XLI. La vida en la gloria
441. ––En varios capítulos, a partir del treinta y ocho, de la tercera parte de la Suma contra gentiles, se ha demuestrado –indica el Aquinate– que: «la felicidad última del hombre no consiste en el conocimiento de Dios con que generalmente le conocen todos o muchos según cierta estimación confusa, ni tampoco en el conocimiento de Dios que se adquiere por vía de demostración en las ciencias especulativas; ni en el conocimiento de Dios que se conoce por fe». También que se ha probado, en los mismos, que: «no es posible llegar en esta vida a otro conocimiento de Dios más alto con qué conocer su esencia, o, al menos entender las otras substancias separadas para que por ellas pudiéramos conocer a Dios de más cerca». Sin embargo, por otra parte, como igualmente se evidenció en el capítulo anterior: «es preciso poner la felicidad última en algún conocimiento de Dios». Por consiguiente, se impone la siguiente pregunta: ¿la felicidad última del hombre está en esta vida?
––Declara Santo Tomás que no sólo no se da, sino que además: «es imposible que esté en esta vida la felicidad última del hombre». Da muchos argumentos para probarlo. El primero se basa en que: «El último fin del hombre pone término a su apetito natural, de tal manera que, conseguido, ya no se busca nada; pues si se mueve hacia algo, todavía no tiene el fin en que descansar».
Esta situación no se da en esta vida, porque: «cuanto más entiende uno tanto más aumenta su deseo de entender, lo cual es cosa natural al hombre; a no ser que casualmente hubiera quien todo lo entendiese, cosa que no se da en esta vida en quien sea solamente hombre, ni es posible que se dé, puesto que en esta vida no podemos conocer las substancias separadas, que son lo más inteligible, según se dijo (III, c. 45)».
En el segundo argumento, para probar que «no es posible que en esta vida esté la felicidad última del hombre», se parte de este principio: «Todo lo que se mueve hacia el fin desea naturalmente establecerse y descansar en él». Por ello, la felicidad, que desea por naturaleza como fin último, en su aspecto subjetivo, requiere una «estabilidad inmutable». En cambio: «en la vida presente no hay una estabilidad segura: pues a cualquiera, por más que se le llame feliz, pueden sobrevenirles enfermedades e infortunios, por los cuales se ve impedido de aquella operación cualquiera que sea, en que se pone la felicidad». Esta felicidad no puede ser la suprema o la última, porque siempre es insegura por las amenazas externas y por su limitación en el tiempo.
Un tercera prueba es parecida a la anterior, porque se atiende a la amenaza del mal. Si se tiene en cuenta que «la felicidad es un bien perfecto» y, que «bien perfecto es el que carece totalmente de mezcla de mal», puede decirse que: «no es posible que el hombre en su estado actual esté inmune de todo mal, no sólo corporal, como el hambre, la sed, el calor y el frío, etc., sino también de mal espiritual» Sobre estos males espirituales nota que: «nadie hay que alguna vez no se inquiete por las pasiones desordenadas y que en ocasiones no abandone el medio en que consiste la virtud, por defecto o por exceso, incluso quien no se engañe en algunas cosas o ignore lo que desea saber, o se forme una débil opinión de aquello de que quisiera estar cierto»[1].
La conclusión de este argumento es muy concisa: «nadie es feliz en esta vida», Esta afirmación de Santo Tomás, que puede ser sorprendente para algunos, sin negarla, se precisa con estas palabras del tomista Torras y Bages: «El padecer enseña: y quien no lo conociera no conocería la vida en toda su realidad, porque el sufrimiento es parte imprescindible de ella. Así como no hay en la tierra luz sin sombra, tampoco hay vida sin sufrimiento. Querer ignorarlo, taparlo con aparentes placeres, hacerse la ilusión de que la vida solamente nos ha de proporcionara satisfacciones, es un engaño, es un atentado a la verdad, inventado por la cobardía; y el hombre ha de armarse por la lucha escuchando el oráculo de la antigua revelación que le dice: “la vida del hombre sobre la tierra es un combate” (Job, 7, 1)»[2].
