LIX. El culto a Dios
662. –Se ha probado que la finalidad principal de la ley divina es que el hombre se una a Dios y que lo haga por el amor. Esta intención queda claramente expresada en el primer mandamiento, «Amarás a Dios sobre todas las cosas». Por consiguiente, en este primer y principal mandamiento se contiene el precepto del amor, o de la caridad. Afirma seguidamente el Aquinate que se sigue de ello que «los hombres están obligados a la verdadera fe por ley divina». ¿Por qué contiene este precepto también el de la fe?
–Además del precepto de la virtud de la caridad, el primer mandamiento preceptúa también la virtud de la fe. Santo Tomás lo prueba con cuatro argumentos. El primero, basado en el carácter previo de la fe respecto de la caridad, es el siguiente: «Así como el principio del amor corporal es la visión propia del ojo corporal, así también el comienzo del amor espiritual debe ser la visión inteligible del objeto espiritual amable. Pero la visión del objeto espiritual amable que es Dios, no podemos alcanzarla al presente sino por la fe, puesto que excede a la razón natural; y sobre todo consistiendo nuestra felicidad en su goce. Es preciso, pues, que seamos inducidos por la ley divina a la verdadera fe»[1].
También muestra que, en el mandamiento, se manda la fe, porque, como se expone en el Deuteronomio, se prescribe: «Adorarás al Señor tu Dios y le servirás (…) no vayáis en pos de otros dioses» [2]. Argumenta, por ello, Santo Tomás: «La ley divina ordena al hombre con objeto de que esté totalmente sometido a Dios. Pero así como el hombre se somete a Dios, por parte de la voluntad, amándole, así también se somete, por parte de entendimiento, creyendo en Él. Mas no creyendo algo falso, porque Dios, que es la Verdad, no puede proponer al hombre ninguna falsedad; por lo que, quien cree algo falso no cree a Dios. Por tanto, los hombres son conducidos a la verdadera fe por la ley divina».663. –Según estos dos argumentos, podría pensarse que la fe es un ideal propuesto por el primer mandamiento, de manera que bastaría con el amor a Dios; y así preguntarse: ¿La caridad o amor a Dios es suficiente para salvarse?
–No sólo es necesaria la fe para salvarse, sino que tiene que ser la fe verdadera, tal como se precisa en este otro argumento: «Quien yerre sobre lo que pertenece a la esencia de una cosa, no conoce dicha cosa; como si alguien pensara que el hombre equivale a animal irracional, no conocería a hombre. Otra cosa sería si se equivocara sobre alguno de los accidentes». Sin embargo: «tratándose de compuestos, quien yerra sobre alguno de los principios esenciales, no conocerá la cosa de modo acabado, pero si hasta cierto punto; como quien piensa que el hombre es animal irracional tiene de él un conocimiento genérico», pero no específico, tal como debería tener.
No ocurre así con el contenido de la fe, que no es compuesta, porque: «esto no puede suceder con las cosas simples, puesto que un error cualquiera acerca de ella nos priva totalmente de su conocimiento. Es así que Dios es simplicísimo. Luego, quien yerra sobre Dios no le conoce, pues toma por Dios una cosa distinta».
Además: «nosotros amamos y deseamos una cosa en la medida que la conocemos. Así, pues, quien yerra sobre Dios, no puede amarle ni desearle como fin. Por consiguiente, siendo el objeto de la ley divina el conseguir que los hombres amen y deseen a Dios (III, c. 116), resultará que los hombres son constreñidos por ella a tener una fe verdadera de Dios».
Debe tenerse en cuenta asimismo que la posesión de la verdadera fe es tan necesaria como la de hacer el bien, porque: «la falsa opinión es con respecto a lo inteligible lo mismo que el vicio es opuesto a la virtud en lo moral, pues «el bien del entendimiento es lo verdadero» (Aristóteles. Ética, VI, 2). Si, pues, a la ley divina corresponde prohibir los vicios, a ella corresponderá también rechazar las falsas opiniones sobre Dios y las cosas divinas».
