XL. Las verdades eternas
432. ––En relación al fin último del hombre, ¿qué se sigue de la imposibilidad de acceder al conocimiento de las substancias separadas?
––La falta del conocimiento de las esencias de los ángeles de una manera directa, completa y precisa, impide que, desde el que conseguimos poseer, indirecto, limitado e impropio, podamos acceder a la visión de la esencia Dios, porque: «si no podemos entender en esta vida las otras substancias separadas, porque nuestro entendimiento está connaturalizado con las imágenes sensibles, mucho menos podremos ver en ella la esencia divina, que está por encima de todas las substancias separadas».
Lo confirma «el hecho de que cuanto más se eleva nuestra mente para contemplar lo espiritual, tanto más se abstraer de lo sensible». Como: «el último término que puede alcanzar la contemplación es la substancia divina, es menester que la mente que ve la substancia divina esté desligada totalmente de los sentidos corporales, o por la muerte o por una especie de rapto», un éxtasis en el que el espíritu queda separado totalmente de los sentidos del cuerpo internos y externos. «Por lo cual se dice en nombre de Dios en la Escritura: “No puede verme el hombre y vivir” (Ex 33, 20)».
Seguidamente advierte también Santo Tomás: «Lo que se dice en la Sagrada Escritura que algunos vieron a Dios, se ha de entender que fue, o por visión con imágenes, o incluso por visión corporal, es decir, en cuanto que se demostraba la presencia del poder divino por algunas especies corpóreas presentes al exterior o formadas interiormente en la imaginación; o también que algunos percibieron cierto conocimiento intelectual de Dios por sus efectos espirituales»[1].
No obstante, en la Suma teológica[2], e citan las siguientes palabras de San Agustín:«La misma esencia de Dios pudo ser vista, durante la vida presente, por algunos como Moisés y san Pablo, el cual arrebatado, oyó palabras inefables que no es dado al hombre decir»[3]. A continuación sobre este último comenta Santo Tomás : «Algunos han sostenido que en su rapto San Pablo no vio la esencia de Dios, sino cierta refulgencia claridad. Pero san Agustín defiende claramente lo contrario»[4].
Cuando San Pablo habla del rapto «al paraíso»[5], declara Santo Tomás: «Esto parece referirse a algo tocante a la visión beatífica, que supera la condición de la vida presente, según las palabras de Isaías: “Oh Dios, jamás vio el ojo, sin tu ayuda, lo que has preparado para los que te aman” (Is 64,4). Por tanto parece conveniente decir que san Pablo vio a Dios en su esencia»[6].
También en la Suma teológica se define el rapto como un arrobamiento «en cuanto uno es elevado por el espíritu divino a las cosas sobrenaturales con abstracción de los sentidos»[7]. Nota además que: «el rapto añade algo sobre el éxtasis, pues el éxtasis implica sólo un “exceso” de sí mismo, en virtud del cual se pone uno fuera de su orden, pero el rapto añade a esto cierta violencia»[8].
En este grado superior de rapto, San Pablo contempló, al igual que Moisés, la «verdad divina (…) en su esencia (…) y es esto muy razonable, pues como Moisés fue el primer doctor del pueblo judío, así San Pablo lo fe de los gentiles»[9].
No obstante, advierte Santo Tomás que: «La esencia de Dios no puede ser vista por el entendimiento creado sin la luz de la gloria, de la cual se dice en la Escritura: “En tu luz veremos la luz”(Sal 35, 10).Esta participación admite un doble modo. En primer lugar, de forma inmanente, como sucede con los bienaventurados en el cielo. En segundo lugar, a modo de pasión transeúnte (…) y ésta fue la luz de San Pablo cuando fue arrebatado. Por ello, tal visión no hizo que fuera bienaventurado plenamente, de modo que la gloria redundara en su cuerpo, sino sólo en parte»[10].
433. ––Advierte el Aquinate, en este mismo lugar de la Suma contra los gentiles, que, sin embargo: «Hay unas palabras de San Agustín que ofrecen cierta dificultad, porque parecen demostrar que podemos entender al mismo Dios en esta vida»[11]. ¿Cuáles son estas afirmaciones de San Agustín?