Incluso el sufrimiento en la vida práctica del hombre se puede ver como necesario, porque: «el sufrimiento o la contrariedad son un ingrediente tan íntimo en la vida terrenal, que sin él se vuelve asquerosa y hasta insoportable. No habría nada peor, si esto fuera posible que un hombre que no tuviera ningún dolor de cabeza, ninguna contrariedad, que todo fuera a su gusto, que nadie le contradijera, que todo el mundo le diera la razón, que todo el mundo le obsequiara, que al momento tener una apetencia enseguida experimentara su satisfacción; quien viviera en esta atmósfera se ahogaría»[3]. No podría soportar la monotonía de las satisfacciones, que hace que se conviertan en hastíos.
442. ––¿Cuáles son los otros argumentos del Aquinate que prueban la felicidad perfecta y última no existe para nadie en la vida terrenal?
––El examen del problema de la vejez y del primordial de la muerte le sirven a Santo Tomás para aportar otros tres argumentos sobre la felicidad en esta vida. El primero se refiere a la postrera edad de la vida humana. Se argumenta: «Si la felicidad consiste en una operación perfecta según un perfecto poder intelectual o moral, es imposible que el hombre llegue a ella si no es después de largo tiempo. Y esto se ve principalmente en el orden especulativo, en el cual se pone la felicidad última del hombre, como se ha dicho (III, c. 37), pues apenas en su edad última puede llegar el hombre a lo perfecto en la especulación científica; y entonces para la mayoría, poco queda de vida. No es pues posible que en esta vida la felicidad última del hombre».
En el siguiente, muy breve pero de gran contundencia, se dice: «El hombre rehuye naturalmente la muerte y se entristece por ella, no sólo en el momento de sentirla, sino incluso cuando piensa en ella. Pero en esta vida no puede conseguir no morir» y, por tanto, no puede ser completamente feliz. La tristeza que le acompaña siempre por la espera desolada y hasta angustiosa de lo inevitable, y que no tienen los animales, es otro impedimento para la felicidad perfecta del hombre.
Por último, la tercera prueba utiliza como medio demostrativo el sufrimiento y la muerte. Se argumenta: «Cuanto más deseamos y amamos una cosa, mayor dolor y tristeza nos produce su pérdida. Lo que más se desea y se ama es la felicidad. Luego su pérdida produce la mayor tristeza. De darse la felicidad en esta vida es cierto que se perdería, al menos por la muerte». La felicidad terrena iría acompañada por la tristeza de su inevitable final y no podría ser una felicidad verdadera.
Además estafelicidad, por otra parte: «tampoco dudaría todo el tiempo hasta la muerte, pues a cualquier hombre le pueden sobrevenir en esta vida enfermedades que le impidan totalmente obrar la virtud, como son el frenesí y otras que quitan el uso de la razón». Es innegable que, por los sufrimientos y por la certeza del final terrenal: «tal felicidad siempre estaría naturalmente acompañada por la tristeza, Por lo tanto no sería la felicidad perfecta»[4].
Escribía el filósofo agustiniano Agustín Fernández del Valle: «Los animales –válgame la redundancia- mueren su propia muerte, de una manera ciega, apacible, siempre igual. Se acuestan resignadamente a la espera de la muerte. Parecen tener un presentimiento –instintivo, sensible– de su inminente morir. Perciben el acaecer sin inquirir sus causas. Sienten los procesos fisiológicos graduales que paralizan y descomponen los órganos de su cuerpo, pero estas sensaciones no son rigurosamente, un saber»[5].
Además: «la muerte de los animales tiene un carácter unívoco», en todos se da la misma modalidad. «En los hombres, en cambio, la muerte no tiene un sentido unívoco, sino análogo. Hay miles de modos diversos de morir. Y sin embargo, todos ellos conservan una unidad o conexión fundamental: son modos de morir humanos»[6].
En consecuencia: «Mientras que para los animales la muerte es un puro acaecer natural, para los hombres la muerte es un problema, un drama extraño y difícil. Todo animal está preparado, por su propia naturaleza, para morir perfectamente en cualquier momento. Sólo los hombres se preparan para su muerte, toman las medidas que juzgan adecuadas. En los más egregios ejemplares de la especie humana, la muerte ha sido esperada, presentida, madurada (…) Ciertos enfermos, y los ancianos, sobre todo, presienten la proximidad de la muerte (…). Callamos para ser, por lo menos en parte, tierra. Es triste decir adiós. No quisiéramos abandonar nada de nuestro existir»[7].