Nota asimismo Santo Tomás que : «Por esto se dice en la Escritura: «Sin la fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11, 6). Y, antes de establecer precepto alguno, se anticipa la fe recta en Dios, al decir: «Oye, Israel: El señor, tu Dios, es único» (Ex 20, 2)».
664. –¿Con esta prueba sobre el mandato de la fe del primer mandamiento, queda probada la necesidad de la fe para la salvación?,
–Con estos argumentos, establece Santo Tomás la necesidad de la fe. Nota también que, con todo ello: «se refuta el error de quienes decían que nada importa para la salvación del hombre la clase de fe con que éste sirva a Dios»[3].
Necesidad, que siempre ha mantenido y enseñado la Iglesia, porque, como se explica en el nuevo Catecismo: «El derecho a la libertad religiosa no es ni la permisión moral de adherirse al error (Cf. León XIII, enc. Libertas praestantissimum), ni un supuesto derecho al error (Cf. Pío XII, discurso 6 diciembre 1953), sino un derecho natural de la persona humana a la libertad civil, es decir, a la inmunidad de coacción exterior, en los justos límites, en materia religiosa por parte del poder político»[4].
Sobre estos «justos límites», que hacen que la libertad religiosa, en cuanto libertad civil, en sí misma no sea ilimitada, se precisa también que: «deben ser determinados para cada situación social por la prudencia política, según las exigencias del bien común, y ratificados por la autoridad civil según «normas jurídicas, conforme con el orden objetivo moral» (Concilio Vaticano II, Declaración sobre la libertad religiosa, 7»[5].
665. –¿El primer precepto de la ley incluye también la obligación de la esperanza?
–En el primer mandamiento, además de ordenar la caridad y la fe, también lo hace con la otra virtud teologal de la esperanza. En el primero de los preceptos, tal como se infiere en el siguiente párrafo del Catecismo de Trento: «se contiene el precepto de la fe, de la esperanza y de la caridad; porque al llamarle Dios, le confesamos con razón y justicia inmutable, invariable, que permanece siempre El mismo y fiel; por lo cual, al dar crédito a sus palabras, le tributamos necesariamente entera fe y honor supremo. Y el que reconoce su omnipotencia, su clemencia y su prontitud e inclinación a hacer el bien, ¿podrá menos de fijar en él todas sus esperanzas? Y si contempla las riquezas de su bondad y de su amor, que derrama sobre nosotros, ¿podrá dejar de amarle?»[6].
666. –El primer mandamiento ordena las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. ¿Se mandan otras virtudes?
–Se ordena también la virtud de la religión, en cuyos actos, que refieren al culto a Dios, se realizan los de las tres virtudes teologales, que nos unen a Dios. La religión se identifica con el culto a Dios, porque, como explica Santo Tomás: «El culto de Dios llámase también religión, porque mediante dichos actos se liga en cierto modo el hombre a Dios para no apartarse de Él»[7].
Explica Santo Tomás que: «San Isidoro recoge la etimología de Cicerón y dice: «El religioso es llamado así porque cuida diligentemente y como revisa lo que concierne al culto divino» (Etimologías, X, let. R). Así, pues la palabra religión parece derivarse de «releer» en el sentido de que lo concerniente al culto divino ha de meditarse frecuentemente en el corazón, conforme al mandato de la Escritura: «En todos tus caminos piensa en Él» (Prov 3, 6)».
Una posible segunda etimología es la que tiene su origen en la que explica San Agustín, porque: «también pudiéramos suponer que se llama así a la religión por «nuestra obligación de reelegir a Dios, a quien por negligencia hemos perdido» (San Agustín, La ciudad de Dios, X, c. 3)». Hay otra tercera, porque religión: «pudiera tener su origen en la palabra «religar», pues San Agustín dice: «La religión nos liga a un Dios único y omnipotente» (San Agustín, La verdadera religión, c. 55)».
