XLVII. La justificación por la fe
La justificación
En un pasaje de su Epístola a los Romanos, San Pablo argumenta: «¿Dónde está el motivo de gloriarte? Queda excluido ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la Ley de la fe. Así concluimos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[1].
Santo Tomás, que comentó las catorce epístolas de San Pablo, y la dirigida a los fieles de Roma, dos veces, en la segunda y última versión, indica, al explicar los primeros vehículos del texto paulino, que puede entenderse, «por justicia de Dios, la justicia por la que justifica Dios a los hombres»[2].
Para comprender estos textos, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que la palabra «justificación» tiene varios significados. El sentido más usual es el que expresa el acto de justificarse, que consiste en dar la razón o el motivo de algo que se ha realizado, para que se advierta que no era inconveniente o ilícito y, por tanto, para que su autor no se le tenga por malo o culpable. Justificarse sería equivalente a defenderse para probar la propia inocencia. Se comprende que a esta exculpación se le denomine justificación, porque esté término, en sentido jurídico, significa la exposición de la no culpabilidad del que se le presume culpable, y, por tanto, con la proclamación de lo justo, de lo que es conforme a la realidad.
Otro sentido, que es el que se utiliza en la Sagrada Escritura, implica no una presunción, sino una afirmación de la culpabilidad del hombre por ser un pecador y, por tanto, que vive en una situación injusta, no conforme a la razón y a la ley divina. Desde la probada posición pecadora del hombre, la justificación sería hacer justo al que no lo es, al hombre que es claramente culpable. En este sentido religioso, justificar es hacer justo. La justificación es el acto de la voluntad divina por el que el pecador es hecho justo. Dada la condición pecadora y culpable del hombre, la acción divina justificadora es imprevisible por no ser exigible y es así totalmente gratuita.
En la justificación, en este sentido, de cambiar lo injusto por lo justo, la acción no es como en el anterior sentido, cuya acción era por parte de quien le afecta la culpa, sino por el llamado «el Justo»[3], por Dios. Sin embargo, el hombre debe recibir la acción de la gracia redentora de Dios que se le ofrece y aceptarla. Debe elegir entre adherirse al acto divino de la justificación, elección que la hace posible la misma gracia de Dios, o no apropiarse del mismo, decisión cuyo origen está sólo en el pecador.
La justificación que viene de Dios es un acto que no puede ser realizado por el hombre, es exclusivo de Dios. Sin embargo, hay quienes se consideran justos y, que, por tanto, son ellos los que justifican o se hacen justos a sí mismos. Esta es la actitud que se encuentra en la parábola del fariseo y del publicano.
El papa Francisco, al comentar esta parábola, recogida por San Lucas[4], notaba que el «fariseo reza a Dios, pero en realidad se mira a sí mismo. ¡Reza a sí mismo! En lugar de tener ante sus ojos al Señor, tiene un espejo. Encontrándose incluso en el templo, no siente la necesidad de postrarse ante la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, casi como si fuese él el dueño del templo. Él enumera las buenas obras realizadas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna «dos veces por semana» y paga el «diezmo» de todo lo que posee. En definitiva, más que rezar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos».
El fariseo está convencido de no ser pecador, de ser, por tanto justo, y que lo es por sí mismo. Por sus propias obras buenas y piadosas, conseguidas con su esfuerzo y por su fuerza de voluntad, cree que tendrá que ser recompensado, porque Dios reconocerá que es «justo». Sin embargo, el Señor dice que el fariseo no «bajó justificado a su casa», continuo siendo pecador o sin ser justo, y, por tanto, sin haber sido justificado, aunque continuaba creyendo que lo era. No estaba en la verdad, ni, por tanto, cerca de Dios, sino más alejado
Sí, en cambio, regresó justificado del templo a su casa, el publicano. No estaba en la mentira. «Los gestos de penitencia y las pocas y sencillas palabras del publicano testimonian su conciencia acerca de su mísera condición. Su oración es esencial. Se comporta como alguien humilde, seguro sólo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque ya lo tenía todo, el publicano sólo puede mendigar la misericordia de Dios. Y esto es hermoso: mendigar la misericordia de Dios. Presentándose “con las manos vacías”, con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final, precisamente él, así despreciado, se convierte en imagen del verdadero creyente»[5]. Por su situación pecador, el hombre no puede cambiar o vender nada a Dios. Sólo puede mendigar.
El publicano no había hecho nada para obtener la justificación, el pasar de pecador o injusto a justo, ni entiende como sea posible que haya recibido esta gracia de Dios. Desde el principio su actitud ha sido la de arrepentimiento, humildad y auténtica oración, porque reconoce que es pecador y pide, por ello, perdón. «¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador»[6].
Santa Laura Montoya expresaba muy bien el verdadero estado del hombre, al meditar sobre estas palabras de Dios, que se leen en el libro del profeta de Isaías: «te llamé por tu nombre»[7] escribe: «¡Criatura miserable y pecadora! Ese es mi nombre; la acreedora de toda ignominia (…) Veo tanto mi miseria que me llamo nada. Ese es mi nombre: la nada que espera»[8]. El pecador que espera el perdón divino. Dios no sólo se lo concede, sino y que le da además la justificación, le hace justo.
Debe advertirse, como finalmente nota el papa Francisco, que: «Si Dios prefiere la humildad no es para degradarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser levantados de nuevo por Él, y experimentar así la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos. Si la oración del soberbio no llega al corazón de Dios, la humildad del mísero lo abre de par en par. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los humildes. Ante un corazón humilde, Dios abre totalmente su corazón»[9].
La fe
Como el pecador es justificado por la fe, Santo Tomás examina también, en este lugar, el significado de la fe. Indica al comentar los primeros versículos de la Epístola: «Conviene considerar aquí cuatro cosas. La primera, qué es la fe. Pues causa cierto asentimiento con certeza a algo que no se ve, asentimiento por parte de la voluntad, porque nadie cree sino queriendo, como dice San Agustín (De praedestinatione sanctorum, c. 2)».
La fe, al igual que todo juicio o pensamiento, además de la investigación o conocimiento de su contenido, incluye su asentimiento o conformidad con el mismo y con una completa certeza o seguridad. «Y según esto difiere el creyente del dubitante, que no asiente ni de una ni de otra parte». En el que duda no hay asentimiento, ni certeza, por tanto: «difiere también del opinante, que da su asentimiento a una parte, más no con certeza, sino con temor respecto de la otra». En la opinión, hay una parte de asentimiento, pero sin ninguna certeza perfecta.