––Santo Tomás cita el siguiente fragmento del tratado Sobre la Santísima Trinidad de San Agustín: «Con la mirada del alma vemos en esta eterna Verdad, por la que han sido creadas todas las cosas temporales, la forma que es modelo de nuestra existencia y de cuanto en nosotros o en los cuerpos obramos, al actuar según la verdadera y recta razón: por ella concebimos una noticia verdadera de las cosas»[12].
No es posible admitir que la acción creadora de Dios hubiera sido irracional y , por ello, San Agustín afirmaba la existencia de la «forma» o idea eterna, de cada cosa y cada acción existentes en el mundo. Todo lo creado según las ideas es así su pálido reflejo. Las ideas son los modelos o ejemplares de las cosas creadas, tanto de las específicas como de las individuales.
San Agustín no podía admitir la existencia de un mundo de ideas subsistente en sí mismo, tal como enseñó Platón, ni existente en una mente universal, como había asegurado Plotino. Ello supondría considerar que la creación se habría realizado según un modelo independiente de Dios, al que, por tanto, estaría supeditado. Las ideas ejemplares platónicas, afirma San Agustín, existen en Dios y, por ello, en Él preexisten todas las cosas, igual que en la mente de un artista están, con anterioridad de su realización, las obras de arte.
Las ideas ejemplares son las ideas de la inteligencia eterna de Dios. San Agustín transforma así las ideas ejemplares del platonismo en ideas divinas.Además, realiza una inversión de la perspectiva platónica, porque fundamentaba su eternidad en la única y verdadera eternidad de Dios.
434. ––El texto citado de San Agustín también parece sostener que en la «eterna Verdad» divina se conocen las ideas eternas y tal conocimiento permite conocer las cosas. ¿No implica un ontologismo, o un conocimiento inmediato de Dios, porque lo conocido lo es en Dios?
––Además de aludir a su doctrina del ejemplarismo, San Agustín también lo hace con la de la iluminación. Esta segunda doctrina sobre el conocimiento, y que se fundamenta en la primera, ha sido siempre de difícil interpretación, porque esta situada en contextos no meramente filosóficos. Así, por ejemplo, en el denominado «sermón del pueblo», que está en sus Comentarios a los salmos, aparece esta explicación: «habla la Escritura: “Porque en ti está la fuente de la vida”. Sí, él es la fuente, él es la luz; porque “tu luz nos hace ver la luz” (Sal 35, 10). Si es la fuente y es la luz, con toda razón es también la sabiduría, puesto que sacia el alma ávida de saber; y todo aquel que entiende, es iluminado por una cierta luz no material, no corporal, no exterior, sino interior. Porque existe, hermanos, una luz interior que no la tienen los que no comprenden»[13].
Santo Tomás, en la Suma teológica, recuerda que: «San Agustín admitió, en lugar de las ideas de Platón, la existencia en la mente divina de las razones de todas las cosas, según las cuales han sido hechas todas las cosas y según las cuales el alma humana las conoce».
Además, para explicar en que sentido «el alma humana conoce todas las cosas en las razones eternas», precisa que: «una cosa se conoce en otra de dos maneras. Una, como en objeto conocido, al modo como se ven en el espejo las cosas cuyas imágenes refleja. De esta manera el alma no puede en el presente estado de vida ver todas las cosas en las razones eternas; en cambio, así es como conocen los bienaventurados, los cuales ven a Dios y todas las cosas en Dios». El entendimiento humano, en su estado actual, no adquiere su conocimiento de las esencias corporales viéndolas en la mente Dios, como en un espejo, en un objeto conocido, como sería la esencia de Dios.
Hay una segunda manera de conocer una cosa en otra, porque: «puede también una cosa ser conocida en otra como en su principio de conocimiento. Como si dijéramos que vemos “en” el sol lo que vemos “por” su luz. En este sentido es necesario decir que el alma humana conoce las cosas en las razones eternas, por cuya participación lo conocemos todo». Conoce no «en» la razones eternas, en la mente de Dios, que coincide con su esencia, sino «por» ellas. «Pues la misma luz intelectual que hay en nosotros no es más que una cierta semejanza participada de la luz increada en la que están contenidas las razones eternas». Se conocen con la luz creada, que posee por naturaleza, el entendimiento, y que es una participación, o una posesión limitada, de la luz increada, que de manera total está en la mente divina.