La religión, en definitiva, implica una relación a Dios, porque: «sea que se llame así por la repetida lectura, o de la reiterada elección de lo que negligentemente perdimos, o por la religación, lo cierto es que la religión importa propiamente un orden a Dios». Se comprende, porque: «a Él, debemos ligarnos como a principio indefectible; a Él, como a fin último, debe tender sin interrupción nuestra elección y, después de haberle rechazado pecando, le debemos recuperar creyendo y atestiguando nuestra fe»[8].
Para ello, lo propio de la religión es el culto del hombre a Dios: «porque por cierto instinto natural se siente obligado a tributar, a su manera, reverencia a Dios, de quien recibe su propio ser y en quien está el principio de todo bien». Una profunda inclinación del hombre, como las de las otras criaturas, es la tendencia a Dios, pero en cuanto espiritual tiende con su entendimiento a conocerle y con su voluntad a amarle. Además, con todo su ser, corporal y espiritual, tiende a entregarse al servicio de Dios como a su Señor.
Por su inclinación natural a la religión, o a rendir culto a Dios, como primer principio y fin de todo: «la religión recibe también el nombre de piedad. Pues la piedad es la virtud por la que tributamos a nuestros padres el debido honor; de donde es comprensible que sea propio de la piedad el exhibir honor a Dios, que es el Padre de todos. Por esto, quienes se oponen a lo que corresponde el culto divino se llaman impíos»[9]; y a quienes son religiosos, piadosos.
667. –¿Cómo tiene que ser el culto divino, prescrito por el primer mandamiento?
–Advierte Santo Tomás en la Suma teológica que: «El honor y reverencia tributados a Dios no son en su provecho, sino en el nuestro, por ser Él plenitud de la gloria, a quien nada puede añadir la criatura. Pues la reverencia y honor a Dios implican la sumisión de nuestra mente, que en esto se perfecciona».
La razón es porque: «la perfección de las cosas está en la subordinación a lo que les es superior; así, el cuerpo vivificado por el alma; y el aire iluminado por el sol». Sin embargo: «la mente humana necesita, para su unión con Dios ser llevada por las cosas sensibles, pues como dice San Pablo: «lo invisible de Dios nos es conocido por medio de las criaturas» (Rm 1, 20)»[10].
La inteligencia humana puede ir hacia Dios por las cosas corporales, porque: «siendo connatural al hombre adquirir el conocimiento por medio de los sentidos, y dificilísimo trascender las cosas sensibles, Dios le proveyó de tal manera que pudiera atisbar también en ellas lo divino, para que su pensamiento se sintiese así más atraído por lo que pertenece a Dios, incluidas aquellas cosas que la mente humana no es capaz de contemplar en sí mismas»[11].
Por todo ello: «en el culto divino, son necesarios ciertos actos corporales que, a modo de signos, exciten la mente humana a actos espirituales, que unen el hombre a Dios». Como consecuencia, por una parte: «la religión consta de actos internos, que son los principales y propios de la religión, y de actos exteriores, que son secundarios y ordenados a los interiores»[12].
Por otra, que: «se instituyeron los sacrificios sensibles que el hombre ofrece a Dios, no porque Él tenga necesidad de los mismos, sino para hacer presente al hombre que él y todo lo suyo ha de ser referido a Dios como a su fin y como a su Creador, Gobernador y Señor universal»[13].
El acto más importante del culto con el que se debe honrar a Dios de manera externa y social es el sacrificio sensible. El deber de ofrecer sacrificios es de derecho natural, porque: «la razón natural dicta al hombre el estar sometido a un superior, pues para remediar las propias deficiencias necesita la dirección y ayuda de alguien que está por encima de él. Y cualquiera que sea este ser, es a quien todos han llamado Dios».