También la fe difiere del saber de la ciencia, porque el asentimiento con certeza de ambas no tiene la misma causa «Difiere también del que sabe, quien asiente por certeza en virtud de necesidad de la razón». En cambio, se asiente y se está cierto por un acto de la voluntad, movido por la gracia de Dios, que asiente o acepta lo que Dios ha revelado. En la fe, hay asentimiento y certeza, pero se asiente por «algo que no se ve», a diferencia de la ciencia, que se hace por lo que patentiza la razón. Por ello: «Y según esto la fe está entre la ciencia y la opinión»[10].
La segunda consideración es que la fe es una virtud, una virtud infusa y sobrenatural. Objetivamente, en cuanto al contenido, o lo que se cree, no es virtud. «Claro que no es virtud si se toma por lo que se cree, según aquello: fe católica es esto: que Dios es uno en Trinidad».
Sí lo es por parte de sujeto creyente, en cuanto a los actos del sujeto de la fe. «Mas si la fe se toma por el hábito con el que creemos, así a veces es virtud y a veces no lo es». Para que el hábito de la fe lo sea verdaderamente y, por tanto, que sea efectivo, tiene que estar acompañado de la virtud sobrenatural también infusa y teologal de la caridad.
La razón la da seguidamente el Aquinate: «Porque la virtud es el principio del acto perfecto. Y el acto que depende de dos principios no puede ser perfecto si a uno de ellos le falta su perfección, así como la equitación no puede ser perfecta si o el caballo no anda bien o el jinete no sabe manejarlo. Ahora bien, el acto de fe, que consiste en creer, depende del entendimiento y de la voluntad que mueva al intelecto al asentimiento. De aquí que el acto de la fe será perfecto si la voluntad se perfeccionare por el hábito de la caridad y el entendimiento por el hábito de la fe, mas no si falta el hábito de la caridad, y así la fe informada por la caridad es virtud, más no la fe informe».
Otra condición, la tercera: «es que numéricamente el mismo hábito de la fe que sin caridad era informe se hace virtud al unírsele la caridad; pero la caridad está fuera de la esencia de la fe, ni por su presencia ni por su ausencia o retiro se muda la substancia de la fe»[11]. Son dos virtudes distintas, pero necesarias ambas para la justificación, aunque tiene la primacía la fe.
La última condición, conexionada con la anterior es que tal como escribió el profeta Habacuc, como cita San Pablo en esta parte de la Epístola[12]: «El justo vivirá por la fe»[13]., pero debe entenderse la fe informada por la caridad.
Al que igual que las otras virtudes teologales, la fe y la esperanza, que unen a Dios , como verdad y como bien para nosotros respectivamente, la caridad, que une con Dios con amor de amistad, por ser bueno en sí mismo, es superior a ellas. «El alma vive por Dios la vida de la gracia. Mas primeramente Dios inhabita en el alma por la fe: “Que Cristo por la fe habite en vuestros corazones (Ef 3, 17)”; y, sin embargo, no es una perfecta inhabitación sino estando informada la fe por la caridad, que nos une a Dios con vínculo de perfección, como dice el Apóstol en Colosenses 3, 14. Así es que se dice: “vivirá por la fe” débese entender de la fe informada»[14].
Conocimiento de Dios
Después de citar al profeta Habacuc, San Pablo escribe: «Pues la ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de aquellos hombres que aprisionan la verdad con la injusticia, puesto que lo que se puede conocer de Dios les es manifiesto, ya que Dios se lo manifestó, porque lo invisible de Él, se ve después de la creación del mundo, considerándolo en las obras creadas; aun su poder eterno y su divinidad, de modo que son inexcusables»[15].
Explica Santo Tomás que San Pablo: «reconoce que los sabios de los gentiles conocieron la verdad acerca de Dios (…) porque hubo en ellos en cuanto a algo un verdadero conocimiento de Dios, porque lo que es dable conocer de Dios, o sea, lo que es cognoscible de Dios por el hombre mediante la razón estuvo claro en ellos, o sea, les fue manifiesto por lo que en ellos mismos hay, esto es, por luz intrínseca. Porque es de saberse que hay algo acerca de Dios del todo desconocido para el hombre en esta vida: qué es Dios»[16].
Se refiere seguidamente Santo Tomás al discurso de San Pablo en el Areópago, en Atenas, a principios del año 52, narrado en Hechos de los apóstoles[17]. «Con razón vio Pablo en Atenas un altar con esta inscripción: “Al Dios desconocido” lo cual se debe a que el conocimiento del hombre empieza por las cosas que le son connaturales o sea, por las criaturas sensibles, que no están proporcionadas para representar la divina esencia».
A pesar de ello, Dios no es totalmente desconocido, porque: «Puede sin embargo el hombre a partir de tales criaturas conocer a Dios de triple manera, como dice Dionisio (In lib. De div. Nom.). De un modo, por causalidad, porque siendo las tales criaturas defectibles y mudables, necesario es subir por ellas a un principio inmóvil y perfecto, y conforme a esto se conoce que Dios existe»[18].
Por el principio de causalidad, conocido y aplicado por la razón humana a las criaturas sensibles, se conoce la existencia de Dios. Además: «De un segundo modo, por vía de excelencia: en efecto, de todas las cosas no se llega a un primer principio como a causa propia y unívoca, tal como el hombre genera al hombre, sino como a causa común y que excede a todo, y por esto se conoce que está por encima de todas las cosas». Dios es infinitamente grande y trascendente a toda realidad creada, y a la inteligencia humana y no cabe en ninguno de sus conceptos.
Por la vía de la excelencia de una manera analógica y en un grado eminente se pueden conocer parcialmente las perfecciones de Dios, que reflejan limitadamente sus criaturas. El hombre conoce, por tanto, algunos atributos de la esencia o naturaleza de Dios. Se sabe que Dios existe y de algún modo qué es[19].
Además de la vía de la causalidad y de la excelencia, hay una tercera vía para poder acceder a Dios, porque: «de un tercer modo, por vía de negación, porque siendo causa excedente, ninguna de las cosas que hay en las criaturas se le puede ajustar (…) Y conforme a esto decimos que Dios es inmóvil e infinito, así como todo lo demás que como esto se diga»[20]. Todo lo que es imperfección en las criaturas, la razón humana lo excluye de Dios. Con ello, conoce lo que no es Dios, y de un modo mejor de lo que es[21].
Afirma Santo Tomás, que los hombres, incluidos los gentiles, según San Pablo: «tal conocimiento lo tuvieron por infundida luz de la razón. “Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará los bienes?” Sellada está, Señor, sobre nosotros la lumbre de tu rostro” (Sal 4, 6-7). Y luego, al decir San Pablo, en este pasaje “Dios se lo manifestó” (Rm 1, 19, enseña a qué autor le deben tal conocimiento, y dice que fue Dios quien se lo manifestó, según aquello de Job 35, 11: “Nos hace más conocedores que las bestias de la tierra”».
