LXVI. El castigo eterno
744. –¿Las diferencias en la bondad y en la maldad de los actos humanos, ya indicados, hacen que también sean distintos los correspondientes premios y castigos?
–El capítulo cuarto de los ocho, que Santo Tomás dedica, en la Suma contra los gentiles, a los castigos, que se siguen al infringir la ley de Dios, comienza con la siguiente argumentación: «Como la justicia divina exige que, para mantener la igualdad en las cosas, se castiguen las culpas y se premien los actos buenos, es preciso, si hay grados en los actos virtuosos y en los pecados, como se ha demostrado (III, c. 139), que los haya también en los premios y las penas».
Debe admitirse la gradación en las retribuciones y en los castigos, porque: «de otra manera no se observaría la igualdad si no se diese al mayor pecador una pena mayor y al más virtuoso un premio mayor; pues parece corresponder a una misma razón el retribuir de distinta manera según la diferencia del bien y del mal y según la de lo bueno y lo mejor, lo malo y lo peor».
La desigualdad en los premios y en las penas es necesaria por justicia, porque: «tal es la igualdad de la justicia distributiva, que a cosas desiguales corresponde también desigualmente. Según esto, no sería justa la recompensa de premios y penas si tanto unos como las otras fueran iguales».
Conclusión que queda confirmada por la Escritura. «Se lee en el Deuteronomio: «según la medida del pecado será la tasa de los azotes» (Deut 25, 2), y en Isaías: «En medida contra medida, cuando sea desechada, la juzgarás» (Is 27, 8)»[1].
745. –¿Cuál es la diferencia entre las penas a los pecados mortales y a las de los pecados veniales?
–Como se ha dicho: «Se puede pecar de dos modos: uno, cuando la intención de la mente se separa totalmente del orden a Dios, que es el fin último de los bienes, y esto es el pecado mortal. Otro, cuando permaneciendo la mente humana ordenada al último fin, se interpone algún impedimento que la entorpece para que no tienda libremente a él, y esto es el pecado venial».
Sufrirán castigo distinto, porque: «si la diferencia de penas debe corresponder a la de pecados, es natural que quien peca mortalmente haya de ser castigado de modo que sea desposeído del último fin del hombre; en cambio, quien peca venialmente ha de ser castigado de modo que no sea privado del último fin, sino sólo retardado, o que encuentre dificultad para conseguirlo». De este modo se observa la igualdad que supone la justicia, porque: «tal como el hombre se apartó del fin pecando voluntariamente, así, penalmente y contra su voluntad, se le impide conseguirlo».
También para probarlo argumenta Santo Tomás: «Lo que es la voluntad en los hombres, eso es la inclinación natural en las cosas naturales. Pero si a una cosa natural se le quita su inclinación al fin, jamás podrá conseguirlo. Por ejemplo, un cuerpo pesado, cuando por la alteración pierde la gravedad y se convierte en ligero no tenderá a su lugar». Así, por ejemplo, el hielo tiende a descender por su peso, pero cuando se convierte en vapor, por el calor, varía su tendencia, porque procurará ascender. «En cambio, si permaneciendo su inclinación al fin, es estorbado en su marcha, una vez desaparezca el obstáculo alcanzará el fin». Si en el ejemplo, del hielo se detiene su caída, cuando se retire lo que la impide volverá a caerse, porque su inclinación no se ha alterado.
De manera parecida: «La intención de quien peca mortalmente se desvía totalmente del último fin». Cambia, por tanto, su tendencia al mismo. «Sin embargo, la de aquel que peca venialmente permanece vuelta hacia el fin, aunque impedida en cierta manera por su excesivo apego a las cosas que se refieren al fin». Su intención hacia el último fin no se ha mudado, pero ha puesto impedimentos para alcanzarlo. En consecuencia, el que peca mortalmente, ya encuentra su primer castigo en haber perdido su último fin, la felicidad suprema. «Por esto se lee en el Evangelio: «Apartaos de mí, los que obráis la iniquidad» (Mt 7, 23)». En cambio: «a quien peca venialmente se le castiga de modo que sufra alguna dificultad antes de llegar a él»[2].