Precisa seguidamente Santo Tomás que: «Es asimismo connatural al hombre el servirse de signos sensibles para expresarse, pues de lo sensible nos viene todo conocimiento. Luego, según la razón natural, el hombre debe servirse de cosas sensibles y ofrecerlas a Dios como signo de sumisión y del honor que le debe, al igual que los que ofrecen algo a sus señores en reconocimiento de su señorío, Y siendo esto precisamente lo que se expresa en la idea de sacrificio, se sigue que la oblación de sacrificios pertenece al derecho natural»[14].
668. –¿Hay otros actos propios de la religión que necesiten directamente de las cosas sensibles?
–Hay otros muchos actos religiosos, que se realizan mediante lo sensible. Unos, porque hay: «medios de santificación mediante algunas cosas sensibles, con las cuales el hombre se lava o es ungido, come o bebe, profiriéndose al mismo tiempo ciertas palabras sensibles para representar mediante ello al hombre el proceso de los dones inteligibles que le va infundiendo desde fuera Dios, cuyo nombre se expresa con voces sensibles». Actos de este tipo, por su carácter sensible, serían los de los sacramentos de Cristo.
Otros, porque asimismo existen los actos o cosas llamados sacramentales, que pertenecerían a un segundo tipo de actos religiosos, ya que: «también los hombres ejecutan ciertas obras sensibles, no para mover a Dios, sino para suscitar en sí mismos el deseo de lo divino; como las postraciones, genuflexiones, oraciones vocales y cánticos, que no se realizan porque Dios los necesite, ya que El lo conoce todo, y su voluntad es inmutable, y acepta para sí el afecto de la mente, no el movimiento del cuerpo; sino que las hacemos a beneficio nuestro, a fin de que nos sirvan para dirigir a Dios nuestra intención e inflamar nuestro afecto. Y así, ofreciendo a Dios estos obsequios espirituales y corporales, le confesamos autor de nuestra alma y de nuestro cuerpo».
Nota Santo Tomás que: «por esto no es de admirar que los herejes, al negar que Dios es el autor de nuestro cuerpo, condenen estos obsequios corporales tributados a Él. Lo cual demuestra también que se olvidaron de que eran hombres, al no juzgar necesaria la representación sensible para el conocimiento interno y el afecto; porque vemos experimentalmente que nuestra alma se vale de actos corporales para excitarse al deseo y al afecto. Esto manifiesta, pues, la conveniencia de que nos sirvamos de ciertas cosas corporales para elevar nuestra mente a Dios».
Puede así decirse que: «el culto divino consiste en tributar estas cosa corporales a Dios, pues decimos que rendimos culto a algo cuando mediante nuestras obras ponemos en ello nuestro interés. Ahora bien, al prestar a Dios nuestro interés mediante nuestros actos, no lo hacemos en provecho suyo, como cuando rendimos culto a las otras cosas con nuestras obras, sino que lo hacemos en provecho propio, acercándonos por esos actos a Él».
Además del culto exterior, que se realiza con actos externos, hay también el culto interior, que se hace con internos, con entendimiento, como la oración, y con la voluntad, como la devoción. El culto interior es el más importante y el constituye propiamente el culto, porque: «como por los actos interiores tendremos directamente a Dios, resulta que con ellos propiamente le rendimos culto; no obstante, los actos exteriores también pertenecen al culto divino, puesto que por ellos se eleva nuestra mente a Dios».
669. –Con la religión y sus actos de culto cumplimos un deber para con Dios, pero, conforme nota el Aquinate: «como Dios es no sólo causa y principio de nuestro ser, sino también dueño absoluto del mismo, y todo cuanto tenemos se lo debemos, y por esto es verdaderamente Señor nuestro, todo lo que hacemos en su honor se llama servicio». ¿Cuál es el carácter de este servicio?
–Precisa Santo Tomás seguidamente que: «Dios es señor no accidentalmente, como un hombre lo es de otro, sino por naturaleza. Hay, pues, una diferencia entre el servicio que debemos a Dios y el que debemos al hombre, al cual estamos sometidos accidentalmente, y el cual tiene sobre las cosas un dominio solo particular, derivado de Dios. Por eso, el servicio que debemos a Dios es llamado por los griegos, de una manera peculiar, latría»[15].