Se comprende el modo como Dios se muestra al hombre, porque: «un hombre enseña a otro explicándole su idea por algunos signos externos, por ejemplo la voz y la escritura. Más Dios le enseña al hombre algo de dos maneras. De una, infundiéndole una luz interior, por la que el hombre conozca “Envía tu luz y tu verdad” (Sal 42, 3). De otro modo, dándonos signos exteriores de su sabiduría, o sea, las criaturas sensibles. “La derramó”, esto es, su sabiduría, “sobre todas sus obras” (Eclo 1, 10). Así es como Dios, se les manifestó, o infundiendo una luz interior, o con los signos exteriores visibles de las criaturas, en los cuales, como en un libro, leyeran el conocimiento de Dios».
Puedes así tenerse un doble conocimiento de Dios. Por modo sobrenatural como la fe, que ilumina su razón, para poder entender lo que Dios ha revelado con lenguaje humano; y por modo natural por la mera luz natural de la razón, por la que descubre el significado del lenguaje de las criaturas. Nota también Santo Tomás que San Pablo indica en este pasaje que cosas de Dios conocen los hombres por la razón. «La primera, que Él es “invisible” (Rm 1, 20), por la cual se entiende la esencia de Dios, la cual, como está dicho, no puede ser vista por nosotros. “Nadie ha visto jamás a Dios” (Jn 1, 18; I Jn 4, 22) esto es, por esencia, viviendo en vida mortal. “Al rey de los siglos, inmortal, invisible “ (1 Tm 1, 17). Y de manera plural se dice que es invisible, porque la esencia de Dios no nos es conocida en cuanto a lo que es, o sea, en cuanto en sí misma es una. Así nos será conocida en la patria, y entonces “será el Señor único, y único su nombre”, (Zac 14, 9)».
En Dios no hay división o multiplicidad, porque es uno. La unidad divina significa que es absolutamente simple, carece de partes, no está compuesto. Todas sus perfecciones se identifican realmente entre sí. El hombre no puede concebir ni expresar directamente la esencia de Dios, pero le es posible expresarla de manera fragmentaria y múltiple, de manera analógica e indirectamente, porque: «se nos manifiesta por algunas semejanzas descubiertas en las criaturas, que de muchas maneras participan de aquello que en Dios es único; y así, nuestro entendimiento considera la unidad de la divina esencia bajo la razón de bondad, sabiduría, virtud y cosas de este orden. Y estas cosas las llamó Pablo invisibles de Dios, porque aquello único, que con estos nombres o razones corresponden en Dios, no son vistas por nosotros. “De manera que lo visible resultase de lo invisible” (Hb 11, 3)».
Además de conocerse la esencia invisible de Dios por los atributos o propiedades divinas que se manifiestan en las criaturas, copias imperfectas, parciales y borrosas de Dios, se puede conocer la potencia divina. «Otra cosa que de Dios se conoce es su poder, pues de Él proceden las cosas como de su principio. “Grande es el Señor, y grande es su poder” (Sal 146, 5). Y los filósofos sabían que tal poder es perpetuo. Por lo cual se dice en este pasaje paulino: “su eterno poder” (Rm 1, 20».
Por último, según este texto de San Pablo: «Lo tercero que de Él se conoce es “su divinidad” (Rm 1, 20). A esto corresponde el haber conocido a Dios como ultimo fin, al cual tienden todas las cosas. En efecto se dice que es bien divino el bien común, del que todos participan: por esto de preferencia se le llama divinidad, la cual significa participación, y no deidad, que significa la esencia de Dios. “En Él habita toda la plenitud de la Divinidad (Col 2, 9)».
Con el término «divinidad» se significa la bondad infinita de Dios, que ha producido la bondad de las criaturas, que tiene así una bondad participada, una bondad que tiene en parte y que de este modo imitan a la divina, su bondad ejemplar. Así como con el término «deidad» se expresa toda la esencia divina, el de «divinidad», que en el lenguaje ordinario se aplica a lo extraordinariamente bueno, se refiere a Dios como el bien supremo, y, por tanto, como el fin último. Dios el sumo bien y último fin. Se puede conocer la bondad de Dios por ser una bondad bienhechora.
Precisa Santo Tomás que a cada uno de estos tres atributos divinos conocidos por la razón humana se accede por las tres vías para llegar a Dios. «Lo invisible de Dios se conoce por vía de negatividad; su eterno poder, por vía de causalidad; su divinidad, por vía de excelencia».
Además, por una parte, siempre las tres vías toman como punto de partida las obras creadas, lo que es indicado igualmente por San Pablo en este versículo. Explica el Aquinate: «Lo cual se indica diciendo: “siendo percibidos por sus obras” (Rm 1, 20). Pues así como el arte se manifiesta por las obras del artífice, así también la sabiduría de Dios se manifiesta en las criaturas “Pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Sb 17, 5)».
Por otra, el instrumento que utiliza el hombre es su razón. «Pues con el entendimiento se puede conocer a Dios, no con los sentidos ni con la imaginación, que no trascienden lo corporal. Y “Dios es espíritu” (Jn 4, 24)»[22].
El hombre conoce a Dios por sus facultades espirituales, su entendimiento y su voluntad, que posee por ser un espíritu creado, aunque unido a un cuerpo, al que da ser y vida. Puede así decirse que: «por la excelencia del hombre, que en el orden de la naturaleza es menor a los ángeles, pero sobresale entre las criaturas inferiores. “Lo hiciste poco menor que los ángeles. Lo coronaste de gloria y honor; lo pusiste sobre las obras de tus manos, sujetaste todas las cosas bajo de sus pies: las ovejas y todas las vacas y las demás bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar que andan por los senderos del mar” (Sal 8, 6-9)»[23].
El hombre en lo creado, que está constituido por una escala de seres u orden según el grado de perfección, ocupa un lugar intermedio en el que participa de los todo lo superior e inferior. Aunque en distinto grado, tiene en común, o «está en comunión con todas las criaturas; pues de común con las piedras tiene el ser; la vida vegetativa con los árboles; la vida sensitiva con los animales; la intelectual con los ángeles». En el hombre se da, por tanto, una síntesis de la creación.
El delito de impiedad
La conclusión de San Pablo es que los hombres «son inexcusables» (Rm 1, 20), porque, como explica Santo Tomás: «Lo que es notorio de Dios lo es para ellos, que son inexcusables, esto es, que no pueden ser excusados por ignorancia. “A quien no hace el bien conociéndolo, se le imputa como pecado (St 4, 17). “Por lo tanto no tienes excusa” (Rm 2, 1)»[24].