Santo Tomás interpreta en este segundo sentido la doctrina de la iluminación agustiniana y declara, por ello, finalmente: «San Agustín no entendió que todas las cosas nos son conocidas “en las razones eternas o en la verdad inmutable”, en el sentido de que viésemos las mismas razones eternas. Está claro por lo que en otra parte dice: “no toda ni cualquier alma racional es considerada apta para esta visión” IV, c. 16 –es decir, las de las razones eterna–, “sino la que fuere santa y pura” (Ochenta y tres cuestiones diversas, c. 46, n. 2), como son las almas de los bienaventurados»[14]. No cree, por tanto, que suponga ningún ontologismo, tal como se interpretó a veces en la modernidad.
435. ––¿Cuáles son las otras afirmaciones de San Agustín, sobre el conocimiento por las razones o verdades eternas, citadas por el Aquinate?
––Santo Tomás cita, en este capítulo de la Suma contra los gentiles, dos textos agustinianos paralelos. En el primero, en el que se afirma la trascendencia de la verdad, se dice:«Si los dos vemos que es verdad lo que tú dices, y asimismo vemos los dos que es verdad lo que yo digo, ¿en dónde, pregunto, lo vemos? No ciertamente tú en mí ni yo en ti, sino ambos en la misma inmutable Verdad, que está sobre nuestras mentes»[15].
El segundo, que puede servir para invalidar una interpretación ontologista, en la que Dios es el “primer conocido”, es el siguiente diálogo: «Razón.-¿Dices que quieres conocer a Dios y al alma? Agustín.-Tal es mi único anhelo. R.-¿Nada más deseas? A.-Nada absolutamente. R.-¿Y no quieres comprender la verdad? A.- ¡Como si pudiera conocer estas cosas sino por ella! R.-Luego primero es conocer a la que nos guía al conocimiento de lo demás»[16].
Después de citar este fragmento, añade Santo Tomás: «afirmación que al parecer, se ha de entender de la verdad divina». Según éste último texto de San Agustín y de los dos anteriores, concluye: «según sus palabras, parece que veamos al mismo Dios, que es para sí mismo su propia verdad, y que por Él, y que por Él conocemos lo demás».
Por último, reproduce otro fragmento, que «parece que se refiere a esto»[17], porque se lee en el mismo: «Propio es de la razón superior juzgar de las cosas materiales según las razones incorpóreas y eternas; razones que no serían inconmutables de no estar por encima de la mente humana; pero, si no añadimos algo muy nuestro, no podríamos juzgar, al tenor de su dictamen, de las cosas corpóreas. Juzgamos, pues, de lo corpóreo, a causa de sus dimensiones y contornos, según una razón que nuestra mente reconoce como inmutable»[18].
Comenta seguidamente Santo Tomás: «Más las razones inconmutables y sempiternas sólo pueden estar en Dios, puesto que sólo Él, según nos dice la fe, es sempiterno. Luego parece seguirse que podemos ver a Dios en esta vida; y porque le vemos, y en Él venos las razones de las cosas, juzgamos de lo demás».
Por último, advierte que, sin embargo: «no se ha de creer que San Agustín quisiera expresar con dichas palabras que en esta vida podemos ver a Dios por esencia». Para que quede justificada su interpretación, considera que «hay que averiguar como podemos ver en esta vida aquella “inconmutable verdad” o esas “razones eternas” y según ella juzgar de lo demás».
436. ––¿Cómo explica el Aquinate en este capítulo de la “Suma contra los gentiles” el sentido de los textos que ha citado de San Agustín?
––Comienza Santo Tomás por reconocer que: «San Agustín confiesa ciertamente en el libro de los Soliloquios que la verdad está en el alma; por eso prueba la inmortalidad del alma partiendo de la eternidad de la verdad»[19].