746. –¿La diferencia de penas a los pecados mortales y a los veniales afecta también a su duración?
–En el capítulo siguiente, sostiene Santo Tomás que: «Es preciso que esta pena, por la que alguien es privado del último fin, sea interminable». El pecado mortal merece una pena eterna. Da varias razones para probarlo.
En la primera, argumenta: «No hay privación de una cosa sino cuando naturalmente debía poseerse; pues no decimos que un cachorro, apenas nacido, esté privado de la vista. Pero el hombre no es apto naturalmente para conseguir en esta vida el último fin según se probó (III, c. 47, ss.)». Su último fin es sobrenatural, y necesita, para alcanzarlo, el medio sobrenatural de la gracia, que se pierde por el pecado mortal.
Se infiere de ello que: «la privación de este fin debe ser una pena posterior a esta vida. Sin embargo, después de esta vida no le queda al hombre la facultad de conseguir el último fin, porque el alma precisa del cuerpo para conseguir su fin, ya que por el cuerpo adquiere la perfección en la ciencia y en la virtud».
Por consiguiente: «el alma, después de separarse del cuerpo, ya no volverá a este estado en que adquiere la perfección mediante el cuerpo, como decían quienes defendían la transmigración, contra los que ya se discutió (II, c. 84). Luego, es necesario que quien es castigado con la pena de ser privado del último fin la sufra eternamente».
Otra razón, que no se basa en el sujeto del pecado, como la anterior, sino en el objeto del mismo, es la siguiente: «La equidad natural parece exigir que uno sea privado del bien contra el cual obra, porque obrando así se hace indigno de tal bien». Así, por ejemplo: «por este motivo, según la justicia civil, quien peca contra la nación es privado totalmente de la convivencia nacional, sea por la muerte o por el destierro perpetuo, sin mirar a la duración del pecado, sino a aquello contra lo que se pecó».
La vida presente y la nación terrena guardan una analogía con la vida en la eternidad y la sociedad de los bienaventurados, que gozan ya eternamente del último fin. Por ello: «quien peca contra el último fin y contra la caridad, por la cual existe la sociedad de los bienaventurados y de los que tienden a la bienaventuranza, debe ser castigado eternamente, aunque hubiera pecado por un breve intervalo de tiempo».
Una nueva razón, que da a continuación, también se apoya, como en la primera, en el sujeto y más concretamente en su intención. Parte de estas palabras de San Agustín: «Lo que quieres hacer, pero no puedes, Dios te lo imputa como realizado»[3], porque, como añade Santo Tomás: «el hombre sólo ve lo exterior, pero Dios mira el corazón» (1 Sam 16, 7)»[4]. Por ello, se lee en la Escritura: «Yo soy juez y testigo, dice el Señor»[5].
Nota seguidamente: «Quien, a cambio de un bien temporal se desvió del último fin, que se posee por toda la eternidad, antepuso la fruición temporal de dicho bien a la eterna fruición del último fin; por donde vemos que hubiera preferido mucho más disfrutar eternamente de aquel bien temporal». El pecador quiere contradictoriamente que no pase el tiempo para el goce que le proporciona el objeto finito y temporal, que ha elegido, y que toma como si fuera su último fin. Dios, que, como dice San Agustín, ve o es testigo de esta intención de la voluntad, la computa como realizada. «Luego, según el juicio de Dios, debe ser castigado como si hubiese pecado eternamente. Y es indudable que a un pecado eterno se debe pena eterna. Por tanto, quien se desvía del último fin debe recibir una pena eterna».
Además, se puede considerar otro argumento al comparar el castigo con el premio, porque: «por la misma razón de justicia, se da castigo a los pecados y premio a los actos buenos». Por consiguiente, si: ««el premio de la virtud es la bienaventuranza» (Aristóteles, Ética, 1, 10), que es eterna, según se demostró (III, c. 140). (…) la pena por la cual es uno excluido de la bienaventuranza debe ser también eterna. Por eso se dice en la Escritura: «E irán los malos al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt 25, 46)»[6].
747. –¿El castigo al pecado mortal, aunque éste sea muy grave, no parece excesivo?