Explica San Pablo, en el siguiente versículo, que: «Aunque conocieron a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, antes bien se disiparon en sus pensamientos y se oscureció su corazón insensato»[25]. Argumenta el Aquinate: «que la primera culpa de ellos no fuese por ignorancia lo muestra por el hecho de que teniendo el conocimiento de Dios no lo usaron para el bien».
Las tres vías para acceder a Dios les permitió saber que Dios es: «supereminente a todas las cosas; y así le debían la gloria y el honor anejos a lo superexcelente: por eso se les califica de inexcusables, porque habiendo tenido conocimiento de Dios no lo glorificaron como a Dios; o porque no le rindieron el culto debido; o porque a su poder y a su ciencia le fijaron términos, substrayéndole algo de su poder y de su ciencia»[26].
Además de adoración, el testimoniar el honor y la gloria que merece la superexcelencia de Dios, le debían también gratitud, porque: «De una segunda manera lo conocieron como causa de todos los bienes, por lo cual se le debía acción de gracias en todas las cosas, la cual in embargo no le rindieron, sino más bien a su propio ingenio y a su propio poder atribuían sus bienes. Por lo cual añade San Pablo: “ni le dieron gracias”, esto es, al Señor».
En lugar de adorar y dar gracias a Dios, dice San Pablo «se desvanecieron en sus pensamientos» (Rm 1, 21). Sus pensamientos sin Dios quedaron huecos y, por ellos, vanos. «Se llama vano lo que no tiene estabilidad o firmeza; y solamente Dios es de suyo inmutable “Yo soy Dios, y no cambio” (Ml 3, 6)». Con pensamientos desvanecidos, ellos mismos se hicieron vanos o vanidosos
Con el vicio capital de la vanidad o vanagloria se desea el honor, la consideración de los demás de una cualidad, que merece estimación y respeto, las alabanzas, o testimonio de la excelencia con palabras, y la gloria o la fama, el reconocimiento por parte de muchos de la bondad que se posee. Es un deseo desordenado porque desear ser conocido por los demás no para que se de gloria a Dios, o para que los demás len den gloria, sino para gozarse en la alabanza, que muchas veces es por cualidades que no se tienen. Es un deseo vano o inútil porque las valoraciones de los otros hombres, además de estar sujetas a equivocaciones no tienen ningún valor[27].
Concluye seguidamente Santo Tomás: «Por lo cual no se libra el hombre de la vanidad sino cuando se sustenta en Dios; mas cuando, haciendo a Dios a un lado, se apoya en cualquier criatura, incurre en vanidad. “Vanos son todos los hombres que ignoraron a Dios” (Sb 13, 1). “El Señor conoce los pensamientos del hombre, que son vanos “ (Sal 93, 11). En sus propios pensamientos se desvanecieron, por cuanto tenían su confianza en sí mismos y no en Dios, y a sí mismos y no a Dios atribuían sus bienes»[28].
En el mundo, en este sentido, decía dominico Lagrange: «No hay nada, nada que merezca la pena, nada que lleve la señal de lo infinito. Nos encontramos de frente con la nada. ¿A dónde ir, Señor? No queda otro recurso que encerrarnos en la duda fastuosa… o desesperada. Será mejor estrecharnos en torno a San Pedro, que no cesa de decir: “Tú tienes palabras de vida eterna y abandonarnos en los brazos de Dios con Jesucristo»[29].
A la inutilidad de sus pensamientos se siguió, concluye San Pablo, que: «se oscureció su corazón insensato» (Rm 1, 21). Comenta Santo Tomás: «o sea, que por haber sido oscurecido, su corazón se hizo insensato, privado de la luz de la sabiduría, por la cual conoce el hombre verdaderamente a Dios. En efecto, así como el que desvía los ojos corporales del sol material cae en la oscuridad material, así también aquel que se aparta de Dios, apoyándose en sí mismo, y no en Dios, se oscurece espiritualmente». Perdieron, por tanto, la sabiduría natural sobre Dios.
Recuerda el Aquinate que: «“Donde hay humildad”, por la cual el hombre se sujeta a Dios, “allí hay sabiduría; donde hay soberbia, allí hay injuria” (Pr 11, 2). “Encubriste estas cosas a los sabios”, esto es, a los que se tenían por tales, “y las revelaste a los pequeños (Mt 11, 25; Lc 10, 21), esto es, a los humildes. Y de ellos leemos en Efesios (4, 17): “Los gentiles andan conforme a la vanidad de su propio sentir, pues tienen entenebrecido el entendimiento”»[30].
Con la negación de la glorificación, que debían a Dios por su bondad, y de darle gracias por todos lo bienes que se reciben de Él, los gentiles cayeron en la impiedad. Así lo afirma San Pablo en los dos versículos siguientes: «Diciendo ser sabios, se tornaron necios. Trocaron la gloria del Dios incorruptible en imágenes que representan al hombre corruptible, aves, cuadrúpedos y reptiles»[31].
Advierte Santo Tomás, en primer lugar, que: «”Diciendo” explica lo que dijera. Más arriba. Primero, de que manera se desvanecieron en sus pensamientos: “Diciendo ser sabios se tornaron necios”. “Diciendo”, esto es, adjudicándose a sí mismos la sabiduría. ¡Ay de los sabios a sus propios ojos! (Is 5, 21)». Segundo, explica lo que también había dicho más arriba: «”y su insensato corazón fue oscurecido” (Rm 1, 21), diciendo: “se tornaron necios”, por enfrentarse a la divina sabiduría. “Necio se hace todo hombre con su propia ciencia” (Jerez 10, 14), de lo cual presuma»
En segundo lugar, sobre la expresión «y trocaron su gloria», que sigue a esta afirmación de San Pablo, indica el Aquinate que el cambio de la gloria «se puede entender de dos maneras. «De un modo, de la gloria con la que el hombre glorifica a Dios, rindiéndole culto de latría. “Al Solo Dios el honor” (1Tim 1, 17). Y éste lo transfirieron al darles a otros seres el culto debido a Dios».
El otro modo, que no se opone al primero de dar gloria, sino que está implícita en el mismo, es que el trueque: «se puede entender de la gloria con la que Dios es en sí mismo glorioso, la cual es incomprensible e infinito. “El que quiera sondear la majestad divina será aplastado por su gloria” (Pr 25, 27). La cual gloria no es otra cosa que la claridad de la divina naturaleza. Pues habita en una luz inaccesible (1Tim 6, 16). Pues bien, esta gloria la transfirieron con el hecho de atribuirla a otros seres. Así es que “el nombre incomunicable lo concedieron a maderos y piedras” (Sb 14, 21).