La demostración de la inmortalidad del alma por la existencia de la verdad eterna se expone en el siguiente pasaje de la obra citada: «Ora las figuras geométricas estén en la verdad, ora la verdad en ellas, nadie duda de que se contienen en nuestra alma o en nuestra inteligencia, y, por tanto, se concluye necesariamente que en ella está la verdad». Las verdades matemáticas, por ejemplo, están presentes por el conocimiento en el alma, con sus características de inmutabilidad, necesidad y eternidad.
Se sigue de ello que: «por una parte toda disciplina está en nuestro ánimo adherida inseparablemente a él y por otra no puede morir la verdad». Puede así preguntarse: «¿por qué dudamos de la vida imperecedera del alma sin duda influidos por no sé qué familiaridad con la muerte? (…) ¿Y acaso puede, pereciendo un sujeto, permanecer lo que se halla con él? (…) ¿debe fenecer la verdad? (…) Pues entonces es inmortal el alma; ríndete ya a tus razones, cree a la verdad, porque ella clama que habita en ti y es inmortal, y no puede derrocársele de su sede con la muerte del cuerpo. Aléjate ya de tu propia sombra, entra dentro de ti mismo; no debes temer ninguna muerte en ti, sino el olvido de que eres inmortal»[20].
.La existencia de la verdad en el alma del hombre sirve también para probar la existencia de Dios. Lo hace San Agustín en su argumento más conocido de la existencia de Dios, basado en las verdades eternas. Esta vía hacia Dios sigue estas etapas:« de las cosas externas a las internas, de las inferiores a las superiores»[21].
Su punto de partida es la existencia en mi alma de verdades, que están en mi mente y también sobre ella, como se patentiza en las verdades matemáticas. Por ejemplo: «sé con certeza que siete y tres son diez, y no sólo ahora, sino siempre, y sé que nunca siete y tres han dejado de ser diez, y que jamás dejarán de serlo. Esta verdad incorruptible de los números es la que dije que era común a mí y a cualquier ser racional»[22].
También hay verdades morales, como «el que todos los hombres desean ser felices (…) ¿Podemos, además, negar que esta verdad es única y común, a la vista de todos los que la conocen, no obstante que cada cual la ve, no con mi mente, ni con la tuya, ni con la de ningún otro, sino con la suya propia, puesto que el objeto que se ve está igualmente a la vista de todos los que la miran?»[23].
Estas verdades son distintas de nuestra mente. «Si esta verdad fuera igual a nuestras inteligencias, sería también mudable, como ellas. Nuestros entendimientos a veces la ven más, a veces menos, y en eso dan a entender que son mudables; pero ella, permaneciendo siempre la misma en sí, ni aumenta cuando es mejor vista por nosotros ni disminuye cuando lo es menos, sino que, siendo íntegra e inalterable, alegra con su luz a los que se vuelven hacia ella y castiga con la ceguera a los que de ella se aparta»[24].
La verdad es inmutable y superior a nuestra mente. Si hay algo superior a nuestras inteligencias, tiene que existir Dios, porque: «si hay algo más excelente, este algo más excelente es precisamente Dios», razón de las mismas; «y si no lo hay, la misma verdad será Dios», pues por tener las características de inmutabilidad y eterna tiene las de Dios. «Que haya, pues, o no algo más excelenteno podrás negar, sin embargo, que Dios existe».
Por consiguiente: «Existe Dios, realidad verdadera y suma, verdad que ya no solamente tenemos, a mi juicio, como indubitable por la fe, sino que también la vemos ya por la razón como verdad cierta, aunque esta visión es muy débil, pero sí lo suficientemente clara»[25], y, por tanto, con certeza.
Para San Agustín, la cuestión de la verdad, tal como advierte Santo Tomás, no pertenece solamente al problema del conocimiento, sino principalmente a la metafísica y a la teología. El llamado «interiorismo» agustiniano, que se revela en su confesión «quiero conocer a Dios y al alma»[26], se sitúa en el ámbito de la verdad. Por ello, de su primer objetivo, Dios, dice: «A ti invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas todas las cosas verdaderas»[27]. Del Alma, el segundo: «No quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el interior del hombre habita la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo, mas no olvides que, al remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu alma, dotada de razón. Encamina, pues, tus pasos allí donde la luz de la razón se enciende»[28].