El servicio, o culto de latria, o de adoración, es único, porque se le debe sólo al verdadero Dios. A este deber, que expresa el primer mandamiento, se opone la idolatría , el culto a los ídolos, o a falsos dioses. Respecto a este pecado gravísimo, explica a continuación que hay distintas clases, que se han dado a lo largo de la historia.
En primer lugar: «hubo quienes opinaron que el culto de latría debía tributarse no sólo al primer principio de las cosas, sino también a todas las criaturas superiores al hombre. De ahí que algunos, aunque sostenían que Dios es el primer principio único y universal de las cosas, pensaran que el culto de latría debía tributarse en primer lugar, después de Dios, a las substancias intelectuales celestes, a las que llamaban dioses, ya fueran substancias absolutamente incorpóreas, ya fuesen las almas de las esferas y estrellas».
Otros, en segundo lugar, que se debía culto: «a ciertas substancias intelectuales que creían unidas a cuerpos aéreos y llamaban demonios. Como pensaban que eran superiores a los hombres, como lo es el cuerpo aéreo al terrestre, opinaban que los hombres debían tributarles culto divino; y llamábanles dioses por comparación a los hombres considerándoles como medios entre los hombres y aquellos otros dioses. Además, como creían que las almas de los buenos, cuando se separan del cuerpo, pasan a un estado superior al de la vida presente, también pensaban que se debía tributar culto divino a las almas de los muertos llamados héroes o manes».
En tercer lugar: «por el contrario, otros, pensando que Dios es el alma del mundo creyeron que debía rendirse culto divino a todo el mundo y a cada una de sus partes, pero no en atención al cuerpo, sino al alma, que era Dios, según su parecer; igual que cuando tributamos honor al hombre sabio, no por su cuerpo, sino por su alma».
Por último, en cuarto lugar: «otros, en cambio, sostenían que debía tributarse también culto divino a aquellas cosas que son inferiores al hombre en naturaleza, puesto que tienen en sí alguna participación de la naturaleza superior. Por eso, como creían que ciertas imágenes hechas por los hombres gozan de alguna virtud sobrenatural por influencia de los cuerpos celestes o por la presencia de algunos espíritus, afirmaban que a dichas imágenes se debía tributar culto divino, y las llamaban asimismo dioses. Por esto fueron llamados idólatras, pues daban culto de latría a los ídolos, es decir, a las imágenes».
670. –¿Cómo se pueden rebatir estos cuatro modos del pecado de idolatría, que reconocen también la existencia de un dios trascendente?
–Sobre estos cuatro cultos idólatras, declara Santo Tomás que: «es irracional que quienes sostienen la existencia de un solo principio separado del mundo den culto divino a otro». Por cinco razones. La primera, porque, por una parte: «nosotros damos culto a Dios, según dijimos, no porque El lo necesite, sino porque nosotros reafirmamos mediante las cosas sensibles nuestra verdadera opinión de Dios». Por otra: «la opinión sobre la unicidad de Dios, que está sobre todo, no puede consolidarse en nosotros mediante las cosas sensibles, si no es tributándole algo de modo exclusivo que llamamos culto divino». La unidad y el orden en el servicio entre sí de las cosas sensibles exigen una única planificación y un único autor, que es Dios uno y único. Por consiguiente: «es evidente que la verdadera opinión sobre Dios se debilita al tributar a varios ese culto divino».
La segunda razón de lo ilógica, que es la idolatría, es porque: «el culto exterior es necesario al hombre para que su alma se mueva a tributar a Dios una reverencia espiritual». La adoración externa es una manifestación de la interna, con el entendimiento, que reconoce el señorío de Dios sobre todo, y con la voluntad, que desea su unión amorosa. Además: «para que nuestro ánimo se incline a una cosa hace mucho la costumbre, pues nos inclinamos fácilmente a lo que estamos acostumbrados. Es costumbre entre los hombres no tributar a nadie el honor que se le da a quien ocupa el primer lugar en la sociedad, como es el rey o el emperador». Por ello: «para que el ánimo del hombre se convenza de que hay un único primer principio de las cosas, se debe tributar a éste lo que a nadie más se tributa», tal como se hace con el culto de latría y, que debe ser, por ello, único.