En tercer lugar, hace una advertencia sobre el atributo divino de la incorruptibilidad, que en este pasaje cita San Pablo. Sólo se puede atribuir a Dios: «porque el único perfectamente incorruptible es el absolutamente inmutable. Pues toda mutación es cierta corrupción. De aquí que se dice en 1 Tm 6, 16 “El único que posee inmortalidad”». En la idolatría, habían realizado una transferencia a «lo que es ya por completo corrupto o muerto».
La corrupción
El delito de la impiedad –que se opone a la piedad o religiosidad, virtud, que conduce a dar el culto Dios, en actos como la adoración y la gratitud– no se quedó en una mera omisión, sino que llevó a la idolatría. Al pecado de no dar culto a Dios, tal como está preceptuado en el primer mandamiento, le sigue el pecado de la idolatría, o el tributar culto a algo creado
La idolatría está prohibida también de modo muy severo en este primer precepto de la ley de Dios, tal como se lee en la Escritura: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás escultura ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de las cosas que están en las aguas debajo de la tierra. No las adorarás ni les darás culto»[32].
Por estos delitos, Dios permitió que el hombre cayera en manos de sus concupiscencias bestiales. Concluye, por ello, San Pablo: «Por lo cual Dios los entregó a la inmundicia en las concupiscencias de su corazón; de modo que deshonraron sus cuerpos en sí mismos»[33].
El comentario de Santo Tomás es el siguiente: «Acerca de lo cual débese considerar que el hombre tiene un lugar intermedio entre Dios y los animales irracionales y que con uno y otro extremo se comunica: con Dios por el entendimiento; con los animales irracionales por los sentidos. Pero como el hombre lo que es de Dios lo transfirió hasta a las bestias, así también Dios lo que en el hombre es divino por la razón lo sujetó a lo que en él mismo es brutal, o sea, al apetito sensual (…) de modo que su razón se sujetara a las concupiscencias del corazón, esto es, del apetito sensual (…) Lo cual es ciertamente contra el orden natural del hombre, según el cual la razón debe dominar al apetito sensible»[34].
Como se dice en este versículo conclusivo de San Pablo, añade Santo Tomás que Dios: «entrega a los hombres a los apetitos de su corazón como en manos de crueles señores. “Entregará a Egipto en manos de señores crueles” (Is 19, 4). Más ante todo en lo relativo al apetito sensitivo cierto bestial desorden pertenece a los pecados carnales. Porque las delectaciones del tacto, incitadas por la gula y la lujuria, claramente son comunes a nosotros y a las bestias. Y por eso son más reprensibles como más brutales, como dice Aristóteles (Ética, III)».
A ello se refiere San Pablo al decir, en este mismo pasaje: «a la inmundicia»[35], porque «pertenece a los pecados carnales –según Ef 5, 5: “Ningún fornicario, o inmundo, o avaro, lo cual es un culto a los ídolos, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios”– por la sencilla razón de que por tales pecados más que por otros se convierte el hombre y se entrega a lo que está por debajo de él mismo. Y, en efecto, se dice que algo es impuro o inmundo por la mezcla con el plomo»[36].
En cuanto que a esta inmundicia Dios «los entregó»[37], nota Santo Tomás que: «no se quiere decir que Dios entregue directamente a los hombres a la inmundicia inclinando el apetito del hombre al mal, porque todo lo ordena Dios para Sí mismo “Todas las cosas las ha hecho Dios para Sí mismo” (Pr 16, 4). Y el pecado es algo que se obra por aversión a Él. Pero indirectamente lleva a los hombres al pecado en cuanto justamente substrae la gracia por la cual los hombres se contenían para no pecar, así como si alguien le retira a alguien su sustentáculo, se dice que causa su caída. Y por esta manera el primer pecado es causa del pecado siguiente, siendo el segundo la pena del primero»[38].
Después de esta conclusión, San Pablo vuelve a decir que por su impiedad cayeron en la corrupción. «Por esto los entregó Dios a pasiones ignominiosas. Pues, por una parte, las mujeres trocaron el uso natural por otro uso que es contra naturaleza. E igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en mutua concupiscencia, cometiendo cosa ignominiosas varones con varones, y recibiendo en sí mismos la paga merecida de sus extravíos»[39].
Sin embargo, indica Santo Tomás que ahora San Pablo nota que: «Habiendo mostrado el delito de impiedad, por el cual pecaron contra la naturaleza divina, muestra aquí la pena, por la cual han sido llevados a pecar contra su propia naturaleza»[40].
Sobre estos dos versículos, y con una referencia al versículo anterior[41], explica el Aquinate que: «Por haber trocado la verdad de Dios en mentira “los entregó Dios”, no ciertamente empujándolos al mal, sino abandonándolos “a pasiones ignominiosas”, o sea, a pecados contra natura, que se llaman pasiones por cuanto con propiedad se dice pasión aquello por lo que algo es llevado fuera del orden de su propia naturaleza, como por ejemplo cuando se calienta el agua o cuando el hombre se enferma. De aquí que por apartarse el hombre del orden natural por tales pecados, con razón se les llama pasiones. “Las pasiones de los pecadores” (Rm 7, 5)».
Aclara seguidamente que: «Y, se les llama pasiones ignominiosas, porque no son dignas de mencionarse según aquello de Efesios, 5, 12: “Da vergüenza hasta el nombrar las cosas que ellos hacen en secreto”. En efecto, si los pecados de la carne comúnmente se censuran, porque por ellos se rebaja el hombre a lo que es bestial en él, con mucha mayor razón por el pecado contra natura, por el cual aun por debajo de la naturaleza bestial cae el hombre».
Sobre los pecados contra la naturaleza debe tenerse en cuenta que: «de dos maneras puede ser algo contra la naturaleza del hombre. De una, contra la naturaleza de la diferencia constitutiva del hombre, que es racional, y así todo pecado se dice que es contra la naturaleza del hombre, por cuanto es contra la recta razón. De aquí que el Damasceno dice (In 2 lib. De Fide Orth) que el ángel al pecar se trueca de lo que es conforme a naturaleza en algo que es contra naturaleza».
Los pecados contra la naturaleza tienen además otro sentido, porque: «de la otra manera se dice que algo es contra la naturaleza del hombre por razón del género, que es animal. Ahora bien, manifiesto es que conforme a la intención de la naturaleza la unión de los sexos en los animales se ordena al acto de la generación. De aquí que todo género de unión del que no se pueda seguir la generación es contra la naturaleza del hombre en cuanto es animal».