–Sobre el mal horrendo que es el pecado, explicaba Santa Teresa de Jesús que, si se entendiese como queda el alma con el pecado mortal: «no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones». Los hombres, al pecar mortalmente, están: «todos hechos una oscuridad, y así son sus obras».
La doctora de la Iglesia lo ponía en claro con la siguiente analogía: «de una fuente muy clara lo son todos los arroyicos que salen de ella, como es un alma que está en gracia, que de aquí le viene ser sus obras tan agradables a los ojos de Dios y de los hombres, porque proceden de esta fuente de vida, adonde el alma está como un árbol plantado en ella».
Advierte seguidamente, para destacar el papel fundamental y decisivo de la gracia: «que la frescura y fruto no tuviera si no le procediere de allí, que esto le sustenta y hace no secarse y que dé buen fruto». De manera parecida: «el alma que por su culpa se aparta de esta fuente y se planta en otra de muy negrísima agua y de muy mal olor, todo lo que corre de ella es la misma desventura y suciedad»[7].
Como consecuencia, cuando el hombre: «cae en un pecado mortal: no hay tinieblas más tenebrosas, ni cosa tan oscura y negra, que no lo esté mucho más». Al alma en pecado mortal: «ninguna cosa le aprovecha; y de aquí viene que todas las buenas obras que hiciere, estando así en pecado mortal, son de ningún fruto para alcanzar gloria; porque no procediendo de aquel principio, que es Dios, de donde nuestra virtud es virtud, y apartándonos de El, no puede ser agradable a sus ojos; pues, en fin, el intento de quien hace un pecado mortal no es contentarle, sino hacer placer al demonio, que como es las mismas tinieblas, así la pobre alma queda hecha una misma tiniebla»[8].
Por ello, decía Santa Teresa a sus monjas: «Dios por su misericordia nos libre de tan gran mal, que no hay cosa mientras vivimos que merezca este nombre de mal, sino esta, pues acarrea males eternos para sin fin. Esto es, hijas, de lo que hemos de andar temerosas y lo que hemos de pedir a Dios en nuestras oraciones; porque, si El no guarda la ciudad, en vano trabajaremos (Sal 126, 1-2)»[9].
Sobre la extrema gravedad del pecado mortal y sus funestas consecuencias, nota San Agustín, en el último lugar citado, que: «como cada uno queda encadenado por sus propios pecados, y por sus propios pecados se castiga, por eso a los que estaban indebidamente traficando en el templo, el Señor los echó con un látigo hecho de cuerdas(Jn 2, 15). El problema es que no quieres ahora romper tus ataduras, porque no las sientes como ataduras; incluso te agradan, y te producen placer; pero las sentirás al final, cuando se diga: «Atadlo de pies y manos, y arrojadlo a las tinieblas exteriores; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 22, 13)»[10].
748 –¿Es recomendable el sentir miedo por el castigo de Dios?
–Respecto al horror al pecado mortal y al temor a la condenación, San Agustín enseñaba, en uno de sus sermones, que el hombre debe confesarse a sí como pecador. Ante Dios debe declarar: «Tú hiciste algo, y yo también hice algo. Lo que tú hiciste se llama naturaleza; lo que yo hice se llama vicio».
Además, con el reconocimiento de los propios pecados, que han sido contra Dios, y de « todo el mal causado a los demás»[11], debe elevar a Dios esta petición: «Si lo reconozco yo, perdónalo tú». Como consecuencia: «Vivamos santamente y, aun viviendo santamente, no presumamos en absoluto de carecer de pecado. Que la alabanza de la vida sea tal que reclame el perdón»[12]. Se lee en la primera carta de San Juan: «Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros»[13].
Nota San Agustín que, por el contrario: «los hombres sin esperanza, cuanto menos atentos están a reconocer sus pecados, tanto más curiosos son respecto de los ajenos. No buscan tanto qué pueden corregir sino de qué murmurar, y como no pueden excusarse a sí mismos, se muestran dispuestos a acusar a los demás».