437. ––El texto de la Suma contra los gentilesrevela que el Aquinate reparó en la importancia de la metafísica de la verdad de San Agustín. ¿Podría ser considerada la verdad como núcleo de toda su filosofía?.
––La primera carta, que escribió San Agustín, recién convertido, comienza con esta indicación: «En nuestros días, ya no vemos filósofos, a no ser quizá en el atuendo corporal, y a ésos no los considero dignos de tan venerable nombre. Hoy tenemos que infundir a los hombres, a quienes la teoría de los académicos, con su ingenioso modo de hablar apartó de la comprensión de la verdad, la esperanza de encontrarla»[29].
Sobre esta pérdida esperanza de encontrar la verdad, por el relativismo y el escepticismo, que imperaban en su época, afirmó Juan Pablo II, en un escrito sobre San Agustín, que: «este hombre extraordinario (…) a los hombres de hoy» tiene «realmente mucho que decir», porque: «a quien busca la verdad le enseña que no pierda la esperanza de encontrarla. Lo enseña con su ejemplo —él la encontró después de muchos años de laboriosa búsqueda— y con su actividad literaria, cuyo programa fija en la primera carta que escribió después de su conversión[30].
Respecto a su obra literaria, indica el autor de este documento publicado en el XVI aniversario de su conversación: «Donde el genio de Agustín se ejercitó prevalentemente fue en el estudio de la presencia de Dios en el hombre, presencia que es al mismo tiempo profunda y misteriosa. Encuentra a Dios, “el interno-eterno” (Confesiones, 9, 4, 10) remotísimo y presentísimo (Confesiones., 1, 4, 4): porque remoto, el hombre lo busca; porque presente, lo conoce y lo encuentra. Dios está presente como “substancia creadora del mundo" (Carta 187, 4, 14), iluminadora (Cf. Sobre el maestro, 11, 38-14, 46), como amor que atrae (Cf. Confesiones, 13, 9, 10) más íntimo que lo más íntimo que hay en el hombre y más alto que lo más alto que hay en él»[31].
Notó después Benedicto XVI que: «San Agustín vivió a fondo este itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta claridad, profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es “un gran enigma” (magna quaestio) y “un gran abismo” (grande profundum), enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es importante: quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a sí mismo, a su verdadero yo, a su verdadera identidad»[32].
También Juan Pablo IIhabíadestacado esta estrecha relación entre el conocimiento del hombre y el de Dios, al explicar que: «Refiriéndose al período anterior a la conversión, Agustín dice a Dios: “¿Dónde estabas entonces y cuán lejos de mi? Yo vagaba lejos de Ti… y tú, por el contrario, estabas más dentro de mí que la parte más profunda de mí mismo y más alto que la parte más alta de mí mismo" (Confesiones, 3, 6, 11); “Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo" (Confesiones., 10, 27, 38). Y una vez más: “Estabas delante de mí, pero yo me había alejado de mí mismo y no sabía encontrarme. Con mayor razón no sabía encontrarte a Ti" (Confes., 5, 2, 2). Quien no se encuentra a sí mismo, no encuentra a Dios, porque Dios está en lo profundo de cada uno de nosotros»[33].
Enseñó siempre San Agustín que no se entiende la verdad del hombre, si no es en relación a la verdad de Dios. «Él ve al hombre como una tensión hacia Dios. Son célebres estas palabras suyas: “Nos hiciste para Ti y nuestro corazón no descansará hasta reposar en Ti" (Confesiones, I, 1, 1) Lo ve como capacidad de ser elevado hasta la visión inmediata de Dios: el ser finito que alcanza al Infinito. El hombre, escribe él en su obra sobre La Trinidad, es “imagen de Dios, en cuanto es capaz de Dios y puede ser partícipe de Él" (Sobre la Trinidad, XIV, 8, 11)»[34].
438. ––Por ser capaz de Dios (capax Dei), el hombre es imagen de Dios (imago Dei) ¿Podría decirse también que por ser imagen de Dios el hombre es capaz de Dios?