El sufrimiento y la muerte, ingredientes inexorables de la vida humana, acompañan siempre toda felicidad, que pueda darse en la misma, y, por ello, queda así empañada por la tristeza.No obstante, como notaba Torras y Bages: «El sufrir pone en evidencia muchas cosas, aclara la vista del entendimiento; y todos los hombres hemos de dar gracias a Dios porque en los caminos de la vida hayamos encontrado sufrimientos y humillaciones, que nos han conducido al reino de la verdad. El sufrimiento ha hecho más sabios que la filosofía»[8].
Para confirmarlo, cita el siguiente pasaje de la Escritura: «Más vale ir a la casa de luto que a la casa de convite, porque en aquella se recuerda el fin de todos los hombres y el que vive piensa cual será el futuro»[9]. Comenta seguidamenteTorras y Bages: «El hombre pone la sensatez en la casa del dolor y la pierde en las casas de jolgorio»[10].
443. ––Respecto a la felicidad última del hombre, tal como refiere el Aquinate a continuación, «parece que la posición de Aristóteles» fue la siguiente: «los hombres no pueden tener la felicidad, tomada en su sentido genuino, y sólo participan algo de ella (…) y por eso en la Ética (I, c. 11), al preguntar si los infortunios quitan la felicidad, después de haber demostrado que consiste en las obras virtuosas, que parecen ser lo más permanente que hay en esta vida, termina diciendo que aquellos que tienen en la vida dicha perfección son felices “como hombres”, o sea, que no alcanzan en todo su integridad, sino de un modo humano». El hombre, por consiguiente, alcanzaría en esta vida la felicidad según el modo que le corresponde como hombre ¿No representa ello una objeción a la conclusión de la imposibilidad de que el hombre alcance la felicidad última en su vida?
––A esta conclusión, llegó Aristóteles, como indica Santo Tomás, desde las dos mismas premisas que han permitido sostener que en esta vida no encuentra la felicidad total. En la primera se afirma: «la felicidad es un bien de la naturaleza intelectual, la felicidad perfecta y verdadera es propia de aquellos seres que tienen una naturaleza intelectual perfecta, a saber, las substancias separadas». En la segunda, que la felicidad: «en los hombres es imperfecta, a manera de cierta participación, pues no pueden llegar a entender plenamente la verdad sino mediante un movimiento inquisitivo; y con respecto a lo que es por naturaleza lo más inteligible, fallan totalmente, como ya se ha dicho (III, c. 45)».
Sin embargo, la solución de Aristóteles no «desvirtúa» los argumentos probativos anteriores. Para su explicación nota Santo Tomás que: «el hombre, aunque por orden natural es inferior a las substancias separadas, es, no obstante, superior a las criaturas irracionales. Luego consigue su fin de un modo más perfecto que ellas. Las irracionales lo alcanzan de tal modo que nada más desean; por ejemplo (…) los animales, cuando gozan de los deleites sensibles, aquietan también su natural deseo. Luego, con mayor razón será preciso que, cuando el hombre llegue a su fin, se aquiete su natural deseo». Ello es un problema para el hombre, porque: «esto no puede darse en esta vida. Luego, el hombre no consigue la felicidad, que se identifica con su propio fin, en esta vida, como se ha demostrado».
Sin embargo, a diferencia de Aristóteles, infiere seguidamente Santo Tomás que: «luego, tendrá que alcanzarla después». Indica que se llega a esta conclusión, porque: «Es imposible que un deseo natural sea inútil, “pues la naturaleza nada hace en vano”. Si nunca se pudiera conseguir, sería un deseo inútil. Luego, es posible llenar el deseo natural del hombre. No en esta vida, como se ve. Luego, después de ella. Por lo tanto, la felicidad última del hombre será después de esta vida».
Sin tener clara la inmortalidad del alma y: «al ver Aristóteles que el hombre en esta vida no tiene otro conocimiento que el de las ciencias especulativas, opinó que no consigue la felicidad perfecta, sino sólo a su manera».