Han de reconocerse los propios pecados, tal como se dice en el salmo 50 («miserere»): «yo reconozco mi maldad, mi pecado está siempre delante de mí»[14]. También admitir que: «El pecado (…) no puede quedar impune; sería una injusticia. Sin duda alguna ha de ser castigado. Esto es lo que te dice tu Dios: «El pecado debe ser castigado o por ti o por mí».
Igualmente advierte San Agustín: «El pecado lo castiga o el hombre cuando se arrepiente, o Dios cuando lo juzga; o lo castigas tú sin ti o Dios contigo. Pues ¿qué es el arrepentimiento, sino la ira contra uno mismo? El que se arrepiente se aira contra sí mismo».
Invita, por ello, que, por una parte: «Áirate por haber pecado y, dado que te castigas a ti mismo, no peques más. Despierta tu corazón con el arrepentimiento, y ello será un sacrificio a Dios»[15]. Sólo nos pide Dios la sinceridad del reconocimiento de nuestros pecados. Además, la sincera confesión del pecado mueve a Dios al perdón gratuito, tal como se indica en este versículo de otro salmo: «Te declaré mi pecado, no te oculté mi delito. Dije: «Confesaré mis culpas al Señor», y Tú perdonaste mi culpa y mi pecado»[16].
Por otra, exhorta San Agustín: «busca en el interior de tu corazón lo que es agradable a Dios. Haya contrición en tu corazón. ¿Por qué temes que perezca un corazón contrito? Tienes en el salmo: «¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro» (Sal 50, 12)»[17]. En la misma carta de San Juan, poco después del versículo citado se dice: «si nuestro corazón nos reprocha, Dios es más grande que nuestro corazón»[18].
Con el remordimiento: «sintamos desagrado de nosotros mismos cuando pecamos, ya que a Dios le desagradan los pecados. Y ya que no podemos estar sin pecado (1 Jn 1, 8) seamos semejantes a Dios al menos en el hecho de sentir desagrado por lo que le desagrada. Aunque de modo parcial, te adhieres a la voluntad de Dios porque te desagrada en ti lo que también detesta el que te creó. Dios es tu hacedor; pero mírate a ti mismo y destruye en ti lo que no salió de su taller»[19].
Ante este temible castigo de Dios, también Santo Tomás indica que: «contra este temor debemos emplear cuatro remedios: El primero consiste en obrar bien. «¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de ella elogios» (Rm 13, 3)»[20]. Al respecto, también incitaba San Agustín a sus fieles: «Aprended, pues, a desdeñar las cosas terrenas, si queréis servir a Dios con un corazón fiel. ¿Posees esa felicidad? No pienses que por eso eres bueno; más bien, hazte bueno con ella. ¿No la tienes? No pienses que por eso eres malo, sino guárdate del mal en que no cae el bueno»[21].
Añade Santo que: «El segundo es la confesión y penitencia en cuanto a los pecados cometidos, con tres características, dolor al considerarlos, humildad al confesarlos, intransigencia al satisfacer por ello, de esta manera se expía la pena eterna»[22].
Frente a los numerosos y grandes pecados del hombre arrepentido, ya el profeta Isaías anunciaba una consoladora y gozosa esperanza, al referir que: «dice el Señor: aunque sus pecados sean como la grana, como nieve serán blanqueados. Aunque sean rojos como el carmesí, como lana blanca serán»[23]. Aún con la advertencia del reproche de la justicia de Dios, debe mantenerse la esperanza en el perdón por su misericordia. Desde ella dice el Señor: «Se ha turbado mi corazón dentro de Mí, y se han conmovido mis entrañas. No ejecutaré el furor de mi ira» »[24],
Los otros dos remedios son los siguientes: «El tercero es la limosna, que todo lo purifica. «Ganaos amigos con el inicuo dinero, para que, cuando fallezcáis, os reciban en las moradas eternas» (Lc 16, 9)». Concluía, por ello, San Agustín, en el mismo sermón: «No reclamemos al Señor una recompensa terrena por nuestra vida santa. Dirijamos nuestra atención a las cosas que se nos prometen. Pongamos nuestro corazón allí donde no puede corromperse con las preocupaciones mundanas. Estas cosas que entretienen a los hombres pasan, vuelan. La misma vida humana sobre la tierra es vapor (Cf. St 4, 15)»[25].
