor, en el ser de la gracia, hizo cierta nueva criatura»[36].
La gracia como una cualidad entitativa determina a la substancia natural intrínsecamente, en su mismo ser, que queda elevado al orden sobrenatural. Lo hace porque por ser una cualidad: «obra en el alma no como causa eficiente, sino como causa formal»[37], como, forma que determina internamente. De manera cualitativa se compone con ella, para constituir una nueva entidad con una vida sobrenatural, una «nueva criatura». La gracia es un accidente puesto por Dios sobreañadido a la naturaleza humana, pero por ser sobrenatural, no guarda relación a la substancia natural como los otros accidentes, sino que causada por Dios, la sobrepasa y trasciende en su esencia y en sus efectos.
Además, la producción de la gracia no es una creación en sentido estricto, «hacer» o «sacar» de la nada, porque puede decirse que hay algo previo, una capacidad de recibirla. A esta capacidad o receptividad, que tiene la naturaleza humana se le llama potencia pasiva obediencial. La posee el hombre para recibir la realidad sobrenatural de la gracia. Por su poder, Dios puede producir en las naturalezas creadas algunas realidades o efectos, que no pueden causarlas las criaturas, que son así receptivas de los mismos.
No supone, tal capacidad de recibir efectos sobrenaturales en las criaturas, que, en ellas, se encuentre algo sobrenatural, porque la potencia obediencial es la sujeción de la criatura a la omnipotencia divina, basada en la relación que tiene con Dios. Por ello, afirma Santo Tomás, que, además de su «capacidad natural», las criaturas tienen: «otra según el orden del poder divino, al cual toda criatura está enteramente sometida»[38].
Según las potencias pasivas obedienciales, que «se dan en la criatura para que pueda hacerse en ella todo lo que Dios ordene»[39], infunde Dios la gracia y las virtudes sobrenaturales, que le acompañan. El alma puede recibirlas y ser actuada por ellas, aunque sean sobrenaturales, porque tienen capacidad dada también por Dios para ello.
Finalmente indica Santo Tomás que «se dice también que la gracia es creada, en cuanto, que los hombres son creados según ella, es decir, que de la nada, o sea no por sus méritos, son constituidos en un nuevo ser, según aquello de San Pablo: «creados en Cristo Jesús en buenas obras» (Ef 2, 9) »[40]. La gracia ha sido hecha de la nada, en cuanto no se ha constituido en el hombre por méritos propios.
Eudaldo Forment
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[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 147.
[2] Véase: Juan Luis lorda, La gracia de Dios, Madrid, Palabra, 2004,
[3] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 147.
[4] Jn 14, 4.
[5] Jn 15, 4.
[6] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 147.
[7] Ibíd., III, c. 148.
[8] Deut 30, 15-18.
[9] Eccli 15, 18.
[10] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 149.
[11] Tt 3, 5.
[12] Rm 9, 16.
[13] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 149.
[14] Ibíd., III, c. 150.
[15] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. 5, lec. 4.
[16] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Filipenses, c. 2, lec 4.
[17] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. 5, lec. 4.
[18] 1 Tes 5, 5.
[19] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Tesalonicienses, c. 5, lec. 1.
[20] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 150.
[21] Véase: José A. Sayés, La gracia (Vivir en Cristo), Madrid, Editorial Edapor, 1990.
[22] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 62, a. 1, in c.
[23] ÍDEM, Exposición del símbolo de los Apóstoles, art. II, 33.
[24] ÍDEM, Compendio de teología, I, c. 43, 79.
[25] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 62, a. 1, in c.
[26] Cf. Ibíd., I-II, q. 49, a. 2, in c.
[27] Ibíd., I-II, q. 110, a. 3, ad 3.
[28] Ibíd, Suma teológica, I-II, q. 110, a. 2, ob. 2.
[29] ÍDEM, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II sent., d. 26, q. 1, a. 2, in c.
[30] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 110, a. 2, ad 2.
[31] Ibíd., I-II, q. 113, a.9, ad 2.
[32] Ibíd., I, q. 77, a. 6, in c.
[33] Ibíd., I-II, q. 110, a. 2, ob. 3
[34] Gal 6, 15.
[35] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 110, a. 2, ad 3.
[36] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. 6, lec. 4.
[37] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 110, a. 2, ad 1.
[38] Ibíd., III, q. 1, a. 3, ad 3.
[39] Ibíd., I, q. 115. a. 2, ad 4.
[40] Ibíd., I-II, q. 110, a. 2, ad 3.
3 comentarios
Dios todo lo sabe y da su GRACIA a aquellos que creen en EL y
quieren practicar la JUSTICIA, pero hasta el CREER en EL y practicar
la JUSTICIA es FAVOR del Señor, el cual se nos hace PROPICIO Y
NECESARIO en nuestro camino de vida a fin de SALVARNOS. Hasta
el FAVOR del Señor es MISERICORDIA y es así que TODO LO BUENO QUE EXISTE LE PERTENECE.
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