Aunque queda así superada la opinión de Aristóteles, sin embargo, Santo Tomás comenta: «Esto basta para ver que ansiedades no sufrieron de una y otra parte aquellos preclaros ingenios; ansiedades de las que nos libramos nosotros afirmando, sobre la base de las pruebas expuestas, que el hombre puede llegar a la verdadera felicidad después de esta vida, siendo su alma inmortal, en cuyo estado el alma entenderá como entienden las substancias separadas, según se demostró (II, c. 81)».
444. ––Deber concluirse, por último, que el hombre sólo puede llegar a la verdadera felicidad después de esta vida?
––Concluye finalmente Santo Tomás que, por tener un alma inmortal, el hombre podrá llegar a la verdadera felicidad después de esta vida. Además que: «la felicidad última del hombre estará en el conocimiento de Dios que tiene la mente humana después de esta vida a la manera como entienden las substancias separadas. Por esto, el Señor nos promete “la recompensa en el cielo” (Mt 5, 12); y dice asimismo que los santos “serán como los ángeles, que siempre ven a Dios en los cielos” (Mt 18, 10)»[11].
445. ––Para completar esta última conclusión, escribe el Aquinate: «Es preciso indagar si el mismo conocimiento con que las substancias separadas, y el alma después de la muerte, conocen a Dios por sus propias esencias, basta para la última felicidad de las mismas». Todas las substancias espirituales son intelectuales e inteligibles a sí mismas, aunque de distinta manera las separadas, como son los espíritus angélicos, y las que informan a la materia, como las almas humanas ¿Las substancias separada, por el conocimiento de su propia esencia, pueden ver la esencia de Dios?
––Las substancias separadas aunque tengan un conocimiento directo e inmediato de su propia esencia, substancia espiritual simple, no pueden por ello conocer la esencia de Dios, porque «con tal modo de conocer no puede conocerse la esencia divina».
Para probar esta tesis, hay que tener en cuenta que desde el efecto se puede conocer su causa de tres modos. Primero: «cuando el efecto se toma como medio para conocer la esencia de la causa y que es tal, como sucede en las ciencias, que demuestran la causa por el efecto». Se llega por un razonamiento, en que «hay dos conocimientos, el del efecto y el de la causa, y uno de ellos es causa del otro, ya que el conocimiento del efecto es causa del conocimiento de su causa».
Segundo: «Cuando en el mismo efecto se ve la causa porque su semejanza se refleja en él, como el hombre se ve en el espejo por su imagen». En este caso: a diferencia del anterior: «hay una sola visión de ambos, pues a la vez que se ve el efecto se ve también su causa en él». No hay un proceso discursivo, sino un solo conocimiento, y al conocer un efecto de Dios se conoce al mismo tiempo la causa, cuya semejanza refleja.
Tercero: «cuando la semejanza misma de la causa en el efecto es la forma por la que el efecto conoce su causa; como si un arca tuviera entendimiento y por su propia forma conociese el arte del cual procedió tal forma como semejanza suya». Tal ocurre en los ángeles, porque, al conocerse inteligiblemente a sí mismos, conocen la causa de la que son semejantes.
Aunque se conozca a Dios, sin embargo: «de ninguna de estas maneras puede conocerse por el efecto la esencia de la causa, a no ser que hubiera adecuación entre el efecto y la causa, volcándose en el efecto todo el poder de la causa». No hay así efecto creado que tenga una semejanza plena y total con su causa, que permita conocer su esencia.
Sin embargo, puede decirse que: «las substancias separadas conocen a Dios por su substancia, como la causa se conoce por el efecto; pero no de la primera manera, porque su conocimiento sería discursivo, sino de la segunda, en cuanto que una ve a Dios en la otra; y de la tercera, en cuanto que cada una de ellas ve a Dios en si misma».
Con esta afirmación, debe precisarse que: «como ninguna de ellas es un efecto adecuado al poder divino, como se demostró (II, c. 22 y ss.), no es posible, en consecuencia, que vean por este modo de conocer la esencia divina».
Les es imposible ver a Dios por esencia, conocer su substancia o su ser, que es lo mismo, porque: «la naturaleza propia de la substancia separada no es de la misma especie que la naturaleza divina, ni siquiera de su género, según ya se demostró (I, c. 25). No es, pues, posible que la substancia separada entienda la substancia divina por su propia naturaleza». Ninguna criatura y su creador están en el mismo plano entitativo. El creador trasciende a todo lo creado.