El cuarto remedio lo constituye la caridad, es decir, el amor a Dios y al prójimo, amor que cubre los pecados en bloque. «Teniendo entre vosotros mismos constante caridad, porque la caridad cubre multitud de pecados» (1 Ped 4, 8), «La caridad cubre todas las faltas» (Prv 10, 12).»[26].
749. –Parece que las penas, o castigos, tienen un carácter expiativo y, por tanto, purgativo, o purificador. ¿Las penas divinas no deberían «terminar algún día»?
–Las penas divinas en la otra vida son eternas. La tesis contraria, explica Santo Tomás: «parece haber tenido origen indudablemente en la de algunos filósofos, que decían que todas las penas eran purgativas, y así habían de terminar algún día».
Esta opinión filosófica, que se encuentra en Orígenes y sus seguidores: «parecía verosímil por parte de la costumbre humana, porque, según nuestras leyes, las penas se imponen para enmienda de los vicios, y por eso son como ciertas medicinas». Este motivo es lógico suponerlo también en la pena divina: «porque si quien castiga impusiera la pena, no por algo, sino solamente por ponerla, resultaría que se gozaría en las mismas penas, y esto no cabe tratándose de la bondad divina». Por consiguiente, en el castigo divino: «no hay otro fin más conveniente que la enmienda de los vicios» y debe ser, por ello, temporal.
Sin embargo, Santo Tomás no admite que pueda afirmarse que: «todas las penas son purgativas y que, en consecuencia, han de terminar alguna vez». El motivo también es filosófico, o racional. Aunque «lo purgable es algo accidental a la razón de criatura y puede quitarse sin destruir su propia substancia», y que: «Dios aplica las penas no por sí mismas, como si se deleitara en ellas», no lo hace para la enmienda del pecador, «sino por algo distinto, es decir para imponer a las criaturas el orden, en el cual consiste el bien del universo».
El orden o leyes racionales, que la Providencia divina ha inscrito en las criaturas y que les lleva a su fin, o a su bien: «requiere que Dios distribuya todas las cosas proporcionalmente; por lo cual se dice en el libro de la Sabiduría que Dios lo hace todo con «peso, número y medida» (Sab 11, 21)», Orden que se encuentra en lo específico y en lo individual. «Y así como los premios corresponden proporcionalmente a los actos virtuosos, así deben corresponder la penas a los pecados».
Por este motivo: «a ciertos pecados corresponden penas sempiternas, según se ha demostrado». Por consiguiente, hay que afirmar que: «Dios impone por ciertos pecados penas eternas, para que se observe en las cosas el orden debido que manifiesta su sabiduría».
750. –¿Podría sostenerse, también como consecuencia, que todas las penas que inflige la justicia humana son expiativas y correctivas?
–Puntualiza seguidamente Santo Tomás que: «aunque alguien admita que todas las penas son aplicadas únicamente para enmienda de las costumbres», y se haya probado que algunas penas divinas son eternas, no se puede inferir que todas las demás penas son «purgativas y terminables» una vez cumplida su misión. «Pues incluso según las leyes humanas, algunos son castigados con la muerte, no ciertamente para enmienda personal, sino para enmienda de los demás. Por eso se dice en los Proverbios: «Castiga al hombre pestilencial y el necio será más sabio» (Prov 19, 25)».
También a otros se condena al destierro perpetuo, porque igualmente: «según las leyes humanas, son desterrados para siempre de la ciudad, con el fin de que con su destierro quede más limpia la ciudad. Por ello, se dice en los Proverbios: «Echa fuera al escarnecedor, saldrá con él la pendencia» (Prov 22, 10)».
El examen de la justicia punitiva, permite concluir que, en ella: «aunque las penas se apliquen para enmienda de las costumbres, nada impide que según el juicio de Dios, algunos deban ser separados perpetuamente de la compañía de los buenos y castigados eternamente, con el fin de que los hombres desisten de pecar por temor de la pena perpetua».
Además, de manera parecida a la que se aplica en la sociedad terrena, la pena eterna tiene como finalidad: «que la sociedad de los buenos se purifique con la separación, según se dice en le Apocalipsis. »En ella –es decir, en la Jerusalén celestial, que significa la sociedad de los buenos– «no entrará ninguna cosa contaminada ni quien cometa abominación y mentira» (Ap 21, 27)»[27].