Esta explicación, apunta el Aquinate, concuerda con lo que: «se dice en la Glosa: el uso natural es que el varón y la mujer se unan para ser una sola carne en concúbito; y contra la naturaleza es que el varón profane a varón, y la mujer a mujer; y lo mismo debe decirse de todo acto de coito del que no se puede seguir la generación».
Agrega el Aquinate, sobre estos versículos de San Pablo, que: «cuando dice “la paga”, indica que esta pena es la que corresponde al delito, diciendo: “recibiendo en sí mismos”, esto es, en la degradación, de su naturaleza, “la paga de sus extravíos”, esto es, el haber trocado la verdad de Dios en mentira: “paga”, o sea retribución, “merecida” por ellos conforme al orden de la justicia, por el que era debido que quienes cometieran injuria contra la naturaleza de Dios, aquello que es propio que se atribuya a las criaturas, vivieran ultrajándolo en su propia naturaleza»[42].
Todavía por tercera vez San Pablo insiste en que a los hombres impíos terminaron por caer sujetos a sus deseos bestiales. En esta última ocasión describe su completa perversión del sentido común, de los sentimientos y, en definitiva de todo sentido moral. «Y por cuantos ellos recusaron tener de Dios cabal conocimiento, entrégoles Dios a una mentalidad depravada para hacer lo indebido; repletos de toda iniquidad, malicia, fornicación, codicia, injusticia, llenos de envidia, homicidio, riña, engaños, y mala entraña; chismosos, calumniadores, aborrecidos por Dios, insolentes, soberbios, altivos, inventores de maldades, desobedientes a sus padres, desatinados, desleales, desamorados y despiadados»[43].
Al comentar cada uno de estos pecados, así como el orden en que se mencionan, el Aquinate nota que San Pablo, a los pecados que «se cometen con la sola boca», los califica de «aborrecidos por Dios». La razón es porque: «destruyen lo que más ama Dios en los hombres, el mutuo amor. “Mi mandamiento es que os améis los unos a los otros, tal como Yo os he amado” (Jn 15, 12). Por lo cual se dice en Proverbios: “Seis cosas hay que aborrece Yahvé, y una séptima es abominación para su alma” (Pr 6, 16), a saber, el sembrar discordias entre hermanos»[44].
En el capítulo primero de esta epístola de San Pablo, después de la enumeración de estos pecados, se termina la conclusión con esta observación sobre los hombres impíos: «Los cuales, habiendo conocido la justicia de Dios, no entendieron que los que tales cosas hacen son dignos de muerte; y no tan sólo hacen estas cosas hacen, sino que también aprueban a los que las practican»[45].
De este versículo en el que se afirma que el pecador conoce el castigo eterno de sus pecados graves, escribe Santo Tomás: «Sobre lo cual débense considerar tres cosas. La primera, su natural disposición, porque conociendo que Dios es justo y que tiene todas las demás perfecciones, no creyeron que infligiría una pena por los pecados. “Dijeron en su corazón: El Señor no hace mal (a nadie)” (So 1, 12). Y esto lo expresa así: “Los cuales habiendo conocido la justicia de Dios, no entendieron” (Rm 1, 32)».
Respecto a la sanción, la segunda, explica Santo Tomás que San Pablo se refiere a: «la pena del pecado a la que son acreedores, diciendo: “Son dignos de muerte” (Rm 1, 32). “El salario del pecado es la muerte” (Rm 6, 23). Pues es justo que el alma que se separa de Dios, sea separada de su cuerpo por la muerte corporal, y finalmente sea separada de Dios por la muerte eterna, de la cual se dice en el Salmo 33, 22: “Pésima es la muerte de los pecadores”. Y el Apocalipsis, sobre los justos dice, en cambio: “En estos no tendrá poder la segunda muerte” (Ap 2, 11)», la condenación eterna.
Finalmente, explica el Aquinate que: «La tercera cosa que se debe considerar es a quiénes se les debe infligir tal pena. Y primeramente a los que obren los predichos pecados, según el Salmo “Tú aborreces a todos los que obran la iniquidad; tu perderás a todos aquellos que hablan mentira” (Sal 5, 7)».
Precisa, además, atendiendo a las últimas palabras de este versículo, que Dios no sólo detesta y sanciona a los que cometen estos pecados: «Y no sólo a los que tal obran, sino también a los que consienten a aquéllos. Y esto de dos maneras; directamente, o aplaudiendo el pecado, según el Salmo: “El pecador se jacta en los deseos de su alma” (Sal 10, 3); o también dando dictamen favorable o ayuda, según los Paralipómenos: “Tu das socorro a un impío y te estrechas en amistad con los que aborrecen al Señor” (2 Cro 19, 2)».
Dios detesta y castiga a los que permiten tales pecados: «O también indirectamente, por no reprender o impedir de algún modo, pudiéndose, y sobre todo si por estado o ministerio incumbe, así como los pecados de su hijos se le imputaron a Helí, en I Samuel (2, 12-36)»[46]. Advierte, por último, sobre esta última afirmación del capítulo primero de la Epístola a los Romanos:«Esto lo dice el Apóstol también de manera especial por algunos sabios de los gentiles, pues aun cuando no reverencian a los ídolos, sin embargo, no resistían a quienes los adoraban»[47].
Justificación y fe en Cristo
Más adelante, San Pablo enseña que ante situación es imprescindible la gracia Dios, que justifica al hombre, que de pecador le hace justo. Indica Santo Tomás que en el capítulo quinto de la Epístola: «Habiendo sentado el Apóstol la entrada del pecado en este mundo, aquí trata de la marcha de la gracia que aniquila el pecado»[48].
En uno de los versículos concluye San Pablo: «Así pues, como por el delito de uno solo para todos los hombres todo remata en condenación, así también por el acto de justicia de uno para todos los hombres todo acaba en justificación de vida»[49].
El paralelismo entre el pecado y la gracia no es total. La gracia de Cristo excede al de todos delitos de todos los hombres. Como comenta Santo Tomás: «No se debe pensar que el delito de Adán sea de tanto poder cuanto el don de Cristo es poderoso. Y la razón de ello es que el pecado procede de la debilidad de la voluntad humana, mientras que la gracia procede de la inmensidad de la divina bondad, la cual es claro que excede a la voluntad humana, sobre todo siendo ésta débil. Y por eso el poder de la gracia excede a todo pecado. Y por lo mismo decía David: “Ten piedad de mí, conforme a la grandeza de tu misericordia” (Sal 50, 3). Y por eso justamente se reprueba la exclamación de Caín , que dice “Mi maldad es tan grande que no puedo yo esperar perdón” (Gen 4, 13)»
Además en este contraste cuantitativo se da el cualitativo, porque: «Se debe considerar que el Apóstol no pone en la predicha comparación algo correspondiente, a saber, algo del mismo género. Porque por parte del pecado pone la condenación, que pertenece a la pena; más de parte de la gracia pone la justificación, que no pertenece a un premio, sino más bien al estado de mérito. Y de esta manera, diciendo que el pecado lleva a la condenación trata de mostrar que la gracia trae consigo la justificación».