En tercer lugar, la idolatría no es compatible con el culto de latría que se debe a Dios, porque: «si el culto de latría se debiera a alguien por ser superior, y no por ser el supremo, resultaría que, como unos hombres son superiores a otros, y también los ángeles, unos a otros deberían tributarse culto de latría. Y como entre los hombres uno es superior a los demás en una cosa, y en otra es inferior, se tributarían mutuamente culto de latría, lo cual no es razonable».
Un cuarto motivo que da Santo Tomás es porque: «según la costumbre humana, a un beneficio especial se debe también un reconocimiento especial. El hombre recibe de Dios sumo un beneficio especial, es decir, el de la creación, pues, como ya se demostró (II, c. 21), sólo Dios es creador. Luego, el hombre debe tributar algo especial en reconocimiento de este beneficio especial. Y tal es el culto de latría».
Por último, no es racional la idolatría si se tienen en cuenta que: «latría quiere decir servicio, y el servicio se debe al señor. Y es propia y verdaderamente señor quien da a los demás las órdenes para obrar y él de nadie las recibe; pues quien ejecuta lo dispuesto por el superior es más bien ministro que señor. Es así que Dios, supremo principio de todo, dispone todas las cosas a ejecutar sus debidos actos, según se demostró (III, c. 64); por lo que en la Sagrada Escritura se dice que los ángeles y los cuerpos superiores sirven a Dios, ejecutando sus órdenes, y a nosotros, en cuyo provecho redundan sus acciones. Por tanto, el culto de latría, que se debe al supremo Señor, sólo debe tributarse al supremo principio de todo»[16].
671. –¿Pueden considerarse estas formas de idolatría como unas supersticiones añadidas a la afirmación de un principio trascendente?
–Sostiene el Aquinate, en la Suma teológica, que la religión es una virtud moral, la más excelente de todas las morales, porque no se refiere directamente a Dios, como las teologales, pero si a algo cercano a El como es el culto divino. Esta virtud, –que es, por ello, la siguiente en importancia después de las teologales y por encima de todas las demás morales, incluso de las cardinales–, como todas las morales, consiste en el justo medio.
Como es posible pasar de esta medida: «de ahí que se le oponga el vicio o pecado de dos maneras: por exceso y por defecto. Además, se sobrepasa el límite propio de la virtud no solamente atendiendo a la circunstancia de la cantidad sino también en las otras circunstancias»., que pueden ser en cuanto al modo o en cuanto al objeto u otra particulariedad. Así, por ejemplo: «en la magnanimidad y magnificencia, el vicio excede el justo medio de la virtud, no por tender a un bien mayor que el que busca la virtud (…) (sino) en cuanto que hace algo a favor de quien no debe o cuando no debe, o falta en alguna otra circunstancia».
Algo parecido ocurre con la virtud de la religión cuyos vicios opuestos por exceso constituyen la superstición y, por defecto, la irreligiosidad, porque: «la superstición se opone por exceso a la virtud de la religión, no por ofrecer a Dios un culto más digno que la verdadera religión, sino porque da tal culto a quien no debe o de un modo que no debe»[17]. El exceso no es por la cantidad, que no puede ser en ningún caso excesiva, sino por el objeto o el modo.
Santo Tomás considera que hay cuatro especies de superstición: el culto indebido a Dios, por ser falso o de manera indebida; la idolatría; la adivinación; y las observancias supersticiosas. En la idolatría: «se ofrece indebidamente a la criatura una reverencia que sólo se debe a Dios»[18].