751. –¿El castigo eterno consiste solamente en la privación definitiva del último fin?
–El castigo eterno puede considerarse como doble, porque: «quienes pecan contra Dios han de ser castigados no sólo con la privación perpetua de la bienaventuranza, sino también con la de experimentar algo nocivo. Porque la pena debe corresponder proporcionalmente a la culpa, según se ha dicho (III, 142)». La razón es porque: «en la culpa no sólo se desvía la mente del último fin, sino que se convierte también indebidamente a otras cosas tomándolas como fines. Por tanto, quien peca no ha de ser castigado solamente con la privación del fin, sino también con la de sentir daño, procedente de otras cosas»[28].
En la Suma teológica, llega también a la misma conclusión. Parte del principio: «la pena es proporcional al pecado», y tiene en cuenta que: «en el pecado debemos distinguir dos aspectos: primero, la aversión del bien imperecedero, que es infinito y hace que el pecado también lo sea; segundo, la conversión desordenada al bien perecedero; y, por esta parte, el pecado es finito, al igual que el acto en sí mismo considerado, que es también finito, pues los actos de la criatura no pueden ser infinitos».
Aparecen de este modo dos penas, porque, en cuanto: «a la aversión, le corresponde al pecado la pena de daño, que es infinita, pues es la pérdida de un bien infinito, a saber de Dios. En cambio, fijándonos en la conversión, le corresponde la pena de sentido, que es finito»[29].
Además de la pena de daño, de la privación de la visión de Dios, o de estar separado de Él, y de todos los bienes que proceden de ello, en la condena por los pecados mortales sin arrepentimiento, es necesaria también que se imponga la pena de sentido, porque: «las penas se aplican por las culpas, para que por temor a las penas se retraigan los hombres de pecar, según se ha dicho (III, c. 144). Pero nadie teme perder lo que no desea conseguir. Luego quienes tienen la voluntad apartada del último fin no temen ser excluidos de él. Por tanto, por la sola privación del fin no se desviarían del pecado. En consecuencia, es menester aplicar a los pecadores otra pena que les haga temer cuando pecan»[30].
Sin embargo, cuando reciba la pena de daño y de sentido, el condenado comprenderá entonces lo que ha perdido por su culpa, una felicidad a la que tiende por naturaleza y que no alcanzará nunca al igual que nunca terminarán estas penas. Notaba el tomista Garrigou-Lagrange: «El sufrimiento producido por la privación eterna de Dios no puede concebirse sino muy difícilmente en esta tierra. ¿Por qué? Porque el alma no ha adquirido aún conciencia de su propia desmesurada profundidad, que sólo Dios puede colmar y atraer a sí irresistiblemente. Los bienes sensibles nos enredan hasta hacernos sus esclavos; las satisfacciones de la concupiscencia y del orgullo nos impiden comprender prácticamente que sólo Dios es nuestro fin, que sólo Él es el Bien soberano. La inclinación que nos arrastra hacia Él, como hacia la Verdad, la Bondad, la Belleza suprema, es, a menudo, contrarrestada e impulsada en sentido opuesto por la atracción de las cosas inferiores»[31].
Se advierte igualmente que es necesaria que se imponga la pena de sentido al juzgar al pecador, porque, como argumenta Santo Tomás: «Si alguien usa desordenadamente de lo que es para un fin, no sólo es privado del fin, sino que incurre también en otro daño, como lo vemos claramente cuando se toma alimento sin moderación, el cual no da robustez y produce enfermedades. Quien sitúa su fin en las cosas creadas no usa de ellas como debe, es decir, refiriéndolas al fin último. Luego, no solamente debe ser castigado con la privación de la bienaventuranza, sino también sufriendo algún daño por parte de las cosas mismas»[32].