––Además de la trinidad de las facultades superiores del alma humana –memoria, entendimiento y voluntad–, que le permiten conocer y amar a Dios, y el hombre «con ellas es capaz y puede ser participe de una gran naturaleza»[35], se encuentra en su interior una trinidad más profunda. El hombre es imagen de Dios, porque, como en este mismo lugar descubre San Agustín, tiene una profunda «trinidad», constitutiva de la misma alma humana, porque: «el alma se recuerda, se comprende y se ama»[36]. Esta triple conciencia se explica por tres dimensiones constituyentes del alma espiritual en una misteriosa unidad, que denomina mente, noticia y amor[37]. Como permiten que esté presente a sí misma, se conozca y se ame, son así una profunda semejanza trinitaria con Dios. Por ello, de la mente o memoria nace la inteligencia y emana también de la misma, por medio de la inteligencia, la voluntad.
El hombre está ordenado radicalmente a Dios por su inteligencia y por su voluntad. Por ello: «en el hombre interior existe, junto con la verdad, también la misteriosa capacidad de amar, que, como un peso —ésta es la célebre metáfora agustiniana (“Mi peso es mi amor”, Confesiones, 13, 9, 10)— lo lleva fuera de sí mismo hacia los otros, y sobre todo hacia el Otro por excelencia, es decir, Dios. El peso del amor le hace constitucionalmente social (Cf. La bondad del matrimonio, 1, 1) hasta el punto de que “nadie", como escribe Agustín, “es más social por naturaleza que el hombre” (La ciudad de Dios 12, 27»[38].
Por ello, aclara Juan Pablo II, que: «Esta capacidad “impresa inmortalmente en la naturaleza inmortal del alma racional” es la señal de su grandeza suprema: “en cuanto es capaz y puede ser partícipe de la naturaleza suprema, el hombre es una gran naturaleza" (Sobre la Trinidad, XIV, 4, 6)»[39].
Añade que, además San Agustín, al hombre: «lo ve también como un ser indigente de Dios, en cuanto necesitado de la felicidad, que no puede encontrar sino en Dios. “La naturaleza humana fue creada en grandeza tan excelsa, que, dado que es mudable, sólo adhiriéndose al bien mudable, que es el Sumo Dios, puede conseguir la felicidad, y no puede colmar su indigencia sin ser feliz, pero para colmarla no basta nada que no sea Dios" (La ciudad de Dios, XII, 1, 3) [40].
439. ––Después de indicar que la verdad esta en el alma y la importancia que ello tiene para San Agustín, ¿cómo explica el Aquinate el modo de estar la verdad en las cosas?
––En este mismo lugar de la Suma contra los gentiles, precisa seguidamente Santo Tomás que: «la verdad no está en el alma tan sólo a la manera como se dice que Dios está por esencia en todas las cosas, ni como está en todas ellas por su semejanza, ya que cada cosa en tanto se dice ser verdadera en cuanto que participa de la semejanza divina; pues así el alma no aventajaría en nada a todo lo demás»[41].
Hay una presencia de la verdad en el alma, en cuanto que todas las cosas son verdaderas. Como explica Santo Tomás en otras obras, en San Agustín el término verdadero tiene tres sentidos[42].
La verdad se toma en un sentido fundamental, lo que precede y funda la verdad en los otros dos sentidos. «Lo verdadero es lo que es»[43], es la entidad, la realidad de las cosas.
Un segundo sentido es el de la verdad que está en el entendimiento. Declaraba San Agustín: «la verdad es aquello por lo que se hace ostensible lo que es»[44]. La verdad en este sentido es lo que expresa el entendimiento de la realidad, y, por tanto, lo que está en el entendimiento judicativo[45].
Finalmente verdadero significa la verdad que está en las cosas, su propiedad de ser inteligibles, de poder ser captadas por el entendimiento, lo que después se llamó verdad trascendental, por su máxima universalidad. Afirma en el mismo lugar:. «la verdad es la semejanza suma con el principio, sin alguna desemejanza»[46] .
A este último sentido se refiere Santo Tomás, en la exposición de la Suma contra los gentiles[47], porque según la definición de San Agustín la correspondencia del ente al entendimiento lo es previamente al divino, en cuanto que está en él la verdad ejemplar de todas las cosas. La participación del entendimiento humano de esta verdad permite al hombre juzgar según esencialidad o necesidad. Por ello, «la verdad es aquello que según lo cual juzgamos de las cosas inferiores»[48].