La argumentación de San Pablo para mostrar la identidad misteriosa de todos los hombres por el pecado con Adán y por la justificación con Jesucristo, sería la siguiente: «Así como la condenación de la muerte procede del pecado del primer padre, así también el reino de vida procede de la gracia de Cristo. Porque estas dos cosas se corresponden perfectamente; pero como nadie puede alcanzar el reino de vida sino por la justicia, luego los hombres se justifican por la gracia de Cristo»
Debe entenderse, sin embargo: «de modo que la gracia de Cristo se refiera a la remisión del pecado, remisión que no es precedida por ningunos méritos, y que por lo tanto se concede por gracia totalmente»[50].
Sin la gracia no hay justificación, y sin ser justo el hombre está abocado a la perdición.. En otra epístola, al explicar el estado del hombre en pecado, escribe San Pablo: «¿no sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No os forjéis ilusiones. Ni fornicarios, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni sodomitas, ni ladrones, ni codiciosos, ni borrachos, ni maledicientes, ni salteadores, heredarán el reino de Dios. Y eso erais algunos; pero fuisteis lavados, pero fuisteis santificados, pero fuisteis justificados, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios»[51].
Por los merecimientos de Jesucristo y por la acción del Espíritu Santo, La gracia “lava” o borra los pecados, “santifica” o hace digno de acercarse a Dios y “justifica” o hace justo. El pecador no es indultado de su pecado, como si la gracia simplemente suprimiera la pena que se merece. No se da lo que ocurre con el indultado, en el orden jurídico humano, que se le ha declarado libre, pero realmente es culpable. Indultar es perdonar .pero sin suprimir la falta. El culpable sigue siendo culpable, pero no se le aplica el castigo.
Por el contrario, con la gracia, el pecador es absuelto de sus pecados. De manera parecida a un presunto culpable que se le absuelva. La absolución es una reconocimiento que no hubo ninguna falta, por esto no sólo no se le castiga, sino que se le declara inocente. El pecador es absuelto, pero no era inocente. Absolución que únicamente puede hacerla Dios, porque al declarar, la inocencia hace realmente inocente, porque regenera y le hace justo, y su falta queda borrada. Sin embargo, en el estado viador en el justo permanece el fomes del pecado o la inclinación desordenada de la concupiscencia.
El justificado ha sido pecador pero es realmente justo, porque ha sido regenerado. En el Concilio de Trento se dijo, por ello, que la justificación: «No sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior mediante la recepción voluntaria de la gracia y de los dones; de donde resulta que el hombre, de injusto se hace justo, y de enemigo amigo, “para venir a ser heredero de la vida eterna, según la esperanza” (Tt 3, 7) que de ella tenemos»[52].
Finalmente Santo Tomás termina su comentario con esta última precisión: «Aun cuando se podría decir que la justificación de Cristo se transmite para justificación de todos los hombres, en cuanto a suficiencia, sin embargo, en cuanto a eficiencia no abarca sino a los fieles. De aquí que se dice en 1 Tm 4, 10: “El cual es salvador de todos los hombres, especialmente de los que creen”. Ahora bien, por esto que aquí se dice debemos aceptar que así como nadie muere sino por el pecado de Adán, así también nadie es justificado sino por la justicia de Cristo, la cual es ciertamente por la fe en Él mimo, conforme a lo que arriba se dijo: “La justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen” (Rm 3, 22)»[53]. La disposición para poder ser justificado es la fe en Jesucristo, dada por la gracia, obtenida por su redención. Santa Catalina de Siena comparaba a Jesucristo con un puente, con dos vías, la primera descendente, por parte de Dios, y otra ascendente, por parte del hombre[54].
Eudaldo Forment
[1] Rm 3, 27-28.
[2] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 6.
[3] Sal 10, 8: «Justo es el Señor »; Sal 118, 137: «Justo eres, Señor»; y Dn 3, 26: «Justo eres en todas las cosas».
[4] Lc 18, 9-14.
[5] PAPA FRANCISCO, Audiencia general, 1 de junio de 2016.
[6] Lc 18, 13.
[7] Is 43, 1.
[8] Laura Montoya Upegui, Autobiografía, Medellín, Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, 1991, 2ª ed., p. 339.
[9] PAPA FRANCISCO, Audiencia general, op. cit.
[10] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 6. Cf. IDEM, Suma teológica, II-II, q. 1, a. 4, in c.
[11] IDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 6.
[12] Rm, 1, 17.
[13] Ha 2, 4.
[14] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 6. Sobre todas las virtudes «revestíos de la caridad, que es vínculo de la perfección» (Col 3, 14). La caridad es lo que da unidad, cohesión y vigor a la vida sobrenatural.
[15] Rm, 1, 18-20
[16] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 6.
[17] Hch 17, 17-34.
[18] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 6.
[19] Cf. IDEM, Suma teológica, I, q. 2, a. 3
[20] IDEM, , Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 6.
[21] Cf. IDEM, Suma teológica, I, q. 12, a. 2.
[22]SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 6.
[23] Sal 8, 6-9.
[24] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 7.
[25] Rm 1, 21.
[26] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 7.
[27] Cf. IDEM, Suma teológica, II-II. q. 132.
[28] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 7.
[29] J. Mª Lagrange, El evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, Barcelona, Editorial Litúrgica Española, 1933, p. 510.
[30] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 7.
[31] Rm, 1, 22-23.
[32] Gen 20, 2-5.
[33] Rm, 1, 24.
[34] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 7.
[35] Rm1, 24.
[36] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 7.En los versículos anteriores del citado por Santo Tomás, de la Epístola a los Efesios, había prescrito San Pablo: «Mas la fornicación y toda impureza o codicia ni se nombren entre vosotros (…) ni palabras torpes, ni necias, ni bromas impertinentes, sino antes bien en acciones de gracias» (Ef 5, 3-4).
[37] Rom1, 24.
[38]SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 7.
[39] Rm 1, 26-27.
[40] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 8.
[41] Rm 1, 25: «Ellos trocaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y dieron culto a la criatura antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amen».