Ello no supone que desconozcan a Dios, porque: «la substancia separada conoce por su substancia de Dios que es y que es causa universal, y superior a todos los seres y separado de ellos no solo de los que son, sino incluso de los que la mente pueda concebir». Se conoce la existencia de Dios y se tiene cierto conocimiento de la esencia divina en cuanto causa de los entes, infinitamente superior a todo, trascendente, y con atributos derivados de estas propiedades divinas; lo que no es conocer lo que es Dios en sí mismo o su esencia plenamente.
Además, advierte Santo Tomás que: «a este conocimiento de Dios podemos llegar incluso nosotros de algún modo, pues por los efectos conocemos que Dios existe, y que es causa de otros, superior a ellos y separado de todos. Y esto es lo último y más perfecto de nuestro conocimiento en esta vida, como dice Dionisio: “Nos unimos a Dios como un desconocido” (Sobre la teología mística, 1, 3), porque sabiendo de Él lo que no es, ignoramos, sin embargo lo que es totalmente. Por eso, para demostrar la ignorancia de este altísimo conocimiento se dice que Moisés “se acercó a la tiniebla en que estaba Dios” (Ex 20, 21)».
446. ––¿El conocimiento natural de Dios como causa, que tienen los ángele, y que también alcanzan los hombres con su razón discursiva, son idénticos?
––Declara Santo Tomás que no sólo son diferentes los conocimientos naturales de Dios como causa, en los ángeles y en los hombres, sino que además: «es preciso que este mismo conocimiento sea más elevado en las substancias separadas que en nosotros». La razón es porque: «la naturaleza inferior sólo llega con su parte más alta a lo ínfimo de la superior»[12]. Según este principio de la escala de los entes, con su entendimiento, lo superior del hombre, que se encuentra situado en un nivel más bajo que el de los ángeles, únicamente coincide con el entendimiento de estos últimos en parte y la más baja. Acude así Santo Tomás una vez más a esta tesis del Pseudo-Dionisio: «la sabiduría divina unió los fines de las cosas superiores con los principios de las inferiores»[13].
Se confirma que los ángeles conocen por naturaleza más de Dios que los hombres, porque: «cuanto más cerca y claramente se conoce el efecto de una causa, tanto más claramente aparece de la misma lo que es. Pero las substancias separadas, que por sí mismas conocen a Dios, son efectos más próximos y llevan más expresamente su semejanza que los efectos por los que nosotros conocemos a Dios. Luego ellas saben más cierta y claramente que nosotros lo que Dios es».
También se puede llegar a esta misma conclusión, si se tiene en cuenta, por una parte, que: «por las negaciones se llega de algún modo al conocimiento de la cosa, como ya se dijo (III, c. 39). Cuantas más cosas y más próximas conociere alguno que no pertenecen a una cosa, tanto más se acercará a su propio conocimiento». Así, por ejemplo: «como más se aproxima a conocer con propiedad al hombre quien sabe que él no es inanimado ni insensible que quien sólo sabe que no es inanimado, aunque ninguno de los dos sepa qué es el hombre».
Por otra, que: «Las substancias separadas conocen más cosas que nosotros y cosas que están más cerca de Dios y, por consiguiente, con su entendimiento separan de Dios muchas más cosas y más cercanas a Dios que nosotros. Luego más se acercan a su propio conocimiento que nosotros, aunque ni ellas mismas, por el hecho de entenderse, vean la substancia divina».
Asimismo queda revalidada la conclusión con la siguiente argumentación: «tanto más conoce uno la excelencia de alguien cuanto sabe que él es el superior jerárquico de otros más altos; por ejemplo, aunque un inculto sepa que el rey es el primero en el reino, sin embargo, como sólo conoce ciertos oficios inferiores del reino, no aprecia la eminencia del rey como otro que conoce todas las principales dignidades del reino y sabe que el rey está sobre ellas, aunque ninguno de los dos conozca el nivel de la dignidad real».
Como los hombres: «sólo conocemos algunos entes ínfimos» y además aunque «sepamos que Dios está por encima de todos los entes», sin embargo, no conocemos la eminencia divina como la conocen las substancias separadas». En cambio, los ángeles: »conocen los órdenes altísimos de las cosas y saben que Dios es superior a todos ellos».