Explica Santo Tomás que, en la antigüedad, respecto a este culto: «lo mismo que se tributaba a criaturas insensibles, valiéndose de ciertos signos sensibles, como sacrificios, juegos y otros semejantes, se les daba de igual modo a criaturas representadas en formas sensibles, es decir, en imágenes, conocidas por el nombre de «ídolos».
Añade que: «encontramos diversos modos en este culto del ídolo. Algunos con arte criminal e impía, tallaban imágenes que por virtud de los demonios producían determinados efectos. Eso los llevaba a creer que dichas imágenes contenían algún vestigio de la divinidad, y, por consiguiente, les ofrecían culto divino. Esta era la opinión de Hermes Trimegistio, según se dice en La ciudad de Dios (VIII, c. 23). Otros, en cambio, no daban a las imágenes el culto propio de la divinidad, sino a las mismas criaturas en ellas representadas».
Nota Santo Tomás que: «San Pablo consigna los dos modos en la Epístola a los Romanos. Con relación al primero escribe: «Cambiaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible y de aves, cuadrúpedos y reptiles». En cuanto, al segundo hace notar: «Han adorado y servido a la criatura en lugar del Creador» (Rm 1, 23)».
672. –¿Se encuentran también distintas formas en los dos modos del culto a los ídolos?
–Explica Santo Tomás que en el segundo modo de idolatría del culto a las imágenes por lo que representaban, se encuentran tres peculiaridades, porque: «unos creían que ciertos hombres habían sido dioses, y como a tales les ofrecían culto por medio de sus imágenes. Así a Júpiter, Mercurio, etc.»[19].
Había un segundo, porque: «para otros el mundo entero era el único Dios, no precisamente por su substancia corpórea, sino por su alma, la cual identificaban con el Ser supremo. Decían que Dios no era más que «el alma del mundo, siendo éste gobernado por el movimiento y la razón» (San Agustín, La ciudad de Dios, IV, c. 31), como no decimos que un hombre es sabio atendiendo a las cualidades de su cuerpo, sino a las del espíritu. De ahí concluían que era necesario dar culto divino a todo el mundo con todas sus partes; por ejemplo, al cielo, aire, agua y otros elementos semejantes»[20] .
Una tercera particularidad de esta idolatría era la platónica. «Los platónicos, ponían en primer lugar un dios supremo, causa de todas las cosas. Después, otras substancias espirituales creadas por el Ser supremo, a las que llamaban dioses ya que participaban de la esencia divina, y que nosotros las denominamos ángeles. En pos de ella colocaban las almas de los cuerpos celestes, y todavía más abajo los demonios que para ellos eran seres animados y como aéreos. Venían, por fin, las almas de los hombres, acerca de las cuales tenían la creencia de que, por el mérito de la virtud, llegaban a participar de la sociedad de los dioses o de los demonios. Y a todos estos seres, según dice San Agustín (La ciudad de Dios, XVIII, c. 14) les ofrecían culto divino».
En el mismo pasaje, refiere a continuación la distinción del pensador romano del siglo I a. C, Marco Terencio Varrón –que cita San Agustín en La ciudad de Dios–, entre: la teología mítica propia de los poetas y cuyo ámbito era el teatro; la teología civil, cuyos teólogos eran los políticos y cuyo puesto era la ciudad, en cuanto que el culto estaba a cargo del estado; y la teología natural, propia de los filósofos y cuyo espacio era el cosmos[21].
Observa Santo Tomás sobre estas tres formas de idolatría a lo representado por los ídolos, u «opiniones», que: «las dos últimas opiniones vienen a representar lo que se llama «teología natural», la que los filósofos descubrían de las cosas del mundo y enseñaban en las escuelas». En cambio, la primera: «la que se refería al culto de los hombres pertenecía más bien a la «teología fabular», porque los poetas solían adornarla con imágenes y era representada en los teatros».