La verdad, en el segundo sentido, la que está en el alma, explica Santo Tomás que lo está de: «un modo especial: en cuanto que conoce la verdad. Por lo tanto, así como el alma y las demás cosas se dicen ciertamente verdaderas en sus naturalezas porque tienen la semejanza de aquella suma naturaleza, que es la Verdad misma, porque su entender es su propio ser, así lo que el alma conoce es verdadero, en cuanto que tiene en sí la semejanza de aquella divina verdad que Dios conoce».
440. ––¿Qué infiere el Aquinate de la doctrina agustiniana de las verdades eternas ?
––Antes de ofrecer su conclusión, Santo Tomás explica el modo como se consigue esta verdad. Para ello, nota que: «en la Glosa, sobre el dicho del Salmo: “disminuyeron las verdades entre los hombres” (Sal 11, 2), se dice que “así como de una sola cara resultan muchas en el espejo, así de una primera Verdad resultan muchas verdades en las mentes humanas”».
Comenta, seguidamente: «Aunque las cosas diversas son conocidas y creídas de diversa manera por los diversos hombres, sin embargo, hay algunas cosas verdaderas en las que todos concuerdan, como son los primeros principios del entendimiento, tanto especulativo como práctico, de modo que en la mente de todos se produce universalmente como una especie de imagen de la divina Verdad. Luego, en cuanto una mente ve en dichos principios lo que conoce con certeza –y según ellos lo enjuicia todo mediante un procedimiento resolutivo en ellos mismos–, dícese que lo ve todo en la divina Verdad o en las razones eternas, y según ellas juzga de todo lo demás».
Para confirmar su interpretación de la doctrina agustiniana de la iluminación y de las verdades divinas, añade Santo Tomás: «confirman este sentido las palabras mismas de San Agustín en el libro de los Soliloquios, quien dice: “los teoremas de las ciencias se ven en la Verdad divina, como estas cosas visibles en la luz del Sol” (Véase Soliloquios, I. 8, 15). Las cuales, como nos consta, no vemos en el cuerpo mismo del sol, sino por la luz, que es una semejanza de la claridad solar impresa en el aire y en cuerpos parecidos». Interpretación que mantendrá en la Suma teológica, tal como se ha indicado más arriba.
De todo ello, se puede inferir, concluye Santo Tomás, que:«de las palabras de San Agustín no se deduce que veamos a Dios por su esencia en esta vida, sino sólo como en un espejo. Esto mismo confiesa el Apóstol sobre el conocimiento en esta vida, al decir. “Ahora vemos por un espejo y oscuramente” (1 Cor 13, 12)».
Por ultimo, para explicar el sentido de esta conclusión, añade: «Aunque este espejo, que es la mente humana, represente de más cerca de Dios que las criaturas inferiores, no obstante, el conocimiento de Dios que puede suministrar la mente humana no supera el género de conocimiento que parte de las cosas sensibles; pues incluso el alma conoce su propia esencia partiendo del conocimiento de las naturalezas sensibles, según se dijo. Luego por este camino no puede conocer a Dios de una manera más elevada que la de conocer la causa por el efecto»[49].
Eudaldo Forment
[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c.47.
[2] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 175, a. 3, sed c.
[3] San Agustín, Carta. CXL,VII, 13.;
[4] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 175, a. 3, in c.
[5] 2 Cor 12, 2-4.
[6] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 175, a. 3, in c.
[7] Ibíd., II-II, q. 175, a. 1, in c.
[8] Ibíd., II-II, q. 175.a. 2, ad 1.
[9] Ibíd., II-II, q. 175, a. 3, ad 1.
[10] Ibíd., II-II, q. 175, a. 3, ad 2.
[11] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 47.
[12] San Agustín, Sobre la Trinidad, IX, 7, 12.
[13] Ídem, Comentarios a los Salmos, Sal 41, 2.
[14] Santo Tomás, Suma teológica, I, q. 84, a. 5, in c.
[15] San Agustín, Confesiones XII, c. 25. 35.
[16] ÍDEM, Soliloquios, I, c. 15, n. 27.