Por último, Santo Tomás aporta una prueba más simple y breve. «Es evidente que la causalidad de una causa y su poder tanto más se conoce cuanto másy mayores se nos presentan sus efectos. Por esto vemos que las substancias separadas conocenmejor que nosotros la causalidad divina y su poder, aunque nosotros sepamos que Él es la causa de todas las cosas».
447. ––¿A los ángeles les basta el conocimiento superior al de los hombres de Dios Creador, obtenido por el entendimiento, para aquietar su deseo natural de Dios?
––La respuesta de Santo Tomás a esta cuestión es negativa, porque escribe: «No es posible que con tal conocimiento de Dios se sosiegue el deseo natural de las substancias separadas». Lo prueba con varias razones.
La primera es la siguiente: «El conocimiento mencionado que tienen las substancias separadas de Dios es una especie de conocimiento imperfecto, puesto que no conocen la substancia divina. Porque nosotros no consideramos que conocemos algo cuando desconocemos su propia substancia; por eso lo principal en el conocimiento de una cosa es saber cuál es su esencia. Luego el deseo natural de las substancias separadas no puede apaciguarse con este conocimiento que tienen de Dios, sino más bien las incita a ver la substancia divina».
A idéntica conclusión, se llega con esta segunda razón: «Por el conocimiento de los efectos se despierta el deseo de conocer la causa; por eso los hombres comenzaron a filosofar al indagar las causas de las cosas. Luego el deseo de saber, que está insertado naturalmente en todas las substancias intelectuales, no descansa si, conocidos los efectos, no conocen también la substancia de su causa. Según esto, por el hecho de que las substancias separadas conozcan que Dios es la causa de todas las cosas cuyas substancias ven, no se aquieta en ellas el deseo natural si no ven también la substancia del mismo Dios».
Ambas razones revelan que: «nada finito puede apaciguar el deseo del entendimiento» y que por este «deseo natural tiende a entender la substancia divina». En el ángel esta incitación es mayor, porque: «Cuanto más cerca del fin está una cosa, tanto más lo desea; por eso vemos que el movimiento natural de los cuerpos se intensifica al llegar al fin. Pero los entendimientos de las substancias separadas están más cerca del entendimiento divino que el nuestro. Luego desean el conocimiento de Dios con mayor intensidad que nosotros».
Es un hecho de experiencia que: «nosotros, por más que sepamos que Dios es y las otras cosas que ya se han dicho es (I, 43), no descansamos en el deseo, sino que deseamos ulteriormente conocerle por esencia. Luego con mayor razón lo desearán las substancias separadas. Por tanto, con el conocimiento mencionado no se aquieta su deseo».
Por último, infiere Santo Tomás: «De todo lo cual resulta que la felicidad última de las substancias separadas no se halla en el conocimiento de Dios por el que le conocen en sus propias substancias, puesto que su deseo todavía las impulsa hacia la substancia divina». El ángel, al igual que el hombre, no se conforma con el conocimiento de Dios, que obtiene desde su entendimiento, quiere conocer a Dios en sí mismo, en su esencia, aunque en el orden natural no le es posible.
Todavía añade otra consecuencia derivada de la anterior. «Esto demuestra también suficientemente que la felicidad última no se ha de buscar en otra cosa que en la operación del entendimiento, puesto que ningún deseo eleva tanto como el de entender la verdad. Porque todos nuestros deseos de placer o de otra cosa que el hombre pueda desear pueden aquietarse con algo; pero el deseo mencionado no se aquieta si no llega al vértice supremo y creador de todo, que es Dios. Por esto dice a propósito la Escritura: “Yo habité en las alturas y mi trono fue columna de nube” (Ecclo 24, 7). Y también se dice que: “la sabiduría mandó sus doncellas a invitar desde lo más alto de la ciudad” (Pro 9, 3)».
Finalmente Santo Tomás hace esta advertencia práctica para nosotros: «Avergüéncense, pues, quienes, estando tan alta la felicidad humana, la buscan en las cosas más bajas»[14].