Considera, por consiguiente, que las opiniones estoicas y platónicas pertenecerían a la teología natural, o filosófica; y la primera opinión de este segundo modo de idolatría, que daba culto a los hombres, representados en las imágenes, se situaría en la teología mítica. En cambio, el primer modo de idolatría: «la opinión que daba culto a las imágenes, queda incluida en la «teología civil», la que los pontífices celebraban en los templos».
La conclusión es, por ello, que: «todos estos cultos pertenecen a la superstición idolátrica. Por eso concluye San Agustín:, «Es supersticioso lo que han instituido los hombres para fabricar ídolos y adorarlos, o bien todo lo que sea honrar a la criatura o a una parte del mundo como a Dios» (La doctrina de cristiana, c. 20)»[22].
673. –¿Las cosas sensibles con respecto a Dios únicamente sirven para elevarnos a hacia Él?
–Las cosas sensibles pueden utilizarse también para ofrecerlas como sacrificio a Dios. Explica Santo Tomás que: «Entre todo lo que corresponde al culto de latría se destaca el sacrificio, pues tanto las genuflexiones, las postraciones, como otros signos parecidos de honor, se tributan también a los hombres, aunque con distinta intención que a Dios». La razón es porque: «el sacrificio externo es una representación del verdadero sacrificio interior, según el cual la mente humana se ofrece a sí misma a Dios».
Añade a continuación que el hombre: «se ofrece a Él como a quien es principio de su creación, autor de sus actos y fin de su bienaventuranza; cosas que verdaderamente sólo conviene al supremo principio de todo, puesto que, como ya se demostró (II, c. 87), únicamente Dios es la causa creadora del alma racional; también Él solamente puede mover la voluntad humana hacia donde quisiere, como se demostró también (III, c. 88); y que únicamente en gozar de Él consiste la felicidad última del hombre, como se ha dicho (III, c. 37)»[23].
El ofrecer sacrificios, que «pertenece al derecho natural»[24], es mandado por el primer mandamiento, «amarás a Dios sobre todas las cosas», porque: «la intención principal de la ley divina es que el hombre se ponga bajo la autoridad de Dios y le rinda una reverencia singular, no sólo con el corazón, sino también con la boca y con las obras», como los sacrificios, que pertenecen al culto externo.
También: «en segundo lugar, se le advierte al hombre que no pronuncie el nombre de Dios irreverentemente, es decir, como para confirmar algo falso; y esto es lo que quiere decir: «no tomarás el nombre de Dios en vano» (Ex 20, 7)», tal como se preceptúa en el segundo mandamiento.
Por último, en la ley divina referida directamente a Dios, en el tercer mandamiento: «se consigna el cesar en las obras exteriores durante algún tiempo, para que la mente este libre para la contemplación divina»[25]. Y por esto se dice: «santificarás las fiestas»[26].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 118.
[2] Deut 6, 13-14.
[3] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 118.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2108.
[5] Ibíd., n. 2109.
[6] Catecismo del Concilio de Trento, III, c. 2, 2.
[7] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 119.
[8] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 81, a. 1, in c.
[9] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 119.
[10] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 81, a. 7, in c.
[11] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 119.
[12] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 81, a. 7, in c.
[13] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 119.
[14] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 85, a. 1, in c.
[15] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 119.
[16] Ibíd., III, c. 120.
[17] Ídem, Suma teológica, II-II, q. 94, a. 1, in c.
[18] Ibíd., II-II, q. 92, a. 2, in c.
[19] Ibíd., II-II, q. 94, a 1, in c. (Cf. Cicerón, La naturaleza de los dioses, II, c. 24).
[20] Ibíd. «Los nombres e imágenes de sus dioses, como decía Varrón y narra San Agustín, (La ciudad de Dios, VII, c. 5) se referían a todas esas cosas» (Ibíd.).
[21] Cf. San Agustín, La ciudad de Dios, VI, 5.
[22] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 94, a. 1, in c.
[23] Ídem, Suma contra los gentiles III, c. 120.
[24] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 85, a. 1.
[25] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 120.
[26] Ex 20, 8.
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