Santa Catalina de Siena, a quien Dios, como a otras almas, le concedió un conocimiento mayor de estos castigos, nombraba cuatro principales. El primero es la visión de Dios. Para los condenados: «la pena es tan grande, que, si les fuera posible, elegirían antes el fuego y los más terribles tormentos», con tal de no estar privados de esta visión. «Este tormento despierta en ellos el segundo: el gusano de la conciencia, que roe siempre». La visión de los demonios es el tercer tormento, «porque al verlos (los condenados) se conocen mejor a sí mismos». El fuego es el cuarto tormento. «Este fuego arde y no consume, porque el alma no puede ser consumida en su ser», porque es espiritual, pero si, «por divina justicia», que le aflija tal fuego. «De estos cuatro tormentos proceden todos los demás: frío, calor y rechinar de dientes»[33].
Nota, por último, Santo Tomás que: «De aquí que la Sagrada Escritura amenace a los pecadores no sólo con la privación de la gloria, sino también con la aflicción de las otras cosas. Pues se dice: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25, 41). Y también: «Hará llover sobre los pecados carbones encendidos, fuego y azufre; y un huracanado torbellino será parte de su cáliz» (Sal 10, 7)»[34].
752. –En esta vida, los jueces imponen penas de sentido. ¿Les es lícito?
–Afirma Santo Tomás, en el último de esta serie de capítulos sobre los castigos, que: «es justo castigar a los malos, porque las culpas se corrigen por las penas, según se ha dicho (III, c. 140); no pecan, pues, los jueces al castigar a los malos». A los jueces, por tanto, obran legítimamente: «cuando castigan a los malos, puesto que nadie peca cuando hace justicia».
Además, es justo que se castigue con estas penas, porque: «como algunos, entregados a las cosas sensibles, sólo se cuidan de lo que se ve, menospreciando las penas infligidas por Dios, dispuso la divina providencia que, en la tierra, hay hombres que con penas sensibles y presentes obliguen a algunos a la observancia de la justicia».
Se puede probar que «castigar a los malos no es esencialmente malo», porque: «El bien común es mejor que el bien particular de uno. En consecuencia, el bien particular de una solo ha de sacrificarse para conservar el bien común. Pero la vida de algunos hombres perniciosos impide el bien común, que es la concordia de la sociedad humana. Luego, tales hombres han de ser apartados de la sociedad humana mediante la muerte».
Se comprende la licitud de esta pena máxima, porque: «Así como el médico intenta con su actuación procurar la salud, que consiste en la concordia ordenada de los humores, así el jefe de la ciudad intenta con su actuación la paz, que consiste en la concordia ordenada de los ciudadanos. Pero el médico corta justa y útilmente el miembro pútrido si éste amenaza corromper al cuerpo. Según esto, justamente y sin pecado mata el que rige la ciudad a los hombres perniciosos para que la paz de la misma no se altere».
Esta tesis se ve confirmada en la Escritura. Sobre el castigo: «dice San Pablo: «¿no sabéis que un poco de levadura hace fermentar toda la masa?» (1 Cor 5, 6). Y poco después, añade: «Quitad al malvado de entre vosotros mismos» (1 Cor 5, 13). Y sobre: «la potestad terrena se dice: «No en vano lleva la espada, pues es ministro de Dios, vengador para castigo del que obra el mal» (Rm 13, 4). Y en la primera carta de San Pedro: «Por amor del Señor estad sujetos a toda autoridad humana, ya al emperador, como soberano; ya a los gobernadores, como delegados suyos, para castigo de los malhechores y elogio de los buenos» (1 Ped 2, 13-14)».
753. –Explica el Aquinate que algunos decían que: «no es lícito imponer castigos corporales, alegando a favor de su error lo que se lee en la Escritura: «No matarás» (Ex 20, 13) y se vuelve a insistir en San Mateo (Mt 5, 21)». Además, también aducían: «lo que se dice que respondió el Señor a los criados que querían recoger la cizaña de entre el trigo: «Dejad que ambos crezcan hasta la siega» (Mt 13, 30). Y por cizaña se entiende, según se dice en el mismo lugar «los hijos del maligno», y por siega, «la consumación del siglo» (v. 38 y ss.)». Se infiere de ello que: «no se debe matar a los malos por separarlos de los buenos». Por último, alegan que: «mientras el hombre está en el mundo puede hacerse mejor. Por tanto, no se le ha de separar del mundo por la muerte, sino que se ha de conservar para que haga penitencia». ¿Cuál es la replica del Aquinate?