448. ––Las naturalezas intelectuales tienen el deseo de ver la esencia divina y no lo pueden satisfacer por sí mismas. Sin embargo, ¿es posible que de otra manera pudieran tener un conocimiento de Dios en sí mismo y no sólo como causa?
––A esta pregunta, la respuesta de Santo Tomás es ahora afirmativa, porque, escribe: «Como es imposible que un deseo natural sea vano, y lo sería si no fuera posible llegar a entender la substancia divina, que es lo que todas las mentes naturalmente desean, es necesario decir que es posible tanto a las substancias separadas como a nosotros el ver la substancia de Dios mediante el entendimiento»[15].
El tener un deseo natural u originado por la naturaleza propia y, por tanto, necesario, no quiere decir que se satisfaga necesariamente, pero si que es posible por parte de su sujeto que se sacie. Como dijo Clive Staples Lewis, en 1941, en la Iglesia de la Universidad de Oxford: «”El hambre no prueba que vayamos a tener pan” (…) El hambre física de un hombre no garantiza que sea capaz de conseguir pan. Un hambriento puede morir de inanición en una balsa a la deriva sobre el Atlántico. Sin embargo, el hambre humana demuestra de modo inequívoco la pertenencia del hombre a una raza que necesita comer para reponer fuerzas físicas, su condición de habitante de un mundo en el que existen substancias comestibles»[16].
449. ––¿Cómo debería ser esta posible visión de Dios?
––Esta pregunta que se hace Santo Tomás, después de afirmar que según la naturaleza intelectual de los ángeles y de los hombres podrían tener tal como la desean inevitablemente, la responde con la indicación del modo del viable conocimiento de la esencia de Dios. De acuerdo con lo explicado: «la substancia divina no puede ser vista por el entendimiento mediante una especie creada. Por eso, es preciso que el entendimiento la vea a través de la misma esencia de Dios, de modo que en tal visión sea la esencia divina lo que se ve y también el medio de verla». Por Dios se ve a Dios.
450. ––Sin embargo, como dice el Aquinate, dado que: «el entendimiento no puede entender substancia alguna sin pasar previamente al acto por la información de una especie que sea la semejanza de la cosa entendida» –en el ángel por especies o formas inteligibles innatas y, en el hombre por especies abstraídas o formas de imágenes sensibles–, pudiera parecer que no sea posible ver la substancia misma de Dios, ya que «la esencia divina es algo subsistente por sí mismo; y ya se ha demostrado que Dios no puede ser forma de nada (III, c. 26 y ss.)». Dios no puede ser forma de un entendimiento creado. ¿Cómo se resuelve esta dificultad?
––Nota Santo Tomás que: «la esencia divina puede compararse con el entendimiento creado como una especie inteligible por la que éste entiende; cosa que no puede suceder con ninguna esencia de cualquier otra substancia separada». De manera que, para entender la esencia de estos entes espirituales, como son los ángeles, tendría que obtenerse una especie inteligible de la misma, que informaría o sería forma del entendimiento que la conocería. Por consiguiente, la esencia angélica no es ni puede comparase como una especie del entendimiento humano.
En cambio, no ocurre así en la esencia divina. Por un lado, ciertamente: «no puede ser forma de una cosa en cuanto al ser natural, pues se seguiría que, al juntarse con otro, constituiría una sola naturaleza, lo cual no puede ser, ya que la esencia divina es perfecta en sí por razón de su naturaleza». Por el contrario, substancias separadas como el alma humana, pueden informar al cuerpo o unirse a él como forma, porque por compartir el mismo ser substancial constituyen una sola naturaleza, sujeto del mismo, que es la naturaleza hombre, como ya ha sido explicado (nn. 223-225)
Por otro lado, toda: «especie inteligible unida al entendimiento no constituye una naturaleza, sino que le perfecciona para entender». Esta función perfeccionante de todo inteligible al entendimiento que lo conoce, «no repugna a la perfección de la esencia divina», aunque no sea una forma del entendimiento como las demás.
451 ––Según lo explicado, en la contemplación del entendimiento creado de la esencia divina, ella se le une en el orden intelectivo no como un inteligible que le actuara como forma, sino con su misma presencia, que se le manifiesta. ¿Por qué se le llama visión beatífica?