[42] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 8.
[43] Rm 1, 28-31.
[44] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 8. En este pasaje citado de los Proverbios, se indica que estas siete cosas aborrecidas por Dios son las siguientes: «ojos altivos, lengua mentirosa, manos que derraman sangre inocente, corazón que maquina designios perversos, pies ligeros para correr al mal, testigo falso que profiere mentiras y aquel que siembra discordias entre los hermanos» (Pro 6, 17-19).
[45] Rm 1, 32-
[46] El sacerdote Helí era condescendiente con los pecados de sus hijos Jofní y Pinejás en el mismo santuario. Sus dos hijos fueron castigados con la muerte, pero también el padre. Por no reprenderles e impedir sus pecados, sufrió el mismo castigo.
[47]SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. I, lec. 8.
[48] Ibíd., c. V, lec. 5.
[49] Rm 5, 18.
[50] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. V, lec. 5.
[51] 1 Co, 6, 9-11.
[52] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. VII.
[53] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. V, lec. 5.
[54] Cf. SANTA CATALINA DE SIENA, El diálogo, Madrid, BAC, 1955, p. II, c. XXII, pp. 230-231; y p. II, c. XXIX, p. 242.
12 comentarios
----
Y en cuanto tal, Dios la da eficazmente a quien quiere. Y no hay injusticia en no dar a quien no merece.
"En este sentido religioso, justificar es hacer justo. La justificación es el acto de la voluntad divina por el que el pecador es hecho justo."
Para los que sufren dislexia y ciertas dificultades de visión, las negritas ofrecen una gran ayuda.
El texto tiene una gran longitud, sería necesario dar ayudas visuales.
La acción divina justificadora SÍ es PREVISIBLE. Está en el pecador solicitarla con sinceridad:
"Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. ..
...Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre de ustedes que está en el cielo dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!"...Mt 7, 7-11...
"..perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.."
Si Dios Padre no perdonara, necesariamente, a quien perdona y solicita perdón, Jesús nos dejó el "Padre Nuestro" en vano.
Eudaldo
Respecto a: "Y en cuanto tal, Dios la da eficazmente a quien quiere"
Ello, es FALSO.
Dios no realiza su acción divina justificadora a quien quiere. De ser así, no sería el Dios de los Cristianos.
No hay acción divina que no sea sometida, antes de ser ejecutada, a la Sabiduría Divina.
Es por su Sabiduría, y no por su Voluntad (es decir lo que quiere), que Dios hace, conforme su infinita potencia, cosas buenas, y no al revés.
Rom 9,18
Así pues, tiene misericordia de quien quiere, y endurece a quien quiere.
De este tema me preocupa siempre su aplicación pastoral. Hay algo que usted dice que me motiva a compartir.
El fariseo está convencido de no ser pecador, de ser, por tanto justo, y que lo es por sí mismo. Por sus propias obras buenas y piadosas, conseguidas con su esfuerzo y por su fuerza de voluntad, cree que tendrá que ser recompensado, porque Dios reconocerá que es «justo».
Uno puede leer esa parábola de múltiples formas válidas, pero esta que usted propone, y varios Papas también, me parece se puede superar. Digo trascender, no corregir.
Cuando el fariseo da gracias está reconociendo que le viene de Dios todo lo que tiene. O sea, su problema es más hondo, más complejo y a la vez más común. Los que creen que han logrado virtud sin la ayuda divina son muy pocos. Este fariseo NO parece ser uno de ellos. Los que aún reconociendo que Dios les ha ayudado entienden que ya no necesitan más de Dios, esos son muchos. Esa tentación es más sutil. Esa tentación se vende como "perfección cristiana". Es la tentación de creer que ya la misericordia le alcanzó y terminó con él, ya no la necesita. Esa es la tentación del que estando ya justificado cree que ahora "le toca obrar" a él. Ese entiende que ya se basta. Su enaltecimiento no es la soberbia de Pelagio, ni la de los monjes de Gaul, es la de quien cree que ya llegó y ahora le sobra tiempo para juzgar a otros. Para esos dio la parábola el Maestro. Ese es CUALQUIER justificado en cualquier día, a cualquier hora.
Este fariseo es a quien Trento le advierte:
"se debe tener por cierto, que ninguna otra cosa falta a los mismos justificados para creer que han satisfecho plenamente a la ley de Dios con aquellas mismas obras que han ejecutado[...] ni para que verdaderamente hayan merecido la vida eterna [...] sin embargo no permita Dios que el cristiano confíe, o se gloríe en sí mismo, y no en el Señor [...] sin que nadie sea capaz de calificarse a sí mismo, aunque en nada le remuerda la conciencia; pues no se ha de examinar ni juzgar toda la vida de los hombres en tribunal humano, sino en el de Dios".
En eso último atina muy bien El Santo Padre Francisco, pero la parábola se vuelve más interesante cuando en vez de ver a dos pecadores tratando de pasar al estado de justificación, se ve a un justificado (o cercano a estarlo) perdiéndola (o fallando) y a un pecador adquiriéndola.
En ningún momento hablé de la elección. Pedir, no es elegir.
Quien tiene esa libertad, no es el hombre, sino Dios.
Ahora, si la solicitud del hombre cubre los requisitos que el Padre establece, Él necesariamente te perdonará y, por lo tanto, te justificará.
Ahora, Dios puede no perdonarte? No, no puede. Si media la Fe en su Hijo, el arrepentimiento del pecador (sumada la penitencia y la esperanza de no volver a pecar) y el amor a Dios, entonces Dios perdona, necesariamente.
Sin embargo, no hay nadie en la Tierra que pueda decir de sí mismo "Yo cumplo los requisitos, por lo tanto, Dios perdóname". Tan sólo al decirlo, uno, creo, se condenaría.
La lectura aislada de Rom 9,18 es peligrosa. Conduciría a creer en la predestinación por mera voluntad de Dios, y a creer en un Dios cuyo poder fuera arbitrario.
Sin embargo, entendería que Pablo lo dice en el contexto de Rom 9, 16.
"En consecuencia, todo depende no del querer o del esfuerzo del hombre, sino de la misericordia de Dios".
Saludos
Extraña la lectura que haces de lo que he escrito. No fui yo quien posteó sobre la imprevisibilidad de la acción divina (en cuanto a la eficacia) ni respecto de, sobre la misma, que Dios la da a quien quiere.
Pienso simplemente lo contrario.
Y creo que Dios ejerce su Voluntad no porque quiere sino porque Sabe, según su Omniciencia, que sus efectos serán conforme su Bondad.
Saludos
Dejar un comentario