[17] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 47.
[18] San Agustín, Sobre la Trinidad , XII, 2, 2.
[19] SanTO TOMÁS, Suma contra los gentiles, III, c. 47.
[20] SAN AGUSTÍN, Soliloquios, II, q. 19, 33.
[21] ÍDEM, Comentarios a los Salmos, 145, 5.
[22] ÍDEM, El libre albedrío, II, 8, 21
[23] Ibíd., II, 10, 28,.
[24] Ibíd., II, 12, 34.
[25] Ibíd., II, 15, 39.
[26] ÍDEM, Soliloquios, I, 2, 7.
[27] Ibíd., I, 1, 3.
[28] Ídem, Sobre la verdadera religión, XXXIX, 72.
[29] ÍDEM, Carta I, 1.
[30] Juan Pablo II, Carta apostólica Augustinum Hipponensem, IV
[31] Ibíd., II, 2.
[32] Benedicto XVI, Audiencia general, San Agustín (3), 30 enero 2008.
[33] Juan Pablo II, Carta apostólica Augustinum Hipponensem, II, 2.
[34] Ibíd., Benedicto XVI, después de citar la conclusión de Augustinus Hipponensis, escribe que a «la verdad que es Cristo mismo, Dios verdadero», San Agustín dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38): “Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y me abrasé en tu paz". (Benedicto XVI, Audiencia general, San Agustín (3), 30 enero 2008).
[35] San Agustín, Sobre la Trinidad, XIV, 4, 6.
[36] Ibíd., XIV, 8, 11.
[37] Cf. Ibid., IX, 4, 5.
[38] Juan Pablo II, Carta apostólica Augustinum Hipponensem, II, 2.
[39] Ibíd. Al explicar lo que es la naturaleza humana, escribía el tomista Jaime Bofill: «Más sea lo que sea aquello que el hombre quiere hacer de sí mismo, y lo que el hombre piense de sí mismo, en el fondo más íntimo de su ser, su naturaleza es una réplica y un deseo de Dios. En el fondo de todas sus veleidades y de todos sus deseos hay en el hombre una apetencia fundamental una ordenación radical que debe cumplir, sino quiere frustrar su destino: en el fondo de toda su sed de bienes hay una sed del Bien. La imagen de Dios que hay en él indica que está destinado a Dios» (Jaime Bofill, El hombre y su destino, en Obra filosófica, Barcelona, Ariel, 1967, pp. 75-87, p. 82).
[40] Ibíd. Afirmaba también Bofill que: «Todo este movimiento hacia Dios de nuestras potencias superiores penetra y arrastra así mismo nuestro psiquismo inferior (…) Es el hombre entero, el que tiende hacia Dios y está destinado a Dios; y si tan sólo por lo que en él hay de espíritu puede alcanzar directamente su fin, sin embargo, el resto de sus facultades interviene siempre; ya con una actividad preparatoria en este mundo, ya participando, en el otro, por redundancia, del bien que nuestra parte más noble disfruta» (Jaime Bofill, El hombre y su destino, op. cit., p. 86).
[41] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 47. .
[42] Santo Tomás, Sobre la verdad, q.1, a. 1, in c.; e ÍDEM, Suma teológica, I, q. 16, a. 1, in c.
[43] SAN Agustín, Soliloquios, II, 5, 7. A este sentido se refieren las siguientes palabras iniciales del capítulo primero de El criterio, de Jaime Balmes: «El pensar bien consiste o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas» (Jaime Balmes, El criterio, en Obras completas, Madrid, BAC, 1948, 8 vv., vol. III, pp. 551-755,: v, III, 1, p. 553).
[44] Ídem, Sobre la verdadera religión, c. 36, 66.
[45]Balmes dirá que: «La verdad en el entendimiento es conocer las cosas tales como son» (Jaime Balmes, El criterio, op. cit., 60, p. 754,
[46] SAN AGUSTÍN, Sobre la verdadera religión, c. 36, 66.
[47] SANTO TOMÁS, Suma contrs los gentiles, III, c. 47.
[48] SAN AGUSTÍN, Sobre la verdadera religión, c. 36, 66.
[49] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, 47-
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