––La intuición o visión intelectual de la esencia de Dios por el mismo Dios, por la que se le ve facialmente, es un conocimiento inmediato y con la presencia de lo conocido, con una analogía con la visual de los ojos. «Esta visión inmediata de Dios se nos promete en la Sagrada Escritura: “Vemos ahora como en espejo y oscuramente, pero entonces cara a cara” (1 Cor 13, 12)».
Precisa seguidamente Santo Tomás: «Y es absurdo entenderlo corporalmente, como imaginando que Dios tenga cara corporal; pues se ha demostrado que Dios es incorpóreo; y tampoco es posible que con nuestra cara corporal veamos a Dios, porque la vista corporal que está en nuestra cara sólo puede ver cosas corporales. Así, pues, veremos a Dios cara a cara, porque le veremos inmediatamente, tal como cara a cara vemos a un hombre».
Esta intuición clara y simple de Dios es beatifica, proporciona la felicidad suprema o bienaventuranza, porque: «por esta visión nos asemejamos en gran manera a Dios, haciéndonos participantes de su bienaventuranza; pues Dios entiende por su esencia su propia substancia, y ésta es su felicidad. Por eso, en la Escritura se dice: “Y, cuando apareciere, seremos semejantes a Él y le veremos tal como es” (1 Jn 3, 2)».
Además: «el Señor dice: “Y yo os preparo un banquete, como me lo preparó mi Padre, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino” (Lc 22, 29, 30). Y esto no se ha de referir a la comida y bebida corporales, sino a la que se toma en la mesa de la Sabiduría, sobre lo cual dice la Sabiduría en la Escritura: “Comed mis panes y bebed el vino que he mezclado para vosotros” (Prov 9, 5). Luego en la mesa de Dios comen y beben quienes gozan de la misma felicidad con que Él es feliz, viéndole como El se ve a sí mismo»[17].
La vida eterna es, por tanto: «la unión con Dios. Dios mismo es el premio y fin de todos nuestros trabajos (…) a su vez, esta unión consiste en visión perfecta (…) Consiste también en excelsa alabanza, como dice San Agustín: “Veremos, amaremos, y alabaremos” (La ciudad de Dios, XII, c.30, 1)»[18].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles, III, c. 48.
[2] José Torras y Bages, La ciència del patir, en Obras completas, Barcelona, Foment de Pietat Catalana, 1925, 10 vv., v, 9, pp. 205-230, p. 211.
[3] Ibíd., pp. 211.212.
[4] Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles, III, c. 48.
[5] Agustín Basave Fernández del Valle, Metafísica de la muerte, México, Editorial Limusa, 1983, pp. 59.
[6] Ibíd., pp. 59-60
[7].Ibíd., p. 60. Notaba asimismo el profesor Basave que: «Propiamente no tenemos la experiencia de la muerte de otro. Asistimos a su agonía, pero no a su muerte. Ni siquiera la desaparición la podemos experimentar claramente, porque el muerto no desaparece verdaderamente para sus prójimos –el cadáver no es una cosa– y la existencia en común con su persona no queda rota sin más» (Ibíd., p. 62).
[8] José Torras y Bages, La ciència del patir , op. cit., p. 214.
[9] Ecle 7, 3.
[10] José Torras y Bages, La ciència del patir, op. cit., p. 216.
[11] Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles , III, c. 48.
[12] Ibíd., III, c. 49.
[13] Pseudo-Dionisio, Los nombres divinos, VII, 3.
[14] Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles , III, c. 50.
[15] Ibíd., III, c. 51.
[16] C.S, Lewis, El diablo propone un brindis, en ÍDEM, El diablo propone un brindis y otros ensayos Madrid, Ediciones Rialp, 1994, 2ª ed., pp. 115-130, p. 120. Añade seguidamente: «De igual modo, aun cuando no creo que mi deseo de alcanzar el Paraíso pruebe que habré de gozar de él (aunque sí desearía hacerlo), considero ese anhelo una indicación bastante buena de su existencia y la esperanza de algunos seres humanos de merecerlo» (Ibíd., p. 120).
[17] Santo Tomás de Aquino, Suma contra gentiles , III, c. 51.
[18] ÍDEM, Exposición del Símbolo de los Apóstoles, art. 12.
2 comentarios
Inquietos, sí,...pero siempre consolados en la fe, en la esperanza y en el amor.
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