–Considera Santo Tomás que los tres argumentos son insubstanciales. El primero, porque: «en la ley que dice: «No matarás» (Ex 20, 13)»[35], pero se añade, poco después, una serie de castigos con la muerte, por ejemplo «el que hiere a un hombre matándolo voluntariamente, muera de muerte»[36]. Con todo ello: «se da a entender que la muerte injusta está prohibida».
En cuanto al segundo argumento: «se prohíbe la muerte de los malos allí donde no puede hacerse sin peligro de los buenos; cosa que acontece ordinariamente cuando todavía no se han distinguido los malos de los buenos por pecados manifiestos o cuando se teme el peligro de que los malos arrastren tras de sí a muchos buenos». No se prohíbe, sin embargo, su muerte si no hubiera estos peligros.
Respecto al tercer y último argumento, nota, por una parte, que sobre la posibilidad de la enmienda de los malos mientras vivan: «no es obstáculo para que se les pueda dar muerte justamente, porque el peligro que amenaza con su vida es mayor y más cierto que el bien que se espera de su enmienda». Por otra parte: «los malos tienen en el momento mismo de la muerte poder para convertirse a Dios por la penitencia. Y si bien están obstinados en tal grado que ni aun entonces se aparta su corazón de la maldad, puede juzgarse con bastante probabilidad que nunca se corregirían de ella»[37].
En definitiva, Santo Tomás considera que, por derecho natural, la autoridad civil puede utilizar los medios necesarios para conservar el bien común, como es su deber, y, por tanto, castigar con la muerte, cuando sea el único medio posible para cumplirlo[38].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 142.
[2] Ibíd., III, c. 143.
[3] San Agustín, Comentarios a los Salmos, Sal 57, v. 3.
[4] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 144.
[5] Jer 29, 23.
[6] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 144.
[7] Santa Teresa de Jesús, Las moradas del castillo interior, Moradas primeras, c. 2, 2.
[8] Ibíd., Moradas primeras, c. 2, 1.
[9] Ibíd., Moradas primeras, c. 2, 5.
[10] San Agustín, Comentarios a los Salmos, Sal 57, v. 3.
[11] ÍDEM, Sermones, Serm. 19, 1.
[12] Ibíd., Serm. 19, 2.
[13] 1 Jn 1, 8.
[14] Sal 50, 5.
[15] San Agustín, Sermones, Serm. 19, 2.
[16] Salm 31, 5
[17] San Agustín, Sermones, Serm. 19, 3.
[18] 1Jn 3, 20.
[19] SaN Agustín, Sermones, Serm. 19, 4.
[20] Santo Tomás de Aquino, Exposición del Símbolo de los apóstoles, art. 7, 111.
[21] SaN Agustín, Sermones, Serm. 19, 4.
[22] Santo Tomás de Aquino, Exposición del Símbolo de los apóstoles, art. 7, 111.
[23] Is 1, 18.
[24] Os 11, 8-9.
[25] SaN Agustín, Sermones, Serm. 19, 6.
[26] Santo Tomás de Aquino, Exposición del Símbolo de los apóstoles, art. 7, 111.
[27] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 144.
[28] Ibíd., III, c. 145.
[29] Ídem., Suma teológica, I-II, q. 87, a.4, in c.
[30] Ídem., Suma contra los gentiles, III, c. 145.
[31] R. Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid, Rialp, 1951, p. 148.
[32] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 145.
[33] Santa Catalina de Siena, El diálogo, II, a. 1, 4, b, 2 (c. XXXVIII).
[34] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 145.
[35] Ibíd., III, c. 146.
[36] Ex 20, 12.
[37] Santo tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 146.
[38] La Iglesia católica siempre ha considerado, en su magisterio ordinario e incluso en concilios, que la sanción penal suprema es lícita, pero no que sea necesaria. Es siempre el derecho positivo, como defensor del bien común, al que corresponde legítimamente determinar las penas correspondientes de acuerdo con la gravedad de los delitos y circunstancias.
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